Jorge Díaz Herrera
(Cajamarca, Perú 1941) ha ejercido la docencia universitaria en Cajamarca, Trujillo, Lima e Iquitos, y ha sido profesor invitado en universidades de España (Madrid, Barcelona, León, Islas Baleares). Es licenciado en literatura, cuenta con estudios completos de doctorado en dicha especialidad y ha realizado investigaciones de filología en la Universidad Complutense de Madrid. Ha recibido numerosas distinciones, como el Premio Nacional de Fomento a la Cultura "José María Eguren", en 1972. Ha publicado los poemarios Orillas (1964) y Aguafiestas (1974); las obras teatrales Comanche (1970), Ver para correr (1968) y El diablo también come uvas (1768); los libros de cuentos Alforja de ciego (1975), Mi amigo caballo (1980) y Cuéntame lo que nos pasa (2004); y las novelas La agonía del inmortal (1985), Por qué morimos tanto (1995), La colina de Irupé (2003), El Ángel de la Guarda (2005) y Pata de perro (2007). Respecto a la literatura infantil, ha publicado la obra teatral Los duendes buenos (1964); la narración poética Parque de leyendas (1975); la colección de cuentos Historias para contar, jugar y cantar (2005) y Sones para los preguntones (2005); y los libros Abecindario, Tabla de multibrincar (2006) y La gran hazaña (2007). Entre sus ensayos figuran El humor en la poesía de Vallejo, Contra el Eguren que no es y El placer de leer a Vallejo en zapatillas. Sus crónicas están dispersas por revistas y periódicos nacionales y extranjeros. Ha participado en diversos encuentros literarios dentro y fuera del país y residido prolongadas temporadas en Europa.
El viejo pelícano
Arrastrando mis alas de viejo
pelícano.
Picoteo en los mercados
y mi hambre es más fuerte
que los escobazos de los mercaderes.
Peleo en los basurales
contra los rapazuelos hambrientos
y los locos.
Abro y cierro mi largo pico.
Y el aire es poca cosa para llenar
mi buche.
Mis plumas se derraman.
Un día me llevarán en un tacho de basura
seco y estirado
lejos del mar donde soñé
construir mi morada.
Crisis de imaginación
Hijo mío, te debo un poema.
Quizá nunca te escriba el poema
que te debo.
Y no es que me falte el amor para escribirlo.
Sucede que al poeta muchas veces se le escapan
las palabras.
Hijo mío, te debo un poema.
Deuda más importante que el alquiler de la casa
en que vivimos.
Entre guitarreros y guitarras
En el amor todo cuenta. La soga
al cuello. La golondrina. La parla lagartija.
El jadeante ascenso y el plácido suspiro. El anillo
en el dedo. El dedo sin anillo. El recuerdo.
El olvido. Y otra vez el recuerdo. Y otra vez
el olvido.
El sabio amor todo lo sabe. El ingenuo amor
todo lo ignora. A veces brama. A veces
ni suspira. Morir. Resucitar. Partir
y retornar y otra vez partir. Nunca se sabe.
El inconstante amor. El insondable.
Se vuelve flor lo que no vuelve
Hablo de Antonio Claros, el poeta.
Antonio, te oigo en los versos que aún no escribiste,
en los cielos que mirábamos.
Poeta. Hermano de los días que aún no acaban.
Me dio la noticia, Eva, tu mujer,
a quien amaste en varios rostros.
No sé qué hacer, dónde poner el cariño que nos queda.
Te veo, hermano, bajo la lluvia.
Yo torpe insistiendo caminar por el aguazal,
gozoso de un paraguas viejo,
sin advertir la orfandad de tus zapatos.
¿Qué hacer en las calles de Madrid?
La vida es una burbuja. Y yo aún en mí, quizá a punto.
Querido Antonio, se vuelve flor lo que no vuelve.
Caminábamos, ¿te acuerdas?, asombrados de las cosas
que nadie veía.
¿Y ahora? Ya no.
Ya solo en este pueblo donde hoy me escondo
de mí mismo. Escribo, leo, digo: ¿qué habrá dónde te has ido?
¿El violín de tu padre seguirá cantando a dúo con el órgano del templo?
¿Será allá, donde hoy eres, el tiempo un reloj varado?
Querido Antonio, no vayas a enojarte conmigo, ausente al despedirte.
Remaba a la otra orilla del mar, del mar aquel, ¿te acuerdas?,
el de los caballitos de totora.
Hoy creces en tus huellas
más de lo que imaginabas.
Yo sé que me esperas a la vuelta del infinito, aquí nomás,
donde oíamos a las flores hablar.
No te olvides, hermano. Haznos recordar que aún vivimos,
para que estés entre nosotros.
El silencio, la tranquilidad que buscabas huyendo
hasta de tus propias entrañas, es el lugar donde hoy habitas.
Te queremos, hermano.
Me preguntan por ti como cuando te preguntaban por mí.
No se te vaya a dar por irte aún más allá.
Y, como me decías en tu última carta, la memoria no dé para tanta distancia.
En el borde, un abrazo
como quien se despide para volver.
Te has llevado, Antonio, mucho de mí y me has dejado mucho de ti.
Estamos a la par, hermano.
Sin deudas, frescos como el mar de Huanchaco.
Te esperaré en esa playa. Puntual,
fiel a tu terca manera de pastar el tiempo.
Tu viaje me ha fatigado, y estoy herido de ti, herido de mí, herido de todos
los que aún nos quieren.
Bien sabes, Antonio, que seguiremos forasteros
perros sin dueño por las calles de Madrid.
El hombre y el árbol
Elegía doble
Pudo ser sólo un hombre.
Y fue más que un hombre.
Pudo ser solo un árbol.
Y fue más que un árbol
Y pudimos ser todos.
Y fuimos más que todos.
Tú, yo, ése, aquél y los de más allá.
También los de más acá.
A todos nos cayó el hachazo.
A todos, incluso al viento de los pájaros,
Al nido de los pájaros.
Nos quitaron las alas en el vuelo
De volar hacia adentro
Y hacia fuera.
Es decir, y en palabras ya más íntimas,
Nos quisieron oscurecer el alba.
Se equivocaron.
Cortaron la sombra. Más no el cuerpo.
Menos aún el alma.
Y aquí estamos, parados en la tierra.
Sembrados en tu sangre, que ya es sangre de la tierra.
Creciendo. Elevándonos en ti, en mí, en él,
En aquel, en aquellos.
No hay leñador que le corte las ramas a la vida.
No hay vida sin verdor.
Y aún hay tanto cielo vacío por llenar,
Querido Sergio: vecino ya en el tiempo.
Vecino ya en el alba.
En el centro mismo del recuerdo.
Pudo haber sido un hombre.
Pudo haber sido un árbol.
Pudo incluso no haber sido.
Y fue más que un hombre, más que un árbol,
Más que el mismo.
Más que su propia sangre.
A quien nos dejo solos sin el más leve aviso
Yo tenía un amigo.
Digo mejor un árbol.
Y mejor todavía: yo tenía un amigo
de fronda generosa.
Por los mares del aire
navega una paloma.
Mi árbol.
Mi amigo.
Melenudo andariego.
Camisa alborotada. De ojos
Y pestañas tenía hecha la cara.
Rondín. Música loca.
También una guitarra. Desenfadado
trote. Entre mentiras buenas
su risa larga.
Mi árbol.
Mi amigo
Nadie sabe quién fue
el leñador malvado.
Una paloma vuela
Al palomar callado.
La niña ciega
La niña ciega no tiene
pena de no ver el sol.
Porque ella mira hacia adentro
de su propio corazón.
Porque ella mira hacia adentro
mientras toca su tambor,
mientras toca su tambor.
La niña ciega no teme
extraviarse en su andar.
Porque ella no tiene casa
donde llegar.
La niña no tiene nombre.
La niña no tiene edad.
La niña es un cascabel
que llena la soledad,
que llena la soledad.
La tamborera no tiene
que dormir para soñar.
Pues ella misma es un sueño
que se ha puesto a caminar.
La niña ciega con su tambor
anuncia
que te anuncia
los repiques del amor.
El pirata que se jubiló
De un barquito
de alta mar,
bajó un pirata a caminar.
Ya no el barquito.
Y no la mar.
Solo el pirata
y su costumbre
de caminar.
Canto de sirenas
Dicen que en la tierra tiene
la paloma de la paz
un nido donde se muere
de soledad.
Si en la tierra no la quieren
que la traigan
a la mar.
El clavel desobediente
Un día sembró la luna
junto a una estrella
un clavel.
Se juntaron los luceros
para verlo florecer.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Se puso triste la luna
y los luceros también.
Todos como en una ronda
alrededor del clavel:
“Clavel, clavel, clavelito,
danos tus flores, clavel”.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Mandaron un emisario
para que llamara al sol.
El capitán de los astros
al clavel le ordenó:
“Florece. Yo te lo digo.
Florece, lo mando yo”.
El clavel no florecía.
No florecía el clavel.
Todos como en una ronda
llenos de rabia y de hiel:
“Arrojemos al rebelde.
Arrojemos al clavel”.
Montado en una paloma
Marchó al destierro el clavel.
La paloma dijo: ¿A dónde?”
“A donde quieras”, dijo él.
Junto a un río se posaron
la paloma y el clavel.
Llegó un niño que al mirar
sin una flor al clavel,
le dibujó muchas flores
de colores y pincel.
Así floreció el rebelde
que no quiso florecer.
Dicen que ahora la luna
está aprendiendo a pintar,
y su maestro es un niño
que apellida Gauguin.
Quiñones
Quiero cantarte, capitán del astro rey.
Quiero cantarte porque siempre es hora
de cantarle a la gloria.
Naciste rumbo al sol.
Espada aliada a la vida: al ave, a la rosa,
a la alegría, al pan del hogar,
al honor de la patria,
que es nuestro mejor pan.
Tú arribaste, capitán de las alturas,
a la sublime cima que es la muerte
cuando se llega a ella jubilar,
despierto, generoso, voluntario...
Este canto surgió en Quebrada Seca,
la aurora en que nacistes de ti mismo:
el 23 de julio de nuestra erguida edad.
Gloria en ti. Porque en ti la Patria
tiene para seguir viviendo, respirando,
en lo inmenso del Cosmos,
una ventana más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario