Pedro Antonio Valdez
La Vega, República Dominicana, 1968. Ha publicado varios libros, entre ellos: Papeles de Astarot (1992), que obtuvo el Premio Nacional de Cuento; Bachata del ángel caído (1999), merecedor del Premio Nacional de Novela; Naturaleza muerta (2000), galardonado con el Premio de Literatura UCE; La rosa y el sudario (2001), finalista del Premio Nacional de Cuento; Narraciones apócrifas (2005), que recibió el Premio Pen Club en Puerto Rico; Carnaval de Sodoma (2002), ganadora del Premio Nacional de Novela y llevada al cine por el director Arturo Ripstein; Reciclaje (2006), obras de teatro que incluyen “Paradise”, recipiente del Premio Internacional Alberto Gutiérrez de la Solana; Palomos (2010); y Mitología de bolsillo (2012). Con La Salamandra (2012), fue, una vez más, ganador del Premio Nacional de Novela. Recientemente, obtuvo el Premio Dominicano de Literatura Infantil y Juvenil Barco de Vapor con su novela Dromedariux: La batalla del armario.
Su novela Carnaval de Sodoma (2002), que recibió el Premio Nacional de Novela, está siendo llevada al cine por el director Arturo Ripstein. En 2010 publicó la novela Palomos y en 2012 la novela La Salamandra, que obtuvo el Premio Nacional de Novela, y el libro de micro relatos Mitología de Bolsillo. En 2013 obtuvo el Premio El Barco de Vapor, de Ediciones SM, por su novela infantil Dromedáriux: La Batalla del Armario.
Pedro Antonio Valdez es uno de los escritores dominicanos contemporáneos más importantes y exitosos. Ha incursionado en los diferentes géneros literarios con gran acierto y su carrera ha evolucionado hasta el punto de que se ha convertido en un ejemplo a seguir para los escritores de generaciones más jóvenes.
Valdez, quien no sólo es un talentoso y dedicado escritor sino que también es un gran gestor cultural, actualmente es el Director Ejecutivo de la Dirección General de la Feria del Libro y es el creador de ABECEDARIO, foro de discusión y promoción de las letras dominicanas.
Cadáver parado en una esquina
Yo maté a un hombre y eché su cuerpo al arrecife.
La nieve de la mañana va a sus zapatos mojados.
Parado sobre estos pies que me duelen como el hielo,
me estoy siendo su cadáver o el cadáver de mí mismo.
La remota sed, la sangre dura, la pedregosa pena de haber estado vivo;
quién ganará un corazón vacío de estas cosas,
quién recordará la puerta hacia el olvido.
El abrazo tan fuerte a este cadáver me hace parecer cruzado de brazos…
[Por qué la muerte dará tanto frío,
o será viento ese rumor que en los dedos se presiente.]
Me clavo en este punto de 145 y Broadway,
anclado a un ejemplar hueco de la Biblia:
no logro hallar adentro las marcas que hizo mi madre,
sólo estas pequeñas bolsas de cocaína.
Este punto cardinal hace la casa sobre otra casa que cerróse
con la puerta,
una casa que guarda mi rastro de inocencia
y de la que no recuerdo si he venido.
Perdona, New York, a este mal hijo -Arte Poética
Perdona, New York, a este mal hijo
que contra el padre despierta las ciudades.
Tú que le heriste el hambre en tus restaurantes
y le diste de beber por tus tabernas,
tú que le brindaste el sueño en una pipa de crack
(aunque la apartara el hijo como a un cáliz),
tú que lo abrazaste duro, duro
como a otro de tus tantos,
y mira con qué boca sucia te canta este mal hijo.
Oh New York, perdona a este hijo malo
que se extravió por su camino de poeta;
nadie lo vio inspirarse en tus museos antisépticos,
ni desfallecer entre planeados jardines:
peor aún, bajo el brazo nunca le fue visto
un brochur de tu oficina de turismo.
Sí fue visto rondar los basureros
y raspar el óxido a las esquinas;
hay quien lo vio desenterrar libros de pobres ediciones...
¿De dónde iba a sacar hermosas poesías?
Perdónalo porque cambió su diccionario de poeta,
donde tantos términos trascendentales había.
Perdona, New York, a este hijo impródigo,
pues tú todo lo puedes,
oh ciudad más grande entre las otras.
Mas, oh suprema,
déjalo sin perdón si su pecar es tanto,
y, al revés, ensáñate con su flaca anatomía:
Hazle perder la senda que te llega a los cenáculos,
niégale hasta el escándalo tus preseas literarias,
y desata contra él la Furia, oh Ciudad de los Ejércitos,
la ira de tus oficiales de Inmigración.
No lo perdones, pues en su turno,
este hijo no abjuraría de sus libros,
ni te perdonaría haberle sembrado esa mala luna
en la que cada noche inspira sus versos.
LA SEÑAL LEJANA DEL SIETE
El ángel se le apareció en el sueño y le entregó un libro cuya única señal era un siete. En el desayuno miró servidas siete tazas de café. Haciendo un leve ejercicio de memoria reparó en que había nacido día siete, mes siete, hora siete. Abrió el periódico casualmente en la página siete y encontró la foto de un caballo con el número siete que competiría en la carrera siete. Era hoy su cumpleaños y todo daba siete. Entonces recordó la señal del ángel y se persignó con gratitud. Entró al banco a retirar todos sus ahorros. Empeñó sus pertenencias, hipotecó la casa y consiguió préstamo. Luego llegó al hipódromo y apostó todo el dinero al caballo del periódico en la ventanilla siete. Sentóse —sin darse cuenta— en la butaca siete de la fila siete. Esperó. Cuando arrancó la carrera, la grada se puso de pie uniformemente y estalló en un desorden desproporcionado; pero él se mantuvo con serenidad. El caballo siete cogió la delantera entre el tamborileo de los cascos y la vorágine de polvo. La carrera finalizó precisamente a las siete y el caballo siete, de la carrera siete, llegó en el lugar número siete.
Papeles de Astarot, (1992), obtuvo el Premio Nacional de Cuento Editora Taller, 1992, pág. 23
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