lunes, 15 de junio de 2015

ISMAEL BELDA [16.267]


Ismael Belda

Ismael Belda nació en Valencia en 1977 y a los cuatro años se mudó a Madrid, donde ha vivido hasta hoy. Cursó estudios de Filología Hispánica e Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid y comenzó a escribir crítica literaria para la revista Artes Hoy. Ha pasado los últimos diez años escribiendo una larga y ambiciosa novela llamada Vesperal. Actualmente es un colaborador habitual en Revista de Libros.

La Universidad Blanca es un libro que gira en torno a su pieza central: un largo poema narrativo que le da título y que habla de un lugar de aprendizaje perteneciente al mundo de los sueños y de los misterios. El poema está escrito en pareados alejandrinos, un metro anticuado y flexible, y oscila entre el prosaísmo intencionado y el más alto vuelo lírico. Varias presencias sobrevuelan el texto: los heroic couplets de Browning o del gran poema de John Shade (incluido en Pálido fuego, de Nabokov); los largos poemas narrativos posmodernos de Kenneth Koch, James Merrill y John Ashbery; la Epístola (a la señora de Leopoldo Lugones), de Rubén Darío, y la ciencia ficción clásica. Las otras dos partes las forman: una novela en verso fragmentada sobre las andanzas de un autómata de apariencia humana que viaja por California, conversa con los fantasmas del marqués de Sade y de Vlad Tepes y se adentra en las últimas eras del universo; y una especie de cancionero perdido de una tierra olvidada: breves piezas líricas imbuidas de una nostalgia imposible.



Partida de caza

El lago en invierno
ofrecía sólo un perfil
bajo sólo este sol
amarillo. En la página
el plegado caimán del pulgar,
diligente, transparentando
antiguos paseos en tílburi.

Todos los gansos del cielo
eran un solo ganso espejeante.
Entre las cañas escuchábamos
una fija vibración, légamo
de humo de tabaco, manantiales.

Los cambios de la luz
sobre el lago amarillo.
El ciego perfil terciado
de un rostro perdido, perdido.
Una mujer junto a un caballo
en una ciudad de invierno,
seria como la muerte, que espera.

Una voz raspa capa tras capa. Sueños
que descienden en giros, en máscaras.
Altas bandadas al alba pasan.
La escarcha calladamente florece.
Aún hay luz en la vieja cabaña.




“Sopesé la locura
y las cosas que rompen la intricada textura
del mundo, intrusos mudos, remotas avanzadas.
Pensé en Tlön, y en los ínfimos zapatos de las hadas.”





`La Universidad blanca´, de Ismael Belda
Poesía. Ediciones La Palma, 2014. 88 páginas


Sinopsis. Al Oeste de todo, en un profundo valle, vi la Universidad Blanca. Fue en una calle de Carcasona donde escuché por primera vez hablar de la mítica y oscura cordillera que rodea la cuenca de un río verde y lento, cuyas aguas reflejan ciertas nubes, al viento mecidas en el cielo como polen dorado…

Ismael Belda. La Universidad Blanca



EL AUTÓMATA TOMA HABITACIÓN

El autómata toma habitación
en un hotel de California. Pregunta en recepción
por Rosamunda. No se aloja aquí, le dicen 
dos muchachas gordas y felices; una de ellas
enormemente inteligente, piensa él. Se fue hace varios días, lamentan.
Ojalá que tengas suerte, le dice la otra.
En los pasillos, sus pasos no se escuchan. Sólo un rumor
de máquinas al fondo de la mente hace
temblar un poco las paredes en la yema de los dedos.

En la piscina, parejas de ancianos perfectos sonríen
a las pequeñas sombrillas de sus daiquiris. Nadie
habla en voz muy alta. El cielo de Los Ángeles,
a la tarde, tiene la suave precisión que uno espera siempre de los cielos.
(Uno siempre queda defraudado. Pero no aquí, no aquí, aquí no, Rosamunda).

Es de noche. Las reverberaciones de la piscina
se entrecruzan en los rostros, en los muros,
danzan una danza que el autómata conoce, e interpreta.
Hablan de los caminos del país del tiempo, hablan
de los vientos que eternamente soplan y soplan, cantan y cantan,
empujan figuras minúsculas a las landas del otro lado.
Las ondas de luz de la piscina saben estas cosas,
y algunos ancianos, que beben mai tais y piñas coladas,
lo saben también. Buena gente, piensa el pobre autómata adolescente.

Su habitación es roja y tiene una pintura enmarcada
de una gigantesca ola en el mar. En la cresta de la ola,
un hombre diminuto en una tabla de surf. El autómata se acerca. 
La cabeza del hombre está al revés, o eso parece. Tan sólo hay pelo
donde debería estar su rostro. En la televisión
el autómata ve varias obras maestras del cine.

Nuestro amigo espera días, semanas, bebiendo él también
vesper martinis, mojitos, manhattans, mai tais, margaritas.
Conversa con ancianos de infinita sabiduría.
El alcohol, tristemente, no le vuela su pobre cabeza de plástico.
Si acaso le pone más sobrio, le hace ver la realidad:
un humo estroboscópico que asciende de todas las cosas.
Cuando se acuesta, sueña con el hombre cuyo rostro es una nuca.

Pasea por Sunset en crepúsculos interminables. En el cielo, a veces,
se libran batallas carmesíes entre ejércitos secretos. Todo el mundo
lo ve. Todos hablan de ello.
De lo más alto de una palmera muy delgada
un pájaro mecánico alza un vuelo rutilante y se funde
con la estela de un avión. Todo hace señales.
Las delicadas hierbas que rompen el asfalto al pie de las verjas dobladas
son de una inexpresable belleza, y el autómata 
piensa que querría hacer música con ellas, para ellas, si pudiera.

Una niña, en Pico con La Brea, le dice tú no eres de verdad.
El autómata no sabe qué decir. Para disimular
le saca medio dólar del oído a la niña.
Ella lo coge y se lo guarda de nuevo en la oreja.
Es rubia. Se llama Venetia. Lleva puesta una camiseta
con el rostro de Captain Beefheart en magenta y amarillo. Le pregunta
¿vivirás eternamente, autómata? ¿O te apagarás un día
y estarás solo? ¿Estarás solo, pobre autómata 
solitario? ¿Estarás solo si vives para siempre?

A la mañana siguiente,
el autómata alquila un hermoso Chevrolet Impala azul, y piensa
en su otro coche, su maniático y eufórico coche blanco europeo,
piensa en la ternura de las máquinas, en el amor lancinante, descuartizador, de 
         las máquinas.
Salen de Los Ángeles, él y su coche, y cruzan el valle de San Joaquín.
Hay ríos perezosos, vestidos de barro, que se demoran en curvas a cuyas orillas
crecen inmensos árboles y carretas abandonadas. Hay campos de trigo
de donde vuelan pájaros negros con las alas rojas.
En el aire fresco hay humedad que alegra el rostro
y una música de Rosamunda, una música desnuda y delicada
que el autómata no entiende
pero que con delicia y desgarro ama,
ama con vergüenza y odio de sí mismo y con grandeza,
y con felicidad tranquila y éxtasis. Amor humano casi.
En el Norte empiezan las secuoyas y la bruma, y el olor a mar. Amar, amar,
piensa el demencial autómata.
El coche, poco a poco, se hace invisible.
Desaparece en mitad de una larga recta junto a las olas.



LOS MUERTOS

“Soy un clérigo andrajoso que se desliza por las paredes”,
dice el niño al acabar el puzle. En el cielo, tras las ventanas,
aviones plateados trazan líneas de vapor y de cristales de hielo.
“En Plutón. Allí han vivido en la oscuridad y el frío.
Para cada uno que llega, la misma noche en fuga hacia el espacio exterior.
No podemos imaginar el horror, el rechinar de dientes.
O quizá sí podemos”.
La Coca-Cola del niño se retuerce en lentos hilos translúcidos entre los hielos.
Tiene el pelo húmedo y pegado a las sienes
y la venda que cubre el muñón de su mano
está levemente manchada de sangre.
“Han construido naves. Han construido ciudades flotantes.
Quieren tomar posesión de lo que es suyo. Del azul, del verde, del hondísimo amarillo.
Vienen del final del sistema solar”.
Mientras el niño habla yo observo a dos muchachas de una mesa cercana
que se besan y que juegan por debajo de la mesa.
El contacto entre sus lenguas recuerda al oleaje del mar, recuerda a nubarrones de tormenta.
“Yo oficio en una tarea sagrada.
Salvo grandes trozos del mundo y los pongo fuera de su alcance.
Al menos por el momento, retraso su venida”.
Las dos muchachas sonríen maliciosamente sin dejar de besarse
(algo ha ocurrido bajo la mesa).
El niño susurra una palabra: “Venetia”.
“¿Qué pasará cuando vengan?”, pregunto.
“No lo sé”, responde el niño. “Todo cambiará.
Quizá todo será demasiado distinto. Quizá es imposible que sea malo”.
El puzle, contra lo que pudiera pensarse, no es El triunfo de la Muerte,
sino una reproducción de la segunda Torre de Babel,
esa que parece quemarse desde dentro con una llama inacabable.



EN LA CASA DE LOS PÁJAROS

El autómata vive con Laura,
una mujer que algunos años atrás conoció en San Francisco.
La casa donde habitan está al otro lado del Golden Gate,
en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.
Es una blanca mansión victoriana a orillas del mar
que se mantiene derecha, hermosa y triste
en un pequeño terreno vagamente cercado.
En verano, unas altas gramíneas producen chasquidos al sol
cuando se abren sus vainas y las semillas saltan
como en pequeñas explosiones.
De algunos árboles chaparros
descienden grises pájaros rabilargos, muy despacio,
como invisibles funambulistas.
Desde hace ya algún tiempo,
el cerebro artificial del autómata
ha entrado en contacto fatal con algunas frecuencias muy poco frecuentes.
Ciertas voces anfíbracas en su cabeza
le hacen compañía, le dan conversación, le ofrecen consejos no muy extraños,
como palabras de compañeros de oficina.
Una de ellas, la primera que llegó,
es la voz de Drácula, conocido en vida como Vlad Tepes.
«La vida era aquel temblor de ardicia», le decía de pronto. El autómata
miraba alrededor. Estaba solo. Quizás un mirlo lo miraba desde un árbol.
«Recuerdo el dolor y la belleza», decía Vlad.
«Recuerdo una noche, un banquete en el corazón de un bosque de cuerpos
        empalados,
a la luz de las antorchas. Era hermoso.
Echo de menos estar vivo. Yo estaba tan vivo
y era tan hermoso y estaba tan vivo. A veces
me acostaba en una cama y soñaba toda la noche».
Pronto se acostumbra a sus monólogos sangrientos.
A veces Vlad le pide cosas. Por otra parte, no hay diálogo real entre los dos.
El autómata, en secreto, le envidia. 
Otro de los visitantes es ni más ni menos que
Donatien Alphonse François de Sade, el célebre marqués.
Resulta ser una sombra melancólica,
con cierto sentido, a veces, del humor. Extrañamente comprensiva.
«Trata bien a Laura. Ella te ama. A su edad
amar así es un lujo que sólo concede un espíritu lleno de luz.
Olvida a la otra, a la muchacha olvidadiza».
El autómata, no sabe bien por qué, se emociona exageradamente
cuando habla con el marqués. Hay algo en él
que le parece conocer y amar desde el principio de los tiempos.
«Querría», le dice, «que te quedaras conmigo para siempre, Donatien».

También se escucha a veces
al fantasma de Kleist, el poeta alemán.
Es el único al que puede ver en ocasiones.
Oteando el mar desde el mirador, como una especie de holograma. Adoptando
poses románticas en una ventana, con su figura de muchacha gorda y
su pañuelito negro en la mano. Un atroz tartamudeo,
agravado tras su paso al otro lado,
vuelve imposible cada palabra. «Las maaa… las maaa…»,
dice el autor de Michael Kohlhaas, de nuevo invisible. «Las maaa…».
El autómata asiente, como si comprendiera.

En la casa hay una placa en la que pone:
«Lyford House (1867)
Restored in honor of Donald Ryder Dickey ornithologist 1959».
Por la noche, Laura y él cenan en la cocina, se ríen
de alguna cosa, examinan con cuidado la comida.
La vieja madera de la casa huele bien y tiene cientos de ojos.
Después están en el sofá, vagamente enlazados. Mirando la televisión.
A Laura le gustan las películas de grandes robos, los programas de cirugía.
Después se lavan los dientes, se meten en la cama.
Tienen ciertos problemas para hacer el amor.
Laura se duerme.
En la oscuridad, el autómata ve formas que se abren y se cierran, parecidas
a anémonas marinas, y piensa en Donald Ryder Dickey, ornitólogo y fotógrafo.
Una vez buscó su nombre en internet. Una foto
lo mostraba, con gafas y camisa impoluta arremangada,
sujetando por los extremos de las alas extendidas
a un murciélago en apariencia indiferente a sus manejos.
En 1923 participó en la expedición Tanager
a la isla de Laysan (noroeste de Hawái).
Allí, la tripulación del USS Tanager presenció
la extinción del pájaro llamado apapane de Laysan
(Himatione sanguinea freethi),
un ave carmesí que anidaba en el suelo. Desapareció
de la faz de la Tierra durante una tormenta de arena en la isla.
El autómata conoce el viento que se llevó lejos a aquellos pájaros.
Conoce esa tormenta de arena cegadora.
Conoce el sonido como de flautas japonesas que la anuncia.
Después decide dormir, y sueña toda la noche
con la sangrienta isla de los apapanes, lejos de Hawái.

Cerca de la casa
hay una pequeña ensenada de gruesa arena gris.
El mar parece sucio allí. Lamas verdes se secan en las piedras.
Hay un mirador de madera, y en él un banco.
En el banco, una cita de Ovidio: «With deeds my life was filled»,
y un nombre y una fecha, Caroline Sealy Livermore – 1960.
Vivir más, piensa el autómata. Vivir, vivir, vivir. Vivir más adentro,
vivir más afuera, no sé, vivir más, vivir, vivir. «Yo apenas viví»,
susurra Donatien. «Por mucho que la fama me desdiga.
El verdadero amor, el dolor verdadero, y el placer,
están lejos. Y nosotros pasamos los dedos
por sombras proyectadas en un agua indiferente».
Desde allí se puede ver la forma azul de Angel Island, rica en bosques.
Comienza a soplar un viento lleno de humedad.
«Las marionetas», dice de pronto Kleist con perfecta claridad,
su voz formando un nicho de quietud en la corriente,
«necesitan el suelo sólo para rozarlo, como las hadas. Nosotros
lo necesitábamos para descansar en él, y para recobrarnos
del esfuerzo de la danza». La Dama de las Cabras, llamaban
a Caroline. De hechos estuvo mi vida llena. Amaba la ópera,
el mar, los animales y los bosques. Un ave de amarillos ojos
hizo en ella su nido, nos dicen, y escribió con su fina lengua de pájaro
tres o cuatro líneas que nadie conoce. Yo te hubiera amado, Caroline,
industriosa anciana de ojos verdes.

Una noche, mientras Laura duerme,
el autómata escucha ruidos cerca de la casa.
Es un rascar moroso, como el sonido
de una bala lentísima atravesando el cerebro de Heinrich von Kleist.
A la noche siguiente el ruido vuelve, y el autómata
sale de casa. Entre las altas gramíneas
hay una sombra inmóvil, en silencio.
Cuando se acerca, ve que se trata de una cabra gigantesca,
grande como un caballo, negra en la noche.
Es un hermoso y pacífico animal, inmensamente triste.
El autómata le acaricia la cabeza y la cabra
lame su mano con una lengua áspera como la piel de un tiburón.

«Dame música del dolor», le dice a veces Vlad. «Dame
música de la sangre». «El pobre muchacho», comenta Donatien,
«está perdido. No ha encontrado aún la salida. Recemos por él».
«Sin duda éste es el último capítulo
de la historia del mundo», dice Kleist, y calla para siempre.
«El dolor es su alimento», dice el marqués. «Es uno de esos.
Inofensivo ya, afortunadamente. En ti
no hay nada humano en realidad, amigo mío».
La casa se mantiene en vela la noche entera,
vigilando sus pasillos, demorándose con desesperación suicida
en los cuatro cuartos de baño, temblando en un cable de teléfono
que corre por debajo de las garras de madera
de un antiguo armario ropero.

¿Conoce el autómata el dolor? ¿Conoce el llanto, el rechinar de dientes?
Hay algo triste, delicadamente sagrado en él.
Rosamunda murió sin duda hace muchos años, piensa
mientras el ferry rodea Angel Island para entrar en la ensenada de Ayala,
y me he quedado solo para siempre. Qué belleza.
Ve los árboles lujuriantes que llegan hasta el agua misma.
Ve nubes de copos que parecen emanar del follaje, papelitos
desvaídos aleteando en el aire. Algunos
caen en la cubierta. Son pequeñas mariposas amarillas y marrones.
Muchas tocan el agua verdinosa y mueren en el acto.

En Angel Island, todo es bosque.
Los árboles están cubiertos de esas tenues mariposas,
como escamas que los visten de arriba abajo
a las que a veces recorre un temblor que se bifurca y se trifurca.
Caminos en penumbra conducen a lo alto del monte Livermore,
el centro de la isla.
Ve un ciervo pequeño que le mira entre los trémulos troncos
y que desaparece como una sombra.
En la cima no hay árboles. El autómata contempla la bahía. Ve
las inmóviles estelas de los petroleros. Sobre él
vuelan los halcones de cola roja, trazando las líneas
de un compás invisible, conectados, de alguna forma,
con la distancia de espuma y las rutas marinas.

¿Quién habrá que le entregue el mapa
que ha buscado tanto tiempo? ¿Quién
tendrá piedad de él? ¿Quién sabe si el autómata
desea algo, necesita algo de verdad? ¿Quién le llama
desde un cruce de caminos olvidado, desde el otro lado
de la tarde? ¿O quién ha dejado de llamarle para siempre, sólo a él?
Hay una lluvia de acero en el centro del autómata,
una pequeña cosa que salta y baila bajo el aguacero,
como un hada eléctrica que quiere cantar.
El Marqués de Sade le dice: «Vamos a morir, amigo mío.
Mira la rosa de los vientos. En uno de sus pétalos lo dice».

De pronto Laura ya no está en la casa.
La soledad de Lyford House se vuelve un extraño orgullo frío
para la casa misma, que pasea sus lentos pensamientos
por pasillos y escaleras y que mira fijamente al autómata, solo
en una habitación, y todo está en silencio.
De noche se oyen las sirenas de los oxidados petroleros lejos en la bahía.
El Golden Gate es una ruina abandonada desde hace mucho tiempo.
No hay absolutamente nadie ya en la casa.
Las ventanas están rotas.
De vez en cuando un pájaro gris
recorre a breves saltos el parqué,
sube a una mesa, se revuelca
espasmódicamente en la cama,
saca algunos hilos del sofá. Deja
una breve y blanca letra L
que ya nadie puede leer.



DE ROSTROS

Vosotros en las antiguas murallas al poniente,
a los que casi nadie ve, ayudadme, no sé
qué decir, cómo pedirlo. Ayudadme, dadme muerte.

Vosotros que miráis a lo lejos, que veis el final
que no vemos, de terribles rostros, de rostros
de muchachas que lloran, de ciegos atletas.

Vosotros murallas, espadas que destrozasteis a mi padre,
ayudadme a morir, llevadme por la llanura
hasta la muerte, abridme, abridme, morded mis huesos.

Vosotros extraños pensamientos, cambiadme, rompedme,
vosotros inadvertidos días, palabras antiguas, ayudadme,
yo no esperaba esto, yo no sabía, os lo suplico, yo no sabía nada.


HACIA LA LLAMA

Primera figura: entre los pinos negros
nubes rosas y amarillas, acostadas en bandas.
¿Quién camina? Es invierno y el suelo escucha.

Segunda figura: el cubo azul transparente
de una piscina en la mañana. Sin nadie.
Un mirlo pica adelante y atrás y salta en el césped.

Séptimo evaporamiento: en la florida pagoda
alguien espera. Recuerdas el invierno
y el pinar y así te desplazas. Ríes.

¿Quién sueña esta noche en la pagoda?
En el aire de verano resuena a lo lejos el tenis,
voces de muchachas, helicópteros.

Un gato camina esta noche en el tejado
de la florida pagoda. La luna
se hace más grande, se introduce en el gato.

Quinta figura: algo terrible tiene lugar
entre los pinos. La mano apoyada en el piano mientras
Rodolfo arpegia, Ernestina se pellizca la falda y canta.
la luz de la araña ciega y adormece.

Primer evaporamiento: el hombre de la pagoda
te muestra en el suelo nueve huesos pequeños.
Eliges uno y ves que es una flauta deliciosa.

¿Quién sueña esta noche en el pinar, bajo la escarcha?
Un perro solo tiembla y tiembla, sabe de la muerte,
se aovilla junto a una piedra, va haciéndose transparente.

Una mujer madura nada en la piscina.
Un avión ruge entre las nubes y ella bucea.
Una mujer desnuda se seca de pie sobre la hierba.

La rama en flor se aproxima a la orilla.
La rama en llamas, alumbrando la noche.
El gato vomita un mar, las algas se mecen en las ondas.

Tercera figura: aquí está el prado a la luna
donde aún no han levantado la pagoda.
Un hombre diminuto camina, mira el suelo, se retuerce
sus diminutas manos, dice por qué, por qué, por qué.

Alguien canta una canción entre los pinos, a la tarde.
Las flores de azafrán rompen el suelo del invierno.
El humo fragante se pasea entre los troncos
como una mente que vaga entre sueños.



Ismael Belda: nace un escritor

Ismael Belda firma «La Universidad Blanca», una obra innovadora tanto en el terreno lírico como en el narrativo. Un libro importante que debería ser leído con asombro por los poetas y por los narradores

ANDRÉS IBÁÑEZ - @ABC_Cultural

Este es, sin duda, el sueño de un crítico literario: tener la ocasión de descubrir, en el curso de su vida natural, a un nuevo escritor, señalarlo al mundo y hacer sonar trompetas (dentro de sus más que modestas posibilidades) para llamar la atención, en medio del bosque de títulos anodinos que llenan las librerías, sobre la aparición de un libro genial. Ya que eso es La Universidad Blanca, de Ismael Belda, un libro de poesía que es también un libro narrativo y que abre los cielos de la poesía española y los de la narrativa española como un meteoro.

Imaginemos a un poeta que reúne en una voz de insólito virtuosismo y brillantez la herencia de nombres como Yeats, Wallace Stevens, Lezama Lima o Rubén Darío, a los que habría que añadir otros como Leopoldo María Panero, y además al poeta Roberto Bolaño y además al poeta Vladimir Nabokov, especialmente el del genial poema Pálido fuego. Imaginemos a un poeta que reúne todas estas cosas en una paleta donde aparecen colores traídos por Rilke, por Kleist, por Hölderlin, el recuerdo de la «isla donde los cantos son verdad» de las Lamentaciones de Menón por Diótima o la fascinación de las rosas místicas de Rubén Darío junto con los colores salvajes y deslustrados de la ciencia ficción.


No creo que en 2015 se publique en español un libro más importante

Imaginemos un poeta para que el que, ¡por fin!, la poesía es la lengua total, la que permite la lírica, la épica, la narración, el diálogo, el raro embrujo, las visiones, el ingenio, el virtuosismo formal, el humor, la alta especulación filosófica. Imaginemos a un poeta que avanza en todas direcciones, que cultiva una singular libertad rítmica y practica metros raros y difíciles (la sextina, la villanela), que pretende maravillarnos y deslumbrarnos pero también contarnos historias, y todo al mismo tiempo.

Atrevida belleza

Veo La Universidad Blanca como el heraldo posible de una nueva época de nuestra literatura. Los temas que se reúnen en este libro minúsculo pero de alcance incalculable son de esos que harán fruncir el ceño a las mentes retrógradas: la poesía, la narración, la ciencia ficción, la especulación metafísica, pero sobre todo la posibilidad asombrosa e inevitable de reunir todos esos elementos en una construcción artística tan intensamente original como hermosa.

Sería imposible dar una idea de la atrevida belleza de estos poemas

Este libro no sólo debería ser leído con asombro por los poetas, sino también por los narradores, especialmente los interesados en el género clave de nuestra época (me refiero a la ciencia ficción), porque tan asombroso es como obra innovadora en el terreno de la lírica española como en el de la narrativa. «Fragmentos del autómata» es una maravillosa narración en poemas que cuenta la vida y amores de un «autómata» con diversas mujeres y en diversos países, pero es «La Universidad Blanca» la pieza central del libro.
Sería imposible dar siquiera una idea de la riqueza de ideas, de la intensa y atrevida belleza de estos poemas, de su rabiosa originalidad, de la fascinación de la nube de nanomáquinas doradas que crea mundos paralelos en los cuales vivimos vidas reales, del asombroso currículo de la Universidad Blanca en la que los estudiantes aprenden asignaturas maravillosas y sobrenaturales. Todo un curso de estudios para crear una nueva humanidad, para inventar un nuevo mundo, para inventar un nuevo arte, una nueva poesía y un nuevo arte narrativo. No creo que en lo que queda de año se publique, en español al menos, un libro más importante que este.

La Universidad Blanca

Ismael Belda
Poesía. Ediciones La Palma, 2014. 88 páginas, 9,50 euros






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