JOSÉ MARÍA ORTEGA GONZÁLEZ
JOSÉ MARÍA ORTEGA GONZÁLEZ (Bullas, Murcia). Profesor de Servicios a la Comunidad en la Conserjería de Educación. Activista político y medioambiental. Su afición a la literatura viene de su amor al teatro. Su obra literaria publicada hasta la fecha, que sepamos, se esparce por diferentes blogs, como Obras de Teatro Cortas, de México.
MORIR POR PRUSIA
Los barrizales,
los eriales,
los desiertos sin música
están llenos de huesos de arena,
de restos de vidas convertidas en ceniza
por orden del Estado Mayor.
De las reservas,
de los suburbios,
de los guetos aceitosos
al campo de batalla
a defender una patria,
la misma, urdida por los que nunca van al barro
y que desconocen la acidez de la metralla
o el rayo con silenciador que desmigaja los cráneos.
La decisión del gabinete se toma en un cálido recinto
donde no falta el té con pastas.
Hay que asegurar este territorio,
aquel yacimiento o este dominio.
Hay que castigar al enemigo
o tomar una ciudad para gloria del IMPERIO.
¡Hágase la leva entre los despojados de este mismo mundo!
Que los negritos del arrabal defiendan la bandera
y los indios de la reserva
cambien la botella de alcohol barato
por las barras y estrellas.
Y, eso sí, entre tanta desgracia que se avecina
dispongamos un tratamiento especial para los oficiales,
por si alguno de nuestros amados hijos de largos apellidos,
formados en la mejor academia militar,
se ve atrapado en la batalla.
Los hospitales tienen serruchos oxidados
para talar los miembros inservibles y las lenguas procaces.
Las madres han parido con dolor
hijos que sólo vivirán por veinte años.
El desertor será ejecutado de modo sumario
y sin anestesia
porque tolerar dicha conducta
emponzoñaría los engranajes de la patria.
En 1914, como en tantas y tantas ocasiones,
unos cuantos millones de obreros desdentados
y jóvenes e ingenuos voluntarios
cubrieron de tiernos cadáveres los campos planos de Europa,
todo para resolver una pelea de primos aristócratas.
No veas, no mires las tenazas del amo,
no cuestiones el linaje de sangre,
simplemente ve a morir por Prusia
o por el zar o Austria-Hungría.
Un monumento te honrará solemne,
allí prenderán una hoguera incombustible
aneja al palacio restaurado
de los que decidieron, sumando y restando,
cuántos súbditos aportarían al puchero de sangre.
Cuando vayas a morir por Prusia
nunca, nunca, rompas la formación en la batalla,
aunque veas venir hacia ti las cadenas de los carros de combate.
Que sigan sonando el tambor y la corneta.
No es gas lo que degüella las últimas flores
y cubre de gritos la llanura belga,
es la grandeza de morir por la patria,
la expiación de nuestras culpas,
posible sólo si cada pieza ocupa su lugar en el tablero.
Al páramo de la muerte se llega por miles de caminos,
todos igual de equivocados.
Un día estás escuchando el swing de la emisora de Los Ángeles
y al día siguiente vas en un avión
a rociar de megatones Hiroshima.
Empiezas en una taberna cálida de Berlín
que huele a orines de cerveza
y terminas abriendo la llave del gas
en la tarde de Nochebuena
un poco antes de cenar con los camaradas.
Soldado,
cuando veas el escupitajo de metralla
viniendo hacia ti,
sigue las instrucciones
y despídete de la vida
de forma ordenada,
como te enseñaron los pulcros oficiales.
Te quedarás para siempre
tras la niebla infinita,
una niebla voraz de campo de batalla,
de huesos de paria,
de olor a tripas calientes derramadas
y bendecidas por un sacerdote.
Te quedarás para siempre tras las niebla infinita,
aquella que jamás traspasa
los muros de palacio
porque sólo existe en la imaginación
de los que se duermen al calor del brasero.
Un día, soldado, decidiste que serías capaz de morir
por una noble causa,
pero sólo has muerto por Prusia,
vocablo ya borrado de los mapas.
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