Mariano Anós
(Zaragoza, 1945) es actor, poeta, dramaturgo y pintor. Dirige la compañía Embocadura; durante años fue codirector del Teatro de la Ribera.
Licenciado en Filosofía y Letras. Tras unos años como profesor de enseñanza media, que compaginó con el teatro universitario y de cámara, a partir de 1972 se dedicó profesionalmente al teatro, inicialmente como actor y luego también como director de escena y profesor de interpretación. Como escritor ha publicado, en poesía: Poemas habitables y Apuntes de Esauira (premio Miguel Labordeta); en teatro, El aire entre las páginas, Comedia de Fausto y Sitios Saragosse. Es autor de escritos teóricos sobre teatro, publicados en revistas y libros colectivos. Ha practicado también el periodismo cultural en diversas publicaciones, especialmente en Andalán, de cuya Junta de Fundadores formó parte.
Vivir es no cesar en la tarea
de hallar la buena rima.
Ni por debajo hay más, ni por encima:
dar con algún matiz para la vieja
fábula que te habita,
selvática maraña
siempre a sí misma extraña,
ya nombres la palmera o la mezquita,
ya busques o rehúyas moraleja.
Acaba de aparecer un nuevo poemario suyo en los Libros del señor James.
CELEBRACIÓN: CHILLIDA-LEKU
(fragmento)
Invierno. Qué esplendores.
Se da un aire estrellado en pleno día.
Ramas mondas proclaman la alegría.
Entrevistos verdores,
murmullos de inquietud bajo la nieve,
esponjan la pradera.
Aterido y feliz, desde el pie breve
a la mirada entera,
el viajero respira
un quieto vendaval espeso y leve
que aun antes de llegar ya se retira
para anunciar el reino del vacío.
Acogedor, el frío
afila y pulimenta la mirada,
esmerada discípula del fuego,
volando de escultura en escultura.
Hierro, ya de la fragua sombra helada,
candencia ya en sosiego,
dibuja el aire, retador, y apura,
ciego guía de ciego,
los nombres olvidados de la nada.
Óxidos memoriosos de sudores
comparten su secreto
con cualquiera que escuche los rumores
del límite que burla su alfabeto.
Materia fieramente acariciada,
cada pliegue metálico da cuenta
del fuego que alimenta
el flujo del deseo
ávido de temblores
bajo la adusta faz de Prometeo.
Se dirían benévolos colosos:
hay hombros, hay rodillas, hay axilas,
hay miembros suavemente musculosos.
Piezas de un cuerpo hurtado al tiempo, sueño
de un ojo sin pupilas
velando trizas de un perdido empeño:
inventarse completo
sin músculo, sin piel, sin esqueleto.
Pero no hay cuerpo. No hay naturaleza.
Fantasma de quietud muda y serena,
el hierro, atrincherado en su pobreza,
manifiesta su clave:
cuanto más se vacía, más se llena.
Cuanto más acumula, menos sabe.
Quien más quiere ser él, más se enajena.
Lo grande es lo pequeño.
El peso deja oír la ligereza.
La gravedad no es grave.
Lo profundo es el aire. Nada empieza.
El hierro no está aquí. Sólo señala
una curva del cielo,
una equivocación del horizonte
sorprendido en su vuelo,
un ave o una nube que resbala,
una cima olvidada de su monte,
un aire bien peinado
pastoreando el sol, la luz, el prado.
Los poemas seleccionados pertenecen al cuaderno titulado Monte (Valle de Tena), que forma parte del libro Del natural (Los libros del señor James, Zaragoza 2015)
En la falda del monte, de mañana,
se oye llorar a un niño. De repente,
el ameno verdor de la ladera
entrechoca murmullos y colores,
desdibuja, destempla, desmemoria
la espesa ligereza de su aliento,
burlándose del ojo y del oído
que soñaban fijar algún instante
como color o como son del monte,
como cifra o verdad de su quimera.
La cima, poderosa, pensativa,
lenta, ajena a la edad y sorda al llanto
¿envidiará tal vez, por un momento,
la frágil inquietud de la hojarasca,
su condición expuesta a la mudanza?
Cuando se siente amenazado, el monte
no esconde la cabeza: la enarbola,
aleonado, retador. Sacude
los parvos matorrales con que apenas
abriga su atalaya pedregosa
y jura defender su apartamiento
de cualquier inquietud sujeta al tiempo.
Los dioses, maliciosos, cuchichean
a sus espaldas y de buena gana
consienten sus bravatas. Niño monte.
¿Será su soledad la que lloraba?
*
A ciertas horas, bajo ciertas luces,
el monte no se deja llamar monte.
Se encoge, se dilata, se entrevela,
se hace telón pintado o, al contrario,
se viene encima pedregoso, fiero.
Saber común: el monte nunca es monte
sino en la estrecha cárcel del lenguaje
que apenas de sí mismo se alimenta,
entre envidia y terror de la certeza
que nombra monte su ceguera última,
el dibujo más cruel del horizonte,
la esclavitud mortal de la conciencia.
O bien, por el contrario, la fantástica
nostalgia de un perdido estupor mudo
que reclamase un eco del silencio.
Sea cual sea la plegaria al monte,
o es parca o excesiva. La justicia
no le concierne. Sólo está, se yergue.
Sin dios y sin ser dios y despatriado.
Oculto en su evidencia. Memorioso.
Custodio de saberes ya inservibles,
melancólico, escéptico, el coloso
aterra a quien de sí mismo se aterra,
alienta a quien no atiende a su enseñanza,
calma a quien no ambiciona sus favores.
*
Sobre el azul violento del verano,
remolona, sin prisa, sostenida
en su temblor, la nube se desliza
rozando apenas la pelada cumbre,
redimiendo la seca omnipotencia
que la aflige. La roca, agradecida,
muda algunos matices innombrables
de pardos, verdes, grises azulados,
su guarnición usual, entreverada
de algún destello de pasadas nieves.
Satisfecha, la nube, sabia en luces,
danza una lenta, alegre despedida.
Cumbre y nube acompasan su leyenda,
concelebran su esquiva intimidad
y acuerdan confiar en que los vientos,
las humedades, las temperaturas
o cualesquiera azares atmosféricos
les permitan volver a acariciarse,
suaves, fugaces, disponibles, fieles.
La novedad sin fin es su costumbre.
No necesitan traducir sus tiempos,
tan dispares al ojo atareado.
Ningún deseo ya: saben ser otras
sin otro triunfo que el haber pasado.
No hay pérdida, no hay miedo, no hay espera.
Sobra toda ansiedad o toda culpa
por no estar ya, si alguna vez se estuvo.
*
No refleja ni al monte ni al viajero.
Ensimismado en su pereza, el lago
consiente sin lamento ni ufanía
el tributo que cede a la vacada
sedienta de su espléndida frescura.
Lenguas nombrando el agua, modulando
la mentida lisura al ojo atento,
desenmascaran el espejo, siembran
desorden, pliegue, variación, discurso.
Su materia es el sueño de los montes
cuya erguida aridez lo encierra o salva.
¿Tanta paz no será rebelde orgullo?
Bajo su capa de llaneza amable
se sospecha un rencor, una amenaza
al rocoso bastión de su existencia.
Monstruo del lago pues el lago mismo,
será el sueño peor del peor monte,
inmóvil ya de puro sobresalto,
en vela eterna por temor al sueño.
¿Y si no fuese así, si fuese cierta
la superficie límpida que ofrece,
promesa lisonjera de un reposo
que a sus guardianes brinda, transmutando
la penosa erosión de cada día
en un dormir o bienmorir sin fondo?
Lugar de nadie, luz de un tiempo oscuro
suspendido en el filo de la ausencia,
en el fondo de un lago siempre hay muertos
cantando. Silencioso, el monte escucha.
*
¿Qué cantas, flor, escándalo del verde?
No hay inocencia en el verdor. Parece
que luces o distancias salvan, funden
en campos de color tanta violencia.
Pero en verdad todo es dibujo, marca,
seca incisión de tallos, ramas, hojas,
cuando no, predadoras, las raíces
desgarrando, empujando, atropellando
cuanto se oponga a su poder salvaje,
ya sea tierra o piedra o aire o vida.
Y, sin embargo o por lo mismo, hay calma.
La tragedia del verde, compartida,
procura luz, convoca a la alegría.
Alguien escribe y borra lo que falta.
Gracias, engaños, trucos, ilusiones
del ojo, del cerebro, del idioma,
del arte, del amor, de todo cuanto
nos permite mirar serenamente
la oscura historia del horror, la vida.
Anuncio de furor siempre aplazado,
custodia el monte lo real vencido.
Feliz obstinación que sólo dice
que nada hay que decir, y hay que decirlo.
*
Dar fe del diálogo entre río y nube:
tal es la abnegación que al monte toca.
Lo sólido es lo frágil que se aparta
dejando anchura al respirar del agua.
A mayor resistencia, mayor daño.
Obstinado rompiente de los vientos,
atareado en darle forma al aire
y en relatar sin pausa sus hazañas
que nadie escucha sino acaso el tiempo
al que toda arrogancia mueve a risa,
el monte sabe que la menor nube
lo podría borrar de una caricia,
reducirlo a vestigio de su alcurnia,
vaga ruina del tiempo de los montes.
Y el cuchillo del río que lo acecha
podría desgajarlo y darlo al cielo,
errante fantasmón, cuento de niños.
Pero al caer la antigua noche, el monte,
acogido a la venia de la luna,
se permite dormir secretamente,
mientras que río y nube, condenados
al fluir incesante de su música,
vierten sus vanas quejas al oído
de algún pájaro insomne, despiadado.
*
Pidiendo excusas por su altiva estampa
regala el monte un senderillo umbrío
alfombrado con mimo hospitalario.
Un eco amortiguado del arroyo
sazona hierbas, flores, matorrales,
arbustos, cavilar del caminante.
¡Cuánta vida al abrigo de la fatua
exhibición del sol, del espectáculo
del valle entero en brillo sustentado!
Pero cuidado: cada paso es guerra.
La sombra es fuego, lo mullido tiembla.
Cada gusano acecha, cada insecto,
cada espina. Sin ley, bulle el sendero,
ajeno y aun hostil al caminante,
receloso del raro personaje
que encuentra en la fatiga su recreo.
A su aire, entreverando contraluces,
tercia la mariposa, proponiendo
su propio ejemplo de vagar sin tino:
¿No es rara toda vida? Y aletea
dejando solo en su inquietud al mundo.
*
El río mira al árbol y sonríe,
deslizándose fiel hacia el olvido.
El árbol, arrullado por la brisa,
mira el vuelo del pájaro y sonríe.
El pájaro, fugaz pintor del aire,
mira a la roca inmóvil y sonríe.
La roca mira cómplice a la nube
y sonríe, sellando su secreto.
La nube, en su alta majestad incierta,
mira al hombre que escribe y le sonríe.
Sonríe el hombre. Mira al río, al árbol,
al pájaro, a la roca y a la nube.
Remate del paisaje con figura,
huésped ni requerido ni expulsado,
se goza en su ignorancia y desamparo
y en su incapacidad para borrarse
como acaso al asunto conviniera.
Poco después, la mariposa llega
a imponer su tardanza victoriosa,
pavoneándose de un improbable
papel de guía, traductora o brújula,
hueca estrella invitada al panorama,
demasiado consciente del prestigio
que su tenue aleteo le confiere,
fingida clave de un sentido ausente.
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