José Alfredo de Llerena
José Alfredo de Llerena (Guayaquil, 1912 - 1977) fue un escritor ecuatoriano, miembro del rupturista grupo literario Elan, que se caracterizó por su innovación y creatividad dentro de la lírica de vanguardia en el Ecuador del siglo XX.
En 1934, a los 22 años, publicó su primer poemario, de Agonía y paisaje del caballo, obra que fue un desconcertante y provocador reto lanzado contra la vieja manera retórica, frente a la que adopta una ironía comprensiva. Ya para entonces era parte de uno de los grupos literarios emblemáticos de principios de siglo: el grupo Elan, formado por Ignacio Lasso, Augusto Sacoto Arias, Alejandro Carrión y Atanasio Viteri, entre otras figuras. Escribió algunos ensayos, pero se le conoce principalmente por su obra poética. Incorporado a las corrientes modernistas, también cultivó el relato (Segunda vida de una santa, 1953; Oleaje en la tierra, 1955) y el ensayo (Aspectos de la fe artística, 1938; y Ecuador, perfil de su progreso, 1960). Sus narraciones se caracterizan por su orientación social.
Bibliografía
Poesía
Agonía y paisaje del caballo (Quito, 1934)
Madre naturaleza (Quito, 1969)
Hebra del tiempo (Quito, 1972).
Cuento
Segunda vida de una santa (Quito, 1953).
Novela
Oleaje en la tierra (Quito, 1955).
Ensayo
Aspectos de la fe artística (Quito, 1938)
La pintura ecuatoriana del siglo XX (Quito, 1942).
Consta en las antologías[editar]
Indice de la poesía ecuatoriana contemporánea (Santiago de Chile, 1937)
Los de Elan y una voz grande (Guayaquil, s.f.)
Antología poética de Quito (Quito, 1977)
Poesía viva del Ecuador (Quito, 1990).
EL ALMIRANTE QUE ENVEJECIÓ EN LA TIERRA
Este momento un cabo de mar concluye en un lejano sur de
mariposas,
donde estoy preguntándome
qué puede hacer un bisonte que se siente dueño de la Osa
Mayor;
qué puede hacer el almirante de una tripulación sin océano,
sino pensar en los girasoles, en los urbanos dinteles, en las
esquinas de la tierra.
Qué puede hacer, fuera de sacarse las insignias para canjearlas
por canciones,
o enajenar la proa de su buque
a cambio de un onomástico de sauces en el calendario de los
batracios
y pasearse por el suelo de las ciudades, sintiéndose dueño de un
pedazo de esquina,
sintiéndose cerca del agua dulce que evaporan los cigarrillos en
el cinema,
si de su pipa podían nacer Cristóbal Colón y sus carabelas.
En la tierra podía recordar con frescura
el nombre de aquel ladrón de joyas que se puso a rondar una
estrella,
y de aquel otro mercader de Eneas que soñaba con recabar todo
el volumen negro de una tarde.
Quería estar lejos del mar,
lejos del agua de los erizos
y de los maceteros de neptunos acuáticos.
Quería olvidar que Wallace Beery se llevó la lente más grande
de Saratoga con su muerte.
Hallaba mejor la vida a pocos pasos de las vitrinas,
a pocos pasos de esas señoras de cuyos ojos nacen tempestades
amarillas,
de esa que hizo con sus anillos una cosa parecida al delta del
Nilo.
En los ojos del almirante
se ha apagado esa voz de "aguas arriba".
No volverá a viajar por los mares
ni querrá cambiar su sombrero de tierra 1
LA VIDA DEL MAGO
Si hubiera vivido Edison
en tiempo de los griegos
hubiera puesto un micrófono
en el despacho mismo de Zeus.
Entonces las musas
hubieran sido menos melancólicas:
pues en las horas de descanso de Homero
habrían podido dedicarse al vals
o ir a ver en el cinema
una revista de Eddie Cantor,
donde se desmayan las panaderas.
Al vivir Edison en tiempos de Napoleón,
Napoleón no hubiera perdido la guerra;
pues antes de entrar en Rusia
habría visto en el cinema
a Hindenburg en los Lagos Mazurianos.
Al vivir en la Edad Media
las princesas habrían podido
aprender a la Joan Crawford
a hacer gimnasia sueca.
Pero Edison ha vivido
para que las muchachas americanas
puedan pasar por los telescopios
y para que Buda
pueda desmayarse en las pantallas
y para que las nodrizas de los millonarios
puedan pedir a sus novios
que se disfracen conforme a los relatos de Poe.
Cuándo Edison murió
hasta los banqueros de la Unión
dejaron correr una lágrima
y las bombillas se vistieron de una tristeza
como de vía láctea.
ESTAMPA NOCTURNA
Como un megalito se alza la morada
junto al bosque, en que Drácula, tras la piedra labrada
del vetusto reloj, con su porte buido,
suele acechar el paso de algún desprevenido.
Los muebles de nogal, con su suave fragancia,
la lámpara de colza que ilumina la estancia
conforman el ambiente familiar de la cena.
El flan y las cerezas huelen en la alacena;
en un pardo barril, en el muro empotrado,
los fermentos trabajan un viejo amontillado.
Algún mochuelo atisba detrás de los cristales;
un mastín de las novelas policiales
monta guardia en el porche; es el perro
que aleja a los vampiros con su collar de hierro.
La textura del barro vibra en la porcelana;
el olor de las setas entra por la ventana.
A los hijos la madre atiende con dulzura;
el acero hace lampos en la mirada dura
del padre que se hunde en sus cavilaciones.
Y en medio de las flechas de ateridos torreones
aletean y cantan las aves nocturnales
mezcladas con dragones y grifos fantasmales.
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