Auguste Villiers de L'Isle-Adam
Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de l`Isle-Adam, más conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam (Saint-Brieuc, 7 de noviembre de 1838 - París, 18 de agosto de 1889) fue un escritor francés cuya obra, que abarca la poesía, el teatro y la narración, se orienta en gran parte hacia el movimiento simbolista.
Era hijo único de los nobles bretones marqués Joseph-Toussaint-Charles (1802-1885) y Marie-Françoise Le Nepvou de Carfort-Daniel de Kérinou, casados en 1837. Tras un largo y penoso exilio en Inglaterra durante la Revolución y el Imperio, el abuelo del escritor, Jean-Jérôme-Charles (1769-1846), pasó su juventud en la mansión de Kerohou, en Maël-Pestivien, antes de embarcarse para Oriente con 20 años. Tras numerosos años de navegación, se instaló en la mansión de Penanhoas, en Lopérec, que había heredado, y quedó lisiado por un accidente. Tuvo que buscar subsidios durante la Restauración antes de recibir los 27.000 francos del Estado en 1826 a que tenía derecho en compensación por su emigración. Entonces el marqués tuvo la idea de fundar una especie de agencia de investigación genealógica para ayudar a ciertos herederos a recuperar sus bienes incautados durante los disturbios revolucionarios y del Imperio. Pero se enredó en especulaciones financieras ruinosas y en 1843 su mujer tuvo que hacer una separación de bienes para salvaguardar su propio patrimonio. En 1845 la familia se instaló en Lannion, en casa de los padres de la madre de Augusto, la señora de Kérinou. Entre 1847 y 1855, el joven Villiers siguió estudios desordenadamente en diversas escuelas de Bretaña; estuvo interno en el pequeño seminario de Tréguier y luego en Rennes en 1848 (en el antiguo colegio de Saint-Vincent de Paul), en el liceo de Laval, de nuevo en Rennes, en Vannes (colegio de Saint-François-Xavier) en 1851, donde tuvo como condiscípulo al pintor James Tissot, y otra vez en Rennes. Además dispuso en los intervalos de preceptores religiosos a domicilio, por más que se mostraba más dotado para el piano y se descubría aficionado a la poesía. En 1855, el Marqués vendió su casa y tierras y la familia se instaló en París. En la capital Augusto frecuentó cafés de artistas y algunos salones (donde su apellido lo había introducido) y allí gozó de algún éxito. Amistó con el poeta Catulle Mendès y con Jean Marras en 1860, y conoció, en la Brasserie des Martyrs, a François Coppée, Charles Baudelaire y Leconte de Lisle. Baudelaire lo animó a leer las obras de Edgar Allan Poe que había traducido él mismo, y estas hicieron un gran efecto en el joven escritor, quien asimiló parte de su poética simbolista y su técnica para el relato fantástico. Comenzó a colaborar en algunas publicaciones oscuras, pero su padre ingresó en prisión por deudas (1856). En 1857, inquietos por sus dudosas y variopintas compañías, los padres del joven escritor quisieron enviarlo a hacer un retiro religioso en la abadía de Solesmes, cuyo superior, Dom Prosper Guéranger, era amigo de la familia, pero él lo rehusó.
Sus primeras obras (Dos ensayos de poesía, 1858, Primeras poesías, 1859, la novela Isis, 1862), con poco o ningún éxito, desorientan sobre lo que será su producción posterior una vez hubo conocido a los poetas simbolistas Charles Baudelaire (1859) y Stéphane Mallarmé (1864), tras quedar asimismo fascinado por la filosofía de Hegel. El 28 de agosto de 1862 sus padres lo obligaron a permanecer un tiempo en la abadía de Solesmes, donde estuvo recluido hasta el 20 de septiembre. En 1863 se une a una demi-mondaine o alta cortesana Louise Dyonnet, madre de dos hijos, y permaneció quince días en Solesmes, donde volvió a ver a Louis Veuillot. En 1864, tras romper con Louise Dyonnet, conoció a Gustave Flaubert y amistó con Stephane Mallarmé. En 1866 colaboró en Le Parnasse Contemporain y en 1867 fundó la Revue des Lettres et des Arts y escribió "El Intersigno", el primero de sus Cuentos crueles.
Sus intentos de conseguir pareja conveniente y estable fueron fracasando sucesivamente. En 1867, pidió a Théophile Gautier la mano de su hija Estelle, pero el escritor, que había dado la espalda a sus años de bohemia, no dejó que su hija casara con un escritor con tan poco futuro, fuera de que la propia familia de Villiers desaprobaba también esa unión. Igualmente fueron estériles sus planes para matrimoniar con una heredera inglesa, Anna Eyre Powell. Finalmente se vio obligado a vivir con la viuda analfabeta de un cochero belga, Marie Dantine, de la que tuvo en 1881 a su único hijo, Victor (apodado "Totor").
Un punto destacado de su vida fue el viaje que hizo para ver a su admirado Richard Wagner en Triebschen (1869). Villiers le leyó el manuscrito de su obra La Révolte ("La revuelta") y el compositor declaró que el francés era "un verdadero poeta". Otro viaje para visitarlo al año siguiente se vio interrumpido por el estallido de la Guerra franco-prusiana, durante la cual Villiers se convirtió en comandante de la Guardia Nacional. Al principio quedó impresionado por el espíritu patriótico de La Comuna y escribió artículos en su apoyo en el Tribun du Peuple bajo el seudónimo de "Marius", pero pronto quedó disgustado por la violencia revolucionaria. En 1883 la publicación de sus Cuentos crueles le valió cierta popularidad, si bien su vida económica siguió siendo precaria hasta su muerte. En ese mismo año, Villiers de l`Isle-Adam había hecho representar con escasa fortuna otro drama, Le monde nouveau. Alentado por la colaboración en Le Figaro y la admiración de insignes jóvenes amigos, publicó Atribulado Bonhomet (1887), recopilación de cinco relatos de los que sobresale la novela corta Claire Lenoir, una cruel sátira del filisteísmo científico a través del siniestro personaje del "doctor" (opuesto a la viuda Claire Lenoir, símbolo de la pureza espiritual delicada y mágica), y la audaz novela La Eva futura (1886), crudo y desconcertante relato del amor de un joven por una mujer mecánica que adquiere un alma misteriosamente y la pierde a través de un misterio no menor. Tras un ciclo de conferencias en Bélgica, Auguste Villiers falleció agotado en un hospital, amorosamente asistido por el escritor del decadentismo Joris-Karl Huysmans, uno de sus admiradores. El Théâtre Libre había representado su mediocre drama Évasion, impreso luego póstumo junto con otras obras del autor. Entre sus demás obras destacan las novelas Isis (1862) y La Eva futura (1886), la novela corta Claire Lenoir (1867) y el drama Axël (1890).
Dotado de un vigoroso poder expresivo, capaz de conferir a sus obras un estilo torturado, a la vez que violento y profundamente lírico, los cuentos de Villiers son muy desiguales y, al lado de algunos absurdos y exagerados, se dan otros en los que el humor, la ironía o el terror macabro dan lugar a situaciones excepcionalmente sugerentes.
Obras
Œuvres complètes, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 2 tomos, 1986.
Cuentos y novelas
Isis, 1862, relato, Tr.: Isis
Cuentos crueles, 1883, cuentos. Tr.: Cuentos Crueles
L'Ève future, 1886, novela. Tr.: La Eva futura
L'Amour suprême, 1886, cuentos
Tribulat Bonhomet, 1887, cuentos.
Nouveaux Contes cruels, 1888, cuentos. Tr.: Nuevos cuentos crueles
Histoires insolites, 1888, cuentos. Tr.: Historias insólitas
Chez les passants, 1890, textos póstumos.
Propos d'Au-delà, 1893, textos póstumos.
Reliques, 1954, textos póstumos.
Nouvelles reliques, 1968, textos póstumos.
Teatro
Elën, 1865
Morgane, 1866
La Révolte, 1870
Le Nouveau Monde, 1880
Axël, 1890, póstumo
L'Evasion, 1890, póstumo
Le Prétendant (versión definitiva de Morgane), 1965, póstumo
Poesía
Deux essais de poésie, 1858
Premières poésies, 1859
A orillas del mar
de Auguste Villiers de L'Isle-Adam
Nota: Traducción de Mauricio Bacarisse.
Al salir de aquel baile dejamos nuestras huellas
en playas que a un destierro conducen al azar.
Una flor en su mano se acaba de ajar.
Era una hermosa noche de ensueños y de estrellas.
Rompíanse en la sombra oleajes enlutados
hacia el ópalo atlántico y la áurea lejanía.
El ultramar sus luces místicas expandía.
Las algas perfumaban los ámbitos helados.
En la escarpa, los ecos sonaban mientras tanto;
con la espuma rizaba la onda volutas locas
y, densa, acometía el bronce de las rocas.
Brillaban en la duna cruces de un camposanto.
Su silencio acallaba del mar la baraúnda.
No tenían las cruces por el mar ultrajadas
ni coronas de duelo, ni flores; arrastradas
fueron por la tormenta que retumbando inunda.
En declive, las tumbas desde el mar, cuesta arriba,
bajo la niebla oían que la sombra a lo arcano
del infinito sueño interrogaba en vano.
Él, callaba el secreto de la ley decisiva.
Friolenta, cubrió con un oscuro chal
su seno, egregio exilio de muchos agasajos;
y admiré a la mujer de los párpados bajos,
esfinge cruel y aciaga, pesadilla fatal.
Mata a los niños sólo con su mirada atroz
y sobrevive a todo aquello que destruye.
La amamos porque a ello la Noche contribuye.
Los que la tratan de ella hablan a media voz.
La reviste el peligro de un nimbo familiar,
y aun en su tierno abrazo que quiere desmentir
sus crímenes, parece al evocarlos, oír
culatas de fusiles que van a ejecutar.
Tras el oprobio ilustre que, empero, la sujeta;
bajo el duelo en que goza su alma sin ardor,
todavía descansa un virginal candor
como un lirio en el ébano de bruñida bujeta.
Atenta, prestó oído al tumulto del mar,
bajó su hermosa frente que los años besaron
y en dolorosos términos sus labios declararon
su lóbrego destino que duele recordar:
Hace ya mucho tiempo, cuando yo sostenía
trato con los vivientes y escuché sus ternuras,
igual que el mar bravío junto a esas sepulturas
con ira lamentáronse de mi pétrea apatía.
He visto más de un largo adiós agonizar
en mis manos que acogen sin odio ni emoción
de las almas en pena la humilde confesión.
No devuelven sus besos los sepulcros al mar.
Yo soy toda silencio. La emoción no me alcanza;
no tiene amor mi vida ni mis días sentido.
Me han negado los cielos el sagrado latido;
para mí han falseado el peso en la balanza.
Y cuando yo fallezca, sé muy bien que mi suerte
no será la de otros que en fiestas o tormentos
van buscando unas flores en turbiones violentos.
Como no los comprendo descansaré en la muerte.
Me incliné ante las cruces pálidas, luminosas.
La extensión anunciaba el alba y aplacar
quise aquel tenebroso e incurable pesar
que hirió el remordimiento con ráfagas furiosas.
Como ante el mar desierto y henchido le dijera:
Bailando exenta estabais de esa melancolía,
y en cristalina plática vuestra alma adormecía
a la sierpe enroscada de vuestra áurea pulsera.
Riendo y aspirando unos ramos de rosas
bajo los rizos negros sujetos con diamantes,
cuando el vals nos llevó juntos unos instantes
vuestros ojos brillaron sin llamas angustiosas.
Con gusto vi el placer que bajo el arrebol
encendía vuestra alma ya propicia al olvido
y, al fin, prestaba luz al dolor distraído
como un glaciar herido por un rayo de sol.
En mí clavó su fúnebre mirada que me asombra
como la palidez de sus rasgos fatales
y dijo: ¿Soy como esos países boreales
que han seis meses de luz y seis meses de sombra?
Sabrás que las soberbias mutuamente cambiadas
enturbian de los ojos la lectura precisa.
Ámame, tú que sabes que bajo mi sonrisa
soy semejante a esas tumbas abandonadas.
Vox populi
Villiers de L'Isle Adam
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.
Sentado ante la verja de Notre-Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, -rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra-, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.
¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.
Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.
Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
En torno suyo, bajo las potentes vibraciones del campanario, fuera, allá lejos más allá del muro de sus ojos; el ruido de los cascos de caballería, los toques de clarines, las aclamaciones de la muchedumbre, mezcladas a las salvas de los Inválidos, a los fieros gritos de mando; los estruendos de acero, el fragor de los tambores midiendo el paso de los desfiles interminables de infantería, ¡todo un rumor de gloria le llegaba! Su oído sobreagudo percibía hasta el flotar de los estandartes de pesadas franjas rozando las corazas. En el entendimiento de este viejo cautivo de la oscuridad se evocaban mil relámpagos de sensaciones presentidas e indistintas. Una adivinación le advertía lo que enfebrecía los corazones y los pensamientos en la ciudad.
Y el pueblo, fascinado como siempre por el prestigio que tiene a sus ojos la audacia y la fortuna, profería calurosamente el entusiasmo del momento:
-¡Viva el emperador!
Pero, entre las calmas momentáneas de esta triunfal tempestad, una voz perdida se elevaba del lado de la verja mística. El viejo, la cabeza caída contra la picota de los barrotes, girando sus pupilas muertas hacia el cielo, olvidado de ese pueblo -de quien él sólo parecía expresar su voto verdadero, su voto oculto bajo los gritos, el voto secreto y personal-, salmodiaba, augural intercesor, su frase ahora misteriosa:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Diez años llevados por el viento, desde el sol de esta fiesta! ¡Los mismos ruidos, las mismas voces, la misma presunción! Sin embargo, un rumor sordo temperaba entonces el tumulto de alegría pública. Una sombra entristecía las miradas. Las convenidas salvas de la plataforma del Pritaneo se complicaban esta vez con el tronar lejano de las baterías de nuestros fuertes. Y, escuchando, el pueblo ya intentaba discernir, en el eco, la respuesta de las piezas enemigas que se aproximaban.
Pasaba el gobernador, dirigiendo a todos mil sonrisas, al amplio trote de su fino potro. El pueblo, tranquilizado por esa confianza que le inspira siempre esa compostura irreprochable, alternaba con cantos patrióticos los aplausos totalmente militares que honraban la presencia de ese soldado.
Pero las sílabas del antiguo y furioso viva se habían modificado: el pueblo, frenético, profería ese voto del momento:
-¡Viva la República!
Y, allá lejos, del lado del umbral sublime, se distinguía siempre la voz solitaria del Lázaro. La voz del oculto pensamiento popular no modificaba la rigidez de su constante lamentación:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Nueve años soportados desde ese sol turbulento! ¡Oh! ¡Los mismos rumores, el mismo estruendo de las armas, los mismos relinchos! Aun más ensordecidos, no obstante, que el año precedente; vocingleros, sin embargo.
-¡Viva la Comuna! - gritaba el pueblo, al viento tumultuoso.
Y la voz del secular Elegido del Infortunio repetía siempre, allá lejos, en el umbral sagrado, un refrán rectificador del único pensamiento de ese pueblo. Sacudiendo la cabeza hacia el cielo, gemía en la sombra:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
Y dos lunas más tarde, cuando a las últimas vibraciones al toque de alarma el Generalísimo de las fuerzas del estado pasaba lista a sus dos mil fusiles -todavía humeantes de la triste guerra civil-, el pueblo, aterrorizado, gritaba viendo arder al fondo a los edificios:
-¡Viva el Mariscal!
Allá lejos, del lado del salubre recinto, la Voz inmutable, la voz del veterano de la humana Miseria, repetía maquinalmente su dolorosa y despiadada obsecración:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
Y después, de año en año, de revista en revista, de vociferaciones en vociferaciones, cualquiera que fuese el nombre echado al azar del espacio por el pueblo en sus vivas, quienes escuchan atentamente los ruidos de la tierra, siempre han distinguido, entre los clamores revolucionarios y las fiestas belicosas que se sucedieron, la Voz lejana, la Voz verdadera, la íntima voz del simbólico y terrible Mendigo, del vigilante nocturno que gritaba la hora exacta del Pueblo, del incorruptible funcionario de la conciencia de los ciudadanos, de quien restituye íntegramente la oración oculta de la Muchedumbre y resume su suspiro.
Pontífice inflexible de la Fraternidad, este Titular autorizado de la ceguera física, jamás ha cesado de implorar, en mediador inconsciente, la caridad divina para sus hermanos en inteligencia.
Y, cuando embriagado de fanfarrias, de campanas y de artillería, el pueblo, turbado por esos alborotos envanecedores, intenta en vano enmascararse a sí mismo su voto verdadero, bajo no importa qué sílabas engañosamente entusiastas, el Mendigo, su rostro al cielo, los brazos en alto, tanteando en sus espesas tinieblas, aplica su oído desde el umbral eterno de la iglesia, y con voz cada vez más lamentable, pero que parece llegar más allá de las estrellas, continúa gritando su rectificación de profeta:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
El secreto de la iglesia
Villiers de L'Isle Adam
Al señorEdmond Deman
"Cuidado con lo de abajo"
-Dicho popular
En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle -al final del barrio de Saint Honoré- parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones -cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped- interceptaban el resplandor interior.
En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche.
Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar.
No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso -que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata-. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que -con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos- le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente.
En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido de los naipes, del oro de las puestas, de las piezas de nácar y de los billetes sobre el tapete verde.
El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de languidez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, el ébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tussert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya perversa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aquellos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los ha hecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado a hachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, realmente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos momentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más su silueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicaba una sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostro la energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas, rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilíneas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a veces fija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su voz había adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo, se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto, con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín de franjas de seda. Muy mundano, «lanzado» como si hubiera intentado huir -más bien recibido que admitido, es verdad-, se le admitía gracias a esa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algunos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para salpimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuelta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable de sus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque su sórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los desertores, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escépticos modernos).
Pero ¿por qué seguir llevando aquellos hábitos? ¿Quizá porque, habiéndose puesto de moda con aquella ropa, temía comprometer su originalidad vistiéndose de levita? ¡Desde luego que no! Es que era ya demasiado tarde; es que ya tenía el sello. ¿Es que aquellos que, siendo como él, tomaban una apariencia laica no eran reconocibles siempre? Se diría que todos los trajes que llevasen siempre transparentarían la invisible sotana de Neso que no podían arrancarse del cuerpo, aunque sólo se la hubiesen puesto una vez: siempre se notaría su ausencia. Y cuando a imitación de un Renan, por ejemplo, murmuran del Señor, su juez, parece por intervalos que, en medio de no se sabe qué VERDADERA noche que surge en el fondo de sus ojos se oye -entre el súbito reflejo de una linterna sorda y bajo el follaje de los olivos- el chasquido del viscoso beso del Eufemismo sobre la mejilla divina.
Ahora bien: ¿de dónde provenía el oro que sacaba todos los días de su negro bolsillo? ¿Del juego? Puede. Se insinuaba eso, aunque sin profundizar en ello, ya que no se le conocían deudas, ni queridas, ni otras ventajas como ésas. ¡Por lo demás, hoy día...! ¿Eso qué importa? ¡Cada cual tiene sus asuntillos! Las mujeres lo consideraban un hombre «encantador», y punto final.
De repente, Tussert, que había robado malas cartas, dijo descubriendo su juego:
-Pierdo dieciséis mil francos esta noche.
-¿Le hacen veinticinco luises para que intente la revancha? -ofreció el vizconde Le Glaïeul.
-Yo no propongo ni acepto jugadas de palabra y ya no tengo oro en el bolsillo -respondió Tussert-. No obstante, mi ministerio me ha hecho poseedor de un secreto -de un gran secreto-, que, si está de acuerdo, me decidiré a arriesgar contra sus veinticinco luises a cinco tantos ligados.
Después de un silencio bastante justificado, preguntó el señor Le Glaïeul medio estupefacto:
-¿Qué secreto?
-Pues el de la IGLESIA -respondió fríamente Tussert.
¿Fue la entonación breve, rotunda y como poco mixtificada de este tenebroso vividor, o la fatiga nerviosa de la noche, o los capciosos vapores dorados del champán, o el conjunto de estas cosas lo que hizo que los dos invitados y hasta la alegre Maryelle se estremeciesen al oír esas palabras? Los tres, mirando al enigmático personaje, acababan de experimentar la misma sensación que les hubiese producido la aparición repentina de una cabeza de serpiente alzándose entre los candelabros.
-La Iglesia tiene tantos secretos... que creo, al menos, poderle preguntar cuál de ellos es -respondió con seriedad ya el vizconde Le Glaïeul-, aunque, como usted puede comprender, me interesan muy poco esas revelaciones. Pero acabemos. He ganado demasiado esta noche para negarle eso; así es que de todos modos ¡van veinticinco luises a cinco tantos ligados contra «el secreto de la IGLESIA»!
Por una cortesía de hombre «de mundo» no quiso recalcar: «...que no nos interesa nada».
Cogieron otra vez los naipes.
-¡Abate! ¿Sabe usted que en este momento tiene usted el aire del... diablo? -exclamó con un tono cándido la amabilísima Maryelle, que se había quedado como pensativa.
-¡La jugada, sobre todo, es de una audacia insignificante para los incrédulos! -murmuró frívolamente el invitado ocioso con una de esas leves sonrisas parisienses, cuya serenidad ni siquiera se turba ante un salero derramado-. ¡El secreto de la Iglesia! ¡Ah! ¡Ah!... Debe ser gracioso.
Tussert lo miró y después le dijo:
-Ya lo apreciará usted si continúo perdiendo.
La partida comenzó más lenta que las anteriores. El primer juego lo ganó... él; pero después perdió la revancha.
-¡Va el último pase! -dijo.
Cosa singularísima: la atención -mezclada al principio con algo de superstición burlona- había subido de tono gradualmente; se hubiera podido decir que alrededor de los jugadores se había saturado el aire de una solemnidad sutil y de una gran inquietud... Se deseaba fervientemente ganarle la partida.
Estando a dos contra tres, el vizconde Le Glaïeul, después de tirado el rey de corazones, tuvo de juego los cuatro sietes y un ocho neutro; Tussert, que tenía la quinta más alta de picas, vaciló, quiso hacer una jugada de maestro exponiéndolo todo de una vez, y perdió. El golpe fue rápido.
En ese momento, Maryelle se miraba con indiferencia las uñas rosadas; el vizconde, con aire distraído, examinaba el nácar de las fichas, sin hacer la pregunta suspendida sobre ellos, y el invitado ocioso, volviéndose por discreción, entreabrió (¡con un acierto lleno verdaderamente de inspiración!) los cortinajes del balcón que estaba cerca de él.
Entonces a través de los árboles apareció, haciendo palidecer las luces, el alba lívida, el amanecer, cuyo reflejo tornó bruscamente mortuorias las manos de los presentes. Y el perfume del salón pareció volverse más impuro, llenándose de un vago recuerdo de placeres vendidos, de carnes voluptuosas con despecho, ¡de laxitud! Y algunos desvaídos pero impresionantes matices pasaron por los rostros de todos, denunciando con su difumino imperceptible las máculas futuras que la edad reservaba a cada uno. Aun cuando allí no se creyese en nada más que en placeres fantasmas, se sintió sonar a hueco en su existencia el golpe del ala de la vieja Tristeza del Mundo, que despertó a tan falsos juerguistas, vacíos, faltos de esperanza.
Llenos de olvido, ya no se preocupaban de oír... el insólito secreto... si es que alguna vez...
Pero el diácono se había levantado, glacial, sosteniendo en la mano su sombrero de teja. Después de lanzar una mirada circular, de ritual, sobre aquellos tres seres un poco cohibidos, dijo:
-Señora, señores, ¡ojalá la apuesta que he perdido les haga reflexionar!... Paguemos...
Y mirando con una fría fijeza a sus elegantes oyentes, pronunció en voz más baja, pero que sonó como una campanada de difuntos, estas condenables, estas fantásticas palabras:
-¿El secreto de la Iglesia?... Es... QUE NO HAY PURGATORIO.
Y en tanto que, no sabiendo qué pensar, se le observaba, no sin cierto pánico, el diácono, después de haber saludado, se dirigió, tranquilo, hacia el umbral, y después de haber mostrado en el dintel su cara sombría y lívida; con los ojos bajos, cerró la puerta sin hacer ruido.
Una vez solos, respiraron libres del espectro.
-¡Eso debe ser inexacto! -balbuceó cándidamente la sentimental Maryelle, impresionada aún.
-¡Argucias del jugador que pierde, por no decir de un farsante que no sabe lo que dice! -exclamó Le Glaïeul con un tono de cochero enriquecido-. ¡El Purgatorio, el Infierno, el Paraíso!... ¡Todo eso es de la Edad Media! ¡Todo eso es pura broma!
-¡No pensemos más en ello! -indicó el otro elegante.
Pero en aquella maligna claridad del alba la amenazadora mentira del impío había hecho, sin embargo, su efecto. Los tres estaban muy pálidos. Se bebió, con duras sonrisas forzadas, una última copa de champán.
Y aquella mañana -por mucha elocuencia que empleara el invitado ocioso- Maryelle, arrepentida quizá ante la amenaza exclusiva y excesiva del infierno, sin la condescendencia del purgatorio perdido para su esperanza, no quiso acceder a su «amor».
FIN
Los amantes de Toledo
Villiers de L'Isle Adam
Al señor Émile Pierre
¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?
Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.
Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros..., los refectorios, la biblioteca.
En una de aquellas habitaciones, -en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones-, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.
A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.
De repente, el Inquisidor General de España tiró de la argolla de un timbre que no se oyó sonar. Un monstruoso bloque de granito, con su tapicería, giró en el grueso muro. Tres familiares, con las cogullas bajadas, aparecieron -saliendo de una estrecha escalera excavada en la oscuridad-, y el bloque volvió a cerrarse. Fue cuestión de dos segundos, de un relámpago. Pero aquellos dos segundos habían bastado para que un resplandor rojo, refractado por alguna sala subterránea, iluminara la habitación y una terrible, una confusa ráfaga de gritos -tan desgarradores, tan agudos, tan horrorosos, que no se podía distinguir ni adivinar la edad o el sexo de las voces que los lanzaban- pasara por la rendija de aquella puerta, como una lejana bocanada del infierno. Luego, el profundo silencio, los soplos fríos y, en los corredores, los ángulos de sol sobre las losas solitarias, que apenas alteraba, a intervalos, el ruido de una sandalia de inquisidor.
Torquemada pronunció algunas palabras en voz baja. Uno de los familiares salió y, pocos instantes después, entraron delante de él dos bellos adolescentes, casi niños aún, un chico y una chica, dieciocho y dieciséis años sin duda. La distinción de sus rostros, de sus personas, daban testimonio de una familia importante, y sus ropas -de la más noble elegancia, discreta y suntuosa- indicaban el elevado rango que ocupaban sus linajes. ¡Habríase dicho que era la pareja de Verona transportada a Toledo: Romeo y Julieta!... Con una sonrisa de inocencia sorprendida, -y algo ruborizados por encontrarse juntos- miraban ambos al santo anciano.
-Dulces y queridos hijos, -dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada- os amábais desde hacía casi un año (lo que es mucho a vuestra edad), y con un amor tan casto, tan profundo, que temblorosos uno ante el otro y con los ojos bajos en la iglesia, no os atrevíais a confesároslo. Por eso es por lo que, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya hemos hecho. Vuestras prudentes y poderosas familias han sido prevenidas de que ya sois marido y mujer y el palacio en el que se os espera está preparado para ofrecer vuestro banquete de bodas. Estaréis allí muy pronto e iréis a vivir, en el rango que os corresponde, rodeados más tarde sin duda de bellos hijos, flor de la cristiandad.
"¡Ah! ¡hacéis bien en amaros, jóvenes corazones de elección! Yo también conozco el amor, sus efusiones, sus llantos, sus ansiedades, sus temblores celestiales. Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, el sello de la santidad. Así pues, si he decidido uniros es con el fin de que la esencia misma del amor, que es sólo el Buen Dios, no se viera perturbada en vosotros por las demasiado carnales apetencias, por las concupiscencias que retrasos demasiado largos en la legítima posesión uno del otro entre novios, pueden encender en sus sentidos. ¡Vuestras oraciones iban a ser distraidas! La obsesión de vuestras ensoñaciones iba a oscurecer vuestra pureza natural. Sois dos ángeles que, para recordar lo que es REAL en vuestro amor, estábais ya deseosos de calmarlo, debilitarlo y agotar sus delicias.
"¡Que así sea! Os encontráis en la Habitación de la Felicidad: sólo pasaréis aquí vuestras primeras horas conyugales, luego, bendiciéndome -así lo espero- por haberos entregado a vosotros mismos, es decir a Dios, volveréis a vivir la vida de los humanos, en el puesto que Dios os asignó."
Tras una mirada del Inquisidor General, los familiares desvistieron rápidamente a la encantadora pareja, cuyo estupor -algo absorto- no oponía resistencia. Los colocaron uno frente a otro, como dos juveniles estatuas, y los envolvieron juntos en anchas tiras de cuero perfumado que los apretaban suavemente, luego los transportaron, tendidos, corazón sobre corazón, labios sobre labios, al lecho nupcial, en un abrazo que inmobilizaban sutilmente sus ataduras. Un instante después eran dejados solos, para su intensa alegría -que no tardó en dominar su turbación-, y fueron tan grandes las delicias que gustaron que entre besos ardientes se decían en voz baja:
-¡Oh! ¡si esto pudiera durar hasta la eternidad!...
Pero nada aquí abajo es eterno, y su dulce abrazo sólo duró, desgraciadamente, cuarenta y ocho horas. Tras las cuales los familiares entraron, abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro de los jardines: les quitaron los correajes, y un baño -que les resultaba indispensable- los reanimó a cada uno en una celda cercana. Una vez que se vistieron de nuevo, cuando flaqueaban, lívidos, mudos, graves y con los ojos huraños, apareció Torquemada y dándoles un último abrazo, el austero anciano les dijo al oído:
-Ahora, hijos míos, que habéis pasado la dura prueba de la Felicidad, os devuelvo a vuestra vida y a vuestro amor, pues creo que, de ahora en adelante, vuestras oraciones al Buen Dios serán menos distraidas que en el pasado.
Una escolta los condujo a su palacio en fiesta, donde se les esperaba; ¡todo fueron muestras de alegría! Sólo que, durante el banquete de bodas, todos los nobles invitados observaron, no sin sorpresa, que entre los nuevos esposos había una especie de incomodidad, breves palabras, miradas que se desviaban y frías sonrisas.
Vivieron, casi separados, en sus apartamentos y murieron sin descendencia pues -si hay que decirlo todo- no volvieron a amarse nunca más, ¡por miedo a que todo aquello volviera de nuevo!
Histoires insolites, 1888
Traducción de Esperanza Cobos Castro
Auguste de Villiers de L’Isle-Adam fue uno de los tres autores que Paul Verlaine sumó a la nueva edición de 1888 de Les poètes maudits, texto fundacional de un linaje literario. La primera, de 1884, presentó a Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé y Tristan Corbière. Junto a Villiers de L’Isle-Adam y Marceline Desbordes-Valmore, Verlaine no dudó en incluirse bajo el seudónimo Pauvre Lelian (Pobre Lelian, un anagrama de su nombre).
Si de esos seis poetas, tres (Rimbaud, Mallarmé y el propio Verlaine) integran el canon de la literatura, el rastro de Villiers de L’Isle-Adam (1838-1889), que prefirió la prosa y raramente incursionó en el verso, se ha escondido con el correr de los años, borroneado quizás por la ausencia de una cúspide a la altura de Une saison en Enfer de Rimbaud o Chanson d’automne de Verlaine.
Su obra más conocida, les Contes cruels, de 1883, un volumen de relatos, incluye una “rareza” en verso, Conte d’amour, siete poemas de diferentes periodos presentados como una historia de amor, desamor y liberación. “No hablaremos de los Cuentos Crueles porque este libro ha hecho su camino. Hallamos allí, entre relatos milagrosos, versos de la demasiado escasa producción del poeta en su madurez, pequeños poemas agridulces dirigidos a, o escritos sobre, alguna mujer probablemente adorada antaño y seguramente despreciada hoy”, escribió Verlaine en su libro, en el que incluye algunas estrofas. L’Aveu es el segundo poema de Conte d’Amour, Adieu el sexto y Rencontre el último.
MARIANO ROLANDO
LA DECLARACIÓN
He perdido el bosque, los campos
y los frescos abriles de otras eras…
Entrega tus labios: su aliento
¡Será la respiración de las arboledas!
He perdido el Océano sombrío,
su luto, sus olas, sus resonancias.
Dime cualquier cosa:
Será el rumor de las aguas altas.
Invadido por una regia tristeza,
fantaseo con los soles que busco…
¡Oh! ¡Ocúltame en tu pálido seno!
¡Será la quietud del crepúsculo!
L’AVEU
J’ai perdu la forêt, la plaine
Et les frais avrils d’autrefois…
Donne tes lèvres : leur haleine
Ce sera le souffle des bois !
J’ai perdu l’Océan morose
Son deuil, ses vagues, ses échos ;
Dis-moi n’importe quelle chose :
Ce sera la rumeur des flots.
Lourd d’une tristesse royale,
Mon front songe aux soleils enfuis…
Oh ! cache-moi dans ton sein pâle !
Ce sera le calme des nuits !
ADIÓS
Un vértigo disperso bajo tus velos
llevó mi frente a tus desnudos brazos.
¡Adiós, tú, por quien he conocido
la angustia de las noches sin astros!
¡Cómo! !Tu solo nombre me aterraba!
-Ahora, sin deseo ni recelo,
en el vil hastío de tu opresión
Sepultarme ya no quiero.
Respiro el viento de las playas,
Soy dichoso lejos de tu suelo:
Y tus cabellos enlutados
Ya no echan sombra en mis sueños.
ADIEU
Un vertige épars sous tes voiles
Tenta mon front vers tes bras nus.
Adieu, toi par qui je connus
L’angoisse des nuits sans étoiles !
Quoi ! ton seul nom me fit pâlir !
— Aujourd’hui sans désirs ni craintes,
Dans l’ennui vil de tes étreintes
Je ne veux plus m’ensevelir.
Je respire le vent des grèves,
Je suis heureux loin de ton seuil :
Et tes cheveux couleur de deuil
Ne font plus d’ombre sur mes rêves.
ENCUENTRO
Agitabas tu oscura antorcha,
no pensabas haber muerto.
He forjado cancela y hierro:
mi corazón sabe de tu entierro.
Ignoro qué llama aún
ardía en tu mortal seno.
Aquello no me preocupaba:
me has hecho reír del alba.
¿Crees en la retractación?
¿Que los sentidos solos embriagan?
Pero me dormía entre tus musas:
no resucitarás nunca.
RENCONTRE
Tu secouais ton noir flambeau ;
Tu ne pensais pas être morte ;
J’ai forgé la grille et la porte
Et mon cœur est sûr du tombeau.
Je ne sais quelle flamme encore
Brûlait dans ton sein meurtrier
Je ne pouvais m’en soucier :
Tu m’as fait rire de l’aurore.
Tu crois au retour sur les pas ?
Que les seuls sens font les ivresses ?…
Or, je bâillais en tes caresses :
Tu ne ressusciteras pas.
Comte de Villiers de l’Isle-Adam, Contes cruels, Calmann Lévy Éditeur, 1883, París.
Paul Verlaine, Les poétes maudits, Léon Vanier Éditeur, 1888, París.
Traducción Mariano Rolando.
Villiers de L'Isle Adam
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.
Sentado ante la verja de Notre-Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, -rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra-, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.
¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.
Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.
Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
En torno suyo, bajo las potentes vibraciones del campanario, fuera, allá lejos más allá del muro de sus ojos; el ruido de los cascos de caballería, los toques de clarines, las aclamaciones de la muchedumbre, mezcladas a las salvas de los Inválidos, a los fieros gritos de mando; los estruendos de acero, el fragor de los tambores midiendo el paso de los desfiles interminables de infantería, ¡todo un rumor de gloria le llegaba! Su oído sobreagudo percibía hasta el flotar de los estandartes de pesadas franjas rozando las corazas. En el entendimiento de este viejo cautivo de la oscuridad se evocaban mil relámpagos de sensaciones presentidas e indistintas. Una adivinación le advertía lo que enfebrecía los corazones y los pensamientos en la ciudad.
Y el pueblo, fascinado como siempre por el prestigio que tiene a sus ojos la audacia y la fortuna, profería calurosamente el entusiasmo del momento:
-¡Viva el emperador!
Pero, entre las calmas momentáneas de esta triunfal tempestad, una voz perdida se elevaba del lado de la verja mística. El viejo, la cabeza caída contra la picota de los barrotes, girando sus pupilas muertas hacia el cielo, olvidado de ese pueblo -de quien él sólo parecía expresar su voto verdadero, su voto oculto bajo los gritos, el voto secreto y personal-, salmodiaba, augural intercesor, su frase ahora misteriosa:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Diez años llevados por el viento, desde el sol de esta fiesta! ¡Los mismos ruidos, las mismas voces, la misma presunción! Sin embargo, un rumor sordo temperaba entonces el tumulto de alegría pública. Una sombra entristecía las miradas. Las convenidas salvas de la plataforma del Pritaneo se complicaban esta vez con el tronar lejano de las baterías de nuestros fuertes. Y, escuchando, el pueblo ya intentaba discernir, en el eco, la respuesta de las piezas enemigas que se aproximaban.
Pasaba el gobernador, dirigiendo a todos mil sonrisas, al amplio trote de su fino potro. El pueblo, tranquilizado por esa confianza que le inspira siempre esa compostura irreprochable, alternaba con cantos patrióticos los aplausos totalmente militares que honraban la presencia de ese soldado.
Pero las sílabas del antiguo y furioso viva se habían modificado: el pueblo, frenético, profería ese voto del momento:
-¡Viva la República!
Y, allá lejos, del lado del umbral sublime, se distinguía siempre la voz solitaria del Lázaro. La voz del oculto pensamiento popular no modificaba la rigidez de su constante lamentación:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Nueve años soportados desde ese sol turbulento! ¡Oh! ¡Los mismos rumores, el mismo estruendo de las armas, los mismos relinchos! Aun más ensordecidos, no obstante, que el año precedente; vocingleros, sin embargo.
-¡Viva la Comuna! - gritaba el pueblo, al viento tumultuoso.
Y la voz del secular Elegido del Infortunio repetía siempre, allá lejos, en el umbral sagrado, un refrán rectificador del único pensamiento de ese pueblo. Sacudiendo la cabeza hacia el cielo, gemía en la sombra:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
Y dos lunas más tarde, cuando a las últimas vibraciones al toque de alarma el Generalísimo de las fuerzas del estado pasaba lista a sus dos mil fusiles -todavía humeantes de la triste guerra civil-, el pueblo, aterrorizado, gritaba viendo arder al fondo a los edificios:
-¡Viva el Mariscal!
Allá lejos, del lado del salubre recinto, la Voz inmutable, la voz del veterano de la humana Miseria, repetía maquinalmente su dolorosa y despiadada obsecración:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
Y después, de año en año, de revista en revista, de vociferaciones en vociferaciones, cualquiera que fuese el nombre echado al azar del espacio por el pueblo en sus vivas, quienes escuchan atentamente los ruidos de la tierra, siempre han distinguido, entre los clamores revolucionarios y las fiestas belicosas que se sucedieron, la Voz lejana, la Voz verdadera, la íntima voz del simbólico y terrible Mendigo, del vigilante nocturno que gritaba la hora exacta del Pueblo, del incorruptible funcionario de la conciencia de los ciudadanos, de quien restituye íntegramente la oración oculta de la Muchedumbre y resume su suspiro.
Pontífice inflexible de la Fraternidad, este Titular autorizado de la ceguera física, jamás ha cesado de implorar, en mediador inconsciente, la caridad divina para sus hermanos en inteligencia.
Y, cuando embriagado de fanfarrias, de campanas y de artillería, el pueblo, turbado por esos alborotos envanecedores, intenta en vano enmascararse a sí mismo su voto verdadero, bajo no importa qué sílabas engañosamente entusiastas, el Mendigo, su rostro al cielo, los brazos en alto, tanteando en sus espesas tinieblas, aplica su oído desde el umbral eterno de la iglesia, y con voz cada vez más lamentable, pero que parece llegar más allá de las estrellas, continúa gritando su rectificación de profeta:
-¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
El secreto de la iglesia
Villiers de L'Isle Adam
Al señorEdmond Deman
"Cuidado con lo de abajo"
-Dicho popular
En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle -al final del barrio de Saint Honoré- parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones -cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped- interceptaban el resplandor interior.
En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche.
Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar.
No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso -que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata-. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que -con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos- le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente.
En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido de los naipes, del oro de las puestas, de las piezas de nácar y de los billetes sobre el tapete verde.
El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de languidez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, el ébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tussert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya perversa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aquellos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los ha hecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado a hachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, realmente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos momentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más su silueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicaba una sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostro la energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas, rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilíneas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a veces fija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su voz había adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo, se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto, con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín de franjas de seda. Muy mundano, «lanzado» como si hubiera intentado huir -más bien recibido que admitido, es verdad-, se le admitía gracias a esa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algunos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para salpimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuelta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable de sus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque su sórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los desertores, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escépticos modernos).
Pero ¿por qué seguir llevando aquellos hábitos? ¿Quizá porque, habiéndose puesto de moda con aquella ropa, temía comprometer su originalidad vistiéndose de levita? ¡Desde luego que no! Es que era ya demasiado tarde; es que ya tenía el sello. ¿Es que aquellos que, siendo como él, tomaban una apariencia laica no eran reconocibles siempre? Se diría que todos los trajes que llevasen siempre transparentarían la invisible sotana de Neso que no podían arrancarse del cuerpo, aunque sólo se la hubiesen puesto una vez: siempre se notaría su ausencia. Y cuando a imitación de un Renan, por ejemplo, murmuran del Señor, su juez, parece por intervalos que, en medio de no se sabe qué VERDADERA noche que surge en el fondo de sus ojos se oye -entre el súbito reflejo de una linterna sorda y bajo el follaje de los olivos- el chasquido del viscoso beso del Eufemismo sobre la mejilla divina.
Ahora bien: ¿de dónde provenía el oro que sacaba todos los días de su negro bolsillo? ¿Del juego? Puede. Se insinuaba eso, aunque sin profundizar en ello, ya que no se le conocían deudas, ni queridas, ni otras ventajas como ésas. ¡Por lo demás, hoy día...! ¿Eso qué importa? ¡Cada cual tiene sus asuntillos! Las mujeres lo consideraban un hombre «encantador», y punto final.
De repente, Tussert, que había robado malas cartas, dijo descubriendo su juego:
-Pierdo dieciséis mil francos esta noche.
-¿Le hacen veinticinco luises para que intente la revancha? -ofreció el vizconde Le Glaïeul.
-Yo no propongo ni acepto jugadas de palabra y ya no tengo oro en el bolsillo -respondió Tussert-. No obstante, mi ministerio me ha hecho poseedor de un secreto -de un gran secreto-, que, si está de acuerdo, me decidiré a arriesgar contra sus veinticinco luises a cinco tantos ligados.
Después de un silencio bastante justificado, preguntó el señor Le Glaïeul medio estupefacto:
-¿Qué secreto?
-Pues el de la IGLESIA -respondió fríamente Tussert.
¿Fue la entonación breve, rotunda y como poco mixtificada de este tenebroso vividor, o la fatiga nerviosa de la noche, o los capciosos vapores dorados del champán, o el conjunto de estas cosas lo que hizo que los dos invitados y hasta la alegre Maryelle se estremeciesen al oír esas palabras? Los tres, mirando al enigmático personaje, acababan de experimentar la misma sensación que les hubiese producido la aparición repentina de una cabeza de serpiente alzándose entre los candelabros.
-La Iglesia tiene tantos secretos... que creo, al menos, poderle preguntar cuál de ellos es -respondió con seriedad ya el vizconde Le Glaïeul-, aunque, como usted puede comprender, me interesan muy poco esas revelaciones. Pero acabemos. He ganado demasiado esta noche para negarle eso; así es que de todos modos ¡van veinticinco luises a cinco tantos ligados contra «el secreto de la IGLESIA»!
Por una cortesía de hombre «de mundo» no quiso recalcar: «...que no nos interesa nada».
Cogieron otra vez los naipes.
-¡Abate! ¿Sabe usted que en este momento tiene usted el aire del... diablo? -exclamó con un tono cándido la amabilísima Maryelle, que se había quedado como pensativa.
-¡La jugada, sobre todo, es de una audacia insignificante para los incrédulos! -murmuró frívolamente el invitado ocioso con una de esas leves sonrisas parisienses, cuya serenidad ni siquiera se turba ante un salero derramado-. ¡El secreto de la Iglesia! ¡Ah! ¡Ah!... Debe ser gracioso.
Tussert lo miró y después le dijo:
-Ya lo apreciará usted si continúo perdiendo.
La partida comenzó más lenta que las anteriores. El primer juego lo ganó... él; pero después perdió la revancha.
-¡Va el último pase! -dijo.
Cosa singularísima: la atención -mezclada al principio con algo de superstición burlona- había subido de tono gradualmente; se hubiera podido decir que alrededor de los jugadores se había saturado el aire de una solemnidad sutil y de una gran inquietud... Se deseaba fervientemente ganarle la partida.
Estando a dos contra tres, el vizconde Le Glaïeul, después de tirado el rey de corazones, tuvo de juego los cuatro sietes y un ocho neutro; Tussert, que tenía la quinta más alta de picas, vaciló, quiso hacer una jugada de maestro exponiéndolo todo de una vez, y perdió. El golpe fue rápido.
En ese momento, Maryelle se miraba con indiferencia las uñas rosadas; el vizconde, con aire distraído, examinaba el nácar de las fichas, sin hacer la pregunta suspendida sobre ellos, y el invitado ocioso, volviéndose por discreción, entreabrió (¡con un acierto lleno verdaderamente de inspiración!) los cortinajes del balcón que estaba cerca de él.
Entonces a través de los árboles apareció, haciendo palidecer las luces, el alba lívida, el amanecer, cuyo reflejo tornó bruscamente mortuorias las manos de los presentes. Y el perfume del salón pareció volverse más impuro, llenándose de un vago recuerdo de placeres vendidos, de carnes voluptuosas con despecho, ¡de laxitud! Y algunos desvaídos pero impresionantes matices pasaron por los rostros de todos, denunciando con su difumino imperceptible las máculas futuras que la edad reservaba a cada uno. Aun cuando allí no se creyese en nada más que en placeres fantasmas, se sintió sonar a hueco en su existencia el golpe del ala de la vieja Tristeza del Mundo, que despertó a tan falsos juerguistas, vacíos, faltos de esperanza.
Llenos de olvido, ya no se preocupaban de oír... el insólito secreto... si es que alguna vez...
Pero el diácono se había levantado, glacial, sosteniendo en la mano su sombrero de teja. Después de lanzar una mirada circular, de ritual, sobre aquellos tres seres un poco cohibidos, dijo:
-Señora, señores, ¡ojalá la apuesta que he perdido les haga reflexionar!... Paguemos...
Y mirando con una fría fijeza a sus elegantes oyentes, pronunció en voz más baja, pero que sonó como una campanada de difuntos, estas condenables, estas fantásticas palabras:
-¿El secreto de la Iglesia?... Es... QUE NO HAY PURGATORIO.
Y en tanto que, no sabiendo qué pensar, se le observaba, no sin cierto pánico, el diácono, después de haber saludado, se dirigió, tranquilo, hacia el umbral, y después de haber mostrado en el dintel su cara sombría y lívida; con los ojos bajos, cerró la puerta sin hacer ruido.
Una vez solos, respiraron libres del espectro.
-¡Eso debe ser inexacto! -balbuceó cándidamente la sentimental Maryelle, impresionada aún.
-¡Argucias del jugador que pierde, por no decir de un farsante que no sabe lo que dice! -exclamó Le Glaïeul con un tono de cochero enriquecido-. ¡El Purgatorio, el Infierno, el Paraíso!... ¡Todo eso es de la Edad Media! ¡Todo eso es pura broma!
-¡No pensemos más en ello! -indicó el otro elegante.
Pero en aquella maligna claridad del alba la amenazadora mentira del impío había hecho, sin embargo, su efecto. Los tres estaban muy pálidos. Se bebió, con duras sonrisas forzadas, una última copa de champán.
Y aquella mañana -por mucha elocuencia que empleara el invitado ocioso- Maryelle, arrepentida quizá ante la amenaza exclusiva y excesiva del infierno, sin la condescendencia del purgatorio perdido para su esperanza, no quiso acceder a su «amor».
FIN
Los amantes de Toledo
Villiers de L'Isle Adam
Al señor Émile Pierre
¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?
Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.
Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros..., los refectorios, la biblioteca.
En una de aquellas habitaciones, -en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones-, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.
A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.
De repente, el Inquisidor General de España tiró de la argolla de un timbre que no se oyó sonar. Un monstruoso bloque de granito, con su tapicería, giró en el grueso muro. Tres familiares, con las cogullas bajadas, aparecieron -saliendo de una estrecha escalera excavada en la oscuridad-, y el bloque volvió a cerrarse. Fue cuestión de dos segundos, de un relámpago. Pero aquellos dos segundos habían bastado para que un resplandor rojo, refractado por alguna sala subterránea, iluminara la habitación y una terrible, una confusa ráfaga de gritos -tan desgarradores, tan agudos, tan horrorosos, que no se podía distinguir ni adivinar la edad o el sexo de las voces que los lanzaban- pasara por la rendija de aquella puerta, como una lejana bocanada del infierno. Luego, el profundo silencio, los soplos fríos y, en los corredores, los ángulos de sol sobre las losas solitarias, que apenas alteraba, a intervalos, el ruido de una sandalia de inquisidor.
Torquemada pronunció algunas palabras en voz baja. Uno de los familiares salió y, pocos instantes después, entraron delante de él dos bellos adolescentes, casi niños aún, un chico y una chica, dieciocho y dieciséis años sin duda. La distinción de sus rostros, de sus personas, daban testimonio de una familia importante, y sus ropas -de la más noble elegancia, discreta y suntuosa- indicaban el elevado rango que ocupaban sus linajes. ¡Habríase dicho que era la pareja de Verona transportada a Toledo: Romeo y Julieta!... Con una sonrisa de inocencia sorprendida, -y algo ruborizados por encontrarse juntos- miraban ambos al santo anciano.
-Dulces y queridos hijos, -dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada- os amábais desde hacía casi un año (lo que es mucho a vuestra edad), y con un amor tan casto, tan profundo, que temblorosos uno ante el otro y con los ojos bajos en la iglesia, no os atrevíais a confesároslo. Por eso es por lo que, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya hemos hecho. Vuestras prudentes y poderosas familias han sido prevenidas de que ya sois marido y mujer y el palacio en el que se os espera está preparado para ofrecer vuestro banquete de bodas. Estaréis allí muy pronto e iréis a vivir, en el rango que os corresponde, rodeados más tarde sin duda de bellos hijos, flor de la cristiandad.
"¡Ah! ¡hacéis bien en amaros, jóvenes corazones de elección! Yo también conozco el amor, sus efusiones, sus llantos, sus ansiedades, sus temblores celestiales. Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, el sello de la santidad. Así pues, si he decidido uniros es con el fin de que la esencia misma del amor, que es sólo el Buen Dios, no se viera perturbada en vosotros por las demasiado carnales apetencias, por las concupiscencias que retrasos demasiado largos en la legítima posesión uno del otro entre novios, pueden encender en sus sentidos. ¡Vuestras oraciones iban a ser distraidas! La obsesión de vuestras ensoñaciones iba a oscurecer vuestra pureza natural. Sois dos ángeles que, para recordar lo que es REAL en vuestro amor, estábais ya deseosos de calmarlo, debilitarlo y agotar sus delicias.
"¡Que así sea! Os encontráis en la Habitación de la Felicidad: sólo pasaréis aquí vuestras primeras horas conyugales, luego, bendiciéndome -así lo espero- por haberos entregado a vosotros mismos, es decir a Dios, volveréis a vivir la vida de los humanos, en el puesto que Dios os asignó."
Tras una mirada del Inquisidor General, los familiares desvistieron rápidamente a la encantadora pareja, cuyo estupor -algo absorto- no oponía resistencia. Los colocaron uno frente a otro, como dos juveniles estatuas, y los envolvieron juntos en anchas tiras de cuero perfumado que los apretaban suavemente, luego los transportaron, tendidos, corazón sobre corazón, labios sobre labios, al lecho nupcial, en un abrazo que inmobilizaban sutilmente sus ataduras. Un instante después eran dejados solos, para su intensa alegría -que no tardó en dominar su turbación-, y fueron tan grandes las delicias que gustaron que entre besos ardientes se decían en voz baja:
-¡Oh! ¡si esto pudiera durar hasta la eternidad!...
Pero nada aquí abajo es eterno, y su dulce abrazo sólo duró, desgraciadamente, cuarenta y ocho horas. Tras las cuales los familiares entraron, abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro de los jardines: les quitaron los correajes, y un baño -que les resultaba indispensable- los reanimó a cada uno en una celda cercana. Una vez que se vistieron de nuevo, cuando flaqueaban, lívidos, mudos, graves y con los ojos huraños, apareció Torquemada y dándoles un último abrazo, el austero anciano les dijo al oído:
-Ahora, hijos míos, que habéis pasado la dura prueba de la Felicidad, os devuelvo a vuestra vida y a vuestro amor, pues creo que, de ahora en adelante, vuestras oraciones al Buen Dios serán menos distraidas que en el pasado.
Una escolta los condujo a su palacio en fiesta, donde se les esperaba; ¡todo fueron muestras de alegría! Sólo que, durante el banquete de bodas, todos los nobles invitados observaron, no sin sorpresa, que entre los nuevos esposos había una especie de incomodidad, breves palabras, miradas que se desviaban y frías sonrisas.
Vivieron, casi separados, en sus apartamentos y murieron sin descendencia pues -si hay que decirlo todo- no volvieron a amarse nunca más, ¡por miedo a que todo aquello volviera de nuevo!
Histoires insolites, 1888
Traducción de Esperanza Cobos Castro
Auguste de Villiers de L’Isle-Adam fue uno de los tres autores que Paul Verlaine sumó a la nueva edición de 1888 de Les poètes maudits, texto fundacional de un linaje literario. La primera, de 1884, presentó a Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé y Tristan Corbière. Junto a Villiers de L’Isle-Adam y Marceline Desbordes-Valmore, Verlaine no dudó en incluirse bajo el seudónimo Pauvre Lelian (Pobre Lelian, un anagrama de su nombre).
Si de esos seis poetas, tres (Rimbaud, Mallarmé y el propio Verlaine) integran el canon de la literatura, el rastro de Villiers de L’Isle-Adam (1838-1889), que prefirió la prosa y raramente incursionó en el verso, se ha escondido con el correr de los años, borroneado quizás por la ausencia de una cúspide a la altura de Une saison en Enfer de Rimbaud o Chanson d’automne de Verlaine.
Su obra más conocida, les Contes cruels, de 1883, un volumen de relatos, incluye una “rareza” en verso, Conte d’amour, siete poemas de diferentes periodos presentados como una historia de amor, desamor y liberación. “No hablaremos de los Cuentos Crueles porque este libro ha hecho su camino. Hallamos allí, entre relatos milagrosos, versos de la demasiado escasa producción del poeta en su madurez, pequeños poemas agridulces dirigidos a, o escritos sobre, alguna mujer probablemente adorada antaño y seguramente despreciada hoy”, escribió Verlaine en su libro, en el que incluye algunas estrofas. L’Aveu es el segundo poema de Conte d’Amour, Adieu el sexto y Rencontre el último.
MARIANO ROLANDO
LA DECLARACIÓN
He perdido el bosque, los campos
y los frescos abriles de otras eras…
Entrega tus labios: su aliento
¡Será la respiración de las arboledas!
He perdido el Océano sombrío,
su luto, sus olas, sus resonancias.
Dime cualquier cosa:
Será el rumor de las aguas altas.
Invadido por una regia tristeza,
fantaseo con los soles que busco…
¡Oh! ¡Ocúltame en tu pálido seno!
¡Será la quietud del crepúsculo!
L’AVEU
J’ai perdu la forêt, la plaine
Et les frais avrils d’autrefois…
Donne tes lèvres : leur haleine
Ce sera le souffle des bois !
J’ai perdu l’Océan morose
Son deuil, ses vagues, ses échos ;
Dis-moi n’importe quelle chose :
Ce sera la rumeur des flots.
Lourd d’une tristesse royale,
Mon front songe aux soleils enfuis…
Oh ! cache-moi dans ton sein pâle !
Ce sera le calme des nuits !
ADIÓS
Un vértigo disperso bajo tus velos
llevó mi frente a tus desnudos brazos.
¡Adiós, tú, por quien he conocido
la angustia de las noches sin astros!
¡Cómo! !Tu solo nombre me aterraba!
-Ahora, sin deseo ni recelo,
en el vil hastío de tu opresión
Sepultarme ya no quiero.
Respiro el viento de las playas,
Soy dichoso lejos de tu suelo:
Y tus cabellos enlutados
Ya no echan sombra en mis sueños.
ADIEU
Un vertige épars sous tes voiles
Tenta mon front vers tes bras nus.
Adieu, toi par qui je connus
L’angoisse des nuits sans étoiles !
Quoi ! ton seul nom me fit pâlir !
— Aujourd’hui sans désirs ni craintes,
Dans l’ennui vil de tes étreintes
Je ne veux plus m’ensevelir.
Je respire le vent des grèves,
Je suis heureux loin de ton seuil :
Et tes cheveux couleur de deuil
Ne font plus d’ombre sur mes rêves.
ENCUENTRO
Agitabas tu oscura antorcha,
no pensabas haber muerto.
He forjado cancela y hierro:
mi corazón sabe de tu entierro.
Ignoro qué llama aún
ardía en tu mortal seno.
Aquello no me preocupaba:
me has hecho reír del alba.
¿Crees en la retractación?
¿Que los sentidos solos embriagan?
Pero me dormía entre tus musas:
no resucitarás nunca.
RENCONTRE
Tu secouais ton noir flambeau ;
Tu ne pensais pas être morte ;
J’ai forgé la grille et la porte
Et mon cœur est sûr du tombeau.
Je ne sais quelle flamme encore
Brûlait dans ton sein meurtrier
Je ne pouvais m’en soucier :
Tu m’as fait rire de l’aurore.
Tu crois au retour sur les pas ?
Que les seuls sens font les ivresses ?…
Or, je bâillais en tes caresses :
Tu ne ressusciteras pas.
Comte de Villiers de l’Isle-Adam, Contes cruels, Calmann Lévy Éditeur, 1883, París.
Paul Verlaine, Les poétes maudits, Léon Vanier Éditeur, 1888, París.
Traducción Mariano Rolando.
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