Manuel Ulacia Altolaguirre
(1953 - 2001)
Nace el 16 de mayo de 1953 en México D.F. Fue co-director de la revista El zaguán desde 1974 hasta 1977. Libros publicados: La materia como ofrenda (poesía), (Una, México, 1980). Luis Cernuda: escritura, cuerpo y deseo (crítica), (LAIA, Barcelona, 1986). Ha traducido a poetas de lengua
inglesa, portuguesa y francesa.
Nieto de Manuel Altolaguirre, uno de los poetas españoles de la Generación del 27 exiliado a México tras el estallido la guerra civil, Ulacia era director del Club PEN en México y autor de obras como «La materia como ofrenda» (1980), «Origami para un día de lluvia» (1990) o «El árbol milenario» (1999), volumen que tardó diez años en concluir y en el que, en 400 páginas, analizaba y reivindicaba la figura de su compatriota, el egregio poeta Octavio Paz, con quien compartió una fecunda amistad desde 1974.
Manuel Ulacia había nacido en el año 1956 y destacó tanto como literato como crítico; sobresalió, asimismo, en el campo de la investigación filológica, era licenciado en Arquitectura y doctor en Letras Hispánicas por la Universidad estadounidense de Yale, y trabajaba como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Falleció a los 48 años de edad en un accidente en Ixtapa, Guerrero.
El poeta y ensayista mexicano Manuel Ulacia, nieto del poeta español Manuel Altolaguirre, falleció el domingo, a los 48 años, ahogado en alta mar, según informó ayer su madre, Paloma Altolaguirre.
El accidente ocurrió en Ixtapa, en la costa del sureño estado de Guerrero. «Iba con un matrimonio amigo. No sé si hubo remolinos o qué, porque a la pareja le costó trabajo salir, aunque lo logró, pero mi hijo se había ido más lejos y se ahogó», explicó la madre de Ulacia a la prensa local.
Los restos del poeta serán incinerados y sus cenizas se depositarán hoy en una iglesia de la capital mexicana. Ulacia era director del Club PEN en México y autor de obras como «La materia como ofrenda» (1980) y «Origami para un día de lluvia» (1990).
Express a Marraquech
Por la forma
en que se oprimió el vientre con la mano,
la muchacha que entró
en el compartimiento,
vestida con un amplio chador blanco
y la cara tapada con un velo
que dejaba ver tan sólo sus ojos
nerviosos, delineados en negro,
presentimos que algo sucedería.
Los altavoces anunciaban
la partida
y el ámbar del crepúsculo
doraba la estación llena de gente.
El tren partió dejando atrás los muros
ocres de la ciudad,
los altos minaretes,
el Palacio Real,
las huertas de verdura
a la orilla del río.
Muy pronto el cielo se pobló de estrellas.
Viajar al sur es viajar a otro tiempo.
Ayer, al pasear por la medina
nos encontramos con unas mujeres
que tocando un pandero y cantando
escoltaban a un niño.
Montado en un caballo
—ricamente adornado
con arneses de plata
y alcafar de seda bordada en oro—
iba camino a la mezquita
en donde sería circuncidado.
Tan lejos de todo estamos —dijiste...
mientras la mujer se llevaba
de nuevo la mano al vientre, gimiendo.
Parecía tan sola en su trabajo,
tan sola en el tren, sin ningún cuidado.
Y al preguntarle si deseaba algo
se quedó ensimismada.
El tren se detuvo en una estación
olvidada en la mitad de una frase
y la mujer permaneció sentada,
con la mano en el vientre,
mirándonos fijamente,
como si buscara complicidad
o pidiera silencio, o ambas cosas.
Hoy recuerdo sus ojos.
Eran un grito mudo entre los velos.
El tren volvió a partir
dejando atrás los andenes vacíos.
Cada uno de nosotros
se dejaba llevar
por sus propios recuerdos
—el jardín de Mecknés al caer la tarde,
el cruce de miradas
en los paseos, los altos cipreses,
signos de admiración
ante las vistas que el lugar ofrece—,
pero la realidad
nos hacía regresar al presente.
Varias veces la mujer se oprimió
el vientre con la mano.
Varias veces le ofrecimos ayuda
sin que nos respondiera
y cuando quisimos buscar a alguien
para que la atendiese
dijo que no con la cabeza.
La luna iluminó
el desierto: imagen irreal
de la soledad plena.
El express continuó sobre la vía
inventando el poema
que ahora escribo mientras las imágenes
que rescata la memoria regresan.
La mujer dio un grito.
Se rompieron las aguas.
Hubo un cruce de miradas seguido
por un largo silencio.
No recuerdo cuánto tiempo duró
el trance. No sé si fueron dos horas,
tres o cinco. Tendida boca arriba,
en el suelo, con las piernas abiertas
bañadas en sudor helado y sangre,
y sin quitarse el velo,
jadeaba
rítmicamente mientras el anillo
de carne rojo oscuro
se abría, poco a poco,
dejando ver el túnel de coral,
el caracol del tiempo,
y finalmente un círculo negro.
Pujando con una fuerza animal
la mujer coronó
la cabeza del niño,
y la expulsó enseguida, boca abajo
—caliente y húmeda—, sobre mis manos.
La criatura comenzó a respirar
y en espiral giró
hacia arriba sacando
primero los hombros
y después las otras partes del cuerpo.
Amanecía. En el horizonte
otro sol tiñó de rojo, naranja,
amarillo, rosa, el paño del cielo.
Cabeza abajo comenzó a llorar
el niño. No recuerdo
quién le cortó el cordón umbilical.
Por la ventana vimos
un diminuto oasis:
cuatro casas,
un grupo de palmeras datileras.
Y más allá: un camello que giraba
lentamente alrededor de una noria.
Al llegar a Marraquech, la mujer
bajó del tren aprisa
y se perdió entre la muchedumbre.
Quise alcanzarla, pero
todas las mujeres vestían la misma ropa,
todas tenían el rostro tapado
y muchas de ellas llevaban un niño
en la espalda.
El calor del desierto
a veces desconcierta.
Han pasado más de dieciséis años.
Tal vez la madre haya acompañado
al niño a la mezquita,
cantando por las calles
de la vieja medina,
y el niño, ya hombre, frecuente el jardín
al terminar la tarde. ~
LA PIEDRA EN EL FONDO
Mientras la respiración de mi padre
poco a poco se apaga,
retiradas las sondas, las agujas
y la mascarilla del oxígeno,
entre sístole y diástole,
en el escenario de la memoria,
una tras otra,
transparencias vividas.
El viaje al colegio a las ocho de la mañana
con sus adivinanzas
sobre el río Amarillo,
los jardines de Mesopotamia,
la muralla china y la manzana de Newton,
y más tarde, a la hora del recreo
a la sombra fresca de altos fresnos,
en conversaciones con otros niños,
la imagen de mi padre trasmutada
en el héroe de un cuento de hazañas,
y ya de vuelta a casa
reunida la familia,
mi padre cuenta los mil y un inventos
de su laboratorio,
esencias de rosa, almizcle y lavanda,
y las aventuras de su madre niña,
en los trenes de la revolución
de Campeche a México,
las peleas de gallos
que tanto le gustaban a su padre,
los paseos por montes y riberas,
la imagen olvidada de su abuelo
que pintaba abanicos en Valencia,
su breve infancia en un jardín inmenso,
historias de emigrantes de hace casi un siglo
que dejaron atrás
la torre gótica, el olivar y el ganado
y que jamás volvieron.
Y al terminar el día,
contemplo cómo se arreglan mis padres
para ir a una fiesta,
y tras el beso de las buenas noches,
absorto en la película
de la televisión en blanco y negro,
imagino que así es la vida,
y que mis padres bailan
en una terraza iluminada por la luna,
un vals de Agustín Lara,
y que mi padre es el galán de la pantalla,
el corsario de una batalla naval,
Tarzán en la selva del Amazonas,
y que algún día yo también seré grande
y oleré en el cuello de una muchacha
aromas de violetas,
y encarnaré mi sino como me lo explicaron.
Mientras la respiración de mi padre
poco a poco se apaga,
y su pulso es cada vez más lento,
entre sístole y diástole,
el tiempo se dilata,
como los círculos concéntricos que se forman
al lanzar una piedra en el espejo del agua.
Cada instante es una hora,
y cada hora una vida.
Breve el tiempo que pasa.
Aquellos días llenos de sol en el campo,
los muros oxidados de la casa,
el establo, el corral,
el embalse del abrevadero
con sus nubes reflejadas en tránsito,
en donde un día me enseñó mi padre
a medir las honduras de las aguas,
por el tiempo que tarda
la piedra lanzada en llegar al fondo.
Y la mujer que desgrana mazorcas
como si desgranara las semillas del tiempo.
¿En qué aguas caemos
cuando nos vamos si no existe el tiempo?
¿Cuál es la profundidad del cielo?
¿Dónde germinan las horas vividas?
Y ya recogidos al caer la tarde,
en un cuarto apenas iluminado,
entre vapores sonoros de planchas ardientes
sobre sábanas blancas,
mi padre me dijo
que en el cuarto de junto
había muerto el suyo:
primera imagen del tiempo finito,
piedra que cae,
medida inmensa que desconocemos,
el perfil afilado de su cara,
la sábana blanca que amortajó a su padre,
la mirada secreta de las dos planchadoras,
la mano y el reloj que toman el pulso.
Mi padre se incorpora
y pregunta ¿qué hora es?,
y sin escuchar dice: mañana a la misma hora.
Su cuerpo temblando de frío empieza
a parir otro cuerpo,
mariposa invisible de alas blancas,
que espera la hora exacta
de desprenderse en nupcias con la nada.
Mientras la respiración de mi padre se apaga,
una angustia renace,
piedra de filosas aristas en la garganta.
Aquellas comidas en mis años mozos,
en donde sólo se oía
el roce de los cubiertos en la porcelana,
las miradas esquivas
que escondían el rubor que produce
la pasión de la came,
y mis juegos secretos en la alcoba,
mientras la luz hiriente, entrando por la ventana,
iluminaba las nubes del jarro,
los platos vacíos y las migajas,
porque en mis lascivos sueños despierto
se me había revelado mi singular deseo.
Ya no sería la imagen del héroe
que bailara con una muchacha en la pantalla,
ni el hacedor de industrias,
ni el hombre discreto que la sociedad aplaude,
ni la presa de virginidades al acecho,
ni el padre que perpetuara la especie.
Y más tarde disputas,
la libertad no hace felices a los hombres,
dice mi madre, los hace sólo hombres.
Mi padre calla: frágil armadura la indiferencia.
Mi padre vive en el ideograma de su mundo
edifica otros sueños,
sin pensar en la finitud del tiempo,
en la piedra y su caída,
en la alcoba en penumbra.
Mañana, mañana, siempre mañana
y la casa crece,
mientras a mi madre le salen canas,
y mi hermana descubre en el espejo
sus incipientes pechos,
y mi abuela se vuelve otra vez niña.
Mañana, mañana, siempre mañana.
Mientras la respiración de mi padre
poco a poco se apaga,
quiero decirle
que lo único que quise
fue vivir la verdad de mi amor verdadero,
pero ya no oye nada,
ya no dice nada,
el silencio se ha ido apoderando de su cuerpo,
del cuerpo de mi madre,
del círculo formado alrededor de su cama,
del cuarto en penumbra,
del claro espejo de agua
en donde sigue cayendo la piedra
en la frágil gravedad del instante.
Mientras la respiración de mi padre se apaga,
la transparencia de la ventana me recuerda
que afuera existe el mundo.
Contemplo la ciudad iluminada,
los coches que circulan,
al adolescente que en una esquina
se encuentra con su amada,
al ciclista que pasa,
al atleta que corre sobre el prado.
Absorto en la fragilidad del tiempo,
contemplo el mundo,
otra vez la ventana,
la familia reunida,
y pienso que mi padre ya no habla,
ya no ve, ya no escucha,
que sus sentidos muertos
empiezan a percibir el teatro del mundo
a través de nosotros,
que la única memoria de su vida
son los fragmentos de nuestra memoria:
inmerso rompecabezas del que faltan piezas.
¿En qué pensará mientras se abandona?
¿En la piel de mi madre?
¿En los noticiarios de la segunda guerra?
¿En la primera comunión y los mandamientos?
¿En los tumores que se propagan por el cuerpo?
Mi padre, entre balbuceos,
dice que tiene una piedra en el cuello,
que la piedra no cae,
que él caerá con ella.
¿Hacia dónde? ¿en qué lugar?
Mientras se le apaga la respiración a mi padre,
parece que empezará a olvidar todo:
las quimioterapias y los verdugos,
las salas de espera y los quirófanos,
el retrato de su abuela y las piernas jóvenes
de las muchachas,
la piedra de Oaxaca y el canto del canario,
la sonaja roja y el primer llanto.
O tal vez, en su olvido
— último sueño que el tiempo devora —,
viaje por un camino
a buscar a su padre
Pero el camino ya es otro camino,
y la casa otra casa.
Su vida ahora cabe en un instante.
Conciliadas están todas las partes.
Un sol único arde en su conciencia,
helado incendio que el mundo consume.
En el espejo de agua
se dibuja la última onda.
La piedra, en su caída,
llegó al fondo.
CIUDAD DE MÉXICO SOÑADA
entre la ciudad por la ventana
comienza el día
idéntico y distinto
multitudes circulan
por todas partes
son los pasajeros de esta arca
de palabras
que navega en la página
trepidan los motores
taladran la tierra
un rascacielos se levanta
prisma de espejos
estela donde la ciudad
al reflejarse se graba
aquí convergen
todos los tiempos
el presente es el manantial
de las transfiguraciones
en la superficie brillante
chispas
plumas de quetzales
reflejos
esta ciudad fue un lago
sobre el agua el sol arde
en un islote se posa el ave
águila o paloma
del arca piragua
desciende el rey azteca
para fundar su reino
Huitzilopochtli
se mira en el espejo
boca corazón el templo
cabeza la palabra
torres observatorias los ojos
carne las chinampas
cuatro calzadas traza
desde el pecho a la orilla
la cruz de los sacrificios
que el tiempo sentencia
en la gran pirámide
se ofrece un joven
para que el padre se alimente
en la primera luna
después del equinoccio
el Viernes Santo
entra la ciudad por la ventana
por las avenidas
que fueron agua
ríos de coches circulan
las bocinas ensordecen
no hay cielo
ni sol
tampoco horizonte
los muertos hemos salido
de la tierra
y poblado el valle
doña Marina
canta dentro de su casa
su voz teje el mundo
afuera un soldado
cuenta el regreso de Ulises
aire sobre tierra
fuego sobre agua
¿desear la imagen
de un dios
que es hombre?
el día se funda sobre
los escombros de la noche
esta ciudad fue sacrificada
le abrieron el pecho
y le quitaron la palabra
las torres de la iglesia
entran con la luz
cuando repican las campanas
en el altar mayor
Cristo-Huitzilopochtli
es adorado desnudo
por el pueblo
CONCIERTO DE CÍTARA
por la celosía de mármol
que separa este recinto abierto
de uno interior
una luz hecha música
sale dibujando en el suelo
idéntica geometría
todo es calma
apenas sopla el viento
los jazmines de la noche
nos hacen mirar en el cielo
la luna
que en un espejo de agua
yace reflejada
cada silencio es una puerta a la eternidad
REVELACIÓN I
la mirada revela
el deseo de ser
uno en vez de dos
REVELACIÓN II
si no alcanzo la luz
todas las horas
habrán sido irrecuperables
In memoriam
Manuel Ulacia (1954-2001)
En la playa
Por Alberto Blanco
En el espejo de agua
se dibuja la última onda.
La piedra, en su caída,
llegó al fondo.
Manuel Ulacia
El domingo 12 de agosto, en una playa de Zihuatanejo, el mar inclemente arrojó a la playa el cuerpo sin vida de Manuel Ulacia. Las imágenes de unos bañistas en el mar abierto del Océano Pacífico que apenas el día anterior habían sido transmitidas por televisión en un programa del Canal 22 a las diez de la noche dedicado a la poesía de Xavier Villaurrutia -programa producido por Lola Creel y Michel Strauss, bajo la dirección de Eduardo Herrera, cuyo guión escribió Manuel Ulacia y en el cual él mismo actuaba- cobran ahora una nueva dimensión entre patética, poética y profética.
Ese domingo aciago, a las mismas horas en que Manuel perdía la vida, un grupo de amigos que compartimos con Manuel la aventura de hacer una revista de poesía en la década de los setenta -El Zaguán- celebrábamos una buena fiesta, y comentábamos, entre otras cosas, las imágenes marinas del programa de Manuel dedicadas al autor de Nostalgia de la muerte. ¿Quién nos iba a decir a Luis Cortés Bargalló, a Alfonso René Gutiérrez, a Víctor Soto Ferrel y a mí mismo, el mudo drama que se vivía en ese instante en una playa lejana? ¿Quién sería capaz de interpretar aquel silencio? ¿Quién habría sido capaz de ver en semejante espejo de agua?
Sólo hace unos pocos meses, en un ensayo dedicado a la poesía de nuestro querido Ramón Xirau, maestro y amigo entrañable también de Manuel Ulacia, decía yo, a propósito de un poema que habla de una playa donde "crecen las aguas... y una hoja mojada de recuerdos/ me dice no siempre, en las neblinas lentas/ de las formas mortales", que, por razones que van más allá del gusto, hay poemas que se nos quedan grabados indeleblemente en la memoria y que parecen estar destinados desde un principio a hacernos compañía a lo largo de toda nuestra vida. Puede ser el título... puede ser el sonido de un verso o dos... puede ser una estrofa o la totalidad del poema... puede ser una sola imagen o puede ser cierta atmósfera que el conjunto conjura o evoca... puede ser la carga de conocimiento o bien la emoción que descarga... o tal vez una combinación de todas estas características o de algunas otras... pero el caso es que existen poemas que entran a formar parte imborrable de nuestra memoria: se quedan a vivir con nosotros. Poemas que, literalmente, incorporamos. Tal fue y sigue siendo para mí el caso del poema "Platges doblit" ("Playas del olvido") de Ramón Xirau.
Recuerdo haber leído por primera vez este poema a mediados de la década de los setenta, en la hospitalaria casa de Manuel y Paloma Ulacia, de Paloma Altolaguirre y Concha Méndez, junto con un alegre grupo de compañeros y amigos, cuando su autor, en un bello gesto de solidaridad nos lo regaló para ser publicado con otros poemas suyos ("Las playas delirantes", que está dedicado al poeta Jorge Guillén, y el muy breve "Claridad"), en nuestra revista de poesía El Zaguán. Lo cito aquí completo en la versión que del catalán hizo Manuel Ulacia:
"Las frutas verdes en el recuerdo
incongruente
de las hojas rojas del otoño
crecen a la orilla
del agua
que hace omisión de imágenes.
Crecen las aguas
infinitas en las playas
y una hoja mojada de recuerdos
me dice "no" siempre, en las neblinas lentas
de las formas mortales."
El mérito de la traducción de Manuel cobra ahora, a la trágica luz de su muerte en una "playa del olvido", un aire distinto. Aparece ahora ante nuestros ojos una suerte de complicidad visionaria. ¿Cómo no leer "en el recuerdo incongruente" de este poema un anticipo de las lágrimas que "crecen a la orilla del agua", y en esa "hoja mojada de recuerdos" la realidad impasible de la muerte "que hace omisión de imágenes"?
El poder premonitorio, profético de la poesía, es su sello de garantía: el emblema inviolable de su pureza. Este poder adivinatorio se manifestó siempre en los poemas de Manuel Ulacia y lo acompañó hasta el final: desde los versos del poema titulado "El mar", de su abuelo, el poeta Manuel Altolaguirre, fallecido también trágicamente en un accidente, que tanto le gustaban y que utilizó más de una vez como epígrafe:
"Nuestras vidas son los ríos
que van a dar al espejo
sin porvenir de la muerte"
hasta los versos de su poema "Río" donde nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar; desde las "Playas del olvido" de Ramón Xirau, hasta las imágenes premonitorias de los cuerpos que se internan en el mar abierto de ese programa dedicado a Xavier Villaurrutia y su Nostalgia de la muerte; desde los últimos versos del poema "La piedra en el fondo", dedicado a la muerte de su padre y del cual están tomados los versos que sirven de epígrafe a este texto, hasta el primer poema de su primer libro, La materia como ofrenda, que lleva por título nada menos que "En la playa":
"En la playa
palabras de sal y espuma
se dibujan en la arena.
Las obras del mar
nombran la tierra."
A lo largo de toda su vida y su obra Manuel Ulacia no dejó nunca de nombrar lo que amaba. Se puede constatar lo mismo en los poemas de su primer libro dedicado "a mis amigos", que en sus ensayos sobre la poesía de Luis Cernuda y Octavio Paz. Una voluntad de forma a toda prueba en este poeta mexicano que no dejó nunca de cantar.
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