Justinus Kerner
Justinus Andreas Christian Kerner o Justinus Kerner (n. 18 de septiembre de 1786, en Ludwigsburg, Baden-Wurtemberg, Alemania – † 21 de febrero de 1862, en Weinsberg, Baden-Wurtemberg), fue un médico y poeta alemán de Weinsberg. Dio la primera descripción detallada del botulismo y fue también el precursor de las aplicaciones terapéuticas de la toxina botulínica experimentando sus efectos sobre sí mismo y sobre numerosos animales. Se le conoce sobre todo como lírico y formó, con Uhland, Schwab y Mörike, la escuela suaba. Publicó cinco colecciones de poesías (de 1826 a 1854) y, en prosa, Siluetas de viaje (1811), Libro ilustrado de mi adolescencia (1849), y La vidente de Prevorst (1829) sobre el hipnotismo.
Nació en Ludwigsburg, Württemberg. Tras asistir a las escuelas clásicas de Ludwigsburg y Maulbronn, entró como aprendiz en una fábrica de tejidos, pero, en 1804, debido a los buenos servicios del profesor Karl Philipp Conz, pudo entrar en la Universidad de Tubinga. Estudió medicina, pero también tuvo tiempo para actividades literarias en la compañía de Ludwig Uhland, Gustav Schwab y otros. Alcanzó el grado de doctor en 1808, pasó algún tiempo viajando, instalándose como médico en ejercicio en Wildbad.
Allí completó su Reiseschatten von dem Schattenspieler Luchs (1811), en la que describe sus propias experiencias con humor cáustico. Después colaboró con Uhland y Schwab en el Poetischer Almanach de 1812, que fue seguido por el Dichterwald Deutscher (1813), en los que serían publicados algunos de los mejores poemas de Kerner. En 1815 obtuvo el nombramiento oficial de médico oficial de distrito (Oberamtsarzt) en Gaildorf, y en 1818 fue transferido a Weinsberg, donde pasó el resto de su vida.
Su casa, situada al pie del histórico Schloss Weibertreu y que le fuera entregada por los ciudadanos, llegaría a ser una meca de peregrinos literarios, todos los cuales serían bien recibidos. Gustav IV Adolfo de Suecia vino con una mochila a su espalda. Los poetas Christian Friedrich Alexander von Württemberg y Nikolaus Lenau eran invitados constantes, y en 1826 llegaría Friederike Hauffe, hija de un guardabosques de Prevorst, somnámbula y clarividente, convirtiéndose en protagonista de la famosa obra de Kerner Die Seherin von Prevorst, Eröffnungen über das innere Leben des Menschen und über das Hineinragen einer Geisterwelt in die unsere (La vidente de Prevorst, revelaciones sobre la vida interior del hombre y de la intrusión de un mundo espiritual en el nuestro]]) (1829; 6ª ed., 1892). En 1826 publicó una colección de Gedichte (Poemas) que sería más tarde complementado por Der letzte Blütenstrauß (1852) y Winterblüten (1859). Entre otros de sus mejores poemas están la encantadora balada Der reichste Fürst; una canción de bebedores, Wohlauf, noch getrunken, y el pensativo Wanderer in der Sägemühle.
Además de sus producciones literarias, Kerner escribió algunos libros de divulgación médica, versados sobre magnetismo animal, un tratado sobre la influencia del ácido sebácico en organismos animales, Das Fettgift oder die Fettsäure und ihre Wirkung auf den tierischen Organismus (1822); una descripción de Wildbad y sus aguas curativas, Das Wildbad im Königreich Württemberg (1813); mientras dio una bonita y vívida cuenta de su juventud en Bilderbuch aus meiner Knabenzeit (1859); y en Die Bestürmung der württembergischen Stadt Weinsberg im Jahre 1525 (1820), mostró una considerable habilidad en la narración histórica.
En 1851 se vio obligado, debido a una ceguera creciente, a retirarse de su práctica médica, pero vivió, atendido cuidadosamente por sus hijas, en Weinsberg hasta su muerte. Fue enterrado junto a su esposa, que había muerto en 1854, en el cementerio de Weinsberg, y la tumba está marcada por una losa de piedra con una inscripción que él mismo había elegido: Friederike Kerner und ihr Justinus.
Listado cronológico de obras
1811 Reiseschatten. Von dem Schattenspieler Luchs (Collage de cartas)
1816 Die Heimatlosen (Historia)
1817 Der rasende Sandler (Sátira)
1824 Geschichte zweyer Somnambülen. Nebst einigen anderen Denkwürdigkeiten aus dem Gebiete der magischen Heilkunde und der Psychologie
1826 Gedichte (publicaciones ampliadas en 1834, 1841, 1847 y 1854)
1829 Die Seherin von Prevorst. Eröffnungen über das innere Leben der Menschen und über das Hereinragen einer Geisterwelt in die unsere
1835 Der Bärenhäuter im Salzbade (Farsa dramática)
1840 Bilderbuch aus meiner Knabenzeit. Erinnerungen aus den Jahren 1786 bis 1804
1852 Der letzte Blüthenstrauß (Poemas)
1853 Die somnambülen Tische. Zur Geschichte und Erklärung dieser Erscheinung
1856 Franz Anton Mesmer aus Schwaben, Entdecker des thierischen Magnetismus
1859 Winterblüthen (Poemas)
1890 Klecksographien (Publicado póstumamente por su hijo Theobald Kerner)
Asociación con George Rapp y la Harmony Society
En Bilderbuch aus meiner Knabenzeit, Kerner recuerda las visitas de George Rapp a su padre, Oberamtmann en Maulbronn. El padre de Kerner había ayudado a proteger a Rapp del procesamiento religioso por las autoridades en Alemania, y Kerner recordaba bien a Rapp y su larga barba negra. George Rapp y sus seguidores finalmente abandonaron Alemania en 1803, estableciéndose en los Estados Unidos, e iniciando la Harmony Society. En 1829 Kerner publicó Die Seherin von Prevorst [La vidente de Prevorst], sobre la relación de Kerner con una joven llamada Friederike Hauffe (1801-1829), que tenía fama de tener poderes visionarios y curativos, y que había producido un extraño lenguaje 'interior', conteniendo elementos similares al hebreo. Este libro causó una gran impresión entre los miembros de la Harmony Society en 1829, que lo consideró como la confirmación del nuevo milenio y de sus opiniones religiosas.
Evaluación
Kerner fue uno de los más inspirados poetas de la escuela suaba. Sus poemas, que en gran parte tratan con fenómenos naturales, se caracterizan por una profunda melancolía y una inclinación hacia lo sobrenatural, lo cual, sin embargo, es equilibrado por un humor pintoresco, evocador del Volkslied.
Referencias culturales
El poeta Thomas Medwin permaneció con él desde 1848 a 1849 y más tarde escribió un poema en su honor To Justinus Kerner: With a Painted Wreath of Bay-Leaves publicado en London en 1854.
KLEKSOGRAFÍAS DE JUSTINUS KERNER
SELECCIÓN, TRADUCCIÓN
Y ESTUDIO PRELIMINAR
Luis Montiel
Antes de proceder a explicar el significado del término considero necesario justificar su traducción, si de traducción puede hablarse en este caso y no de mera transcripción al español. «Kleksographien» es el nombre dado por Kerner a figuras como las que aquí se muestran; un neologismo no acuñado por él mismo, sino por «un ingenioso amigo del arte y del humor»16 cuya identidad desconocemos. Después de considerar varias opciones he optado por la mera adaptación al español, pues la traducción del vocablo alemán «Kleks» —borrón, mancha de tinta— habría producido
engendros como «borronografías» o «manchografías»; la opción «maculografías» quedaba descartada por el hecho de que el propio Kerner podría haber utilizado el vocablo latino de haber querido; y, por fin, su adopción —y la nuestra en otros casos— de la desinencia griega sin traducir —como en fotografía, telegrafía, calcografía, etc.—, me incitaba a hacer otro tanto con el eufónico —pues no en vano incluye una onomatopeya— vocablo alemán. Algunos motivos, pues, pero también una preferencia personal, explican —no sé si justificándola— mi decisión.
En su breve introducción a la edición existente de algunas kleksografías, su autor nos explica cómo su creciente pérdida de visión, debida a cataratas, ha provocado, por una parte, una mayor torpeza al escribir, que se traduce en profusión de borrones, y por otra en la toma en consideración de las caprichosas formas, aún bien perceptibles para él, que adoptan las gotas de tinta sobre el papel inutilizado para la escritura después de plegarlo del mismo modo que, como ahora recuerda, hacían a
veces otros escolares y él mismo en la lejana infancia para divertirse con semejantes productos del azar. La semejanza de este proceder con el test de Rorschach ha sido generalmente reconocida, hasta convertirse en un lugar común. Sin embargo, no he conseguido encontrar un testimonio explícito a este respecto. El autor de referencia en la historia de la «psiquiatría dinámica», Henri F. Ellenberger, da por sentada la influencia de las kleksografías de Kerner, pero sin aportar prueba alguna. Y el propio Rorschach sólo de refilón emplea dicho neologismo sin siquiera asociarlo al médico romántico.
Desde el punto de vista técnico, Kerner utilizó diversas sustancias para producir sus figuras: tinta común para escritura, desde luego, pero también, como él mismo advierte en algunos de los poemas que las acompañan en la citada edición incluidos en la presente selección, café y tinta de imprenta. En algunos casos retocó a plumilla las imágenes así creadas, lo cual, para los interesados en la aplicación del método de Rorschach a nuestro autor, representa una primera interpretación. Y por fin, añadió a cada figura un poema. Desde el punto de vista técnico algunos de ellos son bastante complejos, con métrica y rima variables que, en la mayor parte de los casos, no se someten a reglas clásicas de construcción y que he procurado respetar escrupulosamente.
En la perspectiva del significado, aunque algo podrían decir a los psicoanalistas, no encuentro adecuado considerarlos sin más como una especie de test de Rorschach inocentemente autoaplicado, pues en casi todos los casos los textos están al servicio de la voluntad de su autor, una voluntad que, a menudo, resulta risible e incluso desagradable al lector actual por su contenido en eso que Nietzsche llamó despectivamente «moralina». Cierto es que, en muchas ocasiones, el talento poético de Kerner sale incólume de la confrontación con esa ideología suya, acentuada por la edad, la proximidad de la muerte y la tristeza en la que, según sus propios testimonios y los de sus contemporáneos, le había sumido el fallecimiento de su esposa.
Con todo, algo hay en el origen de estas «kleksografías» que escapa a la propia voluntad y que, por lo tanto, les confiere esa cualidad misteriosa que su autor reconoce en dos de los primeros poemas:
De la muerte los heraldos
desde la noche de tinta
traen del Hades los grabados.
(¡Corazón, nada sabías!).
Estas figuras del Hades,
negras, que me traen temores,
son espíritus menores;
por sus solas fuerzas nacen.
Para espantarme, sucintas,
brotan de manchas de tinta.
Así, siempre pienso en ellas
en la noche, en las tinieblas.
También más tarde, al comienzo de la sección «Imágenes del infierno», recalca esta idea, señalando también en qué medida tales imágenes pueden estar fuera del control de quien las ha hecho surgir:
De una noche aún más profunda
trae el tintero turbamulta
antes de hallar una frase.
¡Si lo hubiera sabido antes!
De este modo he aprendido
cuán grandes son los peligros
al kleksografiar de noche:
con manchas de tinta negra
surge un gato a troche y moche
que al diablo hace muecas;
y es Satán quien nos la juega.
Kleksógrafos, con frecuencia,
son burlados a conciencia
por espíritus que cambian
sus figuras a mansalva,
igual que en vida trocaron
por lo oscuro lo más claro,
y siguen eternamente
su derrota impenitente.
El fantasma cadáveres anuncia.
Largas y negras pestes él preludia.
Cuando se acerca este nocturno espectro
quejas y llantos se oyen a lo lejos;
dice el sabihondo1: «Es el ulular
del búho, del bosque en la soledad».
Mas de pronto ve, igual que el labriego,
sentada en el muro del cementerio
a la plañidera, le posee el espanto;
grita ella en la noche, alzando los brazos:
«¡Que de vosotros Dios tenga piedad!
¡Con vuestro Señor poneos en paz!
¡Se acerca la peste con celeridad!»
Y luego en el aire desaparece;
y la peste llega volando, volando,
y hace tantos muertos, que el camposanto
de tumbas y fosas muy pronto carece.
Esta es Doña Volantes,
quien su cadáver contempla
en el lugar donde tiembla:
el Purgatorio del Hades.
«¡Ponedme un volante más!»
demandaba en su agonía;
la ropa, mientras vivía,
le importaba por demás.
Ahora grita: «¡Ay, que oscuro!
¡Estoy fría, tiesa y dura!
¡Dígame usted, señor cura:
En la luz de un cielo puro
flota un ángel de bondad
que hasta el buen Dios va a llevarte’.
¡Buen Dios! ¡Que de mi se apiade!
¡Cuán grande es mi soledad!
¿Dónde la luz celestial?
¿Dónde el sol y las estrellas?
Solo en la noche siniestra
mi vestido fantasmal».
Lejos se oye: «¡Vuelve en ti!
¡La ganga abajo te arrastra!
¡Da nueva luz a tu alma!
¡Deja que vuelva a subir!
¡Vencer tu ceguera osa!
¡Vamos! ¡Quítate la venda
y que tu gusano aprenda
a trocarse en mariposa!».
Cuando hoy kleksografiaba
no con tinta: con café,
vi cómo se presentaba
la Consejera Salomé.
A diario de visita,
una, cuando no dos veces,
en el sofá sentadita
como en el agua los peces.
Deslumbrada por su prima
y otras damas de su altura,
sólo libros de cocina
constituían su lectura.
Agonizando decía:
«De visita he de marchar».
Y la muerte respondía:
«A café te he de invitar».
¡Ay! Lleva muchas semanas
en Hades, en soledad.
pero al olor del café
algo se empieza a animar.
Se aviva; quiere una cita;
se deja kleksografiar.
El café es lo que la excita
y se viene a presentar.
Mas si yo hubiera probado
con café moca esta vez
no la habría convocado,
lo que me hace suponer
que ahora el arrepentimiento
hacia Dios la está volviendo.
¡Quién es este aparecido
del café al grato olor?
Tinta es lo único que ha olido,
lo que al Hades le llevó.
Actas: su solo placer;
un amigo: el palillero;
su gran deleite: el dinero;
el alma envuelta en papel.
«En un tintero me veo
—dice— por falsificar
pasaportes por dinero;
ni pluma ni tinta hay.
¡Ay, si alguien me procurara
un par de gotas de tinta!
Pero con esto no basta:
papel y pluma querría.
Escribiría al buen Dios
una queja razonable
explicándole que estoy
erróneamente en el Hades».
«¡Atrás! —grité— ¡Que me abrumas,
alma de papel secante,
mapa de todas las culpas
por las que estás en el Hades!»
Se zambulló en su tintero
rápido y sin rechistar:
signo de arrepentimiento
que sólo puedo aprobar.
La vocera de las llamas,
gran mariposa nocturna,
cuando nadie vela, surca
el cielo sobre las casas.
El aire rojo se torna
como en medio de un incendio
y ella grita, como loca,
desde lo alto: «¡Fuego! ¡Fuego!»
Quien la escucha, con temor
se pregunta: «¿Arde la casa?»
Pero al cabo, nada pasa;
desaparece el fulgor.
Mas, pasada una semana,
el vigía de la torre
ha de tocar las campanas:
¡Terrible incendio en la noche!
También en el campo suenan.
De muy lejos se ve el fuego
y el viento sopla con fuerza:
diez casas ardieron luego.
Todos saben bien quien fue
la vocera de las llamas;
muy listo no hay que ser,
y nadie a engaño se llama.
Era una mujer muy mala
que estranguló a su marido.
Para ocultar su delito
incendió toda su casa.
El viento sopló colérico
atizando bien las brasas
hasta diez casas ardieron,
pero ella no salió salva.
A falta de una semana
para que surja un incendio
sopla un viento que la arrastra
para que anuncie ese fuego.
El cielo dictó sentencia:
esa es su penitencia.
«¡Fuego!», grita, aterradora,
y en el aire se evapora.
Como una pupa, esta híbrida cosa
entre la oruga y la mariposa
del Hades asciende privada de alas.
—«¡Vuelve con las sombras, aquí no haces nada
hasta que brillantes alas no te salgan!»
—«¡No salen! ¡Ya basta! ¡No me engañarás!
¡No quiero ya más en la noche esperar!
'Asciende a la luz' ¡Vaya una nonada!
¡A la luz nos lleva sólo la razón!
Mi lúcida mente siempre así pensó».
Así me habló el alma extraviada,
y yo le dije: «tu faz empecatada
no ha dejado de ser la de una pupa;
sobre ella, la espesa caperuza
que ni en el mismo Hades te has quitado
me demuestra que nada has madurado:
Tu cabeza, tu orgullo, tu autoengaño
es lo que en ti las alas ha abortado».
Así hablé a la pupa, y una mano
invisible hacia el Hades la arrastró
para que rompa el vestido terrenal,
esa cabeza tan sólo racional
que el amor propio sin freno envenenó,
y el alma alada volar pueda veloz
de la noche a su patria celestial.
Todas las noches, de aquel castillo
con negras ropas sale el espíritu.
Cuando en la torre las doce dan
sobre su falda, negro alquitrán,
surge el dibujo de un esqueleto:
el de su pobre marido muerto.
Brilla en la noche, fosforescente;
lo envenenó, dice la gente.
Cuando en la noche cruza mi seto,
por la mañana yo me estremezco,
porque mis flores, hasta ayer vivas
hoy en el suelo yacen, marchitas.
Del castillo, de una dama en el cuarto
cuelga un vetusto espejo.
Custodiado quedó hace muchos años
bajo cerrojos fieros.
Lo que con el espejo sucedió
hace ya largo tiempo
por más que pueda despertar pavor
narrároslo hoy quiero.
Las puertas, al sonar la medianoche
se abren una a una
y el marco del espejo resplandece
cual la luz de la luna.
Luego se ve surgir de su interior
una helada figura
Si alguien la ve, sólo siente terror
pues muy pronto se esfuma.
¿Quién era, preguntáis? Preciosa y fatua
sin tasa, una mujer
que tanto se admiraba ante el espejo
que murió ante él.
Agonizante, dijo a su doncella:
«tiñe bien mis cabellos,
pues no quiero que grises aparezcan
ni en el sueño eterno.
Y antes que mi cadáver quede expuesto
perfila bien mis labios;
no temas darles forma con tus dedos:
que queden como antaño».
Aún quiso ordenar más, seguir hablando
de cierto corsé, creo,
de unos dientes postizos, tanto y cuanto,
pero no tuvo tiempo.
Empero nada hizo la sirvienta
de lo que fue ordenado;
así, noche tras noche, macilenta,
la muerta ha retornado.
Teñir desea cana cabellera,
hallar corsé y dientes,
mas canta el gallo y de igual manera
del espejo se pierde.
Tantos son ya los que del caso hablaban
que el alcaide, medroso,
ordenó que el espejo se encerrara
bajo firmes cerrojos.
Y ya que mi atención llamar quería,
la plasmo, indiferente,
macabra muestra de peluquería,
kleksográficamente.
Imagen de la falsedad
surgida del infierno
en tinta te he de ahogar
si lleno mi tintero.
Tú, máscara perversa
—un gato en la cabeza
y otro más en el pecho—,
vuélvete, pues, al fuego
donde tienes tu sitio:
yo te kleksografío.
Quién fuera antaño este trasgo
tan sólo yo lo he averiguado.
Decía uno: «Un actuario
glotón famoso y bebedor».
Otro, profundo pensador,
dijo: «era un cura mercenario;
se ve con toda claridad
por su negruzca ropa talar».
Dijo el tercero: «un boticario
que envenenó los excipientes
para matar a los pacientes».
Hablé y rompieron a reír:
«Me indica su barba de chivo
y sus dos varas de medir
que en vida hubo de ser muy vivo
robando sin sufrir desastres
y sólo pudo ser... un sastre».
Kleksografiando con tinta de imprimir
—sólo el diablo me pudo a ello inducir—
tamaño escándalo se atrevió a surgir.
No sé quien es ni sé cuando vivió;
Fausto, tal vez, quien la imprenta inventó.
Un mal cristiano fue —de él sabemos bastante—
y en el infierno está por nigromante.
Que su destino fuese éste o no
nunca me resulto muy interesante
hasta que vi su imagen denigrante:
esa es la tinta que crea las erratas;
por ella sufren las letras alteradas.
Textos salen de imprenta que son una irrisión
mientras que su autor muere de pura humillación
y grita a su familia en la noche serena:
«¡Mujer, hijos, mirad, mirad qué pena:
lo que de mi obra ha hecho esa maldita imprenta!
En lodazal estoy sin remisión».
Cuánto calvario esa tinta aún traerá
no oso decirlo. Y ¿quién se atreverá?
Mas, aunque tiemblo,
he aquí un ejemplo:
Un librero se queja ante su autor:
«¡Si nunca hubiera impreso nada suyo!
Su diccionario de indio, buen señor,
en diez años no me ha dejado un duro;
y su apología... ¡por favor!
Y con sus otros libros, aún peor.
Aquí los tengo, todos en montón».
Bien pensado, todo esto son fintas
¡negro de imprenta! para exorcizarte.
Yo kleksografiaré sólo con tinta
y nunca volveré a utilizarte.
Apenas dicho esto, se desliza
hacia el tejado, chimenea arriba;
una lluvia de piedras me agrede
y no encuentro lugar donde esconderme.
«¡Ay!», grito, «¡el demonio va a cogerme!»
Pero es sólo un momento pues, de un salto
cierro la puerta de la chimenea.
Una explosión se escucha, que envenena
la casa desde el suelo hasta lo alto.
Miro entre el humo, y aún distingo apenas
cómo esta quimera kleksográfica,
figura de las faltas tipográficas,
monta a caballo, burlándose de mí,
sobre un brazo de imprenta, y así,
orgullosa cual rey, de mí se aparta.
Cuando, frente al tintero
me sentaba yo de nuevo,
mi plumilla remojando
para escribir un rato
algo apareció, reptando
como la cola de un gato.
Receloso me mostraba
pues la cosa se estiraba.
¿Un ratón? ¡Por San Antonio!
¡Pero si era el demonio!
Hízome tres reverencias,
con el rabo haciendo anillas;
me contó mil maravillas;
para ganarse mi anuencia
dijo haber sido una vez
en Nápoles canciller.
«Ahora estoy, según parece
—dijo— gastando otro terno,
—tiene lo que se merece—
un ratito en el infierno.
Antes era poderoso;
ahora, por decirlo pronto,
sólo soy un pobre diablo
mas, eso sí, industrioso:
trabajo con los pigmentos
de la imprenta de mi amo.
Y te digo —no te enfades—:
para figuras del Hades
precisas de otro elemento.
Tu tinta es bastante clara;
con la mía has de mezclarla».
Le respondí, enojado:
«¿Es que crees que no he notado
que eres el diablejo aquél
a quien en día señalado
por la chimenea expulsé?
¡Déjame que me caliente!
¡Mi tintero he de arrojarte
algo luteranamente!
Aunque esto ha de bastarte»:
Sé que lo odia el Maligno
y de la cruz hice el signo.
Adelgazó con premura.
Insistí entonces con saña:
como el hilo de una araña.
salió por la cerradura.
Manicomio o la poesía como mancha oscura
Por: Esther M. García
En 1857 Andreas Justinus Kerner, médico y poeta alemán, publica un raro y transgresor libro titulado Kleksographien (“Klecksografías” en español), en donde incluyó por primera vez imágenes en un libro de poesía. El título del libro debe su nombre a un neologismo inventado por él y un amigo, del cual se desconocen sus generales.
Tomando el vocablo alemán Klecks -Borrón, mancha de tinta- había producido una nueva visión poética y linguística e hizo de los poemas emisarios del inframundo.
Este libro fue dividido en tres partes: “Heraldos de la muerte”, “Imágenes del hades” e “Imágenes del infierno” en donde las “Klecksografías” van emanando de la página en blanco como manchas deformes al principio, para luego tomar forma y cuerpo con la poesía.
A manera de prólogo, Kerner escribe un Memento mori que consta de dos klecksografías con sus correspondientes poemas, dando una composición de 40 poemas y 51 figuras que se despliegan por todo el libro.
En su mayoría las figuras corresponden a formas de “mariposa” y desde el punto de vista técnico, Kernel utilizó diversas sustancias para crear las figuras: tinta común para escribir, café y tinta de imprenta que vertía sobre el papel para después plegarlo y crear la figura, el cuerpo al que luego insuflaba vida a través de la escritura, el lenguaje.
En cada poema se apreciar la visión que el poeta alemán tenía sobre el infierno, la maldad, la locura y esa noche negra del alma que muchos temen: la soledad como equivalente de la nada, el vacío:
Estas figuras del Hades,
negras, que me traen temores,
son espíritus menores;
por sus solas fuerzas nacen.
Para espantarme, sucintas,
brotan de manchas de tinta.
Así, siempre pienso en ellas
en la noche, en las tinieblas
Kerner nos mostraba así la decadencia y el dolor; la batalla de la lucidez contra la locura, en donde el escenario principal es el infierno, un lugar en donde la poesía es fuego y ceniza.
Casi 30 años después de la publicación de este libro, nace en Suiza uno de los mayores exponentes de la psiquiatría moderna, padre de uno de los test más famosos del mundo: Hermann Rorschach, quien basó el trabajo artístico de Kerner y las asociaciones verbales en herramientas para el estudio del comportamiento y personalidad del ser humano.
“Manicomio”, de Maurizio Medo. (2014), ed. Varasek.
Pero regresemos algunos años antes de la invención del test, de cuando Rorschach era ya un eminente médico psiquiátrico, regresemos al tiempo de su niñez cuando el pequeño Hermann era apodado der klecks, la mancha.
En Suiza se volvió popular el juego de la Klecksografía y Rorschach era un ávido seguidor que disfrutaba de entintar hojas en blanco para después plegarlas y crear así, curiosas formas de aves o mariposas.
¿Fue el juego lúdico, la poesía infernal de Kerner, o la combinación de ambos, los que hicieron a Hermann formular, años más tarde, una de las teorías psiquiátricas más importantes del mundo? No se sabe, pero su influencia perduró a pesar de su temprana muerte a los 37 años por una peritonitis, a pesar de las duras críticas que recibió al publicar su teoría, porque el arte y la locura no deberían de existir, deberían ser erradicados.
Hace unos años, publiqué mi primer libro de poemas en una editorial independiente de Monterrey llamada “La Regia Cartonera”. En esa editorial conocí un libro bastante singular, su portada era una mancha, que me invitaba a adentrarme en ella y descubrir/me a través de su interior. Se trataba de Manicomio y en sus vísceras Rorschach y Kernan fluían danzantes.
El libro era una reedición del original publicado en 2005 por el poeta Maurizio Medo (Lima, 1965) con la cual se abrió un fuente de conocimiento desconocida para muchos de los jóvenes poetas que vivimos en el norte de México.
Inmediatamente mi pregunta al hojear el libro fue ¿qué podría ser esto?
Las imágenes relacionadas al test, la intertextualidad con diversos artistas, las menciones de la juventud, la locura, el dolor, la relación amor-odio hacia padre-madre me hicieron perderme en este laberinto donde cada poema es una habitación donde reina la locura.
Desde “Etumina”, “Sparagmos, sparagmos,” “El falso Ginsberg” o “La mala hierba”, Medo nos transporta por zonas insospechadas de nosotros mismos en donde el autor de este libro se nulifica para que el lector se apropie del texto.
Pero, ¿qué es lo que ve el lector/paciente dentro de estos poemas? Una proyección.
Así como Kerner proyectaba sus sombras internas por medio de aquellas manchas de tinta, o al igual que Rorschach analizando al paciente, los poemas en Manicomio cumplen la función visual de espejo.
La mancha constituye un estímulo óptico activando imágenes que son proyectadas de vuelta a las manchas y ésta es la médula de un poema: la función de espejo, de estímulo que nos hace traer a la superficie a ese otro que se esconde debajo de nuestra piel, condenado a la locura, al dolor, a la desesperación.
Porque ¿qué es la escritura sino una mancha de tinta sobre papel?, ¿qué es el cuadro en blanco, si no el terror a la nada, la soledad, el vacío?
En Manicomio ocurre lo mismo que en Kleksographien: el infierno de la locura y la alteridad se hacen presentes para convertirse en lugares donde la poesía está destinada a ser de quien se identifique o se proyecte en sus imágenes, sus palabras, los juegos lúdicos y perversos en donde queda la huella honda de un sólo suceso: la escritura.
En todo el libro discurre la sensación de la supresión de un yo poético para dar cabida al otro, al lector. Como sucede en la parte de las láminas del test en donde queda descubierto “El cuerpo muerto del autor”.
Las cinco láminas utilizadas en este libro permiten la intervención del lector y lo que están viendo/leyendo, la transgresión de adentrar al profundo hoyo del conejo a ese otro que está fuera, de mostrar el abismo de la locura y la muerte.
La sociedad en sí ha tratado de evadir la zona negra que integra el yo interno de un ser humano. La locura, la violencia, el odio, la muerte, la soledad o la nada son temas espinosos que han tratado de borrar de diferentes maneras: llenando su vacío con nuestras inconformidades (compra esto, come aquello, debes de sentirte así, no asá ya que los ganadores y triunfadores siempre son seres felices).
Dentro de este reino es imposible pensar, sentir, hacer. En la época actual ¿qué es la poesía?, ¿cómo reacciona el paciente/lector/espectador ante una obra de arte? o quizás, debería decir: ¿cómo reacciona un lector ante la poesía que transgrede y va más allá de la experimentación del lenguaje?
Manicomio es un libro que nos cuestiona, que nos pica en zonas dolorosas en donde el poema es una mancha que se adhiere dentro de nosotros y nos toca precisamente a nosotros, como lectores, descubrir su significado en la lectura.
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