JORGE FRISANCHO
Jorge Frisancho nació en Barcelona, España, en 1967. Creció y se educó en el Perú. Ha publicado Reino de la necesidad (Lima: Editorial AsaltoAlCielo, 1988), Estudios sobre un cuerpo (Lima: Colmillo Blanco Editores, 1991; 2nda ed. Lima: Tranvías Editores, 2006) y Desequilibrios (Lima: Fondo Editorial de la Universidad Católica, 2004). Entre 1991 y 2013 vivió en los Estados Unidos, donde trabajó como periodista, editor y traductor. Ahora vive en Lima, una vez más.
Esquema para un homenaje a Ernesto Cardenal
(en Chicago, abril de 2009)
Y si he de dar un testimonio sobre mi época
es éste: Fue bárbara y primitiva
pero poética
Ernesto Cardenal
En el mismísimo momento de su liberación
cuando se abra en dos como una fruta herida y olorosa
como una boca que aúlla su hecatombe de silencios
como un párpado ciego
este cielo carcelario que contiene
tantas biografías de hombres pobres, de mujeres pobres
de niños devorados con ternura y solidaridad
revelará un epigrama escrito por Ernesto Cardenal
un hálito de luz sobre las cosas, una lengua de fuego
en la que ardan la pasión más pura y la melancolía
el pertinaz deseo de los abandonados
la sapiencia de quienes han visto, aunque no lo supieran
la faz de su divinidad
en el rostro del prójimo, y le rinden tributo con sus palabras más llanas
y llaman a su amor
revolución: habrá triunfado Cardenal sobre la lástima, sobre la misericordia,
sobre las bárbaras horas de lo real
y dejará en nuestras manos voraces su respuesta de ausencias
y en nuestros ojos baldíos la infinita certidumbre
de la poesía, de su posibilidad.
La violencia no es partera de la historia I
(para Ciudad Juárez, México, febrero de 2012)
Qué te puedo decir de todos estos horizontes sucesivos, las heridas
en la piel de tu desierto, esta suma de cuerpos todavía por cicatrizar
Qué te puedo decir de sus hogueras, de sus ardores, de sus palabras
sorprendidas en el acto de desaparecer
que sin embargo persisten en nombrarnos
(con sus imprecaciones
contra toda esta distancia de números que palpitan)
herederos de su desangrarse, verdugos de su pánico, cómplices de su desolación
si lo que cesa en la violencia voraz con que los ignoramos
es la forma de la lengua que nos comunica, y lo que queman
las llamas de su ausencia es nuestro ahora, nuestro idioma
de cadáveres que se multiplican como un ácido, órganos ciegos
en el borde de un amanecer irreversible, sobredeterminado
por el hábito de callar
Metapoética I
A tenor de todas estas soledades acumulativas
¿qué ámbitos aducen, qué argumentan
tantas tercas palabras que repito y repito?
A tenor de todos estos cuerpos sin solidaridad, desagregados
¿qué se incendia sino tanto silencio
esta suma pertinaz de distancias y ladridos
esta huella flagrante en la retina con que los contemplas
decaer impunemente en una serie de infinitos numerables, paralelos
en el harto vacío de la sombra y la sed?
A tenor de tanta hoguera irresoluble
—arduos fuegos inhumanos desasidos de su probabilidad
en el espacio sin tránsito que nos incomunica, el que despueblas—
¿qué pasiones permanecen sobre los sólidos de la piel, y qué perdemos
en el acto de nombrarlas?
Plato vacío
(algo está obligándonos a recomenzar)
Para Rodrigo Quijano
¿Cuántas veces deberé contemplar aquel plato vacío
para que suceda, exactamente, un atardecer frente a mis ojos
y éste sea el legítimo crepúsculo, entre afranelados ocres y amarillos,
que se desenrolla sobre un mito personal, como su relativo apocalipsis?
No, nadie dijo que el poema sería la respuesta, pero no me importa.
Nada cambia si me quedo a mirar el horizonte, la sombra del pelícano en
la arena,
las desfallecientes oleadas de un Pacífico sur -pero no tanto-
y luego escribo, parado en el mismísimo ecuador de toda una experiencia
cuidadosas elegías, ordenados cuartetos sin fustán, desnudos versos
ferozmente sonoros y expresivos.
Y sin embargo miro el horizonte como quien mira un espejo
y hago de las olas elevándose una simbólica ecuación, un estallido
y del pelícano una imagen en el lugar exacto, y éste es un poema
mas no un atardecer de dudosa geometría o un crepúsculo coloreado
como una hoguera de delgadísimas flamas arañando mi corazón.
No, nada ha sucedido excepto las palabras, pero no me importa.
Contemplo otra vez aquel plato vacío, fracasando,
y bailo sobre un pie, clavándome en un suelo sin virtudes, mientras a mis
espaldas
cuarenta catedráticos se ríen sin emoción:
elaborados ayes, castísimos lamentos salen de mi laringe sin convencer a
nadie
y permanezco en vilo sobre mi propia sombra puntual, cubierto de
tensiones y ternuras
tratando de caer sin conseguirlo.
De alguna forma oscuro, herido por la miopía, aún estoy mirando el
horizonte
como un molusco rudamente separado de las rocas.
Suma de minerales y líquidos amnióticos, bajo una piel que se calcina pero
insiste,
esto soy, y un pedazo de sombra me define ante tus ojos,
mientras algo está obligándome a recomenzar.
Porque algo está obligándome a recomenzar:
bailo sobre un pie
como sobre los arcos de un sentido preciso pero incomunicable,
incomunicado yo mismo entre paredes de palabras, y el poema
es lo que he venido a recitar en un punto cualquiera del ajeno litoral que
se despuebla
de todos sus animalillos murmurantes, como tú, que ahora caen
graciosamente hacia el falsete.
A mis espaldas cuarenta catedráticos susurran, pero no los oigo.
Sus voces aflautadas pueden ser, ahora, un melodramático bolero tropical
mientras de mí se desbanda un tropel de pasitos, y jergas, y compases
melancólicamente disueltos en el absurdo de su perfección.
Guardo, como una paradoja, emotivos silencios mientras la música vuelve,
pero la música no vuelve, y tú me estás mirando detenerme
en el instante previo a la caída que es, fingidamente, mi destino.
No, éste no es un atardecer, pero tampoco un mediodía,
y sigo contemplando aquel plato vacío como quien espera, mientras un
lapso de tiempo indefinible
hace con delicadeza un delta para rodearme, y no me toca.
Es el permanente lapsus del poema lo que oigo, aunque me cantes
y una hoguera de flamas delgadísimas nos una:
aún estoy mirando el horizonte, y el horizonte se mueve y reverbera como
un verso
sin retóricos meandros, acerado, o más bien acelerado
que se encamina sin lástima a su consumación.
Y nada cambia, incluso si me desapruebas
pues yo sigo bailando mi bolero y tú sigues allí, sutil como un hermano de
otros padres
entre gritos inaudibles y concéntricos
que se piensan a sí mismos como una razón, y son un hueco
en el paradisíaco paisaje inexistente que contemplas, como yo mismo
contemplo todavía
la sombra del pelícano flotar sobre mi propia sombra: el poema
se parece demasiado a esta equivocació
que dejo deslizar sobre las removidas aguas de mi memoria, con la
estructura de un trino
y la fugacidad del sol opaco que nos hace, tercamente, un hermoso eclipse
frente al mar.
A mis espaldas, cuarenta catedráticos se marchan sonriendo
y éste es el momento de saber que el crepúsculo no llega aunque la
música vuelva
y yo siga bailando mi bolero mientras tú me cantas,
bajo los afranelados ocres y amarillos de una historia personal
tendida ciegamente en esta playa sin apocalipsis.
Y yo sigo bailando con los ojos puestos en el horizonte,
aunque un helado viento me cale el metatarso, y el poema
no tenga más respuesta, ni más intensidad, que ese plato vacío que nos
diferencia:
no, nada ha sucedido excepto las palabras,
como una hoguera de flamas delgadísimas arañando mi corazón
y también tu corazón, en el mismísimo ecuador de este poema
mientras algo, eternamente, está obligándonos a recomenzar.
(De Estudios sobre un cuerpo)
(Identidad)
quién es qué, y cuándo, y en qué sitio
sino este opaco cuero que se desvanece
al mero tacto de las horas solo
acá en su oficina
(esto mismo, ya, serenamente
aunque duélanos decirlo)
(estas propias palabras, este oficio
que pregunta sin pausa quién qué cuándo
y cómo y por qué cosa el cuero al tacto
y ya desvanecido)
(De Desequilibrios)
(el enemigo)
no soy quién, tan solo, o nadie
en el titubeante acto de nombrar, nombrándote:
qué lejos en la hora, nos decimos
este repartido mineral, el otro cuerpo
animal mío, y permanente, el enemigo
(del deseo)
estarse quedo en el pequeño pozo de la noche
estarse atando
este silencio a los cerrados labios, esta soledad
a las manos y al rastro de las manos
y estarse en otro cuerpo mientras caen
serenamente misteriosas palabras, voces sin cálculo
a poblar lo que fuera un espejo, esa nocturna piel
de los iguales, en número desnudo
(besa, he de decir, el nudo árbol
míralo crecer —único y tenso— de la sangre que palpita
en un cuerpo entonces desherido: abre los labios ciegos
y besa la nervadura hasta que tiemble
un pequeño final acariciante, alzado
para que sea uno este deseo uno
y última quietud su posesión, adentro tuyo)
Círculo de huesos
Como si fuera un ciervo
un animal acorralado y sin caricias
en un círculo de huesos
y latidos
J. E. Eielson
El equívoco animal que nuevamente herido
contempla su más bello paisaje interior
supone estar soñando, desde aquí, una imposible literatura
y abandona su cuerpo a aquel juego de espejos, disponiéndose
sobre el encerado suelo
vacío y sereno
en un vacío y sereno sonambulismo.
Ha intentado oscurecer las formas de su físico temor
con las de la palabra, dando todo de sí
por un encierro que mentía su reino o su frontera, sus objetos,
su hermético delirio y su pasión.
Sin embargo, bajo el medio relieve de la luna,
ese cuerpo que es se está mirando, y no se ama.
¿Cuál, entonces, su lugar, dónde su máscara
sino en el pulso con que tienta las extensas sombras
y dónde su sentido, sino en el círculo de huesos que lo ata,
sin pertenecerle?
Acto de amor
Celeste y sin recuerdos, montado sobre el cuerpo de mi mujer
digo palabras que me ignoran, y no veo símbolos en su espalda
ni frases como enigmas en su pálida voz:
hiende la noche
abrazándose a la almohada, con sutiles gemidos que se clavan en mí
mientras me hundo en cada agujero suyo dócilmente
y destejo sobre ella, minucioso, las metáforas de la pasión,
la pasión de entrar en ella como mi animal
hiriéndonos de gozo mientras la noche acoge, enmudecida,
la levedad de dos cuerpos que se tocan el interior
y no se miran para nombrarse:
ella me nombra
mientras yo la muerdo con un dulce vaivén, rozo sus muslos,
y dejo de ser, temblando, la suma de mis imágenes
por este cuerpo feroz que la penetra en silencio, y ella deja de ser
este silencio
por el cuerpo que aúlla sus caricias en la oscuridad,
y, entonces, yo la nombro
con un cálido grito sostenido en el aire, con palabras inmóviles
y ausentes
que se quedan allí, sobre su espalda
mientras ella ondula su piel bajo mi piel, y yo me alzo
sobre ese movimiento para contemplarla:
la contemplo
levantarse hasta mí desde las sábanas, llamarme
con voz incalculable, mientras me hundo en cada agujero suyo
y la acaricio
lentamente, para terminar:
ella se detiene
con los ojos cerrados, y yo tiemblo
en el frágil instante de nuestra comunión, desnudos
de palabras, pero hermosos
en cada músculo que se arquea, en cada trozo
de esta breve eternidad que nos entrega sus líquidos
inmóviles, su infinito amor,
yo me dejo caer sobre su espalda
y salgo de ella con ese mismo vaivén, acariciando
los retazos de la noche que se acaba
si acabamos, separándonos con ternura
para volver a empezar.
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