EFRAÍN RIVERÓN
(Güines, La Habana, Cuba, 1942). Poeta. Ha publicado los poemarios: El rumbo de mi sangre (1979), La exacta memoria (1994), Nube y espuma (1999), Un punto en el tiempo (2002), Los ojos en la Isla (2006), De la Isla, la familia y otros recuerdos (2007), Los días de otro almanaque (2008), Después de la ceniza (2010), De la palabra y el espejo (2011), y De la luz su fondo (Editorial Silueta, 2012). Reside en la ciudad de Miami.
La poesía de Efraín Riverón está cuajada con la gracia que se hermana al sentimiento: ni una sola floritura vacía de emoción atraviesa sus versos de alzado pulso, ni una sola abstracción de dómine aneblina la emotividad de su lenguaje acomodado a la tonalidad cotidiana; pero jamás falta la gracia, y mucho menos el sentimiento, y la música lo teje todo en sus ánforas vibrátiles, llenas de un aceite que se comporta contorneado y suelto a la vez. Esta maestría sencilla la aprendió en la comunicación sistemática del repentismo, que obliga a que el milagro sustituya al milagro dentro de la cadena de las sílabas; y en la lectura culta y refinada de lo escrito, que obliga a diferirlo todo, para que el diálogo permanente de la cultura rebase los temperamentos y las coyunturas. El amor es una fuente productiva de sus versos, pero la realidad —en su fluido laberinto— encuentra asideros y destellos continuos en sus composiciones. No se trata de desquiciar los instrumentos o distorsionar las vivencias, para que parezca que el poeta viene de un país desconocido con una forma inusitada de mirar y refractar el mundo, sino de fundir con agilidad, bajo el fuego eléctrico de la comunicación, lo que siente vivamente, de manera que en el aire del diálogo se reconozcan las sustancias idénticas de los que oyen o leen, bajo la complicidad de la atención ofrecida. Efraín Riverón posee una riquísima práctica de juglar, incluso frente a la silenciosa página, que le viene de jugosa estirpe, pues creció entre las mejores improntas expresivas de la décima cubana, y su innato sentido plástico ama esculpir estatuas en la atmósfera. Las décimas —y el soneto— que de inmediato consumirán los lectores son trémulas estatuas que se mueven en la luz de la gracia. El poeta se revela como un artífice de la genuina expresión poética.
Por ROBERTO MANZANO
Entrar en el mundo de su tinta
A Rolando Jorge
Las campanas que agitan su cabeza
Desbordan la Ciudad a quemarropa.
Imparte el mediodía de su copa
Y mira, para ver, lo que no empieza.
Muerde frases. Mastica la impureza,
La devuelve, la aparta de la sopa
Y pone arder la fiebre; la galopa
Sin estribos, sin bridas, con realeza.
Se deshila, se fuga, se retorna,
se rasca la memoria, se soborna,
se ríe de si mismo, se enfantasma.
Tuerce la (¿su?) epilepsia a fuerza dura,
A veces piensa que lo espina el asma
Como un golpe genial de la locura.
La sustancia de ser
Suspendido en tus dos líneas incisivas
Pezoneo mis ojos. Mis ayeres
Aligeran de paso anocheceres
Que aún enseñan sus uñas agresivas.
Me alimenta la luz de lo que archivas
Poro a poro. Lo todo sustanciable.
Lo que acaso resulta irreprochable
Circundándote en aros de locura,
Donde el mapa febril de la cintura
Convoca a un universo formidable.
Palabras para acompañarla dondequiera que esté
Para Elena Tamargo
De su pulóver verde: La costumbre
De estar sobre su carne bienamada.
Los párpados cerrados. Su mirada
Abierta por el aire de la cumbre.
Su pelo bicolor. Su mansedumbre.
Su languidez de adulto terciopelo.
Su dejarse querer en manso vuelo
Mojándose de sueños y de lunas
Y ser milagro de las aceitunas
Y ser un ángel de terrestre cielo.
ANDABA LA TARDE LLENA
Andaba la tarde llena
de pronósticos. Manojos
de sol caían. Sus ojos
abrían una alacena
de infortunios. ¡Daba pena
mirarme! Deshilachado
corría el aire, mezclado
con una rara fragancia
(que aún ignoro). La elegancia
era un mito disfrazado
con muchos rostros. ¿Qué edad
representaba el paisaje
en el oscuro ropaje
donde estaba su humedad
de pantera en soledad?
La gente, el bullicio, el arco
de sus cejas sobre el marco
de sus épicos creyones,
y los ágiles gorriones
dándose un baño de charco.
Nada se ajustaba, nada,
ni siquiera aquel clamor
de nube en su ajustador.
La punta de su mirada
lejos, muy lejos, marcada
de un hito casi lunar,
y sin irse del lugar
se extraviaba en sus reflejos,
como si de estar tan lejos
no quisiera regresar.
No estar estando, insistía,
como si en ese momento
sólo fuera un monumento
hecho de hojarasca fría.
¡Con qué vaguedad movía
su alta timidez de araña,
sin tejedura ni saña!
Luego, en minutos inciertos,
cerró en sus brazos abiertos
aquella pasión extraña.
¿A DÓNDE HAS IDO? USAS DÍAS
¿A dónde has ido? Usas días
de no venir. ¿Qué nos pasa?
¿Habitas en otra casa
ajena a mis agonías?
¿Te atraen melancolías
diferentes? ¿No me quieres
como soy, por lo que eres?
¿O es que acaso te disgusta
este corazón que gusta
vivir de tus alfileres?
¿Puedo imaginarte acaso
en Europa, a luna llena,
subiendo y bajando el Sena
con las nubes en el paso?
¿Darte vueltas con Picasso,
ebria de la torre Eiffel,
o cayendo de un pincel
en malabárico fuego,
para convertirte luego
en un ángel de papel?
¿O tal vez en las afueras
de Manhattan divisarte
en puntillas, con el arte
de adivinar las aceras
del cielo, con las ojeras
siempre del mismo color,
o emergiendo de un rumor
del Hudson —sal sin reproche—,
cuando se ponen de noche
las nieves de Nueva York?
Pero te exijo que vengas
a este paisaje. Que bullas
en mis ojos. (Me apabullas,
me hieres). No te detengas
en volver con tus arengas
de mágico itinerario.
Vuelve a encender en mi horario
la luz de tus estadías,
que se quedan los días
neutros en el calendario.
PRIMERO FUE LA MAÑANA
Del polvo han llegado a ser todos.
Y todos vuelven al polvo.
Eclesiastés 3. 19-20
(Décima con estrambote)
Primero fue la mañana
abierta de su perfil,
con el profundo marfil
de su risa temprana.
El marco de su ventana.
Su pose. La pulcritud
de su piel. La lentitud
de su busto irreverente,
y aquel aire adolescente
anillando la quietud
de su gesto anunciador,
de la siempre suavidad
que anda en la nubosidad
y que se aviva en la flor.
Después el tiempo. Las llagas
bíblicas. Las mutaciones
de la sangre. Los sermones
desobedientes. Las plagas
ocultas, pasando vagas
por la memoria. La urdimbre
de las arañas. El mimbre
de los sillones gastados;
los días tristes, pesados
sobre el alma. El viejo timbre
de la puerta, que no suena.
Lo que fue, lo que no vuelve.
Eso es todo: se disuelve
la luz, y la sombra ordena.
¡POBRE DEL HOMBRE QUE A PUNZADAS ARDE
¡Pobre del hombre que a punzadas arde
sin umbral, desterrado, mal herido!
¡Ay del hombre sin casa para el ruido
que camina en sí mismo y llega tarde!
¡Ay de su mundo, desplomado en breve
por índice de angustia poderosa...!
¡Ay, sus manos, que ayer eran de rosa,
hoy parecen diez puntas de la nieve!
¡Ay, sus ojos, sus párpados, sus cejas,
sus números, sus muertes, sus abejas,
sus cordales, su lengua, su misterio!
¡Pobre del hombre que a punzadas arde,
y caminando en cierne tarde a tarde
se aproxima sin sombra al cementerio!
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