jueves, 28 de agosto de 2014

ALFONSO VALENCIA [13.076]


Alfonso Valencia 

(Pachuca, México  1984). Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Especialista en Tecnología Educativa por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Estudia la Maestría en Lenguajes Visuales en el Instituto de Investigación en Comunicación y Cultura, y la Licenciatura en Letras Hispánicas en la UNAM. Ha sido productor, guionista y locutor en Radio UAEH; gametester para cetintechologies.co.uk, y columnista del diario Plaza Juárez de Pachuca. Actualmente es profesor de Literatura Clásica y Comparada en el Tec de Monterrey Campus Hidalgo, y de Literatura en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. 

Es autor de El libro de las cosas que no sucedieron, premio de poesía Efrén Rebolledo, en su emisión 2008.

Actual ganador de los Premios Estatales de Cuento Ricardo Garibay (2012), además de ser columnista para el periódico Milenio en donde escribe “Tabula Rasa”. 



Despedida

Ciertamente vosotros sois el pueblo, y con vosotros morirá la sabiduría.
Job 12:2


Después del amanecer,
cuando todo era más claro,
se alcanzaban a ver las montañas
y Craig Pierson, el héroe,
dijo a sus discípulos y a los demás:

“¿Volveremos a tropezar con la sangre
que nuestros padres esparcieron en el valle?
¿Volveremos a mirar sin miedo?”

Y luego, dirigiéndose a su mujer:

“Estas montañas, ¿volverán a hablarnos?
¿Dejarán de darnos la espalda?”

La mujer lo miró.
Los ojos de ese hombre
eran los mismos desde hacía cincuenta años.
Su brillo era idéntico al que ilumina la mirada
de quien no ha visto la muerte…




Su mujer, una isla en medio del océano:

“Craig Pierson,
tu voz muere lentamente.
En el aire tus palabras
se hacen polvo.

Tu despedida opacará las mesas,
los libros.
Todo”



Abandonado a su suerte
el Pueblo se sumía en discusiones absurdas.
No había más comida.
El viento arrastraba la madrugada:
Todo era gris.
(El Sol cada segundo más lejano…)
No quedaban ya bosques
ni leyendas.



Al atardecer,
las mujeres abrazaban a sus primogénitos:
“Ustedes llevarán el mensaje
al otro lado del mundo:
no hicimos nada más que lo correcto”.

Cerraban los ojos
y sentían cómo los pasos
convertían a esos niños en Hombres.

Cuando volvían la vista al mundo,
sus hijos no eran más que espejismos.
Los olvidaban.
Hacían como si nada hubiera pasado.
Tenían prohibido recordar
que del otro lado del mundo
no hay nada.





 Sin milagros
estas tierras son nada.
Sombras. Luego el rumor del viento
arrastrando al mundo hacia la noche.

Craig Pierson se sintió solo.
El tejido de su bufanda
no era suficiente para detener al Frío.


“Darás a tu Pueblo
la música de la montaña y el mar”.
Entonces el Hombre comprendió:
“Hay que estar más cerca”…


Craig Pierson se sacudió el frío.
Aquel invierno y el ruido de los zorros
galopaban montaña abajo como nunca.

No sabe cuánto caminó.
Pero cuando estuvo frente al mar
y sus pulmones se llenaron del frío salado del Norte,
sólo Dios lo comprendió.

Yo soy la respuesta.

(Pero el mundo siguió siendo el mismo)





Las montañas no fueron pretexto.
Él nunca los tuvo.
Ya en otro lugar de lluvia y mucho frío
Craig Pierson recordó el último rayo de sol…
Habló.
Y el unísono de las aves levantando el vuelo
parecía tan
lejano.





 De Las cosas que no sucedieron



(Ya no hay razones para preguntarse
por qué esas mariposas —ahí—
no caen ni se elevan,
sólo están,
eternizadas como la lluvia
y la ira del mar en las fotografías…)

Esta ciudad sin rumbo,
ciega de verde y lluvia casi azul,
ya nada tiene,
nada pasa:

sólo el viento que al amanecer parece reinventarlo todo.







El silencio nos abastece de temas
para no escribirnos.
No es la distancia
ni el aliento triste que va y viene:

hay algo detrás de nuestras almas…








Tal vez hoy quieras huir,
alejarte del río de sonidos que fluye allá afuera.
Tal vez quieras mudarte y vivir en una fotografía.
Poco ruido:
un clic,
el sonido de la luz quemando la emulsión,
después pura memoria…







No te atreves a huir y dejar tus huellas, tu estela, como un tatuaje sobre el camino. Porque esa marca, irremediablemente tuya, llevará de norte a sur la callada historia de tu desgracia. En ocasiones confías en que el horizonte la esconderá por siempre tras su espalda… pero la memoria es persistente, los recuerdos se arrastran como cadenas: alertan al pueblo… después todo es imposible.

Hay cuentas que saldar. Tu cabeza tiene precio

y todos tienen hambre.






Las iglesias de esta ciudad
ya no son santas.
Dios se mudó de ellas
hace tanto
que todos olvidaron ya
su aroma.

En las paredes
muerte: imágenes de milagros que no sucedieron.

Sus portones,
ahora que no guardan oro ni vino,
siempre están abiertos
De vez en vez,
algunos van a morir sobre sus bancas.
Se sientan y esperan
Saben que no vendrá nadie.
No habrá latigazos.




El camino que nos trajo ya no existe.

Las palabras que dejamos como migajas, murieron sepultadas por el viento, rodaron barranca abajo, se volvieron rumores como de un río lejano.

Las buscamos en el silencio,
pero esta ciudad se empeña en seguirnos…





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