Rogelio Saunders
La Habana, Cuba 13 de enero de 1963. Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías. En 1996 se publicó en La Habana su libro de poemas Polyhimnia, y en 1999, la plaquette de poesía “Observaciones”. La editorial Aldus publicó en septiembre de 2001 su libro de cuentos El mediodía del bufón. Otro libro suyo, La cinta sin fin, apareció en abril de 2002 en la Colección Calembé (Cádiz, Andalucía). La editorial suiza teamart ha publicado en 2006 una antología de sus poemas con el título Fábula de ínsulas no escritas, en edición bilingüe. Obras inéditas: “El escritor y la mujerzuela” (novela) “Nouvel Observatoire” (novela) “Discanto” (libro de poemas) “Observaciones” (libro de poemas) “Sils Maria” (libro de poemas) “Una muerte saludable” (9 cuentos y un relato) “Crónica del decimotercero” (relato)
Acerca del Instante y el Espacio (o del Ser entendido como transparencia)
Como en un bodegón flamenco, dispuestos
sobre una mesa (una mesa
imaginaria, que es
y que no es: un plano
de consistencia): papas
fermentadas por el calor,
diminutos quelonios de color de ciénaga,
el acre olor insituable del verano.
Arriba: la viga inmóvil.
El denso espacio vacante y su oro,
su incandescencia, su silencio.
Muertos locuaces congelados por el ardor,
por la impaciencia que selló sus párpados
como se sella una carta que nadie ha de recibir.
Allí, en el cenador acristalado,
con sus diez mil reflejos que son
el éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
Allí la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
rayos detenidos en pleno movimiento,
e infinitamente en movimiento en forma
de zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
estallando sin fin como la voladura
de la cantera en piedra que ilumina:
piedra hecha de luz y luz petrificada.
Allí el sol es el hueco negro de un sombrero.
Nunca más el disco de lava puntual,
la asombrosa derrota del crepúsculo.
La hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.
Los que danzan en el césped verde
(que a veces es violeta y también rojo)
son habitantes de un país de ensueño: ingenuos
holandeses
con sus trajes polícromos de la Edad Media.
Más que bailar, levitan.
Levitamos con ellos, fascinados
por ese pintoresquismo familiar,
por esa otredad entrañable que tal vez
es la del teatro de sombras o de marionetas.
Fábula mítica hecha de mimbre y paño.
De colores puros y del olor de la madera
recién cortada, recién bendecida, recién barnizada.
Olor del invierno esta vez, donde el calor
es igual a la intimidad y el vino
a las palabras que todos piensan y que nadie pronuncia.
Sonido de campanitas lejanas,
de cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
y de los altos abetos y de los hombres de paja,
con la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
–opaco, doloroso–
bajo el arco de un puente que vimos o soñamos.
Suizos, daneses, luxemburgueses y noruegos,
con gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
como si fueran los entes (coloridos y risueños)
en los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
Mundo de tela que habla.
Mundo contrario y el mismo.
Aquí, la noche. (¿La misma?)
El bodegón flamenco donde el calor es el frío,
la humedad infinita de lo olvidado.
El barroquismo de la nada, la acumulación
incesante de lo imaginario.
Allí donde no hay nada, todo es posible.
Lo imposible se retira, el sol se oculta
en el clímax del sol, en la sobreabundancia
de lo imposible.
No hay sol: nada es imposible.
Dos cambistas se inclinan
sobre sus manuscritos contables.
No la historia de la óptica, sino el rojo.
La precisión del detalle, la espesura de los signos.
Astucia o sutileza
infinita del gesto. Espacio
que nos atrae como un abismo cuya substancia
es el color inmóvil pero vivo:
el contorno trazado por el vértigo
de lo natural hecho sobrenaturaleza.
El naturalismo, bien entendido, es eso:
un vértigo como una scienzia,
una ignorantia como un conocimiento,
una fe en los ojos como una ceguez homérica.
Ciegos, nuestros dedos irradian un contacto divino.
Ciegos, también, cuando nuestros ojos palpan.
Ojos que recorren la imagen como un cuerpo.
Dedos que subtienden el cuerpo como imagen.
¿Acaso no hay, en una sola
gota de agua, infinitas gotas?
Pintar el mar gota a gota: intención
admirable, propósito imposible.
Pero la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
con sus rectilíneas agujas convencionales:
hipóstasis absoluta del grabado y madre
de la caricatura cómica o del dibujo animado.
¿Cómo hacerlo?
Enloquecer es hacerlo.
Los remolinos del sol como rehiletes
de fuegos artificiales. Como incendiados
pozos de petróleo en la noche del Mediterráneo.
Sí, la noche.
El frío sonriente volviendo con su salmodia irrechazable.
La hierba violentada por un zumo
primaveral que va fundiendo la escarcha
bajo los pies descalzos y deseosos,
palpitantes como las piernas que los guían
hacia no se sabe qué espasmo último del invierno
que aplacaría al corazón incesante y melancólico.
Nada lo calmará. Nada puede calmarlo.
Su carne es de la noche y la noche
es el día absoluto, la transparencia sin nombre.
La imagen que, impura hasta el aborrecimiento,
ya no puede ser más pura, más intensa, más directa.
Hay un momento del color en que todo concepto culmina.
El estatuto del tiempo se realiza en la atmósfera.
Es esto: la fermentación estática
de los oblongos objetos en la hendidura del instante.
Cosas que son seres y seres que son cosas.
La suspensión que indefine lo derogado y lo vivo.
Hoy, ahora, ayer: imaginarios.
Mañana: imaginario.
La densidad impalpable del espacio vacío,
del espejo vacío, de los ojos vacíos.
(Y ese cuerpo absolutamente vacío,
¿acaso no es la imagen?
Cuerpo negro de la luz,
sol negro del día devuelto a su intimidad sin origen,
a su pregunta infinita, a su vértigo y su nada.)
Como si mirar
fuera siempre más que mirar,
y oler fuera más que oler.
Como si todo fuera siempre más y este más
lo hiciera desbordarse y pudrirse y autofecundarse.
Dar a luz el pozo en que la luz
muere y nace, instante contra instante,
como un desierto de piedra en que toda
sombra es presencia,
canto fúnebre del sol, eternidad del eclipse.
Todo dios fue ya siempre descalificado por el hombre.
Todo instante, sustituido por un acto.
Una circularidad vertical resume todo reflejo.
El ojo-observatorio es plano como un sonido
aplastado lúdicamente sobre su propia resonancia.
Ese vasto espacio cómico de la música.
Vasta tierra invisible de la desnaturalización inmóvil.
Allí los objetos dormidos,
inverosímiles entrecruzamientos del futuro.
Rayaciones de niebla sobre sórdidos,
inútiles, descoloridos fragmentos artesanales,
como dedos veloces tras el cristal opaco.
El salvaje reclina la cabeza.
En el bodegón, ¿es siempre la misma hora?
Todo vacila, todo duda.
El centelleo de la letra: el arcaísmo
indefinible de lo impreso. La Historia
como una calavera de azúcar envuelta en celofán tardío.
El ilusorio objeto que vela (o que transfirma)
el ojo dorado e incesante del Fenómeno futuro.
Es esto lo que late
a veces detrás de la frente, como un ala.
Esto y los relámpagos
inconclusos e imperfectos de figuras
que no podemos identificar
que no podemos retener,
pero que nos dejan un sabor pertinaz de incognoscible
con su cartograficación absoluta y momentánea.
No la peripecia, sino el diminuto
cristal de hielo que se solidifica
y se evapora. Intenso y doloroso
como un latigazo. ¿Dónde estamos?
La nostalgia (como la voluntad) es un instrumento.
Pero también es un método, un artificio y una técnica.
El llanto mismo es motivo de contemplación con su sabor salado.
Que nos recuerda al mar que nos recuerda el enigma
de lo inmenso,
que es el mismo de cada gota y cada ojo.
¿Dónde hay más soledad que en el oleaje infinito?
Inmóviles y en perpetuo movimiento.
El ego no está allí, como el sol
no ha estado nunca sobre nuestras cabezas.
Todo es más complejo y menos complicado.
Más sencillo y menos simple.
Más evidente y menos verdadero.
La seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
proviene de que sus percepciones
no son interferidas por ninguna sensación,
por ninguna enseñanza, por ningún significado.
Esto hay que dejarlo resonar, inconcluido.
Como sucede con la palabra realidad
una vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
equivalente del ur y representante del Edicto.
Es aquí, extrañamente aquí.
No un aquí sin ahora: algo más extraño.
Un vuelco de los ojos
hacia la insubstancialidad de los dioses.
Una apertura de la mente
hacia la ausencia sin límites.
Lo demasiado abstracto
es inocente e inquietante como la carne de un niño.
El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
No será entonces (todavía
cabalgamos en símbolos), pero eso
es lo que puede verse
a través de los objetos,
de las cosas transparentes.
Ya que todo está aquí
reunido, envolviéndonos.
Esta atmósfera misma
es el significado del Tiempo.
Mas, ¿dónde está lo desaparecido,
lo que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
El mundo mismo es el espacio vacante,
aunque no podamos comprenderlo.
El simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
El bodegón inmóvil donde todo burbujea,
interrumpido por el parpadeo que subdivide los segundos.
Toda afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
Como en la metamorfosis sucesiva de los temas
o de los motivos de una sinfonía.
Donde todo se pone en marcha y nada avanza.
Donde todo, sencillamente, se encamina.
No hay movimiento: sólo metamorfosis.
La mitad de un desplazamiento imaginario
y la mitad de esta mitad, infinitamente.
Inter alia: paseos en el spatium.
(Paseos que, en realidad, van desplegando el spatium.)
Entre un pensamiento y otro,
nace la cosa mentale.
El hundimiento de la existencia que hace
perceptible el instante.
Vemos. Pero, ¿qué vemos?
La fermentación fecunda, oímos las voces.
Todo está vivo, hostil o entrañable.
Humano, siempre demasiado humano.
A través de lo inverosímil o de lo fantástica
mente pintoresca de un carnaval en la nieve.
Todo se hunde porque todo permanece.
Todo desaparece porque todo persiste.
Todo está suspendido, navegando en el tiempo.
Disperso como los cristales
de luz del cenador constituido de reflejos
donde el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
Oscuridad cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
No hay centro ni origen.
No hay progreso ni historia.
Pero los dioses
seguirán existiendo mientras exista el sueño.
El sueño es la puerta mágica que nos une
con nuestra cantidad de desconocido.
Suspendidos en nuestra noche
y aún más absortos en el día.
Engendrando la geometría con un ojo
frío y sobresaltado.
El exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
El ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
El ojo doble y único del instante
y el espacio: cadencia
del vértigo donde nada se mueve.
Vitral transparente de la mente (ese
confín de confines),
cuyos pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
impulsados por el más allá
de su silenciosa insistencia cristalina.
El mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
su realidad autosuficiente y dolorosa.
Y por la cual el mundo, siendo la Presencia,
es lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
No es que la vida esté en otra parte,
sino que es el mundo mismo el que está en otra parte
estando en todo momento delante de nuestros ojos.
Falsos profetas o locos, conscientes
de una verdad indecible, permanecemos en él.
Ni celebrantes ni cínicos,
ni resignados ni hipócritas.
Simplemente permanecemos en él,
mientras nos nace en el rostro
algo muy semejante a una sonrisa,
pero que en realidad es el movimiento
total y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
Que ha estallado, que ha enloquecido.
Mente girasol o mente remolino,
idéntica al sol-histrión que ilumina artificialmente.
Pero la luz es real (o mejor dicho: transreal)
como la mente que la nombra. Salvo que la mente
es ilimitada: space pantin
que puede confundirse con una claraboya,
con un avance del mar, con un olor indescriptible.
Con todo lo que fermenta,
lo que muere y lo que resucita.
Su permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
Pura locura del pintor que se extravía en el detalle.
Y sin embargo, allí están
las cosas transparentes,
las cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
Allí está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
El testimonio visible del viento
dando contra la ropa tendida,
haciéndola restallar con una resonancia pura.
Eso: la ropa que danza
y el viento que suena.
El instante y el espacio
como el latir de un diafragma.
La huella ensoñada del pintor
desdibujándose en la nieve del cuadro.
Nada más que lo que es (que lo que está):
incesante, transparente, sin límites.
Escribiéndole a Leda
Carta a Leda
Tampoco es vana correspondencia el escribirte,
ya que tus senos transparentes y oblicuos
no sólo me recuerdan los ojos de Glauco,
los círculos de fuego de la sabiduría,
sino que este mismo calor así consume llorando,
clamando múltiple.
La piel del fénix. Oh, la piel del fénix.
Oh la boca del cisne. Oh Leda.
Y luego estaba también este gemido
sin movimiento de la flor; el rosa pálido
entre el amarillo en agraz y el rojo estremecido.
Allí el doblez, allí el cielo ondulado,
el mar espeso en la copa colmada.
Tristemente, lentísimamente,
y luego tan gutural, tan rápido.
Olvido, Leda. Todos los rayos del crepúsculo
eran un torbellino de oro en tu garganta.
Fuego pálido en la piedra de Carrara.
Según Updike, en el momento en que el Centauro
hunde la cabeza en la montaña de Venus,
encuentra allí el estupor, la centella que huye.
La tenuidad la atenuación, el tembloroso vórtice.
Seddenda et percipit.
La plenitud es vacío, Leda.
El sol es agonía.
Somos exploradores de lo que no cesa.
Amantes, interrogadores del cansancio.
Unos ojos nos miran como desde un horno.
Son los ojos del Océano.
El limbo del abrazo dura siglos.
Hondo misterio es este
sí de la cabeza que recuerda
una caída enloquecida de caballos
y el fragor espumoso del abismo.
Salve, Leda. Lejana próxima.
Hija y hermana. Madre numinosa.
Libertad apresada en la torpeza del otro.
Canto de la esposa en el follaje profundo.
Oigo el susurro de tu voz entre las briznas de hierba
y voy hacia mis sueños como quien posee la cantidad justa.
Tu voz es a la paz lo que el silencio al olvido.
Sueño del sastre
¿A qué pensarlo más? Tú eres el pequeño sastre
que vivió y murió perdido en el laberinto prodigioso de sus telas.
Ajeno (y nada ajeno) a la malicia de la vieja dama
cuyo ojo exorbitado podía desbordar la ralladura de la claraboya.
Entonces apareció el hombre del tiempo
con su sombrero deshilachado
arrastrando un lingote de oro falso cocido a la faltriquera bulímica.
El delegado Sepher abrió la gran puerta del juzgado
y el taimado Wu se metió a deshoras por una ventana abierta
del consultorio.
Hablaron los azadones escorados contra el estuco a lo Anderssen
pero su discurso retrocedió ante el fragor magnífico de los cuatro
músicos,
errantes perpetuos por la sopa, por la esmeralda empelusada,
por la piedra.
Aquí me ve, dije, soñando mi sueño bajo el molino, subido en la acacia.
Oh árbol —dije. Aquí me tienes.
Años. Honor o inquietud. Sudar sonoro. A nada conduce.
Los orificios alineados una vez y ahora rebeldes
cambiaron las tornas a obleas de mucho distingo en medio
del desparramo.
O: el Desquicio. El temido ondear y sil(a)b(e)ar en tabla y copa.
Se fueron cañada/bosque abajo los romeros, inflados de placer, gordos
si felices. Canté, no. El cal-callar acaso. Rodrigos encuadrilados, y sucios
prometeos argollando cabezas bajo el ensotanado polvo.
Licencia, digo. Al canto, el entralgo
devuelto por el pie del gordolobo subido en el colorinesco tobogán.
No niños sino papeles. No el sol sino el trágico reír, allende el tronco.
Troncal reír. Lengua hinchada del risoto. Al sopeso, calavera. Oh.
Y luego éstos atravesaron nuevos ríos, sin inaugurar nada.
Todavía preguntándose: quién eres.
Al espejo, al siempre niño, subdentado y perplejo. Más allá del.
Y: nunc-quan. Ya era hora. Canta la nada temible escolopendra
deslizándose dentro del (y aquí llegamos) tazón/tarro de sal.
Vinieron cientos de sabios y genios
como pequeños diablejos saltando dados al azar. Sí: un golpe de
da-dos
jamás abolirá el jamás. Dígame qué le ha parecido eso.
Señores, por favor. Tejas en el mucho hablar sin que haya nadie.
En el mucho morir sin que haya muerte.
Y en el mucho soñar sin que haya sueño/soñador.
Grita, hermanita, atada al mástil mayor. Grita, calaverita. Ji ji.
¿De modo que soy el pequeño sastre por fin?
Ah, si pudiera mis telas coser.
La oscura escansión que resuena en el valle, sin dador, sin ofrenda
trae un espacio lento como un cortejo de campo
llevando el cuerpo (el gran cuerpo)
hijo de pascuas de nunca acabar.
Persigo al último malo por los pasadizos de mi encariñada bota
y finjo que no soy el que asomado a la ventana mira
el lento pincel sobre la tela negra, pintando a la sombrerera china.
A la una, dijo. Y: ya verás tú. Cuchichearon obscenos los tetralívidos
a espaldas del innomado incompleto. En el «no es» aún canto hubo.
Volvió a sudar la lámpara asordada. Volvió el héroe a su espectáculo
de mosquitos. Y todo lo que hubo siguió sin no ser, gran fabuloso s/ido.
El hermano encogido de hombros y el ya encogido se desesperaron, se abrazaron oh padre y era como un juego. Camino de.
Labor que sea, la hez ingurgió. Indelineó el pan mullido: hacia atrás.
No hoy. Los camineros abrieron el tonel. Sacaron la sal. ¿Qué?
Los gigantes yendo de proa a estribor, pintado balancear. O escrutando
algo: piedra sorprendida por la tela. Ni viviré ni moriré. Ni hablaré
ni callaré. El querubín cantó. Es esto —salmodió
el inspeccionador. Sastre: haz lo que sabes hacer.
Maimón, Alí se ha subido sobre el techo de la sinagoga.
Colgando de la faltriquera del ciclista
cien diablos cantan una canción marinera.
Ya sabía que no volverían, dice el anciano
asomado al balcón de amour.
Créame: he buscado por todas partes
eso que usted dice.
Concluiré esta carta mañana, no hoy.
Porque, o bien hay palabra
o bien hay historia.
Gracias por las indetenibles construcciones.
Por los ojos muertos de las doncellas.
Hágase a la idea de ya no amanecer ni noche.
Soledad del pliegue privado de futuro.
Sin el esperanzador espero.
Mis pasos dentro de mis pasos como espejos dentro de zapatos vacíos.
Insoslayables incendios en catedrales de papel.
Ojo testigo de cargo del pensamiento enhebrado a la catástrofe
y a su olvido.
Niño de tamaño natural, gesticulando en el vidrio como el prototipo
de un pez.
Nunca soñó. O su sueño era éste.
Al fin el rielar sobre hojas de loto como manchas de aceite.
El silencioso no del guardián, antes o después de la partida de dominó.
El largo y único pasillo. La endeble luz.
Iba a hablar y se desolidarizó lo fabuloso.
Aún hay ojo —quiso decir.
La mano gruesa como una frazada cubre la frente
y dice: Dejemos amanecer.
Fábula de ínsulas no escritas
Los hombres (esos peces voraces)
se aniquilan como sombras en una pared.
La mañana es de hierro
y el sol es de alumbre.
Leo muchos libros a la vez.
Mi cabeza rueda silenciosa entre sus páginas.
Soy un cartero que costea las aguas
provisto de una bolsa llena de papeles de colores
en blanco.
En la franja ultravioleta donde la mano de plata
oscila como una señal de crucero
las mudas islas cabecean, soñadoras, entre las cabrillas.
Pero nada está lejos.
Los días rielan en el agua como cisnes
antes de que yo nazca.
Y el cañamazo exultante adoba con lentitud
la asombrosa cabeza digna de piedad,
el lento cuerpo de niño
trotando sobre las vías del ferrocarril.
El viejo sigue el camino descolorido llevando
a la espalda la sucia mochila de estudiante
que alguien olvidó en un bajo de la cañada
y que ahora lo acompaña siempre
mientras sigue su camino sin fin
preguntando de cuando en cuando
a qué hora llega ese tren
que no tomará
con una sonrisa contagiosa
como un contumaz fantasma de estación
lleno de color y olvido
en su camino sin fin.
Nadie preguntó. Nadie
volvió la cabeza en el duro aire
hecho de pedregullo,
de incisiva yesca a la que la humedad
impide incendiarse.
El silencio se ha hecho más poderoso que el ansia.
La hosca mueca del guardabosque
ha subdividido con una barra vertical
el canto del cuclillo.
La arribazón de gérmenes
es detenida por el denso parapeto de los alisos
y por la recta columna vertebral de la adolescente
que cruza eternamente
el paso de peatones.
Las torres se alzan contra el sol
como un discurso orgulloso y tranquilo
y así también la máscara del sapiens
conservado en el ámbar del oro,
enjalbegado por el error profundo de sus sueños.
En el palmoteo de violentos
e inexistentes animales salvajes
borrados por el ruido soberbio de las máquinas,
por el tableteo sonriente de los telares,
se oye la caída multitudinaria de las hojas,
la densa precipitación de los papeles
y el humo que asciende al final de la catarata.
Sobrevive, oblicuo, el ojo del zorro,
irónico vagabundo que cruza de noche
los limpios campos verdes
con descuido ya ajeno al hombre,
más humano que él mismo.
Los esferoides erizos aparecen en los canales de latón
allende los hilos de la virgen
dejados por las arañas
como una señal inequívoca de que volverán
tras de su obligado exilio
en tierras de nadie.
Pues es precisamente el vasto espacio del “nunca jamás”
sin crecimiento y sin nombre
lo que encontraron al emerger exhaustas
por sobre el límite de la tierra conocida.
Los enormes y hermosos castillos,
las canterías portentosas, los lagos de cobre
eso eran.
Ah —dijeron— qué cosa
es la cabeza. Y, como todos
alguna vez: «Regresamos».
Arañas con cabezas de hombres.
Hombres con cabezas de arañas.
Arañas, arañas, arañas.
El flautista sin oficio pone su cesta
a un lado, mientras el viento, implacable, descorteza.
Las aguas refluyen con perplejidad
en el borde de los bancos de arena.
El sol es de hierro, y la mañana es de alumbre.
Nadie sabe quién (o cómo) pudo escribir ese texto
encontrado en la pared interior
de un panal de abejas.
Los viejos escalones cubiertos por el musgo
conducen, en revuelto laberinto,
hacia una desnuda explanada
donde no parece haber estado jamás
el hombre.
Como si fuera el mismo banco tosco quien dijera:
«Excluidos están, por sus sueños,
de habitar la tierra prometida».
Suena el grito insonoro de los leones vacíos
atados a las encrespadas oraciones de piedra
que petrificaron a los artesanos.
Sé que volveré a respirar la densa agua de los arquetipos
con la cabeza-cuerpo de los congrios de las montañas
a quienes rodea un ejército de campesinos.
Las campanadas en rápida sucesión
golpean sobre la madera, rajándola.
Es el mismo y viejo mar
entrelucificado por el sueño de sus islas.
Las instantáneas raíces
vencen con su baile de sal el hierro forjado.
La sangre refluye como el mar
y cobran nueva vida las sombras.
Los tigres secretos no pueden terminar
lo que aún no han podido entrever
las más diminutas raicillas
ni ha recibido el visto bueno
del ojo del lagarto.
La interminable hora
durará todavía.
Tú, ojo, que lo puedes todo
no puedes nada.
Río abajo oh mundo
pelota de cáñamo.
Barcaza o
blanco ferry empenachado
que navega solo, llevando
río arriba
los estupefactos cadáveres
y su revuelo de hojas
en el mediodía azul profundo.
En esto, viendo que regresan ya,
como siempre,
las bandadas salvajes,
el rey de porcelana ordena
que se abran las puertas del castillo.
El caramillo que no cesa
cesa por instante.
Pero no hay silencio posible
donde todo es silencio.
Brillo, aire, cuerda.
La cabeza se eleva
por entre los barrotes
para besar a la cabeza que se eleva
por entre los barrotes.
La cabeza (inextensa) barrunta
que se deselló el sello de la pared
sin que nadie lo notara.
Nadie recordará esos siglos —dijo
inclinada la boca sobre
el opaco espejo de granito.
Y sopló.
A Nietzsche
… y es a ti al que tendré que ver por encima del muro que tapia la ventana, saja la luz. (El muro está a dos pasos de la ventana, y mi mano no llega hasta él.) Sabe dios por qué entre todas las voces escogí ésta, pero así es. ¡Zas! Tú sajas la luz, yo tajo la boca del poema, y el cuarto, subiendo y bajando las escaleras de caracol (o los caracoles de la escalera), pasa de una ventana a otra de la alta torre, frente al mar verde. Un viento caliente, como el siroco, que arrastra a las hojas, borró a Tubinga. Por encima del muro mi mano se mueve, como un guante en el extremo de un palillo de golfos (has visto, con tus ojos sin reposo, sin duda el cuadro donde combaten los golfos, suma de tantas miserias. ¡Está allí!). Por lo demás, el cuervo descarado ya no condesciende al lenguaje: entra por su propio pie y toma lo que quiere. ¡Dejemos que hablen! …
… atroces lavanderas que restriegan las manos de cobre contra el fondo desecado, imposible de describir con la palabra sucio. ¡Y el frío! De pared a pared, de pulmón a pulmón. ¿A quién le hablo? Oh, madre …
… el ojo, goteando su cruda sustancia amarilla, dijo que aquí no vendrían a buscarte jamás, como si mil, no, un millón de ojos pudieran borrar la mirada, el peso infinito del cielo estrellado sobre el diminuto pedazo de queso derretido llamado encéfalo. ¡Y es a ti al que tendré que ver! …
… el galope de los caballos, la curva de los cuellos y los ojos poseídos por el horror de no poder mirar… la imposibilidad, propia de todo lo vivo, de encarar lo sin nombre…
…pero me cansé de caminar, ya que así tampoco conseguía hacer comprender. Ah! eso, el horror. ¡Y el frío! El borroso contorno del jinete, del caminante, el después muerto curvado a un lado del camino, y el polvo en los cuellos alzados. Qué misterio el de la noche y el día. Era el gran tiempo sin hombres…
…sin cesación, pues no hay forma a un lado y otro de la ventana. Las frases se alargan y caen de la boca como un torrente invisible y frío. La mano llena de silencio y ajena al siseo rotundo y cerebral, qué enseñanza. En lo que la borra y en lo que ella borra. Así como las hojas, ajenas a la forma, como la boca a la boca y el ojo al ojo. Ya ni siquiera yo mismo podía comprender, por eso la mano sin eficacia y tú mismo sajando la luz es todo cuanto queda. Tajadas y tajadas de luz. Pero, ¿eso es todo? Espera…
…a quién dar a cuidar esa masa ya desasistida, por un lado, y por otro la evidencia de no poder confiar, ni transmitir. Nada había para confiar, sino surgiendo de la imposibilidad de un límite un resplandor en forma de silencio sin atenuantes (el ojo vivo abierto en el hielo). ¡Ese era el resplandor de Apolo! Así también en lo incomprensible, sin manos ni pies, sin cabeza ni boca…
… Ojos sin reposo… pero, ¿qué pueden decir los ojos?…
…y una risa… tú lo sabes… una risa, un je je progresivo del que el pequeño oído huye como de algo alucinante, que sale a la vez por todos los orificios del pedacito de queso agujereado, y es un Ja Ja incontenible, atronador, sajando toda luz, tajando la boca-poema, ¡JA JA JA JA JA JA…!
…sigue, amigo mío, sigue…
…el verde cambiado en pardo, en arcilla reseca y movedizo arbusto. El voladizo, el cochinesco tejado y las hablillas. Hojas de otoño…
Recogiendo las migajas, dijo que no había explicación. Cuanto más cuanto que no había mejor explicación que su falta de asombro (por imposibilidad). Quizá, es posible que haya dicho, pueda ceder el calor, pero no la epidemia. Y así el pardo de los campos, y el desmigajamiento de los techos.
En cuanto a lo demás no pidamos lo imposible.
Los cuervos impertérritos van y vienen a su antojo, de la torre al mar y del mar a la torre. Exactamente igual que una vez allá en Noruega. El veintitrés de junio…
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