Gustavo Ibarra Merlano
Cartagena,1919; Bogotá 2001.
Nacido en Cartagena de Indias, Colombia en 1919, se inició en la lectura de los clásicos españoles, el descubrimiento exaltado de Garcilaso y la Generación del 27, en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá.
Su devoción de asceta y su pasión por la cultura griega, lo llevaron a descifrar a los trágicos griegos, los poetas del Siglo de Oro español y a algunos autores católicos, como Kierkegaard y Paul Claudel. En aquella Bogotá dormida , lluviosa y virreinal, como la atmósfera de aquellos versos, el joven lector conoció luego en la Normal Superior, al director del plantel, el escritor y psiquiatra José Francisco Socarrás, quien convirtió la Normal Superior en una constelación de inteligencias, como el americanista Paul Rivet, José Francisco Cirre, profesor español experto en la Generación del 27, y Pedro Urbano González.
Discreto y esencial, Ibarra Merlano, el mayor de cinco hermanos, estudió Filología y Derecho en la Universidad La Gran Colombia, de Bogotá, y ejerció su profesión en el ramo de aduanas. De regreso a Cartagena fue suplente en la cátedra de Grecia que dictaba el Padre García Herreros en el colegio San Pedro Claver. De aquellas clases de griego en el año 1948, uno de sus alumnos, el poeta Félix Turbay, recuerda la erudición sensitiva de Ibarra y la estatura espiritual de "un ser excepcional que entraba al colegio San Pedro Claver, y en cinco minutos, entraba ya a tu alma. Se posicionaba con su finura intelectual y su ternura, en el corazón de sus alumnos, nos leía fragmentos de poemas, y se involucraba de una manera mágica en la vida de sus estudiantes. No auscultaba conciencias sino soledades humanas".
"Siempre estábamos estudiando a Sófocles en Cartagena. Me interesaba y me atraía considerablemente la tragedia griega, la mitología y la filosofía griega. Pero mi sueño en verdad era ir a Grecia. Fue un sueño tardío pero hermoso que cumplí después de los 60 años. Los sueños retardados son mejores". En ese viaje de cuatro meses de deslumbramiento y de reencuentro con los paisajes y atmósferas que estaban en sus lecturas de toda la vida, reconoció un alto espíritu de la amistad, y, de igual manera, un deslumbrante espíritu poético entre los atenienses. "No salí de Atenas. Mi sorpresa en Atenas fue la Acrópolis, la cultura preclásica, que es tan grande, menos atrapada en la reja nacional y cartesiana. Está asistida por un vigor mítico. Tengo en estos tres libros: "Hojas de Tarja", "Los días navegados" y "Ordalías", obsesiones griegas que, a la postre, son obsesiones de todo lo humano. Hay un poema que se llama "La Torre de los Vientos". La Torres de los Vientos es un reloj hidráulico construido por el astrónomo andrónico en el siglo I antes de Cristo, y cuyos despojos aún se admiran en Atenas. Me impresionaron los vientos esculpidos, su intacta presencia en el tiempo".
En las páginas del Libro de Buen Amor, Ibarra Merlano estudió el concepto de amor en la literatura española, "el amor trágico en Calixto y Melibea y los conceptos de amor platonizante de León Hebreo en el Siglo de Oro. También indagó en los antecedentes de ese amor en la literatura griega, en los trágicos, tratando de hallar las características peculiares del desarrollo de sus personajes, que aunque eran los mismos en cada uno de los autores, de acuerdo con el mito, sin embargo tenían resonancias diferentes, tratamiento dramáticos diferentes, en donde se ponían de manifiesto, más que cualquiera explicación preceptiva, el temperamento dramático de Sófocles, el de Esquilo, el de Eurípides. Esas lecturas comparadas fueron las que permitieron acercarme a "La hojarasca" en una forma que Gabriel pudo ver con qué amor había sido recibida en medio de la cepa clásica, especialmente de Sófocles. Como resultado de esos estudios escribí un ensayo denominado "Concepto de honra y gracia en el Siglo de Oro español".
Con su modestia congénita, Ibarra Merlano confiesa que animó a García Márquez a leer las tragedias griegas. "Pero Gabriel no necesitaba de lecturas. Era un hombre nutrido de sus fondos propios, poseedor de una gran cultura novelística. Rojas Herazo, Clemente Manuel Zabala y yo, girábamos alrededor de la poesía. Recuerdo que Zabala vibraba, literalmente, con la poesía. Cuando algo le gustaba se sacudía la guayabera con la mano en el pecho".
El inicio poético
Los primeros poemas de Gustavo Ibarra Merlano aparecieron a principios de la década del cuarenta en la página "Lunes Literario", que dirigía el poeta José Nieto, en el diario conservador El Fígaro, que dirigía Eduardo Lemaitre, y en donde se creó el grupo Mar y Cielo, resonancia caribe del grupo Piedra y Cielo. "Nosotros no tuvimos ninguna influencia de Piedra y Cielo. Ni siquiera los conocíamos", dice José Nieto. "Mucho tiempo después, conocimos al poeta Jorge Rojas, de Piedra y Cielo, en los astilleros de El Arsenal. Cada vez que llegaba un poeta a la ciudad lo llevábamos donde Tito de Zubiría, que vivía en la Calle de la Moneda". Algunos de los textos del poeta Ibarra Merlano aparecieron con el seudónimo de Juan Maretta.
El capitán de ese convite de enviciados por la literatura era el poeta Jorge Artel, y en él participaban José Nieto, Jacinto Fernández y Gustavo Ibarra Merlano. Sin desdeñar la mirada enjuiciadora del poeta Luis Carlos López, los maricielistas buscaron una lírica con metáforas ingeniosas y excesivas, un intimismo marino y una cadencia evocativa de la poética española.
"El joven que yo evoco ahora después de sesenta años, era ya un Gustavo Ibarra Merlano de una extraordinaria erudición griega, era un gran conversador y un hombre que tenía pocos amigos", confiesa José Nieto, quien le publicó los primeros poemas en Lunes Literarios. José Nieto, reconoce que la lámpara de ese núcleo humano de escritores jóvenes congregados en la sede del periódico El Fígaro, en la Calle Don Sancho, de Cartagena, a principios de la década del cuarenta, era el poeta Jorge Artel. Animado por Artel, los jóvenes Ibarra Merlano y José Nieto publican sus primeros poemas.
Nieto reconoce que "Artel vio los primeros poemas que escribí y me animó a seguir escribiendo". Aquellos versos se publicaron en 1949 en un pequeño libro de poemas titulado El viento entre las jarcias, en ediciones Espiral Colombia. Lo mismo ocurrió con Gustavo Ibarra Merlano.
En un diálogo en el diario El Universal, el poeta Ibarra Merlano confesó que "yo siempre he tenido desde mis 18 años, un pudor virginal y desconcertante por publicar poesías. Para mí la poesía es una síntesis diamantina. "La Cartagena de 1940 cuando el grupo de El Fígaro, iluminado y presidido por el poeta Jorge Artel. Allí estaban Donaldo Bossa Herazo, Héctor Rojas Herazo, que tuvo una relación de amistad con el grupo, y José Nieto. Jorge Artel y Donaldo Bossa eran las cifras mayores de esa época, poéticamente hablando".
"Artel promovía y animaba con fervor a los jóvenes poetas. Donaldo, un poco más introvertido constituía en esos años, otra cifra importante de la poesía cartagenera. Artel fue el que miró mis primeros textos. A mí no me gustaba hablar con jactancia de poesía. Yo hablo de textos y no de poemas. El me animó a seguir trabajando en ese territorio. La otra época, la de 1948, estuvo integrada y animada por Clemente Manuel Zabala, un maestro tácito y una gran cifra humana".
Aquellos dos instantes culturales: 1940 y 1948, entre El Fígaro, en la Calle Don Sancho, y El Universal, en la Calle San Juan de Dios, en el corazón amurallado de Cartagena, señalaron el destino cultural de la Cartagena de mitad del siglo XX, en la mirada de Ibarra Merlano.
Entre la docencia, la complicidad de sus amigos escritores, los días de siembra en una finca de Ternera, Ibarra Merlano siguió estudiando la literatura griega.
El baldío
La estructura del baldío con su hormiguero,
su hoja podrida en cierta rama,
su corteza de totumo entrañable
y su hormiguero caminante
lleno de intermitencia y detritus.
Un pueblecillo de entes negros
repliega su red sobre desechos montículos.
Venas de hojas muertas, lacerías de tragacanto,
Este es el baldío.
Agua silbante. Alto cocotero.
De la carcoma a la tierra que se despliega en la mano
con eterna sombra y espanto.
Total, suspendido.
En el patio había una mina,
había una mina de donde salía el tiempo.
Costas desiertas, bravías estructuras
de sal y roca, frente al mar incesante.
Aquí está el poema, mi palpitación segura
debajo del círculo de dureza.
Alzo mis ojos hasta el cielo de alarido
y cornamusa.
Como si fuera un extraño, en medio de estas durezas,
todo sigue siendo solo a pesar mío.
Después cuando a través de la música entera
ingresamos al baile, ¡dale negra!
En medio de los cobres punzantes.
Al baile ritual y áspero marchamos
como a una dura faena.
Libramos la batalla con clarines y tambores.
He aquí mi lenguaje tranquilo,
mi mugido de ingreso al tiempo.
Hojas claras de mango, hojas frescas de almendro,
en forma de vago ángel que oscila.
Zumo del clemón, calumnioso y horrendo,
abundancia color de gabán.
En la mitad del grito estalló el caimito,
que se inmola en el aire
como la pulpa misma de un secreto
que se enmohece fuera de sí.
La opulenta entraña de los totumos.
Congregación de suma dureza en la cañafístula
con su ungüento doloroso,
casi miel y casi podre
a medio morir entre profundos crótalos.
La hoguera descorrida He mirado el viento en el parque
amarillento y lejano
filtrarse en la enumeración de las hojas,
y la piedra de la iglesia
cantar en la aspersión de su onda dilatada,
y unir mi corazón al espacio total.
Sin pensar en nada he visto
el alumbramiento del tiempo.
Y una voz certera reunida
en el instante.
Tiempo de morir, de ver en el parque
la llama poderosa que consume.
Y volverme súbita pavesa
en la hoguera descorrida.
Profundidad del instante,
cayendo del límite del día al corazón,
plegándose en el vidrio
del transcurso,
al filo del alma,
al calor, a la voz,
Oh marea definitiva, te he visto
hundiéndome, hundiéndolo todo,
como un río por debajo de las cosas estables,
socavar la entraña del día,
en el gran naufragio del aroma y la voz
KENOSIS
Comforter, where, where is your comforting,
Mary, mother of us, where is your relief?
Gerard Manley Hopkins
Doy gracias a Dios
Por haber permitido
Que yo
Pertenezca a sus rebaños
Por haber tolerado mis orejas de cerdo
Y el sufrimiento de mis riñones
Por haberme consentido erigir hasta el exceso
El lado opuesto de la santidad
Y ejercer el oficio imprevisto y tenebroso de vivir
Porque en la colección de mis días
No hay uno solo que no haya sido instaurado por Ti
Para limpiarlo de su inmundicia
Y porque en la elección de mis actos
De hombre cabal y revolcado
Tú has sabido transmutar
El lodo en una veta de luz
Que subsana los instantes de la nada
Ah biografía aglomeración hipócrita
De japi berdi tu yu
Muchas veces al soplar las velas
Creí que se iba la mía
Aquí estoy, sí
Satisfecho y podrido
Con alegrías dentales
Mejoradas por las fúlgidas materias de la ortodoncia
Creo que pertenezco de algún modo
A tus santorales
Al número abscóndito de tus elegidos
Y resplandezco con mucha luz
Por haber sido sacado de la basura
Y porque has comprado mi progenitura
Con los vellos de los borregos
La prueba de tu bondad
Es que me amas y me dejas a mi antojo
Como el niño que se extasía
Jugando con sus propias deyecciones
Tú me redimes
De mis perdurables miserias
De mis rencores
De mis ganas de matar
Y de mi cópula
Con el oscuro Behemot de la nada
Tú me haces una estrella
Sacando mis reflejos de las letrinas
Para instaurarme en el temblor del firmamento
No tengo nada que ofrecerte
Y aún en estas palabras
Escuece el agua lacerante de la hipocresía
Pero cómo callar cómo no expresar
La esperanza que tu Ser consuma mi tiniebla
Y decir con voz absolutamente despojada
De toda blandura humana
No se preocupen todos aquellos
A quienes mi vida ha lastimado
Voy a desaparecer
Declaro solemnemente
Que estoy de acuerdo
Con todos los que me maldicen
Quiero amarlos y despojarme
Hasta el fondo de la humildad
Y dar gracias por haber contribuido a mi conocimiento
Y mi ausencia promovida por los tácitos
plebiscitos de la anulación
Por mi aceptado ostracismo
Subsanará el fraude de mi presencia
Y la masticación elaborada de mi sonrisa
No hay sino una tristeza
No ser santo
Doy gracias a Dios por conocer
La intimidad de mi sustancia vulnerada
La negra luz de mi cuerpo
Proyectando la sombra
Como el estilo de un reloj de sol
Y el alma dispuesta
Para entregarle su tiempo a la muerte
Yo quiero descender al fondo de mi alma
Y como los obreros de las letrinas
Calibrar con toda exactitud
El espesor y la consistencia de los excrementos
Creo que donde abunda el pecado
Sobreabunda la gracia
Y del expolio de la conciencia
Y de la servidumbre original
Saldrán galaxias de albura
Odio seguir jugando con el idioma
Y con el estigma de su riqueza
Quiero una palabra simple y desalada
Donde se sienta el flujo y la interrupción de mi ser
Y el gas carbónico de mi respiración
Una palabra de conciencia
Que exprese el sentimiento inenarrable
De mi culpa disfrazada
Con oropeles adheridos irremisiblemente
Justamente por todo esto
Publico la gloria de tu grandeza
La eternidad del mar
Hijo del mar, Gustavo Ibarra Merlano (1919), ha adquirido dimensiones míticas como el interlocutor privilegiado que en Cartagena de Indias durante los años de 1948 y 1949 transmitió sus lecturas griegas y su conocimiento de Paul Claudel a sus amigos Héctor Rojas Herazo (1921) y Gabriel García Márquez (1927).
Pero su verdadera razón de ser como poeta sólo se advierte con un libro como Ordalías (1995), donde su ya vieja devoción por la Acrópolis y su sabia costumbre de consultar el oráculo de Delfos no soslayan sino acrecientan su condición de cristiano viejo. Y poeta autoconciente de sus dilemas en el mundo de hoy:
"No es necesario
-ni siquiera conveniente-
que todos los poetas
que lo merezcan
pasen a la historia.
Lo importante
es que la historia
pase a través de ellos".
Su poesía, en apariencia tan desactualizada, tan lejana de los estereotipos de moda, plantea cuestiones esenciales. Por ejemplo, la relación con Dios en esa intensa serie denominada Oficio de tinieblas, de la cual es cabal ejemplo esta obertura:
"Doy gracias a Dios
Por haber permitido
Que yo
Pertenezca a sus rebaños
Por haber tolerado mis orejas / de cerdo
Y el sufrimiento de mis riñones
Por haberme conseguido erigir / hasta el exceso
El lado opuesto de la santidad
Y ejercer el oficio imprevisto / y tenebroso de vivir".
Esa contemplación a la vez compasiva y sarcástica de su propia figura, de su actitud ante esa ausencia, ese silencio de Dios "callado en tu hornacina", se decanta finalmente en esa convicción tan dura como reconfortante y que trae el eco de la frase de León Bloy. "No hay sino una tristeza/ No ser santo". Su voz también tiene algo del T. S. Eliot agonista. El conturbado despojo que esta búsqueda lacerante suscita, cambia de tono al mirarse "en la lámina enigmática del mar". Se respira mejor y el tono reflexivo, de indagación existencial, se abre hacia ese júbilo salutífero que infunde la cercanía del océano. El goce renovado de su repetido milagro:
"El desplazamiento de la ola como
un rey que avanza /
con su manto de armiño
lastrado de esmeraldas
con cetro y corona".
Pero esta movilidad perpetua, el maravilloso parpadeo de sus irisaciones, sigue buscando un ancla: "una sostenida consistencia". Algo que haga de la apariencia ese diamante verbal donde podamos negar, por fin, "con nuestra vida fugitiva / la invencible precariedad".
Pero en todo caso, este poeta singular lo es, ante todo, por sus dotes para captar la luz de lo efímero revelada en un gesto, como en la atinente comprensión de Cristóbal Colón y su voraz sueño de "arenas de oro", o en este autorretrato que nos reconcilia con la batalla que Ibarra ha sostenido, desde siempre, al asumir cómo en ella son inconcebibles esos dos impostores, el triunfo y la derrota:
"Soy un chamán
vestido de tendero
que viaja en la noche
dejando iluminado su negocio.
Por la mañana los parroquianos
miran en mis ojos
lumbres extraviadas"
Así la poesía de Gustavo Ibarra bien puede leerse, como epígrafe, a partir de esta cita que Bertrand Rusell trae en su Historia de la filosofía occidental: " Según los místicos, todos los textos del Corán tenían siete, setenta o setecientas maneras de interpretación; la significación literal sólo era para el hombre ignorante y vulgar".
La luz cuanto más luz menos se advierte
En la nueva secuencia de poemas, Translaciones, su palabra se vuelve más diafana y clara. Más honda de transparentes referencias clásicas.
El mar. como siempre, actúa no sólo como telón de fondo sino de actor principal. Los abismos afloran a la superficie con su cauda de muertos, con sus grises deshechos de tantos naufragios, con las arrugas que el tiempo ha impreso en sus lomos. El mar como llanto adolorido de cuanto sucede en la tierra. Pero la vivacidad de sus metamorfosis sigue reclamando una palabra esencial:
"El mar
ha sido
despojado de su idioma
pero conserva
la gesticulación
Murmuración incesante
nunca dice nada
con claridad
pero habla
en el silencio".
Mar de dolor y muerte, de heces contaminadas. De repente, por la fuerza ascensional de esta poesía, los peces se truecan en aves y el reflejo solar sobre la bruñida lamina del océano incendia todo el ámbito y hace que el risueño parpadeo de su masa inarbarcable se asome a la comedía que sucede en el litoral: La Comedia Humana, allí donde Verlaine, el cantor de la virgen, el amante de Rimbaud, muere entre las putas del sanatorio.
Tal el talento de Ibarra para hacer coexistir todo en un instante privilegiado: aquel donde el poema esencializa lo circunstancial sin hacerle perder el sabor de su sal, y de su palabra caribeña. No es de extrañar, entonces, que este primer ciclo se cierre en un dialogo directo con el Padre, donde el océano refluye sobre su vida interior y la fusión entre naturaleza y espíritu reconcilia los contrarios.
Ya no hay escisión. El hombre, barrido en su interior por el agua redentora confiere sentido a ese cosmos mudo:
"Metidos en ti por siempre / somos tus ahogados". La muerte engendra nueva, resplandesciente vida.
De ahí el tono elegiaco que caracteriza a esta poesía, donde la existencia, en pos de un idioma aun "indiferenciado", nos advierte "que es inútil llorar el bien perdido", como lo dice el último verso del primero de sus memorables sonetos, no por melódicos menos acerados. Para ganar un verso es necesario perderlo todo. Es necesario desaprender lo obtenido y despojarse hasta la desnudez última. Lo dice de modo inolvidable:
"Como vestir la muerte.
Y como de la nada desvestirse.
Y volver a arroparse con lo inerte,
Es a vivir muriendo decidirse.
Nunca lo aprenderás, pero ensayarlo
Es preciso, pues siempre así se vive
La propia muerte. En ella vas metido.
Y como la vida siempre se desvive
Del vivir. Es inútil intentarlo.
No hay nada que aprender. Has aprendido".
Que buen tono y que madura reflexión, donde la agonía se torna enamorada y trasciende su "espina dura" con el vislumbre consolador que sólo la más alta poesía otorga, en delicado consuelo:
"Alguna vez pregunto entre la sombra
Por el duro vivir. Nadie lo nombra.
Ninguno apecha los duelos de la pena.
Pero esta eternidad es tan serena,
Y sosiega mi vida entre la sombra,
Que no parece mía sino ajena".
En la tercera parte, finalmente, esa vida, manojo de miradas ardientes; esa mirada, dotada ya de una claridad que enaltece todos los objetos, y sabe su razón de ser, trátese de una garrafa o de los minerales y plantas con que el herbolario formula sus recetas; o del convivio interior con el amigo, traspasando esa hoguera que no arde, y reconociendo que podrán quitarle todo, "menos tu ausencia / Para estar contigo", cierran, admirablemente, este periplo.
El mar de la nada es ahora la humanidad de este libro que nos conmueve y traspasa con su desvelada confianza en esa criatura, a la vez tan dulce como aterrada. Tan próxima como entrañablemente distante. Esas traslaciones que la poesía establece, al curar la herida por el efecto taumatúrgico de las cantáridas, insecto que es palabra-y palabra que canta. O mediante ese rapto enamorado, que conlleva el perfume de la mejor mística española: "Vamos los dos al Enviado / Sin aire hasta las flores".
Todo ello hace de este libro, como de la obra integra de Gustavo Ibarra Merlano, un logro único dentro de la poesía colombiana. Leerlo es acceder a una dimensión que nos resulta imperiosamente necesaria. La que sólo otorga la poesía más densa y jubilosa. El reverso de lo que Rimbaud predico en Una temporada en el infierno:
"Elle ést retrouvée'.
Quoi.7 L'éternite,
C'est Ia mer mêlée
Au soleil"
Juan Gustavo Cobo Borda
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