domingo, 15 de junio de 2014

ANTONIO ORREGO BARROS [11.914]



Antonio Orrego Barros 

(Chile,  1880-1974)
Antonio Orrego Barros nació en Santiago de Chile. Hijo de Augusto Orrego Luco y Martina Barros, y sobrino del escritor chileno Luis Orrego Luco, estudió en el Instituto Nacional y posteriormente en la Universidad de Chile, donde se graduó como médico y años después ejerció como catedrático. Además de doctor y escritor, fue periodista (trabajó como redactor de El Mercurio) y parlamentario. En cuanto a sus obras literarias, publicó los libros de poesía Alma Criolla, Chuma y Tierras pobres. También escribió obras dramáticas como La marejá y El Capitán Trovador, entre otras. La temática que atraviesa su trabajo literario se enmarca dentro de la tradición criollista, por cuanto busca retratar el español hablado por los sectores rurales y populares de la población. Interesado vivamente por el folclore nacional, fue uno de los impulsores y presidentes de la Sociedad Folclórica Chilena.



EL AMOR

El amor asemeja a aquel estero
que, alegre y voncinglero,
se despeña de la alta cordillera:

en la pureza de las nieves nace,
su rauda y abundosa cabellera,
y de peña en peñón saltando, crece.

Su alud desaparece
en el verde gramal de la montaña.
Ya dilatado baña

el prado con sus mieses y verdores,
ya va regando flores
su linfa transparente,

ya apenas se desliza mansamente;
y ahondando, ahondando sin cesar su seno,

es más tranquilo cuando es más profundo
es más profundo cuando es más sereno.




La nave vieja
Autor: Antonio Orrego Barros
1912


CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1912-05-20. AUTOR: OMER EMETH
A última hora llega a mi poder “La nave vieja”. Aunque obra de muy escaso volumen, merece plenamente el ambicioso subtítulo que lleva: es toda una “epopeya” y tiene, sobre otras muchas que he leído, la suprema ventaja de ser breve y concentrada. Escrita en idioma popular, esta relación del Combate de Iquique enternecerá al lector chileno. Por la boca del roto, a quien el señor Orrego Barros ha elegido como narrador, habla Chile entero. En prueba de ello citaré un episodio:

Observan los marineros de la “Esmeralda” que el teniente Uribe ha llamado a oficiales para tener consejo, y advierten que el monitor peruano ha suspendido sus fuegos mientras los oficiales deliberan. Dice el roto:



“Y con la calma nos bajó la dúa:
¿y qué irá el Consejo?
¿Arriará la bandera? ¡Jamás, nunca!
icíamos a un tiempo;
pero luego icíamos: ¡quié sabe!
y nos daba más rabia el suponerlo;
¡si era com’ una afrenta…
mil veces antes de rendíos, muertos!

Y d’ ei trepó al mesana
corriendo un marinero.
¿Qu’ irá a larriar la bandera? Nos icíamos
¡Ese era nuestro mieo!
Pero se oyó el retumbo del martillo.
¡Está clavando el pabellón chileno!
…Y’ izaron en señal de guerra a muerte
en el palo mayor, el trapo negro,
y toítos gritamos: ¡Viva Chile!
No se rinde un chileno” (pág. 15).



Y así el poeta de la “Nave Vieja”, cual el marinero que trepó al mesana, clava con sus versos el pabellón chileno en el corazón de todos sus lectores.





Voces lejanas
Autor: Antonio Orrego Barros
1960

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1960-10-25. AUTOR: RAÚL SILVA CASTRO
En los años de la juventud de Antonio Orrego Barros, que es hoy muy anciano ya, el uso de los poetas que se inclinaban a la vida del pobre, consistía en reproducir sus dichos, sus sentencias, su lenguaje, sin alteraciones ostensibles. La poesía del español Vicente Medina, por ejemplo, que tuvo gran boga unos cuantos años, se suponía escrita por un labriego, y sus rusticidades aparecían ennoblecidas por elevadas emociones. La moda pasó, cual todas, y hoy ya no se escriben así los versos , si bien existen excepciones, como la de Miguel Hernández, en prueba de que la tentación de hacer dialogar al hombre con la naturaleza, con otros seres, consigo mismo, en su propio lenguaje, sin aliños, sin eufemismo de estética, fuese invencible en el gremio poético. Sea de esto lo que se quiera, Orrego Barros ha recogido en un pequeño libro, “Voces lejanas”, cantos como aquellos a que nos referíamos. Para que el lector se forme impresión clara del tema y del estilo, ahí va un ejemplo:



“Sobre el precipicio,
onde estaba el nío como encaramao,
entre unos coirones y unas quiscas viejas,
estaba el cordero y el águila al lao,
y eran sus balíos tan bien reafligíos
que partía el alma solo de escuchalos.
Tomás, sin pensalo, se trepó a los riscos
por si de algún moo podía libralo”.





En el caso concreto del poema de que proceden estos versos, se trata del cuento narrado por un campesino del lugar, a quien acongoja una tragedia comarcana. Otras veces, no son cuentos sino reflexiones sueltas, pequeños rasgos en que también se hace uso de la “jerga huasa” para impregnar de aroma campestre al monojo. El autor había lanzado ya, en fechas algo remotas, su “Alma criolla”, y recibió de Federico Mistral una felicitación muy cordial y efusiva, que reproduce al comienzo de esta obra. Es verdad que allí también se recogen palabras de Juan de Dios Peza, el gran poeta mejicano, quien en 1904 y en su calidad de presidente del Ateneo de México, elogia igualmente al colega chileno de que acaba de tener noticias; pero mientras aquel, el gran felibre, trataba de estimular en Chile, al través de Orrego Barros, el cultivo de la poesía terrígena, este, el mexicano, opinaba como esteta y como gustador de la poesía. Las dos opiniones encierran, pues, bajo apariencias semejantes, un mundo de distancia.

Podemos no estar en acuerdo con la filosofía que se trasunta en estos versos, y preferir los amores tempestuosos a los quietos; pero acaso estaremos todos conformes en que el pensamiento fue bien expresado, en que esta expresión es además tierna y dulce y en que esta dulzura no empalaga. Por lo contrario, es apenas el sabor necesario para distinguir lo soso natural de lo que el arte ha transmutado y convertido en agradable.

Si empleamos símiles para entendernos mejor, diríamos que al través de estos versos la personalidad de Orrego Barros se diseña más próxima a la de Musset que a la de Byron. Este era un demoníaco personaje que en el amor descubría vertiginosos senos de locura, hacia los cuales corría atraído por fuerzas como invencibles. Musset en cambio soñaba y sufría tiernamente junto al ser amado, y habría suscrito la reflexión de su distante admirador chileno al decir que el amor “es más tranquilo cuando es más profundo”.

Dos reproches nos atreveríamos, muy tímidamente por cierto, a intentar sobre este libro. Por su título, “Voces lejanas”, podríamos llegar a creer que allí se encierra la producción distante del autor, que hace más o menos cincuenta años guarda silencio, a lo avaro, sobre su labor literaria, interrumpida acaso pero no totalmente suspendida. Y no: en el manojo se mezclan versos más nuevos, menos tiernos, que dicen poco o nada del alma del poeta, y esos versos, que no indicaremos porque el autor sabe de sobra cuáles son, no quedan en nada a la altura de los demás del manojo. La bella sugerencia de tiempo que se transmite con el título “Voces lejanas” se rompe cuando llega al umbral de esa poesía lúgubre. El otro reproche no recae directamente sobre el autor, sino sobre quienes han tenido a su cargo la ejecución material de este volumen. Una concepción anárquica de la puntuación hace ilegibles, literalmente hablando, algunas de las estrofas, y se necesitan nervios de acero, tensa voluntad, arrojo y perseverancia, para ir dominando, poquito a poco, la infidelidad de la versión impresa.

Terminada la fatigosa tarea, leídos por fin los versos tan celosamente defendidos por el valladar de la puntuación incierta y de la impresión inicua, llega el momento de preguntarse si valía la pena tanto esfuerzo. Me siento inclinado a decir que sí, por varios motivos que han sido expresados ya a lo largo de este comentario y por algunos más, que también se pueden manifestar.

En primer término, siendo la poesía, como es, la expresión de estados de espíritu de ciertos seres selectos que se arrogan el título de poetas, obvio es que cambie de forma y de estilo a medida que corre el tiempo. Todo evoluciona, y la manera de hacer poética de hoy, 1960, no es la misma que predominó ayer. Pero sí en nombre de los usos hoy dominantes condenamos a los poetas de ayer y los declaramos ineptos para el ejercicio poético, estaremos, sin quererlo acaso, cometiendo varias gruesas e imperdonables herejías. Es la primera imaginar que solo un gusto poético tiene curso y merece indulgencia: el que estamos hoy empleando y cultivando; es la segunda, abrir paso a que la posteridad se ría de nosotros y nos desprecie más o menos tanto como nosotros ridiculizamos y despreciamos a los de ayer, esto es, a aquellos de quienes somos pósteros [sic]. Los cambios de forma no son, pues, suficientes para negar título de poeta a la gente de antes.

Se dirá que Orrego Barros debió cambiar también, con el tiempo, y escribir en 1915 versos a la moda de ese año y en 1960 otros al uso coetáneo. Sería mucho pedir a un hombre. La capacidad de adaptación del ser humano es muy grande en lo que se refiere al frío y al calor, al uso de las cosas prácticas, al manejo de mecanismos y artefactos. El poeta de 1900 se afeitaba con navaja barbera y hoy emplea, acaso, una máquina eléctrica que le regaló, con su tierna sonrisa de quince años, la más afectuosa de sus nietas. Y así también, como sabemos, el poeta de 1900 viajaba en tren y a caballo, mientras el de hoy suele usar el automóvil y el avión. Pero esta aptitud de adaptarse a lo que venga, ilimitada en lo que hemos indicado, es muy reducida en la obra que el hombre saca de su espíritu, sobre todo cuando ella, al salir, se lleva algo de adentro, como es, en concreto, la poesía-confesión. Dícese que el poeta nace tierno, frívolo, sentimental, fustigador, cualquier cosa, y que así permanece a lo largo de sus años.

Orrego Barros cultiva a su modo el verso rimado, en el cual vemos jirones de observación vernáculo, y para dar más acendrada y pura la impresión de lo terrígena, no desdeña la jerga y la eleva a la condición de lenguaje artístico. En esta huella, su labor, desde luego reducida, se mantiene invariable a despecho de la cronología, como prueban su “Alma criolla” de ayer y estas “Voces lejanas” de hoy, libros separados por un largo medio siglo en que el poeta más meditó que escribió, temeroso acaso de no hallar debida comprensión en el público que tan velozmente se desplazaba a su lado.




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