Ángel Custodio González
Nació en Los Angeles el 2 de octubre de 1917.
Realiza sus estudios primarios y secundarios en su ciudad natal. Obtiene el título de Profesor de Castellano y Filosofía en la Universidad de Chile.
Dictó clases de Literatura Clásica Española en la Universidad Católica. Profesor auxiliar de Literatura General Comparada en la Universidad de Chile.
Fue embajador de Chile en Turquía.
Por servicios distinguidos en el campo pedagógico, obtuvo Diploma y Medalla de Oro del Ministerio de Educación.
Fallece en 1992 dejándonos una nutrida obra:
"Del amor cautivo" - 1945. Premio Sociedad de Escritores de Chile
"Contra Olvido" - 1951. Madrid. España.
"Crecida de la Muerte" - 1955. Premio Municipal de Poesía.
"Crónica" - 1959. Santiago. Chile
"La Tierra (Siete Odas Naturales y una Canción de Verdad)" - 1963.
"Cielo Manchado" (Novela) - 1966.
"Iki Siirler" (Poemas) - 1969. Estambul, Turquía.
"Del Tiempo Primero" (Novela) - 1972. Buenos Aires, Argentina.
"Era de Nuevo el Aire, el mismo Ángel" (Antología) - 1973.
"Poemas de Anatolia", 1976.
"Nombres del amor", 1979.
"El vicio, 1981".
"Haber llorado por el otoño y los adioses", (Antología). 1984
"Crónica del tío y el Angel", 1981.
B I O G R A F Í A
Ahí estás con tu rostro vulgar
y tu sonrisa corta,
con la misma cara en apariencia inexpresiva,
tímida,
parecida a millones de caras semejantes,
y unos ridículos bigotes
que nada agregan,
pero que harían falta en tu retrato,
ralos bigotes,
ciertamente necesitados ya de tinte oscuro.
Ahí estás, embutido
en tu eterna fábrica de problemas,
en un rincón modesto,
esperando quizá inútilmente el "ascende superior",
en un rincón del que podrías salir,
si usaras mejor tus alas temerosas.
Estás ahí, querido, tranquilo hombre lento,
vestido de gris perla o de negro,
aunque amas los colores.
Ahí, con tu nombre comprometedor,
con esas dos palabras que a veces te llenan de esperanzas
o avergüenzan la manera de ser de tus sueños.
Con ese bello nombre
asediado de tantas sugerencias:
son palabras celestes
terribles para ser soportadas con dignidad completa
o rojas y seguras,
pues no alcanza ni basta
la andadura terrestre.
Ahí, amigo y enemigo de ti mismo,
reconciliado con tu baja estatura,
con tu cara de caballo de juguete o de arcángel cansado
y con tus altos su sueños.
Con la triste mirada que quiso ser azul,
puesta sobre el amor y las cosas sencillas.
Estás ahí, al lado de afuera,
bordeando el círculo de contados amigos
y en medio de innumerables enemigos cordiales,
sonrientes.
Te basta la unidad del recuerdo,
la imagen de una infancia de álamos y estrellas,
de verdor sin fatiga y de agua generosa.
Te basta la ilusión de derrotar al tiempo
y la seguridad de ser
por lo menos sobrino de la muerte
y aspirante capaz de la justicia,
cuidando una verdad heredada y viviente,
sintiéndote seguro entre los pobres
y verdaderamente rebelde hacia la fuerza organizada,
pálido entre los hermanos
que levantan su fuego hacia dioses mediocres.
Ahí, partido, dividido, hombre solo,
mas lleno de confianza;
surcado de propósitos de bien
y de inconstancia,
creyéndote vagamente portador de algo
y sumido a veces en sombras que darían pavor
si no tuvieran hendiduras.
Bondadoso e ingenuo individuo,
acostumbrado a las miradas profundas
y a la soledad,
habituado a este mundo
y a ser,
no un animal social,
sino animal problema,
una insignificante sonrisa verdadera.
Estás ahí,
con tu calma de niño grave y egoísta,
avaro de alegrías simples,
cometiendo errores a menudo,
seguro, sin embargo,
de que es muy breve el tiempo del decir,
que es mucho sufrimiento el de ser libre,
pero sabiendo siempre
que el hombre busca y ama ese sufrir
y la gran turbación de poseer caminos.
Estás ahí con tu apariencia,
soportando los sorprendidos:
"Ah, pero si a usted lo conocía de nombre!",
y rodeado de nostalgia, (cosa ésta
tan pasada de moda),
feliz en medio de la amada y de los hijos
habidos según la carne y el espíritu.
EL DERROTADO
Atrás quedaron los escombros:
humeantes pedazos de tu casa,
veranos incendiados, sangre seca
sobre la que se ceba -último buitre-
el viento.
Tú emprendes viaje hacia adelante, hacia
el tiempo bien llamado porvenir.
Porque ninguna tierra
posees,
porque ninguna patria
es ni será jamás la tuya,
porque en ningún país
puede arraigar tu corazón deshabitado.
Nunca -y es tan sencillo-
podrás abrir una cancela
y decir, nada más: «buen día,
madre».
Aunque efectivamente el día sea bueno,
haya trigo en las eras
y los árboles
extiendan hacia ti sus fatigadas
ramas, ofreciéndote
frutos o sombra para que descanses.
Del amor cautivo
Autor: Ángel Custodio González
Santiago de Chile: SECH, 1946
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1946-11-17. AUTOR: ALONE
Cada cierto tiempo, no sin algunas ceremonias, la Sociedad de Escritores de Chile baja a la región sombría, a ese limbo o purgatorio donde habitan, encogidos, ceñudos, dos poetas que no han podido nacer, los que captan etapas imaginarias, víctimas de falta de imprenta injustamente condenadas al mutismo. [Va hasta] allá un tiempo, examina, averigua, lee y, al cabo, regresa hacia la superficie, hacia la luz, trayendo en la mano un libro de versos inéditos.
Es una de sus buenas obras.
Esta vez ha tocado en suerte la redención a un cautivo, de la calidad más rara, […], preciosista, […], que no dice nada sin doble y triple efecto, cuyas estrofas marchan llenas de sabias resonancias, luciendo reminiscencias de los siglo áureos, eruditas, oscuras, deslumbrantes.
Don Ángel Custodio González, poeta joven, “De amor cautivo”, solo escribe sonetos.
Es lo más difícil.
“En mi segura gravedad conmueve
aun la sonrisa sin perfil, que veía
el cendrado vivir, su centinela
y el gesto antiguo del amor renuevo.
Esta espina de sombra que ahora pruebo
y la escondida prisa que me cela
yo las tengo de amar, así que duela
el ángel encendido que en [mí llevo]
vigilo, desterrado, la paciencia
para ordenar el día, pues mi empeño
y anhelo de morir en primavera
se cumplirá, cuando en tus brazos muera”.
Sin duda, muchas personas encontrarán estos versos hermosísimos y darán excelentes razones para probarlo. Por mi parte, experimento un verdadero alivio al declarar sin rubor que no entiendo nada. Nada. Cierta música, cierto sonido, algunas reticencias, insinuaciones, alusiones, vaguedades y frialdad, complacencia, conceptismo, cultismo, deleite de la expresión por la expresión, mucha lectura técnica perfecta, impecable e implacable. Esto ante todo. En seguida, deseos de que, de pronto, al ángel cautivo, demasiado hermético, se le cuenten las cuerdas vocales y se le desate del paladar la lengua. De seguro, cuando canta, en vez de recitar valora la pena […] porque visiblemente no se trata de un ángel cualquiera.
La Tierra (Siete odas naturales)
Autor: Ángel Custodio González
Santiago de Chile: Del Pacífico, 1963
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1963-12-22. AUTOR: HERNÁN POBLETE VARAS
Un humor joven, una vieja sabiduría... Rara mezcla, que podemos alabar en poca gente, y que produce ese fruto no menos raro que solemos llamar autenticidad:
“Voy a hablar de la tierra
la que pisamos y olvidamos cada día,
de esta tierra,,
y su estrella:
¡mírela ahí,, señor,
tan solita, tan pájara del alba,
soñando su bandera!”
¿Quién es este transeúnte pálido que se pone a hablar de la tierra, los pájaros, el río, la isla de Chiloé y la Virgen del San Cristóbal, como si fueran cosa propia, feudo de su corazón y de su sangre? Un poeta, por cierto, con nombre de pájaro espiritual: Ángel Custodio González. Nos conversa de estas cosas en libro con número cabalístico: “La tierra, Siete odas naturales” (Editorial del Pacífico, Stgo., 1963).
Cuando publicó uno de sus anteriores libros le quisieron catalogar con ese afán laboratorista que perturba a algunos de nuestros críticos. Dijeron que era nerudiano, parriano, etc.
Error: Ángel C. González no se parece a nadie, o se parece solo a los que buscan una verdad poética sin miramientos, sin ropones retóricos. Desnuda, descarna y reduce su palabra a un fino hilo de realidad, tan fino y tan realidad que tolera una enorme carga de nostalgia, de ironía y de amor.
Hombre de la ciudad, cantor fascinado de Santiago, tiene un ojo alerta para redescubrir esas pequeñas cosas que nos vamos acostumbrando ya a no ver. Hay que tener, ciertamente, una mirada profunda y natural para observar todavía, entre el humo y el concreto, entre los árboles grises y los atrofiados parques urbanos, la gracia de los pájaros, fundadores del día y encomenderos del aire:
“Viven los pájaros, pese al olvido nuestro,
y cantan para vivir. El canto,
recado sin palabras,
les es preciso, como el agua,
como el aire a sus alas.
Es tan clara su vida y tan breve,
y no lo saben;
no conocen tampoco la rosa de los vientos,
pero sus locos viajes, el misterio
de cada arribo y cada impulso,
sus giros libres y gozosos
son nuestra guía.
¡Tristeza de los ciegos!”
Habla de pájaros, de ríos, de la tierra, de islas o de ciudades, Ángel C. González nos da siempre una misma imagen de sí mismo: un poeta verdadero, un espíritu abierto, un hombre en comunión natural con la Naturaleza.
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