Francisca Ossandón
Francisca Ossandón (Zapallar, CHILE 1926 – Santiago, 1996). Poeta. Estudió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Fue miembro del Pen Club Internacional de Chile, la Sociedad de Escritores de Chile y del grupo literario “Fuego de la poesía”.
Autora de: “Humo lento”, (prologo de Carlos Rene Correa), Ediciones Renovación, Santiago de Chile España, 1954, “La mano abierta al rayo”, Ediciones del Grupo fuego de la poesía, Santiago de Chile, 1957, “El don obscuro”, Ediciones Lírica hispánica, Caracas, Venezuela, 1960, “Tiempo de estar”, Imprenta Arancibia Hmnos, Santiago de Chile, 1963, “Tiempo y destiempo”, Ed Uguina, Madrid, España, 1964, “Diálogo Incesante”, (prologo de Humberto Diaz Casanueva), Fondo de Cultura Económica, México, 1971, “Desatadas olas de mi mar”, Ediciones del Grupo fuego de la poesía, Santiago de Chile, 1983, “Fuegos de la memoria (Prologo de Edmundo Herrera), Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1988 Su obra se encuentra publicada en diversas antologías chilenas.
POEMAS DE FRANCISCA OSSANDÓN. Del libro: “Fuegos de la memoria”.
Selección de Rodrigo Verdugo.
INQUIETANTE PACTO
Atrapado por lenguaje subterráneo,
Desdibujado ayer, ahora intenso,
Ese árbol me es afín.
Me bosqueja
Me proyecta.
En su memoria cuánto le roza
la corteza lo guarda en áspera
mudez.
Persigo su ritmo estático.
La otra dimensión.
Somos mezclas de savias distintas
Atados por magia vegetal.
El y yo peregrinos
plenos de luz secreta,
insensatos.
Un fuego avanza y viste de crepúsculos
su torre.
A su sombra mi follaje incesante.
Sus sueños y mis sueños
arborescentes ojos
en inquietante pacto.
Costra de mis labios
diálogo
sacramento oculto.
El y yo unidos
mas
desesperadamente ajenos.
Nunca sabre de los mundos que recrea
Al brotar incesante.
Entre sus ramas nidos insomnes
Allí el canto es movediza piel
ala silvestre.
Mi ramaje, espejo íntimo.
Siento mi nostalgia como un tacto
Palpo la suya en los verdes
más profundos.
Ahora sé
Mi tronco no lo hieren
pasados reflejos.
Lo escuda el brillo de una presencia
tierna.
Para el vértigo
la calma sellada del árbol vigilante.
ALÉGRASE LA MEMORIA
Alégrase la memoria
cuando ascienden sonidos silvestres
recorre piel y esencia
finamente
un licor inacabable
Partida en mil mitades la naranja.
Hallazgo efímero
Nos atraviesa y lleva
Desde donde somos
a otro orden
desconocido y veraz.
Destilan voces y extraños
Pensamientos.
Alégrase la memoria.
Aprisionado el instante
ya es sonrisa.
aura eternizada.
Enraizado en tibias rejas
que turban la razón
un talismán de piedra oscura
va por mi piel.
AMANECER EN NOCHE PODEROSA
Sombras inauditas
lleva cada hora en invisible fondo.
En despertar presente
alguien
es fecundado por alucinaciones.
Entonces rodean su garganta anillos
Y en los oídos
risas
pieles incandescentes
Testigos.
Sobre ramas atentas, audacias consumadas.
Pasos sin arraigo.
mi silencio a medias quebrado
por signos y sonidos.
Oh sangre del verano
que rebota y cimenta los huesos!
El aire inasible en el cuerpo
ronco
letal.
Comienza un descenso inacabable
en la misteriosa ciudad
que me va resbalando
hacia la nieve muerta.
Distraídos
los ciñe oxígenos de piedra.
Voces
Llaman al fuego errante.
La esperanza en holocausto
hacia arenas inmortales.
Mi esencia madura el vértigo.
Siempre ansia
eco.
Por siempre detenidos
absortos en su muerte
Sin voluntad
Petrificados creen
creen
y no aciertan a estar
seguros de si mismos.
Mañana alguien extenderá mis huellas
imantadas.
Entonces yo entraré
En un dia radiante dentro de la noche
poderosa.
Humo lento
Autor: Francisca Ossandón
Santiago de Chile: Eds. Renovación, 1954
CRÍTICA APARECIDA EN LAS ÚLTIMAS NOTICIAS EL DÍA 1955-07-16. AUTOR: ELEAZAR HUERTA
Poesía de sencillez y melancolía es la de Francisca Ossandón. Con un mínimo apoyo en el paisaje estilizado del sol, la luna, el mar, la lluvia y el viento, repite incansable, en todos sus poemas, su saludo y su adiós a la vida. Belleza de lo presente, paso irreparable del tiempo, impaciencia por el ideal que no llega aún, he aquí sus tres perspectivas fundamentales. Ocasionalmente, como vemos en “La piara”, la reacción sentimental es trágica. También podemos hallar, perdido en el libro, algún ejemplo deliberado de futilidad exquisita. Mas predomina abrumadoramente, y da su tono al volumen, la nostalgia que halla un placer agridulce en saborear lo perdido y lo imposible. Los poemas más logrados: “Camino”, “He vuelto”, “Humo lento”, son los que realizan mejor ese equilibrio sereno entre la vida como captación de belleza y como temporalidad irreparable.
Francisca Ossandón podríamos caracterizarla como una posromántica. Afina su reacción sentimental ante el mundo, pero no la niega ni la violenta, como han venido haciendo desde el vanguardismo tantos poetas. Tampoco se trasciende, en su poetizar, del sentimiento a la actitud filosófica. Ella no se detiene a ahondar sobre la esencia de la vida. La contempla hermosa, fluyente, irreversible.
Y nada más. La causa íntima de todo está, creo yo, en que Francisca Ossandón contempla la vida por sí misma y no amplía ni contamina esta visión con el contraste de la muerte. Aquel negro espanto ante la seguridad de estar mañana muerto, que dijo Rubén, no se apodera de ella. A lo más, entrevé el más allá como un espesamiento del olvido. En “Miedo”, se nos describe uno bien de acá, concretamente infantil.
El lenguaje y la técnica de la poetisa son sencillos, seguros y a ratos pobres inclusive. No hay metáforas coruscantes ni frases que inviten a ser saboreadas aisladamente. Valen ante todo por su situación en el contexto. Con eso y con evitar la retórica, Francisca Ossandón logra notoria sinceridad expresiva.
Composición que se aparta de las otras en el tema es la titulada “Nascimiento”. Aquí, maravillada, entre espantos, sonrojos y risas, la autora se contempla creando. “En un agitar tumultuoso nace el canto sin llaves, el verso”, dice; para ir después a un acoso del hecho acercándose y huyendo, en alternativas de dueña y sierva, de creadora y de poseída:
“Y escribo… escribo y huyo,
huyo de esos signos entintados
que están ahí naciendo…
y huyendo… quiero volver…
Quiero ser fuerte… y soy débil.
Niño torturado que oye el grito
de su madre que da a luz.
Desde lejos, fascinada, acecho,
el camino descubierto, la senda oscura
y privada, antes desconocida,
hoy abierta, clara, sin límites…”
Mas, la reversión sobre el poetizar mismo no vuelve a darse. El tema eterno y ampliamente humano de la vida recupera su preeminencia y Francisca Ossandón se queda muy a gusto en su posromanticismo, negándose a explorar las Atlántidas líricas.
La mano abierta al rayo
Autor: Francisca Ossandón
Santiago de Chile: Eds. del Grupo Fuego, 1957
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1958-01-05. AUTOR: JOSÉ M. ALTAMIRANO
La lírica de nuestro tiempo se ha tornado intensamente dramática. El poeta prefiere la profundidad de la existencia. El drama es íntimo y más que en la vida real, el poeta pone énfasis en hacer de su propio mundo subjetivo la materia lírica. Acaba de aparecer un libro de una joven poetisa chilena que se caracteriza por su valor estético como por la visión metafísica que trata de llevar a la visión metafísica que trata de llevar a sus últimas consecuencias. Son versos de condensación difícil, enigmáticos a veces, fragmentarios, como una sucesión de estampidos luminosos. Son versos despojados de toda verbosidad, de todo desarrollo retórico, como líneas esenciales de una verdad subjetiva y pura. Asombra la fuerza que dichos versos tienen, la tendencia a la abstracción y a evitar toda pintura naturalista de las emociones para entregarnos una obra hecha a base de imágenes y de símbolos. Todo es símbolo en esta poesía. Si menciona al árbol, a la noche, al río, a la sangre, la significación no se refiere a tales elementos sino al sentido simbólico que ellos tienen en función de las hondas preocupaciones espirituales de la autora.
El primer poema del libro ya nos indica la actitud intelectual y emocional de Francisca Ossandón. Se trata de que “el pensamiento estire sus dedos transidos para buscar una vida sellada”. El pensamiento corriente está transido, limitado y solo nos descubre una parte del alma humana como también nos entrega solo una imagen incompleta de la realidad. ¿Existe otro pensamiento más hondo que nos lleve a las capas oscuras del ser? La labor del poeta sería emplear a fondo sus recursos adivinatorios para captar aquella zona misteriosa de la personalidad humana como también del universo que se resisten a la visión habitual. Para ello, la autora realiza una especie de inmersión en sí misma. Tiene los “oídos cerrados” y los “ojos dormidos”. En esta concentración mística encuentra que su ser cotidiano es limitado y que otro ser más vasto existe en el fondo de la conciencia. Así ella escribe: “Acaso lo que en mí muere es más de lo que soy” y luego: “Mi soledad es más vasta que yo misma como si en un páramo se alzara mi llanto inmóvil”.
Este ejercicio de profundizaciones que produce una dilatación de su ser habitual, le comunica una duda angustiosa. En efecto, al invocar a Dios en el poema III y considerarlo como un “rayo que de pronto ciega”, para que ella “resplandezca en el sueño mudo de su corazón”, teme que algún día Él la encuentre “ahuecada como una lámpara glacial”. Ella quiere ganar más luz, una luz espiritual de tanta intensidad que la visión que trata de alcanzar le fuera absoluta, pero su ansia de luminosidad la ahueca y la enfría, es decir, la despoja de su sustancia terrestre. Además, la luz que logra es “interrogante”, o sea, la revelación que puede alcanzar no es solo un don sino una exigencia. La inquietud interior de la poetisa es tal, que duda de su propio esfuerzo, de “los ojos alucinados en su propia ceguera”.
Si en el libro anterior de Francisca Ossandón encontramos una comunicación más directa y natural con el universo, aquí su necesidad dramática de arrancar un secreto al misterio de la existencia, la hace mirar al mundo como un sistema elemental y simbólico. Así el poema IV versa sobre la materia que es muda y sellada. Pero ella “con su sombra y su pensamiento” penetra en la materia más dura, la piedra, por ejemplo, y allí escucha “un galope inmóvil” o la siente como una “cárcel de antiguas llamas angustiadas”. Es decir, siente la fuerza incontenible y dinámica de la materia con lo cual, intuitivamente, concuerda con los físicos actuales. La piedra, para la poetisa, “da un latido”, la siente viva, secreta, y al tocarla, “sueña en el arrebato de las formas”. El universo es para ella una energía que puede revelarse en apariencias sensibles, captables por los sentidos o la inteligencia, pero que es algo más que eso, es un incesante devenir de formas latentes. Muchos versos de Francisca Ossandón nos recuerdan pinturas abstractas de nuestro tiempo en que el artista trata de representar la intimidad de un universo tenso y prometeico.
Citemos una parte del poema XXVII:
“Me graba un oro,
me veo en monedas acuñadas
por un largo
sonido de aguas,
allí en el país del frío espeso
atada a ruinas.
Desmaya un signo brazos oscuros.
Un lento alud de invocaciones
recorre los abismos
como si llamas implorantes
le quitaron su color al fuego.
Pero hay un puerto
como un nido denlas.
Una onda que en mi boca es sílaba”.
Es innegable el domino de los elementos poéticos y la belleza intensa, depurada y audaz de sus símbolos. En toda la poesía de esta autora no hay rellenos, ni versos débiles ni artificiosos. Se trata de una poesía difícil a la simple lectura, pero si la ahondamos, encontraremos una extraordinaria experiencia expresada con fuerza y siempre con sentido.
La angustia que a veces la domina se trueca en esperanza por la recuperación constante que hace de su fe en el destino temporal y eterno del hombre. Así dice: “Construyo una torre para helarme, pero en mi rostro se llena una lámpara”. Siente la oscuridad, la sequía, el insomnio, el vacío, pero la obsesión de la luz, la fuerza vital, el predominio espiritual denotan que ella: en su viaje interior, encuentra infinitas posibilidades de salvación. Tal contraste hace que su libro se desarrolle dentro de un constante juego de oposiciones dramáticas. Así en su último poema habla del “áspero tejido de pestañas sobre su ojo helado de siglos”, o sea, de la ceguera, del frío, de la rigidez; pero el último verso revela confianza y unción: “Oh gavillas de luz, mirad por mí, permaneced orando en mi desvelo”.
Francisca Ossandón nos ha entregado un libro cuya importancia crecerá con el tiempo, libro de imaginación poética; pero sobre todo, de fervor espiritual.
El don oscuro
Autor: Francisca Ossandón
Caracas, Venezuela: Lírica Hispana, 1961
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1963-01-12. AUTOR: TOMÁS MAC HALE
Laureada con el Primer Premio en el Concurso de la Semana Internacional de la Carta, organizada por la Unión Postal Universal, Francisca Ossandón ha dado una vez más público testimonio de sus cabales condiciones poéticas, siguiendo los cauces de una personalísima inspiración, que encuentra densidad en la forma y espíritu que en el claroscuro reconoce su identidad fidedigna.
Ya expresó Paul Valéry que la poesía no consiste en un mero juego de palabras, sino en una toma de la conciencia del hombre, de sus anhelos y realidades, de señaladas experiencias que den la pauta de su sensibilidad. En consecuencia, en ella puede hallarse una plástica revelación de los misterios del hombre, que, aun bajo el peso de su inevitable contingencia, trata a veces de ocultar su esencia íntima, disfrazándola, pero a las pupilas perspicaces ese proceso no pasa jamás inadvertido. Poesía de un desdoblamiento auténtico, que tras las imágenes o las alegorías –realizaciones acabadas por la mano creadora del artista- oculta un mundo interior ricamente impregnado de vitalidad.
Francisca Ossandón integra esta singular categoría. Ella, que con risa cristalina manifiesta su amor y simpatía por todo aquello que la rodea, esa adhesión tan pasajera y sutil, que muy pronto encontrará otra medida al descubrir, con fruición deleitosa, algo más emotivo y plural que lo anterior, debería tal vez expresar en su poesía caracteres similares, exteriorizar una estrecha conjunción entre la persona real del poeta y su númen dando vida a una poesía grácil y alada.
Así la soñábamos.
Pero no. Francisca Ossandón suscribe poemas de estremecedor contenido, en los cuáles una búsqueda angustiosa se hace presente, de tortura interior y dramática intensidad.
Todas esa calidades aparecen impresas con un sello de originalidad visible en libros como “La mano abierta al rayo”, “El don oscuro” –poemas itálicos de contornos sencillamente alucinantes-, y en poemas de reciente data: “El mar”, “Carta” o “Venid, imágenes antiguas”, este último un ruego de golpeadas resonancias, como si clamara: “¡Identificáos conmigo, brindadme vuestro mensaje, llegad hasta mí que encontraréis un intérprete que descifrará vuestros signos inaccesibles!”.
El milagro se ha producido. Sí: en una poesía de herméticas resonancias, donde el impresionismo ha encontrado adecuada vestidura, sometiendo al lector a invariable meditación, lo cual es lógico y natural desde el momento que una obra que ha costado notorio esfuerzo al poeta debe producir, necesariamente, en quien se impone de su contenido tarea semejante al hacer efectiva su interpretación o exégesis.
La belleza no está en la mano de todos los artistas; solo una minoría selecta consigue su objetivo. Algunos nos sorprenden gratamente y obtienen nuestra aquiescencia; otros, los más, se distancian de nosotros casi en el acto, agostando las esperanzas cifradas en ellos.
Constituye, pues, un acierto el de Francisca Ossandón haber dado el título de “El don oscuro” a su último libro. No todos pueden apreciar la belleza, y la poetisa, al remontarse al pasado, demuestra su arrobamiento y su permanente éxtasis admirativo frente a figuras que simbolizan toda una época presidida por el esplendor.
La luz de la tradición –maravillosa herencia espiritual- ha alumbrado las pupilas de la poetisa, quien exclama en “Tivolli, Villa D’Este”:
“En el bosque el agua
eterniza una luz
que habla de la tierra
arrastrada por el sueño
y la sombra saciada
en una vestidura blanca.
El alma resbala como una gota inagotable
que comienza en el ojo perdido de la estatua...”
Ahí está realizada la transubstanciación de las especies. Del monumento perdurable, que también impresionó a Liszt, quien creara tempestuosas composiciones con motivos semejantes, durante sus años de peregrinación por Italia, al poema de inteligente arquitectura.
Como dijo una vez Eliana Navarro: “Un ser privilegiado nos fue iluminando atrevidamente imágenes amadas. Fundido a ellas entregó su propio espíritu y recogió como un viento poderoso el clamor de pueblos desaparecidos”. Certeras palabras que definen con toda esplendidez, el aliento de tan sugerente poemario.
Por su parte, Juvencio Valle en ese hermoso “Madrigal invasor” inserto en su libro “Del monte en la ladera” ha cantado refiriéndose a Francisca Ossandón:
“Y te estableces a medio camino,
entre cielo y tierra solamente,
cerca del sueño,
al alcance del pensamiento,
y desde esa estación intermedia
nos cautivas”.
Al expresar tales atributos está calificando, con parecidos términos, la etérea y fascinante personalidad de Francisca Ossandón.
Debo agregar que en el lírica femenina chilena encuentros con verdaderas poetisas de altos y encumbrados vuelos, como los de Francisca Ossandón, rara vez se alcanzan y que fuera del choque emocional que, producen, perduran indeleblemente en la memoria.
De sus viajes la poetisa siempre ha traído selectos presentes poéticos, que luego adquieren forma debida para deleite y maravilla de críticos y lectores, y de su peregrinaje por los agrestes campos de la belleza ha extraído motivos de muy significativa jerarquía.
Me temo que estas mal hilvanadas palabras no son elocuentes como hubiera deseado para testimoniar mi admiración por la obra poética de Francisca Ossandón, de nuevo en primer plano de la lírica chilena. Ojalá persista y fructifique, teniendo en vista el lema de Euphorión:
“¡Más alto siempre subamos!
¡Más lejos siempre miremos!”
Tiempo de estar
Autor: Francisca Ossandón
Santiago de Chile: Arancibia Hnos., 1963
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1963-11-03. AUTOR: NELLY CORREA QUEZADA
Francisca Ossandón tiene la gracia de la exquisita levedad, que es distinta a la liviandad de los seres superficiales. Es un carisma de que suelen estar dotados espíritus como el suyo, justamente para equilibrar el peso y gravedad de la existencia humana, donde ellos saben mirar concentrada y profundamente.
Su poesía tiene, esta vez, un carácter eminentemente sentimental, pero Francisca ha sabido tocar armoniosamente las cuerdas del espíritu y la ha librado de odiosas sensiblerías. Su poesía es culta y laboriosa. Su sensibilidad está inteligentemente disciplinada. La entendemos muy bien cuando dice: “La flor no me da su aroma, sino su abeja”.
Francisca Ossandón expresa sus inquietudes marginándolas de referencias autobiográficas y sin proponer situaciones concretas. Es capaz de mantener su enigma de mujer a través de estos poemas, que no son confesiones, y este tacto poético, esta fina intuición les dan el aire de nostalgia y misterio que circunda siempre a la bella poesía. Estas inquietudes o efervescencias del espíritu son estranguladas por una realidad apacible, pero cruel. Dice:
“Oh, perdida sombra de soles
impedidos
que nadie abriga.
Mi llanto está cansado
de luchar
contra el anillo visitante,
contra el sueño que gira en la paz real
y se emborracha de pájaros”.
En la visión que tiene sobre la vida están entremezclados sus problemas: el agua, el bronce, el sueño, la luz, son la esfera en donde ha traspuesto sus afanes como símbolos de concreción para los secretos ideales. Estos poemas parecen estar escritos en un aislamiento doloroso y apremiante desde su alto y misterioso templo: “Oh columnas como dientes en mi torre desgarrada”. En sus soledosas tribulaciones está presente la causa como una invitada; sabe vestir de levedad el peso de sus angustias. En sus poemas del mar dice de él:
“Los labios del laurel
en su frente.
En la mía
la sombra del destino
gemela de mi ser
e invitada”.
En esta obra de íntimas resonancias, las ideas están individualizadas en experiencias que son planteadas como problemas formados históricamente en torno a su ser:
“¡Ay! Magnitudes misteriosas.
Luces que cegaron el aire.
Posesión de inmortales reliquias.
¿Cuál es la entraña
en que grita el ave?
¿La fuente?
¿La raíz de la última
palabra?...”
Su poesía, en este nuevo libro, “Tiempo de estar”, ya lo dijimos, es de carácter sentimental. Su mundo, aquí, puede parecer estrecho, pero, innegablemente, hay riqueza. En la fuente del espíritu nunca es posible beber hasta secarla. El sentimiento es necesaria materia de poesía, su relación con ella empieza desde el momento que se le convierte en objeto de contemplación para crearle una nueva realidad en el mundo de las imágenes.
En cuanto a la estructura de los poemas, estos se desarrollan en un ritmo lento. Cada verso trae su propia fuerza con amortiguado peso, como si la autora fuese preparando un encuentro final consigo misma, y que vemos realizarse al término de casi todos los poemas. En los versos finales hay imágenes concretas que responden a síntesis mentales que dan exactamente la clave emotiva y justa del poema.
Francisca Ossandón es abeja laboriosa en el quehacer poético de su jardín espiritual.
Tiempo y destiempo
Autor: Francisca Ossandón
Madrid, España: Eds. Ulises, 1964
CRÍTICA APARECIDA EN LA NACIÓN EL DÍA 1965-09-19. AUTOR: VÍCTOR CASTRO
No deja de ser interesante, y por variados aspectos, la última promoción de poetas chilenos. La flor nueva de nuestra poesía, consciente de su raíz más vital, irrumpe en la literatura nacional y coloca sus signos en la extensa latitud de la Patria, en el aire golpeado de su bandera. Nombres como los de Efraín Barquero, Fernando González Urízar, Ximena Adriasola, Luisa Johnson, Eliana Navarro, Jorge Teillier, Fernando Lamberg, han puesto categoría a la poética de los diez o doce años recientes, cada cual con su luz equivalente, cada uno con su árbol merecido.
Es necesario, empero, agregar con voz alta y propia el nombre de Francisca Ossandón.
Porque la autora de “Humo lento” (1954), “La mano abierta al rayo” (1957), “El don oscuro” (1960), “Tiempo de estar” (1963), y más recientemente, “Tiempo y destiempo”, Madrid, 1964, va calando muy hondo ya en su espontáneo decir, en el lúcido acontecer de sus días. Francisca Ossandón no le teme a nada en el mundo, a veces entristecido, de las palabras. Nos referimos, claro está, a su última obra. Allí nos es dable columbrar la noble virtud de la espontaneidad, cuando ella proviene de un hondo decir, y cuando lo dicho adquiere determinación, vida presente, noblísimo gesto del ser:
“Más unida a ti
que la médula del invierno
a tus vértebras ateridas.
Despierta la ruta.
Sella tu mano, y saludemos
los umbrales intactos…”
Pero la espontaneidad de Francisca Ossandón no se reduce al gesto. Lleva dentro de sí, como una grave enmascarada, la consumación de las cosas. Dice ella: “Mi voz, como una fuente abrasada…”, y van surgiendo ante los ojos los clarísimos dones expresivos donde la rica pulpa de la vida mueve su oleaje y la embriaguez del existir cuando en el canto, aunque a veces dramáticamente:
“Años, años como corrientes
de ceniza fecundable.
Venid años, venid espejos
hundidos
en mi memoria mortal…”
La poesía de Francisca Ossandón es, en rigor, de un lirismo introvertido, hecho de profundidades y lejanías, lleno de aquella sentencia que sostenía Rilke en una de sus cartas a Capuz, de que muchas veces los versos no se hacen solo con sentimientos, sino con experiencias, entendiéndose estas últimas como íntimas, vividas y sentidas desde dentro:
“Tiemblo ante lo más vivo
de mí misma,
ante una verdad casual
e indescriptible.
¿Cuáles son los yesos
para mi quebrado espíritu?"
¡Noble don es el de Francisca Ossandón, tan leve siempre y tan sonriente, en medio de su oriundez femenina! Su verso nos seguirá acompañando, sin duda, en el día violento de los tiempos.
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