Julieta Gamboa
(Ciudad de México, 1981) es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha participado en los talleres de poesía de Hernán Lavín Cerda y Máximo Cerdio. Trabajó en el equipo editorial de la revista Discurso Visual del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de Artes Plásticas del INBA. Sus poemas fueron incluidos en la antología del concurso universitario Décima muerte, en 2000. Ha publicado en revistas como Palabras diversas y Los poetas del 5. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.
Interiores
Dos mujeres que duermen juntas defienden más que su propio sueño
Adrienne Rich
El camino del deseo fue tallado
como una ley sobre la piedra.
El tiempo deslavó los signos,
pero un eco quedó en el aire,
suspendido,
inmóvil en el espacio sonoro.
Otros me hablaron de mí,
nombraron el desorden de mi cuerpo.
Mi deseo fue una roca,
forjada entre los límites del pecho
que frenaba la pulsión hacia otro cuerpo como el mío,
sostenida en contra de su propia gravedad.
Hay uniones vedadas.
Algo falla.
Has olvidado los movimientos suaves,
la mirada tenue,
el oficio de la seducción.
Conocí la lengua del encubrimiento.
Adentro se extendía una niebla espesa,
en las grietas del temor adolescente.
Después, tu presencia fue ensanchando las fronteras,
angostó el cauce para que el río desbordara.
Silenciado,
el deseo anónimo crecía,
sofocaba mi aliento debajo de las ropas.
No es real.
Es un juego que cabe entre nosotras;
un momento único,
que no va a repetirse,
marcado por el frío que nos habita.
Le temí al movimiento,
pero tu cuerpo se agitaba como el mío;
la amistad tuvo otro nombre,
que dejamos enquistarse en la garganta.
Mi realidad volvió al curso
de los espacios cerrados.
Los labios no se tocaban;
tejían el camino sutil a la mentira.
Cada palabra era un mensaje cifrado,
un fósil cerrado en sí mismo,
que esperaba el momento para abrirse.
Concebimos una realidad detrás de las puertas.
En los interiores,
fabricamos puentes hacia una desnudez real.
Otros marcaron el límite
entre el mar y la costa.
La marea nos llevo lejos del puerto,
Nos sumergimos y contuvimos la respiración bajo el agua.
El sudor frío,
la rigidez de nuestros músculos,
unidos,
cimentaron una arquitectura inestable.
El disfraz era el mismo cada noche.
Cuando envejezcas
tu cara tendrá las marcas
de cada una de tus mentiras.
Un viaje me hizo regresar al espacio de mi cuerpo.
Recuerdo la carretera,
las curvas incesantes que trazaban el camino.
Sostuviste mi cabeza para frenar las arcadas;
tu gesto cercano marcó el fin del artificio,
el retorno a la orilla verdadera.
Volví a mi tacto.
Seguí la ruta de los árboles caídos
para limpiar sus ruinas.
Madre,
esto es mi cuerpo;
éste, su nuevo nombre.
La lluvia removió el barro que me tapaba los poros.
Confié mi rumbo a la proximidad de nuestras manos
para fijar mis ojos
en la igualdad de nuestros cuerpos.
Cadencia
Existe un patrón fijo en el ciclo de mis células;
crecen y se duplican en un trazado exacto
que se reitera sin dejar asimetrías.
No se permite un movimiento impredecible.
Si una célula rompe la línea,
su trazo violento es germen de un tumor,
aferrado a los tejidos.
Afuera,
obediente al diseño,
buscando preservarme,
reproduzco la corriente interna,
neutra,
impuesta por mis células.
Lejos del caos,
del vértigo,
abrazo el estatismo,
la falsa energía cinética de las repeticiones.
En un fluir lento de la sangre,
percibo la mudanza:
me aproximo a un estado vegetal,
espero el crecimiento de raíces.
A fuerza de reiterarme mi interior empequeñece;
parece que sólo me caben cosas mínimas:
a mi oído, el timbre uniforme que me regresa
al encierro del ciclo;
a mi boca, las mismas palabras para otros,
su sabor punzante que desgasta las papilas gustativas;
a mi memoria, el peso de lo reconocible,
detrás de la esquina de siempre.
Miro a las moscas que vuelan en círculos.
El zumbido continuo, que sólo cesa
cuando el tedio las hace desplomarse,
es la música de la permanencia.
Los días que vienen traerán clima templado,
un cambio en las estaciones apenas perceptible.
La voluntad, cercada en el tiempo biológico,
es una gota que confirma su sonido,
quizá esperando lograr la asimetría
en la mancha de humedad que imprime sobre el piso.
Elogio de la semilla
Sumergida en la bolsa de agua
con la membrana del tímpano todavía formándose
ya distinguía el filo agudo de las voces,
dilatado después de la salida,
continuado hasta la infancia:
el hombre y la mujer son uno
a la medida de la procreación;
en su centro palpita la semilla.
El lugar de tu cuerpo es una casa
para sentarte y esperar a que se abra la simiente
todas las veces posibles
y que tu rostro y tu voz se multipliquen y te prolonguen.
Pule tu reflejo en esa casa de murmullos;
cultiva lo blanco en la ropa
y tu mesura debajo de las sábanas.
El timbre de las voces construyó el laberinto:
dos cuerpos iguales deben repelerse;
el magnetismo no soporta la unión de cargas símiles,
verdad física.
El abrazo de una mujer y una mujer abre un tiempo estéril,
su cercanía tensa el equilibrio de lo vivo.
Tu piel anómala junto a otra piel anómala,
aleja la semilla, su germinación, el fin último.
La torcedura de las ramas se anunciaba en las líneas de tu mano,
en la ordenación de los astros el día que naciste.
Estirpe enferma,
invisible en el mapa de las criaturas.
Aprieta con fuerza las piernas,
encierra tu lengua,
cose los labios,
inhibe el tacto.
El deseo yerra cuando anega un campo fértil;
encuentra el camino para darte a un hombre y recibirlo,
o busca máscaras que ahoguen el sudor,
levanta muros que nos salven del contagio.
El exterior de las voces quiso un ser desmembrado,
tronco sin extremidades y sin sexo,
con la espina rota.
Pero mi cuerpo lentamente se hizo sordo,
mi vientre se hizo sordo al timbre agudo
para no secarse,
para no conservar las vísceras ceñidas
y limpiar de prédicas el tacto,
para borrar el ruido de los gusanos
gestando debajo de las piedras.
Evolución
Se trata de crecer,
pero los músculos son atraídos a la infancia,
al territorio en que mirar la muerte no era derrumbarse.
Se trata de crecer,
lejos del barranco,
del hueco donde caer y rasgar la tierra,
romperse un poco cada día,
eran parte de un juego repetido.
Alcanzar altura,
salir,
con cada célula,
de aquel desorden del cuerpo.
Pero la respiración conserva el mismo ritmo;
antes de las palabras convertidas en un filtro,
hubo un grito de pájaros convulsos,
aún quedan rendijas,
hendiduras al intento de ser otro.
En las venas del árbol
La raíz es la ruta para quien teme su voz.
Las palabras se alimentan de la tierra,
se encadenan a la fibra endurecida,
sorda osamenta que se agita en este árbol de ciudad.
La voz del árbol solo empuja el pavimento.
sube,
grita sus salida a cada una de las ramas.
No la sostienen,
baja,
las astillas como cimientos de su lenguaje fósil,
expulsado de la superficie.
En el momento de la muerte, cuando los músculos se distensan del todo y la mirada se dirige vertical al techo, el rostro de cualquier muerto cercano es el de un desconocido. Se borran las líneas y con ellas los lazos. En esa figura de cera modelada no está el paso de los años. Ningún gesto en la envoltura, en la cáscara seca.
No es posible encontrar la resonancia de los rasgos propios en un muerto. Miro una foto de mi padre cuando tenía treinta años. No conocí a aquel hombre joven, pero así es como aparece algunas noches, desprendido de la imagen gris de la fotografía. Lo recuerdo inexacto, a veces diluido. Uno a ese rostro una voz, alejada de las células comiéndose una a otra, de las mutaciones, del temblor. Alejada del rostro de cera de un desconocido.
En un tiempo con fisuras, mi memoria decide el rostro de mis muertos.
Bajo llave
Después de una vida
que se mide en horas
la desnudez llena de barro,
es una garganta abierta.
Pasos y más pasos sobre las mismas calles:
así es como el alma se apacigua,
de la misma exacta manera.
No importa si hoy,
porque es nublado,
el pecho se deshace en gritos
o la boca pretende decir:
todo imposible.
Así es como el alma se sujeta a manos llenas.
Periódicamente
Los ladrillos de este cuarto,
como ayer, como mañana,
quedan intactos.
Abrir la regadera
y usar los zapatos
que harán el mismo recorrido
va desgastando algunas coyunturas.
La mosca también hace lo mismo cada día:
sube por el vidrio con pasos verticales,
se estrella hasta encontrar el mínimo orificio;
después regresa.
Es casi como las vueltas en círculos,
como girar la llave en la cerradura,
cargando pocas palabras y menos llantos
y las rodillas ya grises,
un poco entumecidas.
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