Karenne Wood
Nació en Estados Unidos en 1960. Pertenece a la Nación Monacan. Poeta, narradora, ensayista y antropóloga. Con Tierra Markingson, obtuvo el Premio de Poesía de los Autores Nativos de Norteamérica. Defensora de víctimas de la violencia doméstica y activista por los derechos de las mujeres y los indígenas y la defensa del medio ambiente, nos dice:
“Uno de los aspectos más importantes y duraderos de las culturas indígenas americanas es el concepto de respeto por los demás, por la tierra sagrada, por los seres vivos y las plantas que se consideran familiares de los seres humanos. Los países de origen de los pueblos indígenas no son sólo lugares de dónde extraer los recursos, sino que son la fuente de la vida misma de las generaciones pasadas y por venir. Los nativos no se imaginan el “progreso” como una marcha tecnológica lineal desde un punto de partida arcaico a un estado indefinido de la perfección: ven el tiempo como una serie de ciclos a través de los cuales las personas recrean las mismas funciones. Nuestro propósito como seres humanos es mantener el equilibrio y la armonía en el mundo natural. Esto se logra cultivando “correctas” relaciones y un estado sano de la mente. Dicho esto, ¿cómo nos relacionamos con una ética cultural que valora la ganancia y el poder político por encima del mantenimiento de nuestras tierras, aguas y la diversidad de formas de vida que nos rodean?”, escribe Karenne Wood.
Sitio de una masacre
Puedes decir que ves
sólo un campo o escuchas
solamente una brisa
donde ahora surge pasto
sobre la tierra, el viento,
luego los muertos descalzos corren
antes de que un arma retumbe
contra su cráneo, ruido sordo de
niños desplomándose,
muñecos desgonzados en el
centro de un pueblo en llamas.
Benditos aquellos que
no escuchan llantos interrumpidos,
o tiros o pezuñas,
que no pueden sentir la persistente
pena. En el sol de la tarde,
cada roca destella. En el viento,
cada hoja de pasto grita.
Jamestown revisitado
A la manera de Wendy Rose.
(Al ser invitada a una reunión en el sitio de la Colonia de Jamestown, donde la gente de la iglesia deseaba disculparse con los indígenas de Virginia por todo lo sucedido desde 1607).
Aquí vienen de nuevo,
inquiriendo. Advierten
que nada tenemos
para dar, hemos dado
como la tierra, nuestras
montañas asoladas
con negros venenos híbridos
elaborados de tabaco.
Ustedes nos disponen en su
plataforma como esculturas.
Podrían arrepentirse ante nosotros,
llorar entre sus ropas por algo
como un emotivo programa
de debate, para absolverse casi
cuatrocientos años, y después
regresar a casa a cortar el césped.
Ustedes no son quienes
quemaron nuestros cultivos de maíz
nos dieron cobijas infectadas
politiquearon, robaron, violaron o
intercambiaron ron. Ustedes no son
los que preguntan cómo puedo ayudar,
los que ofrecen su trabajo a los indígenas,
o incluso votan por salvar el planeta.
Nosotros no somos quienes
Perdieron a sus hijos congelados en el río,
cuyas madres cargaban balas
cuyos padres dejaron corazones
en este suelo. No fue sobre nosotros
que se dijo, no tienen
ni los derechos de los perros
Nosotros somos palabras de lenguas
que nadie se atrevió a hablar. Somos
sin nombre, nombrados por otros;
mulatos y mestizos
de Virginia. Somos piedras blancas
y pedazos de hueso, alfarería
sumergida en rojo barro, vidrio negro
como puntas de lanza encontradas aquí,
obsidianas extraídas entre las tribus
que vivieron miles de kilómetros al
oeste. Somos refranes de nuestros
abuelos, canciones que flotan en
el viento nocturno con nuestros sueños.
Ahora ustedes nos llaman remanentes:
lo que queda de una tela
cuando la mayor parte se gastó.
–Ustedes no tienen memoria–
nos desplomamos sobre
cicatrizadas rodillas y dijimos que
no había más que dar.
Ustedes preguntan de nuevo,
¿Aceptaremos sus disculpas?
Un viento del suroriente
les responde. Nuestras orejas
no son visibles. Los labios no son
visibles…
O, somos los huesos
de lo que ustedes olvidan, de lo que
ustedes pensaron eran sólo mentiras…
Sólo nuestros ojos miran alrededor.
Ojos tono tierra, ojos del
bosque, ojos de cumulonimbo, ojos
salpicados de oro, ojos
como la obsidiana, ojos que
ven directamente a través de ustedes.
Para ellos
América, tú, ¡oda a la realidad!
Devuelve a la gente que te llevaste
-Robert Creeley
Dónde están aquellos entonces, que
desaparecieron después del desayuno,
caminaron por calles con olor a lavanda
a través del pueblo, ¿nada
compraron, nada trajeron a casa?
¿desaparecieron de día,
sus pertenencias vagas figuras
en alcobas vacías?
Los árboles saben. Azotados por el viento
se acurrucan, mujeres
envueltas en sombríos chales.
Aquí hay un llanto que has escuchado
a través de tu vida, tu voz el aire sobre
un campo de huesos humanos,
el reflejo de una ciudad de
escaleras irregulares extendiéndose sobre el puerto.
Están alrededor en una agitación de
otra parte, la corteza
de la tierra, cada fragmento les pertenece.
Tú le das forma a su ausencia.
Disminuida la memoria en
tus últimos días, te preguntas adónde
fueron llevados, qué
habrán sabido al final.
Primera luz
A esta hora, quién pudiese discernir dónde termina la tierra,
o el agua, dónde el riachuelo se convierte en bahía, la bahía en
río y se extiende atravesando hasta un borde azul
de Maryland, completamente negro ahora, invisible.
A través de la neblina de Julio, la primera luz es una pincelada
de gris colándose. Patos suben a la playa,
marineros bajitos con piernas arqueadas. Por el agua, señuelos de cazadores
como criaturas improbables pastando sobre un campo pálido.
A la vuelta, el puerto, dos cangrejeros se embarcan.
El traqueteo del diesel resonando a medida que la proa corta las olas.
Sinsontes descienden, muestran sus hombros como mujeres
anunciando vestidos de veraneo. Águilas pescadoras se lanzan.
¿Qué importa? Al final, nos convertimos en lo que
hemos amado, cada cosa que nos paralizó en el éxtasis
de su momento, su gracia que no es propia, la nuestra tampoco.
Crecemos alrededor de la tierra a medida que crecía a nuestro alrededor, y
el amanecer cruza sobre nosotros, durmiendo en nidos o en
camarotes o en la tierra, convirtiéndola en vida de nuevo. Aquí esta
el momento: aquí, entre garzas, águilas pescadoras, mañana,
río. Creo en esta luz: es la luz del mundo.
http://www.festivaldepoesiademedellin.org/pub.php/es/Revista/ultimas_ediciones/91-92/wood.html
Returning
after Derek Walcott
You never forget: a white chapel, perched by the roadside,
the bulk of granite outcrop on which it sits like a hat,
the redbuds, yellowed now, the dogwood rusting, dignified
as a matriarch, as fluted leaves begin to encircle it,
the mountains against orange clouds to the west,
a chimney steaming with the season's first drift of smoke,
pale against the sky and sinuous as a woman undressed
in someone's window. Across fields, you hear the shriek
of a hawk, gliding over Bear Mountain, past spines of corn
arcing back toward the earth, and smell a faint reek
of apples shriveled together in the grass. The creek's bliss
continues under the road, behind trees, where a cabin
settles into the ground. Can you genuinely claim these,
and do they reclaim you? Dusty yards, red-rimmed eyes of men
in overalls, women with stained hands, their faces resigned
beyond the years, irreversibly, and are they your own? Their thin
voices, brittle as their joints; shelves in their root-cellars, lined
with callused potatoes and onion bulbs, apples in barrels, rows
of home-canned provisions that gleam in jars; their cordwood
stacked in readiness, quilts on their beds. The autumn glows
around you, hilltops enflamed in the sun's last light. The land,
the land you never forget, rises, falls and rises again, always:
yes, they reclaim you in a way you need not understand.
From Markings on Earth, University of Arizona Press.
First Light
At this hour, who could discern where land ends
or water, where creek becomes bay, bay becomes
river and stretches across to a blue verge
of Maryland, all the way black now, invisible.
Through July's haze, the first light is a brushstroke
of gray seeping in. Ducks totter up the beach,
short bowlegged sailors. Over the water, duck blinds
loom as improbable creatures who graze a pale field.
From the marina around the bend, two crabbers set out.
Their diesel chugs reverberate as prows cut new waves.
Mockingbirds swoop, flash their shoulders like women
advertising summer dresses. Herons cast themselves down.
What matters? At the end, we become what we have
loved, each thing that transfixed us in the rapture
of its moment, its grace of its own making, ours the same.
We grow around the land as it grew around us, and
dawn crosses over us, whether asleep in nests or
berths or in the ground becoming life again. Here is
the moment: here, among herons, ospreys, morning,
river. I believe in this light: it is the light of the world.
From Markings on Earth, University of Arizona Press.
Smoke Dancers
Darkness stretches itself through winter months as a penetrating
cold into fur through elkhide and beargrease, entering skin
until it quivers in Haudenosaunee hands. The smoke dancers
step into the light, their singer tapping his water drum, its skin
the deer whose death blessed it into song. Cookfires wink
across palisaded towns, mirrors of the stars themselves.
The men dance quick steps to the beat--thighs like haunches
churning. They know their music, hopping
mid-song at drum's pause,
then faster until smoke rises. It is done this way, though longhouses
are fewer. Men step toward the circle, begin as though nothing has
changed, as though men of their time, as they are. Now they dance
in a white tent--the audience leans forward, knows them as men,
and they pivot and stomp, leap and whirl, kin to the animals, they rise
as birds, sway as saplings, grow fluid like water, swirl and flow
as they become the air their people breathe.
From Markings on Earth, University of Arizona Press.
Making Apple Butter
In late September, evenings bring Indian women to the tribal center
kitchen, where they make apple butter. They gather their aprons,
headscarves tied on, descending the hillsides with dusk. The first night,
they pare, core, and quarter cooking apples, imperfect yellow spheres
stacked in bushel baskets--no crimson, waxed Delicious, no green
Granny Smiths, no Empires. All evening, women chop as apple chunks
turn the color of earth in the air, as leaves begin to yellow in the dark
ness. They need one quart of apples for every half pint; baskets empty as
fingers grow moist, then wrinkle, among laughter and the scrapes
of small knives that pare and pare again.
The second night, boiling begins. Scents of hot cider, cinnamon, ginger
and cloves rise to spread around the women like thick, hooded robes.
Quarts of cider or vinegar are stirred and stirred again, the hours it takes
to reduce each pot by half, to add the chopped apples, simmer an hour,
add sugar, spices, boil again, until dark-gold mixtures turn the mahogany
velvet of trees and the scent anoints the hair. Now, through the music of
spoons, jars and pots, through laughter, what remains is reduced to the
essence of apple: roots and limbs laden with gold circles. We are blessed
by the hands of these women who ladle into jars an enchantment made
by heart, who condense, seal, process and sell apple butter at St. Paul's
church bazaar, three dollars for a pint.
From Markings on Earth, University of Arizona Press.
Amoroleck's Words
You can't take a man's words.
They are his even as the land
is taken away
where another man
builds his house.
—Linda Hogan
You must have been a sight, Captain John Smith,
as your dugout approached,
with Jamestown's men
sporting plumed hats,
poufed knickers, beards, stockings,
funny little shoes.
You might have looked, to us,
well,
uncivilized.
We fought you, we know,
because you wrote it down.
One man was left behind. Wounded.
At your mercy. Among your shining goods—
mirrors, knives, firearms, glass beads—
Where was mercy? Maybe you left it
in England. Eager to learn, Captain Smith,
you asked about the worlds he knew,
whether there was gold,
why his people had fought
when you came to them "in love."
He told you in his dialect,
which no one now speaks.
You recorded his name, his words.
Not his fate.
Of all the words our people spoke
in the year of our Lord 1608,
only his answer remains:
"We heard that you were a people
come from under the world,
to take our world from us."
From Markings on Earth, University of Arizona Press.
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