Julio Trujillo
(Ciudad de México, 1969)
Es autor de Una sangre (1998), Proa (2000), El perro de Koudelka (2003), Sobrenoche (2005), Bipolar (Pre-Textos, 2008), Pitecántropo (Almadía, 2009) y Ex profeso (2010). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la unam y ha dedicado toda su vida a la edición de publicaciones culturales, como la Revista Universidad de México, la Revista Mexicana de Cultura, El Huevo y Letras Libres, revista de la que fue editor, en México y España, desde 1999 hasta 2009.
Don Alfonso
para Christopher Domínguez Michael
En la sombra que proyectaba Don Alfonso
vivía un oso,
todo un perseguidor que carcomía,
cruel,
los talones del sabio.
Medio loco,
se echó al mar Don Alfonso a deshacerse
de su sombra
y al oso suplantaron las gaviotas.
¡Qué alada cháchara que lo distrajo
y apenas se dio cuenta que volaba!
Robado por las pájaras,
ligero y ya perfecto
como un huevo,
fue Don Alfonso durante un instante
un punto en pleno cielo
y se esfumó.
UNA TEMPORADA EN EL INVIERNO
Salimos del invierno como héroes,
llagados pero enteros,
mostrando sin orgullo los lugares
donde nos laceró.
Gusanos ciegos,
surgimos a la luz y su creciente tibieza.
Nos ponemos ahí para ver cómo
se nos caen las costras.
Articulamos huesos ateridos,
espabilamos el iris,
carraspeamos primero
para después emitir limpia nuestra voz.
Ahora ya podemos desdoblarnos.
Éramos una fuga al interior,
monologantes ovillos,
almas amoratadas y centrípetas.
Podemos ya reconocernos
y tocarnos.
Podemos, animales, querernos largamente
con la lengua.
Exactamente qué, no lo sabemos,
pero aprendimos algo
en la espesura,
se dilató nuestro ojo de pensar.
Dejamos una piel
y acaso un mapa
para cuando volvamos a rizarnos
rumbo al uno.
(Bipolar. Valencia: Editorial Pretextos, 2008).
El hombre alzó la vista y esperó.
Apenas hizo nada
mientras esclarecía.
Qué.
No supo cómo distinguir la bruma
de la esperada transparencia.
¿Amanecía?
¿Era una larga despedida el horizonte o se anunciaba?
Discriminar era un mandato odioso,
un deber de la sangre en las retinas,
rojo, sí,
ruidosamente ondeante.
Quiso quemar sus párpados y ya no obedecer.
Robarse
La sombra pesa en el Café Barbieri,
oprime suave
como un apenas insinuado malestar,
ya está cobrándose un jirón
de vida,
un sístole en ascenso que no llega.
Salir de este paréntesis
y solamente respirar como antes,
limpiamente,
sin piedras que arrojar de los pulmones.
Salir a dónde,
a qué discurso que ya no pronuncia nadie.
Si ya no retomar, robarse la palabra.
Diez tequilas
A la calle salí en llamas y sin mí,
lo que restaba eran jirones de miradas:
el mundo era mis ojos
y mis ojos
yo,
buscando y a la vez
dispuesto a ser hallado,
zancadas allá abajo,
resuello y resonancia,
caudal que va sin rumbo y que desea
desembocar.
¿Qué mar espera al hombre desbordado?,
pero el instante no pregunta,
avanza y se mantiene,
se yergue a toda altura,
iza
sus estandartes
que en esta noche azul
siguen ondeando.
DIGO PIEDRA
¿Por qué
si digo piedra
los goznes de las letras se entumecen?
Piedra:
y un azote de cal
seca mi lengua,
los verbos se amurallan en sus nichos,
necios,
amedrentados por lo férreo
y su hipotético candado.
Roca:
y se sujetan las palabras
más aéreas,
no me desoyen por su buena educación,
no abren las alas
por temor a disiparse
y no ser lo que son y después qué.
Qué.
Tal vez los goznes giren si arengamos
al aceite,
si el lúbrico resbala hasta la roca
y le unge un ósculo en sus labios
agrietados.
Un óleo veleidoso
que corrompa
los estatutos de la piedra
puritana.
Sí,
por un desliz valiente
que se abran las palabras.
Un arrecife de moluscos no es tan arduo,
es un gozne jovial,
una cintura sublevada
tan girando.
Piedra,
definitiva flor,
planeta inadvertido,
ven a mojar tus labios
en mis vocablos húmedos,
te ofrendo lirios anegándose,
un indumento de lama
y miles de algas:
agua.
Oye sus sílabas fluviales:
agua;
o éstas esponjadas:
moho;
te doy una pasión:
las olas,
ellas amansarán las líneas de tu rostro.
De Una sangre (1998)
HIP HOP
¿Oyes el diapasón del corazón?
Ramón López Velarde
Soy un tambor en su mejor tensión,
casi una superficie desollada,
secreta piel que vibra
debajo de la piel.
Y todo es percusión en la epidermis,
la más delgada brisa
–que no sabe
que llevo miles de años esperándola–
extrae de mí sonidos
que gozan de su propia duración.
Diré que no he dejado de ulular
desde que un soplo
echó mi piel a andar sobre sí misma.
(He sido acorde sordo
y estridencia,
he sonado sin ciencia,
pero mis cuerdas templo
desde que se enroscaban en cordón.)
Difícilmente sé
bajar la voz:
tengo alma de barítono,
arranques de mariachi y calentura
de negro en malecón.
Quiero cantar porque me impulsa un ritmo
que impone como un óleo
su motivo.
Lo escucho con los ojos:
más allá de observar aves y árboles
veo gerundios volando
y esdrújulas con ramas genealógicas.
Verbos para beberse y consonancias
de dorso acariciable.
La curva de mi oído se pronuncia
como la pera
de mortal peralte.
Conozco la fatiga:
la mente nunca apaga su sinfónica.
Pero hoy soy un tambor
y el mundo me seduce con sus palmas.
No sé si alguien escucha.
Las vacas de Ted Hughes tal vez gozaron
las líneas de Chaucer.
¿Habrá un rebaño que me preste orejas?
¿Ablandaré el gran cálculo de piedra
como un río sus guijarros?
¿Penetraré en tu sangre para darle
un nuevo hervor?
Cada interrogación es una llave
centrífuga de sol.
No importan las respuestas sino el timbre
con el que formulamos las preguntas,
la música y el hip hop,
la trenza de fonemas enlazados.
El ritmo, el puro ritmo
con que se desenvuelve el corazón.
De El perro de Koudelka (2004)
HAMBRE FINGIDA Y VERDADERA SED
Hambre fingida y verdadera sed.
Hambre fingida de una mesa circular, erizada de guisos recordados. Hambre fingida de risotto y setas, de lonchas adheridas a la osamenta del ala, y hambre de párrafos, de raciones de veinte o treinta líneas encuadradas, como galletas saladas. Hambre de traducir lo que el marrano le dice a la gallina sobre la mesa circular; de perseguir al chancho hasta el medievo, con un sable de luz que se transforma, entre las manos atónitas, en un garrote nudoso. Hambre de encadenarse a la gallina de un solo tarascón, también fingida pero ya insuflándose: realidad empollada, enamorada de sus reverberaciones.
Sed real de un bloque azul, a la deriva en el invierno de la Antártida. Sed verdadera de espirales de aire, que insisten en la boca de la copa desde hace miles de años, encandiladas por una mentira. Sed de un veneno cuyo efecto tarda, tan improbable como aurora mentolada. Sed no de los cristales sino de su posible, de su alma en lo anfractuoso. Sed de una redecilla que no acaba, aunque parezca truncarse en lo dentado. Sed roma, sin modales, que ve pasar la saciedad y no se hinca, ya fábula contada por un bruto.
Fingida sed y hambre verdadera.
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