CÉSAR IBÁÑEZ PARÍS
(Zaragoza, 1963)
Ibáñez París es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Zaragoza y trabaja como profesor en el Instituto de Educación Secundaria Virgen del espino de Soria.
Teatro. Dedos de lumbre (poesía), Zaragoza, Cave Canem, 1990; La máscara blanca (poesía), Soria, Diputación Provincial, 1999; Los frutos caídos (novela), Barcelona, Umbriel, 2004; Intemperies (poesía), Lodosa, Casa de Cultura del Ayuntamiento, 2004; Cántaro y otros límites (poesía), Zaragoza, Diputación Provincial, 2005; Églogas invernales (poesía), Madrid, Vitruvio, 2007; La cueva de los diez acertijos (novela), León, Everest, 2008.
Por su labor literaria ha recibido los premios de poesía Gerardo Diego de la Diputación de Soria, Santa Isabel de Aragón de la Diputación de Zaragoza, Ángel Martínez Baigorri del Ayuntamiento de Lodosa (Navarra) y Voces del Chamamé, así como el Avelino Hernández de novela juvenil. Los frutos caídos fue finalista del I Premio Umbriel-Semana Negra de Gijón, Premio 'Alonso de Ercilla 2009' con el poemario 'Los desvelos', Premio de Poesía Blas de Otero 2012 en la modalidad de de castellano con su obra La ruta de la sed.
Es miembro del Centro de Estudios Sorianos y ha publicado trabajos sobre los poetas Gerardo Diego, Bernabé Herrero, Arsenio Gállego y Andrés Martín.
ESPAÑA
De niño me dijeron
que tu tierra reseca, agosto puro,
escondía en su entraña
manaderos de sangre,
sangre para el fulgor y la osadía.
Me dijeron que el tiempo no mellaba
las armas de tu historia,
los filos de tus huellas,
las quillas de tus barcos
(que son de mar y nunca de madera,
cuando lamen las olas hacia el final del mundo
y cuando vuelven a su sitio exacto,
hechas alma de sal o hechas ceniza).
Me dijeron también que la locura
de tus febriles héroes
era hermosa, pictórica, sagrada
(siempre Dios de su parte y de su pólvora)
y que al final el viento sopla siempre
para que ondeen las banderas rotas.
Me contaron también que estabas hecha
de espíritus y espinas,
de garrotazos y éxtasis,
de grandeza y orgullo desmedido,
y que no era difícil entenderte
mirando el Escorial y luego los colores
que, aun velados, iluminan el Prado.
Me mintieron, lo sé desde hace tiempo
(y también me mintió, con qué arrebato,
quien, ya de adolescente, me explicaba
que eres proa de Europa preñadamente en punta).
Nos mintieron, lo sé y es cuento viejo.
Pero ahora que tantos usureros
te dan la espalda como a trasto inútil,
ahora que o te venden o te escupen,
yo quiero entresacar de las mentiras
una humilde verdad:
que aquí cabemos todos.
Y cuando digo aquí
quiero decir en esta poca tierra
que mis manos sostienen,
en la lluvia que a ratos nos fecunda,
en el aire que llega hasta la sangre
y en las páginas vivas del Quijote.
Y cuando digo todos
quiero decir erguidamente todos.
de su libro ‘Desvelos’
Dos poemas de Diálogos al raso
(Millán Las Heras Ediciones, col. Cuadernos de Poesía, nº 2, Soria, 2011)
I
—¿De qué nos sirve, dime,
en medio de los campos,
en una noche oscura, luna nueva,
frotar una cerilla y conseguir
el óvalo naranja que enrojece
las manos y la cara?
—Ese poco de luz
atraviesa la noche,
es un punto febril
en la pupila inquieta del tejón,
dulcifica el vacío,
es el sol más humilde
de la historia del mundo.
¿Qué más quieres, hermano?
II
—Amo la soledad
porque no encuentro el modo
de amar a las personas.
¿Cómo amar la memez,
la mala entraña, el gesto desabrido,
la ignorancia brutal,
la desesperación?
Puedo amar a ese perro,
que solo pide olores y una mano en el lomo;
puedo amar un ocaso de verano
o al más desangelado de los brotes de abril;
pero no puedo amar
a quienes tantas veces
han escupido saña sobre el rostro
de la inocencia.
—Lo entiendo, pero debes
saber que Mozart y Monet y Rulfo
pertenecieron a esa misma tribu.
—La belleza no puede disculparlos.
Precisamente porque son capaces
de hacer temblar el tuétano del mundo
es más imperdonable
su afición al desprecio.
DE LA MÁSCARA BLANCA:
AL RASO
Última flor de otoño ante mis ojos tristes:
tan quieta, tan madura,
fijada como en ámbar.
El final de este día de cruz es tu final,
tus pétalos de cera se adelgazan
mientras la rueda de las luces gira
inacabablemente.
Mis palabras te ofrecen sus sentidos:
eres indicio claro del tirano,
del único monarca, el transcurso del tiempo;
eres rúbrica frágil
de la escritura atroz de los planetas,
que resuellan sus órbitas veloces;
eres la calma de la simetría
en continua y doliente paradoja
con los bultos y sombras
que componen las almas de los hombres.
Hubo brasas de sol en el ocaso,
ya sólo su ceniza marca el luto,
la terca turbiedad de lo que veo.
Fatal y a la intemperie como un verso perfecto,
eres morada, mar, celada y fosa,
delicado estandarte de la nada.
VERANO DE 1904
Delante de mis ojos sobrevive
el oro del cabello de la niña,
se curva aún a trechos el espejo
húmedo de la arena, palpita aún la espuma,
todavía la brisa hace ondear el lino
ligero y ya salado del vestido,
en este mismo instante
el azul encendido se abre paso
entre la niña rosa y la niñera blanca
y el sol se adueña de la escena como
los niños de sus sueños.
Ya sé que no es la vida,
ya sé que sólo es pintura al óleo
dispuesta sobre el lienzo por una mano sabia,
ya sé que ahí detrás no está la playa
sino el recuerdo tenso de lo hermoso
en la cabeza de Joaquín Sorolla,
ya sé que son de sequedad y polvo
los pies que vio el pintor y que con trazo diestro
dejó sobre la arena frescos, limpios.
Y la cabeza de Joaquín Sorolla
ya sólo es calavera.
Con todo, delante de mis ojos la victoria,
porque aquí y ahora y ya por siempre
el cuadro es más verdad que aquel verano.
DE DÍAS DE CLASE:
MIÉRCOLES
Es largo y lento el día sin afán, sin desvelo;
va resbalando el tiempo cada vez más delgado
por la pendiente tibia de la luz consabida.
Se refrena la mano para crear un vuelo
de aérea caricia, se somete al dictado
de la cadencia tenue de la rama mecida.
Es espesa la espera de lo que ya ha llegado,
es frutal la saliva durante la caída,
es niebla la cabeza con los pies en el suelo.
La huella de una leve zozobra se ha borrado
y sólo quedan curvas. La danza de la vida
es la grave pavana de rúbrica y de hielo.
Acepto mi lugar en la rueda, en el nido
del ritmo, en el reloj: lo circular vivido.
DE CÁNTARO Y OTROS LÍMITES:
TEJA
De la raíz del barro nace la curva de pétalo
que soñó un hombre sabio.
Sólo la nube la conoce, sólo la lluvia la lima.
¡Con cuánto amor sostiene su sentido!
Desde el sol ha llegado un enjambre de élitros
para poner a prueba su paciencia,
desde la luna surte el reguero de azogue
que agiganta el invierno de la noche.
Debajo de su tesón severo vive el rescoldo del hogar,
descansa la mansedumbre de la lana,
urden sus jaulas lentas las arañas.
Liba la claridad en el sosiego,
como el musgo y los líquenes.
MADERA
¡Qué negación del frío, qué rastro de la espiga
completa de verano, qué porfía anular, qué aspereza
de posos minerales, qué camino escondido,
qué inminencia de fronda, de nervadura, de hálito,
de tensión, de alzamiento!
En el mango pervive y en la puerta de casa
y en el cajón que guarda maravillas o lágrimas.
Porque nunca es cadáver.
Presencia vegetal hay en el coro oscuro
de la incensada catedral, en la cuchara
de palo y en el lápiz de aprender a escribir.
Hasta en el fósil vive, agazapada en su centro
la nuclear semilla de la savia.
CAJÓN
Busca la cinta que ciñó su pelo
y la foto oxidada del viaje al mar
y la carta de nadie y el olor a esmerada
consunción y el anillo de boda y un reloj
que marca los silencios a deshora y un pañuelo
con flores amarillas y un billete
de tranvía capicúa y azul
y una entrada de cine, fila seis, verde claro.
¿Has encontrado las pequeñas cosas
que demuestran que no somos un puzzle, sino barro aventado?
¿Has mirado en el fondo del cajón?
¿Has visto allí, esperando, rumiando tiempo nuestro,
a la pequeña Muerte, tan humilde, tan sabia?
Muchas gracias, amigo. Si tú quieres
también puedo buscar en tu cajón el pecio triste
para que sepas que no has perdido nada
porque nada tuviste.
De INTEMPERIES:
Y DEJO QUE SEA MOZART, POR EJEMPLO
Me he perdido.
Iba yo de excursión por los cerros de Úbeda,
es decir, por el alma, por mi alma,
por sus airosas entretelas,
por su corteza íntima,
cuando, de pronto, miro y ya no veo.
¡Otra vez me he perdido!
Y es que así no hay manera,
con tanta distracción: este brotar de niños,
este campanilleo de cazuelas,
este olor desmedido a labios húmedos,
este afán de la luz por parecerse a la esperanza.
En fin, ya no hay remedio.
Será mejor que apague la mirada interior
y me proponga cosas de provecho.
Hago la ronda: Begoña, que no incordie;
Guillermo, que otro rato; Irene, que antes sí,
pero ahora no.
Pues ellos se lo pierden. Yo a lo mío.
Lo dicho: he de ser de provecho,
por lo tanto coloco en la boca de plástico
el círculo sonoro, me tumbo en el sofá
y dejo que sea Mozart, por ejemplo,
-también me sirve Albéniz-
quien me lleve otra vez a los cerros de Úbeda,
a los airosos límites del alma,
a la íntima corteza desvelada
por la que paso lento las yemas de los dedos
y en la que palpo las arrugas tibias
de la felicidad.
No he cerrado los ojos,
no he cerrado los ojos y me he vuelto a encontrar.
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