Margarita Ríos-Farjat
Escritora mexicana (Monterrey, Nuevo León). Abogada con maestría en derecho fiscal; becaria del Centro de Escritores de Nuevo León (1997-1998). Primer lugar de los concursos Literatura Universitaria (Universidad Autónoma de Nuevo León, UANL, 1993), Poesía Joven de Monterrey “Alfredo Gracia Vicente” (1997) y Nacional de Ensayo Jurídico (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, Unam, 2000).
Ha publicado los poemarios Si las horas llegaran para quedarse (Oficio Ediciones, 1995) y Cómo usar los ojos (coedición de ConArte y Editorial Bonobos, 2010).
También es coautora de varias publicaciones jurídicas, dos de ellas en Estados Unidos. Poemas suyos han sido publicados en periódicos y revistas regionales y nacionales, y en más de una docena de antologías de la localidad y de presencia nacional.
Instante
Anochece en la plaza
y sobre el mantel se posa la luna, resplandece en la copa vacía.
La brisa del estío apaga la pequeña vela
de una mesa provenzal.
Llega tarde la brisa, pájaro nocturno,
no le hemos dejado más que un mendrugo, un pedazo de pan.
Se lo lleva y lo agradece,
a cambio enciende un incienso sobre el campo de lavanda
y su aroma nos alcanza
como un sueño.
Algo en nosotros resplandece.
Llave
Hay una manera de mirar que guarda una llave,
y nadie lo dice.
Y la llave seduce hacia un campo que no se conoce,
se presiente,
Y en el campo un árbol crece por debajo de los días, tomando algo
a cambio de lo que ofrece.
Lo descubre un ojo cuando está dentro de otro
y jala un nervio que no debe.
Uno de los dos se pierde. El que mira la revelación, quizá
o quien la siente.
Pero cuál de los dos recogerá la fruta, deslumbrado,
quién da el paso siguiente.
Quién sueña la piel de la tersa fruta, quién prueba en la boca
la boca de su centro.
La inocencia se envuelve de sueños vedados y se arrastra
dulce hasta las ramas
donde el tiempo se detiene, se atora
como una piedra en la garganta
y el sabor de la fruta se queda por siempre, como una sombra
perseguida, como una herida indeleble.
Y la llave que abrió el camino paralelo
ha perdido el camino de regreso.
Quien recoge la fruta
no puede volver completo.
Algo suyo se ha perdido:
ondea en lo alto de un lugar incierto
como una bandera, como la insignia de una conquista dudosa.
Negras flores
pero nunca ha sido indiferente
era un amor
un amor soterrado un amor crispado
un amor en el florero de las rosas muertas
un amor que las revive para enfermarlas en la dulce mirada de sed agazapada
en la turbia sed de aguas oscuras
era un amor odiado un sonriente amor odioso
un desvelado solecito de ojos rojos de pétalos en blanco
unas violentas flores y unos violentos ojos de caricia negra y larga
y eran los ojos cuatro flores de miel en llamas cuatro rosas en brasas
rosas de fuego punzando bajo el agua
punzando en la vida como anzuelo por la espalda
ojos de agua quemada entre las rosas
flores de lumbre navegando entre las sombras
nadie el amor solito su lúdica cáscara la semilla dura que dejó el olvido
que arrojó de vuelta
la maligna semilla que aún mira con sus ojos blancos
y tras sus ojos ya no hay nadie hubo rosas hubo un jardín en fuego
hubo una mano recogiendo la semilla una herida de espina un destino de vértigo
y una sombra perdida para siempre en la sonriente hiedra de sus ojos
pero sólo por instantes tampoco fue gran cosa
sólo el reflejo de unos ojos unas horas
no tampoco fue tan poco nunca ha sido indiferente
era un repentino solecito de ojos rojos de voraces pétalos de rosas
una sorda dulzura y unas traicioneras flores
y los vestigios retorcidos del silencio y las rapaces palabras que todo revuelven
y el florero azul
el ecuánime florero para poner las florecitas
las negras flores para siempre confundidas
La sombra
Vigilo mi sombra
el oscuro refugio
sugerente silueta de silencio negro
de caricia en guardia.
Mi sombra a un lado se alarga
descubre al sol sobre mi rostro
o repasando entretenido
mi contorno.
Y lo dejo
y mi sombra lo sabe.
Y mi sombra lo ama
me lo dice
confidente.
Mientras más sol ella más larga.
O más honda.
Y mi sombra a un lado
me alarga
en el mundo.
O me ahonda.
Y mi sombra a un lado
se alegra en el sol
y le sonríe
aunque yo no lo distinga.
Me gusta mi sombra por delante
y el dedo del sol sobre mi nuca.
Y cuando sé, con los ojos asomados a la luz,
que mi sombra
atrás
aguarda. O cuando
discreta
se hace leve en días nublados
y aligera pensamientos y fantasmas.
Pero no se aleja nunca
y cuando se vaya me llevará con ella
me lo dice
sin rodeos.
–Nos iremos juntas –me susurra.
Mientras tanto ella me espera
dócil
y acechante.
Y le sonrío.
Y la vigilo.
Sí, yo vigilo mi sombra
esa ración de noche y lado oscuro.
Vigilo su resguardo de misterios
la tinta negra de mi historia
lo que pongo bajo llave
y lo que a veces no me gusta
lo que a veces olvido
o finjo que olvido:
ella todo lo atesora
compasiva.
Lo ordena y lo acaricia.
Mi sombra
callado registro de perdiciones
y resplandores y secretos al oído.
Mi sombra
sutil espejo del paso del tiempo
sutil recordatorio de mi naturaleza
luminosa.
Tótem
La madera del cedro presiente
el espíritu que un día le será tallado,
y lo celebra.
La sombra del árbol conoce
el corazón del animal que la protege,
y lo proyecta.
El ojo del hombre descifra el alto equilibrio
y él es árbol, animal y espíritu.
Y lo conmemora.
Unter den Linden
Bajo las hojas serenas del tilo
sobre el espejo del agua en el suelo
bajo el cielo vuelto negro un día
sobre la ceniza de todos los cielos
bajo el trazo negro de la historia
sobre la negra penitencia histórica
bajo ecos de columna militar
sobre la columna vertebral de la ciudad
bajo la Puerta de Brandemburgo
sobre los libros ardiendo en la puerta del tiempo
bajo la roja estela del humo
sobre un muro disperso en el polvo
bajo el pasado de ventanas en astillas
sobre la ciudad saqueada
bajo memorias rasgadas en lluvias de fuego
sobre las hojas caídas, sobre los hijos de viento
bajo las nuevas ramas de los árboles
sobre la vida que arroja el final de la muerte
Bajo los Tilos camino sobre la historia
sobre la cicatriz que recorre el corazón de Berlín
Iglesia en Rumania
Caminábamos a un costado de la iglesia
limpia y amarilla como el aire
y no sé por qué a casi una década regresa
el calor de ese día y su claridad de horas
y los pasos delimitando la orilla ligera del recuerdo.
Ninguna palabra adentro hubiéramos entendido
una adivinanza en blanco, un mensaje indescifrable.
Quizá ese sería el mensaje: la duda.
O la intuición del turista que descifra
la subterránea trama de lejanas lenguas.
O la certeza sola –a secas–
limpia y amarilla como el aire,
la certeza de algo más arriba que de todos modos
no se entiende, sólo se sabe.
Ninguna palabra hubiéramos entendido
–par de turistas veteranos de sí mismos–
y sin embargo, el pan y el vino
el color de las imágenes en los vitrales
y la luz que entraba no podía haber sido distinta
sólo sencilla y brillante como el aire.
No entramos, pero el día
brillaba en Transilvania adentro y fuera de la iglesia
y de la sinagoga de Brasov y la mezquita de Mangalia
y en la hoja del árbol y en la manecilla que daba la vuelta.
La luz habla un mismo lenguaje.
Y el día nos trajo al retirarse pan y vino al aire libre
y más aire, libre,
y una bendición incomprensible
que aún brilla en el vitral del tiempo.
* Poemas del libro Cómo usar los ojos*
Vista al lago
El ojo
el ojo como última gaviota entre las aguas
el ojo
blanco pez que se bebe los restos de las luces apagadas
blanca barca en un lago de cristal
Miro
el espejo de la luna sobre el agua
y sobre el sueño de las barcas que se apagan
una a una en la mirada
una a una en el ojo de la vista larga
en el ojo que se viste de una noche ya sin barcas
La mente
en blanco duerme
como el ojo bajo el agua
como un trozo de memoria que naufraga
Retrato de niña
A Lilia (†), mi suegra
Se toca la mejilla con la mano
la niña ante el espejo.
Inclina la cabeza como un sueño.
Algún día tendrá las perlas, lo sabe,
y también algunas sedas.
Se acaricia la mejilla,
durazno sobre durazno
la mejor tersura es la certeza.
Sonríe. Las joyas más puras
las lleva ya en el rostro
sueñan luz en el espejo
sólo luz en donde miran.
Busca la polvera, sonríe. Se ilumina.
Le ha sido revelado su futuro:
sólo luz en los espejos
sólo luz en donde mira.
Sobre la suave mano ella se inclina.
Visión en una plaza
Se filtra el ámbar de la mañana
como una caricia sobre la suave lluvia,
la cesa.
El agua se recuesta entre los adoquines
de la plaza. Abajo como arriba,
resplandece un sueño en blanco.
Un niño corre sobre la nube del charco
y lo despierta.
El niño cruza el cielo, salpica la mañana de la vida.
Se regresa y mira abajo su reflejo.
El cielo de agua se deslumbra sobre los adoquines de la plaza
y se estremece:
la mañana tiene un nuevo sol,
un sol con ojos grandes y lúdica sonrisa.
El hechizado
No quería alejarse
No quería alejarse de la tentación
No
No quería
Si rezaba la invocaba
Si rezaba la invocaba alterando los rezos
Sí
Si rezaba
Le quemaban sus infiernos
Sus hondos ojos infernales
Quemaba
La buscaba y se quemaba
A toda costa buscó el mal
A toda costa el mal de aquellos ojos
Aquellos ojos negros
A toda costa
Y toda negra se hizo el alma
El enroque
Agazapado tras el enroque el rey cavila, se da cuenta.
repasa los hechos del escaque contiguo, rodeado de cinta amarilla.
Sus enemigas son las negras pero los ojos de las blancas
le miran con castigo. El rey se asusta, se da cuenta.
El rey devuelve las miradas, “me mueve la mano de Dios”.
Peritos y forenses dictaminan el inútil sacrificio de la torre,
para qué enrocarla sin motivo, para qué gastarla así
y ponerse en interdicto ante las negras. Era buena pieza,
casi una dama en el tablero y feroz en las batallas.
La torre y el rey nunca son iguales: la que vale más
tiene el menor valor. La mano del destino para ambas
es la misma pero a una la ciega ser el rey
y corre a ponerse la corona en lugar de la cabeza.
El rey se da cuenta, tarde. Su ambición
es una derrota anticipada, un suicidio tardío.
El afortunado
Sentado entre flores de lis el rey
todavía nos mira. Brillante entre las joyas
de lo incierto la fortuna señalaba su cabeza.
Tres veces la corona cayó al suelo y giró
en tres danzas a la muerte, hasta que el destino
volvió directa una línea paralela.
Mira el rey desde su bosque de doradas flores,
de lirios en ciernes y en amenaza,
sentado en el trono que encontró vacío.
Me pregunto qué miraba la mirada que aún reluce
sobre el lienzo, hasta qué punto de sus días
el rey habría mirado, y de lo mirado,
hasta dónde relucía su entendimiento.
Sentado con su manto azul, manto del cielo,
Felipe Sexto sostiene apenas un cetro,
sostiene apenas un reino.
Los que miramos de vuelta
sabemos más que el monarca de los hechos:
que la guerra duraría cien años y que perdió Calais
por no levantar anclas a tiempo; que tras la magnificencia
inglesa que devoró franceses sólo estaban los arcos,
la pólvora y un poco de suerte, y el anacronismo
reluciente del caballero francés en su armadura.
Pero la peste. Por Dios, la peste,
cómo se la explicarían sus ojos, cómo azotaría su reino
envuelto en un manto negro, manto del cielo.
Cuántas cosas para un rey con la desgarradura
en la mirada, contra el sol del atardecer
que enceguece y deja en blanco por dentro.
Más testigo que monarca y por eso
afortunado, aunque ninguna explicación
asomara a su confuso horizonte de sucesos.
Miro a Felipe el Afortunado que reinó en la desgracia,
Felipe que nos mira sin detener la mirada
desde el refugio del testigo que por azar o por destino
se convirtió en trono.
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