María Luisa Milanés (CUBA, Jul 15, 1893 - Oct 12, 1919)
Autora del primer manifiesto feminista que se conoce en Cuba: su valiosa Autobiografía, está casi olvidada poetisa bayamesa vivió apenas 26 años, pero le bastaron para marcar con su impronta, no sólo las letras de su tiempo, sino, de forma muy particular, introducir el tema de género en los que serían, de unos años acá, los actuales estudios sobre el tema.
Y es que su fino y culto temperamento, convirtieron a María Luisa Milanés en la incomprendida y rebelde autora de valiosos textos en verso y prosa que, por su calidad, la ubican entre una adelantada de las corrientes literarias que formarían parte de nuestras letras a partir de los años ‘40 del siglo XX.
Venir al mundo, ¿para crear?
María Luyisa MIlanés, nacida el 15 de julio de 1893, en el poblado bayamés de Jiguaní, de la antigua provincia de Oriente, y en una familia de la que saldrían figuras de nuestra historia (valga un ejemplo: fue sobrina de Margarita Estrada, hermana del primer presidente Tomás Estrada Palma), por su talento y formación, pudo estudiar en los mejores centros educacionales de la época, como el Colegio Francés y el Sagrado Corazón.
Ya de pequeña escribía versos y había oído en su hogar y de boca de sus padres, poemas de José María Heredia, Juan Clemente Zenea y Plácido, entre otros destacados autores de la centuria que la vio nacer, como asimismo, pintaba y tocaba el piano («el arte sublime que me hacía soñar»), según nos cuenta la ensayista y narradora María del Carmen Muzio en la valiosa biografía: María Luisa Milanés, el suicidio de una época, publicada por las capitalinas Ediciones Extramuros en el 2005.
Justamente, con apenas 19 años, ya dominaba el inglés, el francés y el latín; de tal suerte, durante su educación en esos centros, leía lo mejor de los clásicos de las literaturas españolas, inglesa y francesa. Y se interesó por un género entonces en boga en Europa, la novela psicológica («se apoderó de mi alma el amor la novela psicológica, que había de perdurar y fructificar más tarde», nos dice en su Autobiografía), pero también por la Astronomía, algo raro en una mujer de esos años.
Al culminar sus estudios, frisando los 20 años, regresa a Bayamo, entonces una ciudad bastante atrasada en las costumbres de sus pobladores, al punto de que allí, como en muchas otras regiones del interior, no era común que una joven leyera y escribiera versos, aunque fuera de familia acomodada.
Durante su etapa de estudios, lo mismo en su hogar que en las escuelas religiosas, ya comenzaría a chocar con la férrea educación las ‘tías’ y de tales centros, donde se formaba a las chicas para ‘mujeres del hogar’, ‘buenas esposas’ y ‘dulcísimas madres’.
Así, en unas breves vacaciones, el padre la llevó a su hogar en Bayamo, donde «mi madre —según la poetisa contaría en su Autobiografía— quedó dolorosamente impresionada por mi cambio de carácter. Había olvidado la risa. Las viejas tías, al cambiar por completo mis hábitos, cambiaron mi naturaleza espiritual. Mi alegría dejó de ser un gesto natural para encarnar una recompensa. Y eso es un error. […] En ocasiones, «pierdo el color y la vista, y el control de mí misma, y caigo en una abulia mental y espiritual dolorosísima, que, hiperestesiada, me ha llevado a veces hasta la desesperación. Y como no hablo ni lloro, ni desahogo mi temperamento, la tempestad dura, y me enerva. Y para evitarla me he sentido siempre capaz de renunciar hasta a la misma vida. Y como mis gritos, mis cantos, mis retozos provocaban las violencias de aquellas tres pobres viejas, tan buenas y cariñosas, pero chapadas tan a la antigua, renuncié a los juegos… Porque ellas pensaban que ya a los diez años, la mujer debe ser ‘formal, hacendosa y callada para demostrar lo que será después’.»
La poetisa se rebela, pero...
Nunca quiso publicar sus poemas y sólo serían conocidos, tras su desaparición física, gracias a un número especial de Orto, la importante revista especializada de la vecina ciudad de Manzanillo.
Baluarte de la cultura cubana de aquellos años, la publicación fue dirigida, desde su creación, por el poeta Juan Francisco Sariol, quien dedicó esta edición en homenaje a la poetisa. En las páginas de la Edición extraordinaria en homenaje póstumo a la excelsa poetisa María Luisa Milanés (1920), se aprecian las cualidades literarias de Liana de Lux, seudónimo adoptado por la poetisa, para ocultarse y así poder escabullirse de los torpes prejuicios de la época, cuando a una provinciana casada se le prohibía publicar sus versos.
Se debe comprender a esta mujer, quien, con sensibilidad y espíritu no comunes, se sentía condenada, por las circunstancias epocales, a una mediocre existencia dedicada a las elementales tareas del hogar, al que estaba atada por un padre y un marido machistas. El padre la adoraba y complacía sus caprichos hasta que se casó en contra de su voluntad.
El dolor, la frustación y más, mucho más
El epicentro de su obra en versos es el dolor y la frustración por no poder dedicarse a las letras ni al arte, sus fervientes pasiones. Y aunque quiso rebelarse ante tal status, desapareció tempranamente, quizás al ver qué imposible resultaba entonces luchar contra el dominio del hombre o, lo que es lo mismo, el demonio del machismo en aquella sociedad y época, marcada por la también machista cultura hispana.
La muerte, muy pensada por la poetisa, resultaba tema común en su obra, toda vez que veía truncos sus afanes y acaso, tal una obsesión, intuida acaso como una liberación, una redención de la existencia.
Así en sus poemas «Jan Noli Tardare», «Ya yo me voy consciente» y «Hago como Spartaco» refleja tal sentimiento. En el primero alude, poéticamente, a «las mariposas negras del suicidio».
Pero será en el soneto «Yo quiero hartarme de llorar», donde mejor y con más calidad refleja este pensamiento. Allí clama, quizás anticipando su pronta muerte: sólo un mes y medio antes de desaparecer, el 12 de octubre de 1919.
Yo quiero hartarme de llorar, yo quiero
Desmenuzar mi amor y mis dolores
Demoler mi ilusión, mi pesar fiero
Y acabar mis recuerdos y rencores.
Yo quiero hartarme de llorar mis lágrimas
Que jamás calman mi añoranza intensa
Que no se llevan mi desgracia inmensa
Ni borran, cuando corren, mis nostalgias
Yo quiero hartarme de llorar, rendida
Por el dolor, por la injusticia helada
Y en llanto rojo al fin, dejar la vida.
Contar su vida
A pesar de la calidad de su escasa, pero valiosa obra poética, lo más importante de sus letras radica en su Autobiografía, donde narra sus ansiedades, avatares, y frustraciones. Son reveladoras estas breves e intensas páginas, en las que, al margen de su calidad, se confiesa ante sí misma, pues ella nunca pensó publicarla.
Allí, dice:
No soy dueña de mí misma. En ese mundo en que tanto se cantea, se precisa y se saca a relucir el libre albedrío, no se es dueño siquiera de vivir la vida; hay no sólo que dejar que se la vivan a uno, sino que querer o demostrar que quiere uno que lo lleven de la mano y le reglamenten el amor, el deseo, el talento, el placer, el dolor y hasta el más supremo de los derechos: el de vivir o no.
[…]… la vida de la mujer latina es un ferropusiato. Todo está previsto, marcado, arreglado, medido y, hasta duplicado por si se pierde, se confunde o se olvida el ‘proyecto de vida’. No tiene el derecho de sus emociones, de sus inclinaciones, de sus aficiones, de sus aspiraciones, de su talento, sino el deber de lo que ‘está bien’ y la prohibición de lo ‘que está mal’. Es decir, que está sometida a un código fantástico, envilecido y anormal, que prescribiéndole ‘lo que está bien’ y prohibiéndole lo ‘que está mal’, le prescribe la hipocresía y le prohíbe ser honrada. Sí, porque ser honrada des seguir la ley natural, ser veraz, ser franca.
En otro momento, condena la poetisa:
Tenemos también que entre los hombres latinos está tan reciente, tan vivo, tan entero el hombre prehistórico, que no se conciben relaciones afectuosas y menos afectuosas entre personas de diferente sexo que por decencia, por consciencia, por posesión y control de sí, sean asexuales y asensuales. Y como consecuencia de la esencia y el alcance de todo lo dicho, tenemos que la cultura, la erudición, la educación, el talento cultivado, la mentalidad fuerte y serena, está en la mujer latina, mucho menos que en embrión. Que en los casos en que se persigue un fin tan noble y puro como este, la mujer, para adelantar, formarse y progresar, necesita relacionarse con el hombre porque es el hasta aquí cultivado.
Aún en otro instante, deja sentado:
Yo me limito a sonreír, a hacer creer que creo ‘que no está bien’ que yo escriba, porque eso no es cosa de mujeres, ni las amistades, ni la publicidad, son cosas distinguidas, y con el más supremo de todos mis derechos, me reservo el de reunir, para aquellos que me acogieron con júbilo fraternal, ‘lo que di de mí’…
Por eso, en las propias memorias, añade algo no menos importante de su etapa de soltera:
Mi tiempo de soltería no ofrece interés ni quiero repasarlo. Una soltería exactamente igual a las de todas las mujeres aldeanas cuyos padres tienen un poquito de dinero. Unos días llenos de piano, de pintura, de bordado. Jamás vi lo que era un baile. No tuve una amiga cuya conversación no oyera todo el mundo. Jamás salí sola. Jamás salí sola. Jamás tuve ninguna libertad de ninguna clase. Puede decirse que yo, asustada por la violencia del cambio, no revelé mi verdadera personalidad. No hablaba mucho, no reía. Mis párpados cubrían mis ojos casi constantemente. Y a solas, en la noche dormida, lloraba mucho…
Mas, un fragmento que define aún más la paupérrima condición espiritual a que se vio sometida esta sensible mujer, es el siguiente, que, aunque brevemente, confiesa sus atribulaciones ya casada:
El 19 de septiembre de 1912 me casé y no puedo decir que a gusto de mi familia; permanecí con ella todavía cerca de un mes, a causa de ciertos arreglos que tardaron, y el 10 de octubre fui a formar un nuevo hogar. Que no fructificó. Por lo cual, hoy que tengo los ojos abiertos, me congratulo. Es lo menos que puedo hacer. Por no haber cometido el crimen de traer a la vida más hombres que hicieran llorar las mujeres ni más mujeres a quienes hicieron llorar los hombres. Y sin embargo, en mis primeros tiempos yo lo deseaba ardientemente, lo soñaba, llorando de angustia. ¡Y no falto quién pensara que yo, pobre yo!, tan tierna, tan cándida, tan niña, no reunía condiciones para la maternidad.
Quiero pasar por alto también toda mi vida de casada. No seré yo quien deje mis dolores al descubierto, ni quien profane mis gozos, publicándolos. Voy a resumir mi vida entera con estos versos del poeta mexicano Amado Nervo:
He sufrido como todos y he amado.
¿Mucho? ¡Lo suficiente para ser perdonado!
Y para concluir, quiero transcribir el último fragmento de su Autobiografía, donde insinúa por qué destruyó su papelería, escrita durante tantos años con talento, cultura y amor:
Y voy a mi obra literaria en prosa y en verso. Causas ajenas a mi voluntad me han obligado a destruirla toda, salvo pequeños especimenes, los más en verso. Yo llegué a completar siete obras en prosa, extensas, puesto que hubiera hecho, cada una, un tomo de los más gruesos de la biblioteca Renacimiento.
Hasta aquí, este retrato de María Luisa Milanés, la casi olvidada poetisa bayamesa que, por las limitaciones de la época que le tocó vivir, frustró sus enormes posibilidades como poetisa y narradora cubana de su tiempo, perdiendo de esta manera nuestras letras uno de los genuinos valores de lo que hoy se define como discurso femenino en la poesía y la prosa.
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Referencias
http://www.cubarte.cult.cu/periodico/opinion/6731/6731.html
El 9 de octubre de 1919 la ciudad de Bayamo fue testigo de un suceso trágico que derivó en escándalo: María Luisa Milanés se hizo un disparo que tres días más tarde pondría fin a su vida. Este hecho local pudo haber ocupado apenas un renglón en las estadísticas de suicidios si su protagonista no hubiera sido también una escritora. Dejó inconclusa su autobiografía y sólo llegó a publicar algunos poemas en la revista Orto, bajo el seudónimo Liana de Lux: sinuosidad, verdor que se desprende silencioso en busca de una luz que para ella nacía y moría en la sombra.
María Luisa reedita en la poesía cubana el drama de la mujer sometida a las restricciones de su tiempo, que escoge la muerte como forma de liberación. Cortó de golpe todos los vínculos con una vida marcada por las desavenencias familiares, la infidelidad conyugal y la represión de su espíritu creador. El 19 de septiembre de 1912 decidió casarse, en contra de la voluntad de sus parientes, con un disputado galán de Bayamo. Pero el mismo que la rescató de la torre familiar no tardó en convertirse en verdugo y carcelero de otra torre más alta: el matrimonio.
Inspirada fundamentalmente en los motivos de su infelicidad, los siete años que le siguieron conforman su etapa de mayor creación poética, aunque la poesía la visitó siempre en su vertiente más negativa y dolorosa. Su escritura es evasión y catarsis de una inquietud general; en ella no hay esperanza ni ilusión. Del amor nos muestra sólo su costado tanático; cada palabra es el testimonio de una destrucción y su único deseo es de muerte:
¿Qué esperas ya? Me impulsas a buscarte
En el silencio eterno que te envidio
Y a cada rato vienen a anunciarte
Las mariposas negras del suicidio!
Estaba tan triste María Luisa que hasta su deseo de morir se nota cansado. Morir y vivir, todo le cuesta. Sin frescura ni ardor de vida, sus palabras son barrotes, mariposas negras posadas sobre la flor de la poesía, derramando una sombra que la obliga a curvar el tallo, pesarosa.
Había estado escribiendo su autobiografía. ¿Qué es lo que una mujer de 26 años puede mitificar de su vida en una ciudad de provincia, perdida en la vasta geografía del amor? Al calor de agosto doraba María Luisa su pena, y al hacerlo tal vez buscaba alivio. Al escuchar el sonido de la llave del esposo en la cerradura secaba sus lágrimas con la punta de un pañuelo y se apresuraba a ocultar bajo la almohada las mariposas que había conseguido apresar durante el día: “doradas del recuerdo”, “de fuego de la gloria”, “azules de añoranza” o, descoloridas, aquéllas “de un cruel remordimiento”. Tornasolada aunque monótona esta obsesión por las mariposas, “negras y silenciosas” como heraldos vallejianos disecados por la entomóloga María Luisa. Todos estos ejemplares se encuentran reunidos en un mismo soneto, y en su revolotear tratan de trasmitir al esposo un sentimiento de culpa que lo lleve al arrepentimiento. Al menos eso es lo que desea la escritora, esperando obtener en recompensa la oportunidad de perdonarlo: “Yo pasaré serena, olvidando tu infamia, / Alumbraré tus pasos con mis tristes sonrisas!”
Creyó que el mundo empezaba y terminaba en las fronteras de lo permitido, y muy apesadumbrada debió sentirse, pues durante horas permanecía en la cama, acostada bocabajo mirando fijamente el piso de cemento pulido hasta que, exasperada por su propia inmovilidad, se incorporaba agitada, como quien ha olvidado algún asunto de interés, y corría hacia el piano con la esperanza de encontrar sosiego.
Ella vive fermentada en el olvido. Es cierto que no escribió una obra de gran calidad, pero fue más lejos, mucho más lejos. Algunos autores confiesan que la escritura es un conjuro contra la muerte, una visitación menesterosa, pero en la actitud de esta mujer hay algo trágico y folletinesco, una lucha dispareja entre sentimiento y razón, sueños y convenciones, en la cual la poesía es, más que testigo y confidente, un aliado seguro.
La noche antes del disparo escribió sus Nocturnos, negros como la noche, oscuros como la muerte, pero intensos, como sólo es el vivir en esa hora. Su languidez es pasional —si acaso esto es posible— pero pasión al fin, que busca la unión con el amado y, al no encontrarla, la sustituye por muerte. Libre de ansiedades y posturas estudiadas porque su yo no resultaba convincente. Libre de temores y horas de un pesado silencio que ha preferido olvidar. Ya no espera el final de la película, cuando el héroe la carga en brazos hasta la alcoba; cierra la novela antes de leer la última frase: “No es un sueño, te amo.” Cierra los ojos, pasa las hojas; el amor es un camino que se pierde en el horizonte, no se esconde en almohadones de plumas ni brota elemental y salvaje de un par de mantas colocadas sobre la hierba en un domingo de campo. Tierra, colchón, bancos y rincones, topografía semiurbana (íntima) de Eros; accidentes corporales que tras las circunstancias disimulan su endeblez. La intensidad es un péndulo gigante que va del-hombre-a-la-mujer-de-la-mujer-al-hombre dejando marcas de impiedad sobre los cuerpos y un día se detiene igual que un reloj. El amor es, en cambio, esa gotera que horada el oído, cuya humedad estorba en días plomizos, pero no cesa, y un día nos ve morir mientras sigue cayendo, persistente. Entonces ya no espera ni desea un final de cuerpos sudados, con el tabaco del esposo ardiendo en el cenicero y las sábanas por el piso —visiones de un erotismo canónico que recobran su novedad sólo en el candor de la adolescencia—. Sin embargo lo ama, y ciertas noches con gusto habría renunciado a la muerte para permanecer a su lado.
Hay en sus poemas invocación y prefiguración del suicidio. En “Jam noli tardare” expresa un “cansancio profundo” pero, impaciente, encuentra el impulso que necesita para buscar “el silencio eterno”. El mismo deseo de renunciar a la vida está contenido en el soneto “Sub lumen”, donde describe con precisión el estado de enlutecimiento general de todas sus funciones vitales y creativas:
No tengo ni siquiera cansancio que me embriague,
No tengo ya deseos en que mi mente vague.
Yace tranquila y muda mi férrea voluntad.
Callé todas las voces, ahogué todos los cantos…
Está poseída por un spleen pueblerino que se agota en los tejados de casitas idénticas, mas, como el phenix, recupera cierto aliento de vida que “renace por la renunciación”. En paradoja harto conocida, María Luisa no acepta el pan con sabor a olvido que el esposo sirve en la mesa. De la cocina del amor se escapan los vapores del hedonismo y la belleza para formar una nube frente a sus ojos. Melancólica y distraída, recoge la vajilla y confunde los sabores: muerte dulce como la miel; amor, almendras amargas que paladea mientras escribe: “En la angustia terrible, que mi labio no nombra, / ¿Pasaré por tu vida, cual nave por la sombra?”
Patética, aunque lúcida, es la duda de María Luisa. En la carrera de relevos que es el amor, el esposo es más veloz, pero ella más resistente. Así, no puede comprender “la perfecta hermosura de tu frente, / Donde jamás el pensamiento brilla!” Con altivez enseña el tobillo la escritora que no es Dama ni Señora, apenas una mujer que sabe valorar la inteligencia por sobre la belleza. Ambas seducen, pero mientras que la primera a-lumbra, da luz, la segunda des-lumbra, la quita. Algo le molesta en la hermosura del amado que se contempla no como Narciso en las aguas del estanque, y sí como un aventurero en la mirada femenina de toda una ciudad: el no reconocimiento de esa mirada diferente que ella le ofrece, la literaria.
Esta noche, al salir del baño, la corriente de aire que entra por la ventana del fondo la ha estremecido. Cuánta suavidad, ahora que se suelta el cabello y deja caer la bata en mitad del pasillo, para que la brisa cumpla su parte en el juego que es también el amor. Tanta quietud y una promesa podrían seducirla; se siente una mujer plena, ha dejado de ser capullo.
Sigilosa, se acerca al gran espejo orientable que años atrás mandó colocar en el comedor y comprueba la autenticidad del milagro: brillo en los ojos, temblor en las manos, calor en el vientre y un vuelco en el corazón. Pero dice: “Si lo que veo proviene del espejo, / entonces no es un reflejo, / se trata más bien de un espejismo.” Y mientras descubre la sinestesia, su última oportunidad se deshace en el camino sin regreso, adonde va consciente:
Colocad sobre mí las campanillas
Azules de la vega, las sencillas
Florecitas del campo, sin cultivo,
Que tanto quiero mientras tanto vivo.
Y colocad debajo mi cabeza
Unos versos de Nervo, con terneza,
Para que mullan mi tranquilo sueño
Y recojan así mi último empeño.
Que nadie me acompañe ni me llore,
Ni turbe mi silencio, ni profane
Mi soledad final; nadie me llame,
Que yo me voy, consciente y abstraída
En el silencio intenso de la noche,
Y alumbrarán los astros el derroche
Postrero de ilusión que haré en mi vida.
Cuando las mariposas...
Cuando las mariposas doradas del recuerdo
traigan a tu memoria tu cobarde vileza,
mi pesar silencioso y mi enorme tristeza;
cuando las mariposas de fuego de la gloria
hayan rozado alegres mi cabeza precita,
iluminando un nombre y aclarando una historia;
cuando las mariposas azules de añoranza
te vuelvan del pasado la oscura lontananza,
trayendo a tus oídos con una crueldad loca
los conceptos vertidos por tu infamante boca;
cuando las mariposas de un cruel remordimiento,
negras y silenciosas vayan a ti, indecisas,
yo pasaré serena, olvidando tu infamia,
alumbraré tus pasos con mis tristes sonrisas!
Hago como Spartaco
Ya decidí, me voy, rompo los lazos
que me unen a la vida y a sus penas.
Hago como Spártaco;
me yergo destrozando las cadenas
que mi exisitir tenían entristecido,
miro al mañana y al ayer y clamo:
¡Para mayores cosas he nacido
que para ser esclava y tener amo!
El mundo es amo vil; enloda, ultraja,
apresa, embota, empequeñece, baja
todo nivel moral; su hipocresía
hace rastrera el alma más bravia.
¡Y ante el cieno y la baba, ante las penas
rompo, como Spártaco, mis cadenas!
Jam noli tardare
Ven hacia mí, no tardes, dulce dueña
de la región bendita con que sueña
el cansancio profundo que me abruma.
Fuerzas no tengo ya para llamarte.
Ven hacia mí; cansada de esperarte,
¡oye la voz de mi impaciencia suma!
¿Qué esperas ya? me impulsas a buscarte
en el silencio eterno que te envidio
y a cada rato vienen a anunciarte
las mariposas negras del suicidio!
No tardes más, no venga un nuevo ensueño
a turbar nuestro amor y nuestra unión,
quiero que duerma su tranquilo sueño,
sin despertar, el pobre corazón...
No puede comprender..
Me abisma no entender, bello Narciso,
la ingenua admiración que te arrebata
y te fascina en la onda azul y plata...
Claro que para ti es un paraíso
mirar tus ojos bellos y tu boca,
tu sonrisa, tu frente, tu figura
llena de majestad y de dulzura...
Pero ¿no piensas que haya algo de bueno
que distraiga tus ojos y tu mente,
fije más alto tu mirar sereno
y entretenga tus horas dulcemente?
¡Quisiera comprender mi alma sencilla
la perfecta hermosura de tu frente,
donde jamás el pensamiento brilla!
Placeres mundanales
Placeres mundanales que el sendero
esmaltáis de la vida fatigosa,
huid lejos de mí, que sólo quiero
de mi tranquilidad la paz hermosa.
Postrada ante las plantas virginales
del Mártir del Calvario, su clemente
perdón quiero implorar. mientras mi frente
se lava de su sangre en los raudales.
Quiero pedirle que mi vida acabe
antes que yo le ofenda en algo grave.
Que me de verla allá en el Paraíso
puesto que con su muerte así lo quiso.
Que como me dio vida con su muerte
me de morir en El con alma fuerte.
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