Lorenzo García Vega (Jagüey Grande, Cuba, 1926). Escritor cubano, reside en Estados Unidos desde finales de la década de 1960. Uno de los representantes del llamado Grupo Orígenes, fundado por José Lezama Lima. Su obra incluye libros de poesía, cuentos, ensayos, dos novelas, un libro de memorias: El oficio de perder (2004), y diarios como Rostros del reverso. A pesar de cultivar casi todos los géneros literarios, su escritura se sostiene en una constante ruptura de las formas y conceptos genéricos, ejemplo de ello son sus libros Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas (1993) y Palíndromo en otra cerradura (1999). Su poemario Suite para la espera (1948) resultó una reinvención estética de los ideales surrealista y cubista. El ensayo autobiográfico Los años de Orígenes (1979) (reeditado en 2007, Buenos Aires) es quizás uno de los libros más polémicos de la literatura cubana. Ha publicado además: Espirales del Cuje (1952), por el que fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura en ese mismo año, Ritmos acribillados (1972), Collages de un notario (1992), Espacios para lo huyuyo (1993), Poemas para penúltima vez (1948-1989) (1991), Vilis (1998), No mueras sin laberinto (primera antología de su obra publicada en la Argentina, 2005), Cuerdas para Aleister (2005) y Devastación del Hotel San Luis (2007). Vive en Playa Albina (Miami).
De pronto, con esa colcha raída que tenía en mis manos me pregunté, sin saber por qué, sobre una borrosa infancia.
¿Una borrosa infancia, deletreada desde esa colcha raída? ¿Había habido un andén? O, quizá, preguntarme si, en algún momento, hubo alguna luz mocha.
¿Luz mocha?
Quizá lejano, muy lejano en el tiempo, quizá sobre unos raíles, lo semejante a un trampolín. Pero, pensándolo bien, ¿no podría ser un fingido trampolín?
Aunque, después, yo estaría seco. Seco estaría: entrando, saliendo, por donde ya no había puertas. O, lo que es lo mismo, lo semejante al círculo mocho de una luz opaca. Pero ¿qué puede ser de lo que estoy hablando? ¿De un círculo mocho estoy hablando? Pero ¿una luz opaca para qué? O, ¿quien, precisamente, en un andén que quizá no existió, pudo necesitar, dentro de un círculo opaco, una luz mocha?
Pero entonces, planteado así, quizá no hubiera nada.
O, entonces, quizá, por el momento, con rígida mandíbula, no habría por qué llegar a masticar palabra alguna. Y esto porque...
Y esto, ya que es cierto que lo que digo, o lo que no digo, no es, hasta ahora, palabra alguna.
[en Lorenzo García Vega. No mueras sin laberinto. BB.AA.: bajo la luna, 2005]
Conquistadores a zancadas en los almohadones
En Lima
los galápagos jardineros Verlaine las trompetas
lagrimosas
los suburbios de naranja las pirámides de sal
para trinchar la luna
las polvorientas mesoneras a trompicones en el caracol
desnudan sus cabezas piden lila hasta el columpio
de Júpiter
las liebres en incienso de gaseosa a fecha de libro roto
en remiendo de algodonoso indio
los aviones de cartón César Vallejo
los cuentos "Simón Bolívar" en caja de sorpresa
del pez en el estambre de la abuela
los abruptos camafeos en la montaña
los roncos gañanes musitando las endechas del periodista
en las banderas acuáticas
los guerreros del rey Don Juan acampados
en la lluvia como una niña sibilina como un agorero
cowboy
En Lima
(Suite para la espera)
El dios indio porta el tirabuzón en las fiestas del arroz
Arrojan las salinas portuarias al octaedro
para doscientos guerreros en llamas columpios
zigzagueantes
Así a barlovento los barcos de papel en el busto de Bach
Como un cancerbero misántropo asoma en la palabra
ciclón
Apollinaire al agua
(Suite para la espera)
¡Qué de cosas suceden en Vilis! Soy bag boy en el Super Mercado, en el Publix, y el poeta Roberto Fernández Retamar me ha pedido el carrito con que le llevo los mandados a los clientes. "Te lo presto hasta las cuatro", le dije, mientras el carrito se convertía en ese móvil en que montan a los enfermos, en los hospitales. Retamar salió mandado con él, pero ahí, no sé cómo, me iluminé. Me iluminé, por lo que supe que el Poeta no iba a regresar con el carro. Lo supe, y me puse a gritar y a correr. Entonces Retamar, que me vio correr, y me oyó gritar, empujó el carrito todo lo que pudo, para no dármelo. Sin embargo, yo corrí más que él, así que le pude quitar el carro. Se lo quité y, entonces vi cómo Retamar regresaba a un patio donde tenía su auto. Es triste eso. Todos queríamos a Retamar, pero él no era amigo de nadie.
(Vilis)
RUINAS, COMISARIO, Y UN TIGRE
Esta inaudita aparición en La Habana, la ciudad en ruinas, nos ilumina a todos.
Sentado en el banco de un parque, donde también está sentada la estatua de John Lennon, el comisario bueno, el comisario amigo y sin rencor, Roberto Fernández Retamar, tiene puesta la gorra de Trotsky, y en la mano ostenta el bastón del pastor de ovejas.
¡Qué lindo es todo!
La paz, y sobre todo el tierno Comisario.
Pero lo que más maravilla, a los pies del Comisario con gorra y con bastón (y esto en una luz de ruinas, iluminando el mediodía en ruinas, de la ciudad en ruinas), es la presencia del tigre.
Un inaudito, inenarrable, tigre posmodernista que, para nada, tiene que ver con ningún tigre soñado por William Blake, pero que, eso sí, tiene la misma sonrisa que pudo tener aquel dentista que, dicen, inventó la guillotina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario