Gustavo Adolfo Chaves
Nació en1979. Es un poeta, narrador, traductor y editor costarricense.
Gustavo Adolfo Chaves realizó estudios de ciencias políticas en la Universidad de Costa Rica (UCR). Posteriormente, obtuvo una maestría en literatura hispanoamericana en la Universidad de Massachussets-Amherst. Además, tiene estudios doctorales en literatura por la Universidad de Maryland. Edita, junto a Silvia Piranesi, el capítulo de Costa Rica de Afinidades Electivas.
Obra
Su trabajo, como autor y traductor, empieza a ser reconocido, tanto dentro como fuera de Costa Rica.
Publicaciones
Ha publicado dos libros con su obra cuentística y poética, respectivamente:
Cuentos etcétera (San José: EUNED, 2004).
Vida ajena (San José: EUNED, 2010).
Asimismo, editó En esta rara noche. Poesía Selecta: 1970-2008, de Carlos de la Ossa (San José: EUNED, 2009) y está preparando el lanzamiento de Fin del continente (Antología mínima), una selección y traducción poética de Robinson Jeffers. En el 2012 aparecerá en España su traducción del libro Dancing in Odessa de Ilya Kaminski.
2007: UNA ODISEA EN EL SILENCIO
Cien años ya en el silencio.Cien años no ya de soledad
sino más bien de un agotador presentimiento
de que algo entre nosotros no se ha dicho.
No ya de soledad puesto que al fin es evidente
que hemos existido
y hasta hemos tenido que vernos.
Cien años ya en el silencio.
Y sin embargo han sido años
de todo menos silencio.
La mudez, que es otra cosa,
apenas ha disimulado el gesto natural
de decirnos.
Y hoy, finalmente,
ya somos nuestros poemas: un sueño
fuera del alcance de los niños.Pero cada mañana unos versos adultos
nos devuelven a un país puberto y anhelante.
Cada mañana la fecunda labor de Gleba
nos echa en cara las cosechas perdidas:
somos un huerto que Sáenz Patterson fumiga.
Cada mañana Sibö entre las hojas nos acecha.
Cada hora Lázaro de la Boca del Monte
canta su Nocturno sin Patria
por calles sin nombre y paredes demolidas.
Cada minuto un olvido imparable como la lluvia
nos enjuaga el rítmico salitre.
Cada vez más a menudo nos volvemos
los animales que imaginamos,
los Orescus que nos quisiéramos,
gavieros sobre un maremostrum que subraya
la isla que somos,
atados a un ensueño en pie de muerte,
cantando ufanos contra una lira plebeya.¡Costa Rica es esa bestia platónica!,
le gritó en la calle Carlos Cortés a Alfredo Trejos.
Al pobre flaco se le secó la noche tóxica y lloró:
“Absolutamente te ignoro, Victoria Urbano,
Mariana Lev, Virginia Grütter;
absolutamente te echo de menos, ignorándote también,
David Maradiaga. Y te presiento,
Eunice Odio.
Llevo cien años presintiendo.”Todos los días Maritxell Serrano se baña en tinta
y Esteban Ureña reporta una accidente.
Todos los días José Basileo Acuña acuña un basilisco joven
y otro Acuña, Julio, antologa sus desvelos.
Todos los días en la Calle de la Amargura
alguien da la vida por un verso irremediable
mientras Ana Istarú vence efímeros agravios
y José Capmany, Debravo en mano, se echa una canción cotidiana.
Todos los días muere Carlos de la Ossa por sobredosis de Kierkegaard
y lo entierran en un trompo.
Todos los días Carlos Francisco Monge biografa unas palabras
mientras Adriano Corrales busca oficio.
Todos los días Alexander Obando medita sobre la palabra “mae”,
su relación acústica con una música que falta,
mientras Mía Gallegos elige claustro.
Ahora mismo Osvaldo Sauma compone con nosotros
retratos en familia
donde todos nos miramos convencidamente ilusos.
Todos los días Alfonso Chase pone los pies sobre La Patria
y María Montero le echa una mano suicida.Son tantas ya las voces cada mañana. Es tanto el rumor.
Tantos los elefantes poéticos que estorban
y las huellas que pisamos
borrándolas sin sentir culpa.A paso bizantino vamos.
Somos tantos.
Desde hace tanto tiempo.
Tanto nos presentimos cada día
que seguimos sin hacernos.Son cien años ya, don Roberto,
coruscando con usted en el silencio.
LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
Mientras duermo, la señal del radio se extravía
y me hace soñar que alucino en Patmos.
Despierto con las manos sobre mi cara y me veo
preso en el orinal de un parque de esculturas.
Cada mañana trae sus miedos surrealistas.
Las cosas parecen haber estado esperándome:
tan pronto abro los ojos suena el teléfono;
tan pronto me pongo en pie se cae la cortina;
de pronto
todo en el mundo me pide que lo repare.
Yo soy yo y mis patéticas falacias.
Luego tiembla un poco: 2.6 en escala de Richter.
Toqueteos entre Cocos y Caribe
como si una dialéctica tectónica recorriese
los fantasmas de mi existencialismo.
He desperdiciado mis impulsos en teorías.
Y de pronto galopan sobre mí las mañanas
a los diez años de edad, (quizá era enero),
en las que un gallo irrefutable nos despertaba
y la mente aún no encendía sus reactores suicidas.
Las dudas, como el pasto, acababan en boñiga.
Ahora despertar es un gaje del oficio,
el ritual de una pérdida constante.
La cuajada se parece a un corazón helado y cínico
y una cucharada de café a deshoras
se convierte en la metáfora de una vida estéril.
Ya no invento historias. Las resisto.
Aquellos días
en que nada necesitaba odas
para sernos llevadero,
cuando acaso nos movía un cierto siempre
que podía prescindir de la memoria.
Hoy en mi caverna veo destellos de esos días.
NOCTURNO EN ESPARZA
El ruido que no es nada.
El aguacero que rebota sobre el techo de zinc.
Las hojas del almendro que cabecean aturdidas.
El mar de Caldera que es igual a la noche.
Los relámpagos que inventan micro días.
Los chorros de agua helada que, desde el cerro,
se ven tan gruesos como troncos de teca.
El sombrero de mi padre
que en esta oscuridad podría
ser un gato arrullado sobre la silla.
Abajo, en Salinas,
el agua que corre como una sombra sobre la tierra.
POR EL RÍO SINUOSO
Hoy como ayer, es difícil escribir
un poema simple. Eso dijo Mei Yao Ch'en.
Llevo horas leyéndolo a él y a Tu Fu, y he notado
que casi todos sus poemas están escritos en presente:
alguien canta una canción del Sur;
es primavera en las montañas, un halcón está
suspendido en el aire. El pretérito aparece
cuando se habla de la muerte: Tu Fu reporta que
un árbol del desierto perdió sus pocas hojas.
Mei Yao Ch'en, en un poema llamado Pena,
declara: “El cielo se llevó a mi esposa”. Pobre de él.
Al final de ese poema ya no ve ni a una sombra
en el espejo. La soledad es así; nos borra.
Una vez me perdí en un gentío, creo que fue
un 15 de setiembre; estábamos de paso en Alajuela
y era la primera vez que yo iba. Por una hora, más o menos,
me sentí tan solo que a veces me cuestiono
si realmente pude haber estado ahí; y si lo estuve,
¿por qué no hablé con alguien? Si acaso me quedé
sentado al pie de un muro. Cuando mi hermano me encontró
fue como haber despertado de un sueño inédito.
Pero volviendo a los versos,
los otros que encontré fueron estos:
“Es lo mismo con esta bella vida
que me era tan querida,” dichos por Mei Yao Ch'en
en Sobre la muerte de un recién nacido,
un poema que termina con una madre vertiendo
lágrimas de sangre, mientras sus pechos aún se llenan
con leche. Sólo que aquí no se usa el pretérito
sino el imperfecto, y algo suena a suspiro.
El pretérito es para la pérdida como el imperfecto
para la nostalgia. No es lo mismo anhelar lo que se va que
llorar por lo perdido. La luna brilla ahora sobre mi calle, sin nubes;
mañana será un día ventoso y recordaré haberlo pensado.
Ahora vengo a saber que en chino no hay tiempos verbales,
no los hubo ni los habrá; lo que hay son “aspectos”
o formas adverbiales: ayer yo lloro, por ejemplo,
es la forma de decir ayer lloré. Eso explicaría algunos
chistes del tipo yo quelel aloz. Pero no explica por qué
los poemas de Tu Fu y Mei Yao Ch'en están en presente.
Estos fueron hombres normales, con deudas y horarios,
con rutinas, nostalgias y deseos;
de seguro escribían de manera regular sobre
las mismas cosas; pero es como si no tuvieran memoria
o como si nada fuera evidente.
El subjuntivo, por cierto, no es un tiempo verbal,
sino un estado de ánimo: Tal vez me vaya—me dijo ella,
desalentada; Si es lo que querés— le respondí yo,
simulando indiferencia. El subjuntivo no sabe qué es lo justo.
A mi alrededor hay más cosas concretas
de las que puedo percibir; constato lo mismo
todas las mañanas: los mismos árboles innombrables,
los cardenales precavidos y las ardillas estresadas
royendo una bellota cuyas cúpulas al secarse
se caen y parecen boinas de lana. Ella una vez me regaló
una bellota con cúpula; un amuleto para cuando
me sentara a escribir. Parece una pequeña cabecita
con boina. Yo la llamo Pío Baroja,
con mucho cariño. Pero el punto es que
cada mañana veo lo mismo. Se requiere un corazón
muy amplio para escribir siempre en presente. Cada día
un nuevo día; el río es, pero no como era; las cosas son ellas
y no serán símiles. Tal vez escribiendo en presente
llegaría a componer un único poema
sobre las estaciones climáticas. Y no sería poco:
hay tanto que aprender de la luz y sus migraciones.
Hace unos días casi me congelo
tras quedar absorto viendo un junípero en otoño—
me dio la noche y descendió la temperatura;
estuve jalando mocos un buen rato. Entré a la casa
y preparé una sopa de algas—un amigo me las trajo
y yo no sabía que más hacer con ellas. Debo decir que nunca
antes había probado algas, y no quedé muy impresionado.
Las algas no se pueden morder; se pegan como sanguijuelas
en las paredes de la boca. Hay algo inquietante en las algas,
algo abrasivo; me hacen sentir cubierto de escamas,
de una piel diaria que me oculta. Ella me besaba de esa forma
abrasiva, como limpiándome de mí. El sexo nos limpiaba.
Era como un cuchillo que nos quitaba las escamas.
Hablando de eso, recuerdo una broma
que mis amigos y yo hacemos con las galletas de la suerte
que dan en los restaurantes chinos. El chiste es agregar
“en la cama” a lo que diga la suerte. La última vez
yo saqué: “La filosofía de un siglo es el sentido común
del siguiente... en la cama,” lo cual es bastante estúpido;
pero a alguien le salió ésta: “Acepta la siguiente
proposición que escuches... en la cama,” lo cual sí
tiene malicia, aunque resulte innecesario. Una vez le ofrecí a ella
que me pidiera cualquiera cosa... en la cama.
Ella no sabía qué decir. Lo digo en imperfecto
porque hoy anhelo su disposición de esa noche.
Todo pudo haber sido mejor. Es un arte sutil aprender
a ofrecerse. También la excesiva intimidad
nos borra un poco, como la soledad. Después de todo
es bueno tener escamas, saber hasta dónde llegamos
y dónde empiezan los otros. Y es bueno deshacerse
de esas escamas como una bellota
se deshace de su cúpula; es bueno rodar y perderse
entre las hojas caídas de un árbol innombrable.
Es bueno perder para aprender a nombrar.
Si fuera Mei Yao Ch'en
escribiría que a plena luz del día sueño
que estoy con ella, y de noche sueño que aún
sigue conmigo. Si fuera Tu Fu escribiría sólo en presente
y me sorprendería ante una canasta de frutas, y no ante
los tiempos verbales de mi idioma, sus aspectos emotivos.
Debe ser por eso que a veces sus poemas
resbalan en mi mente como niebla. Y por eso, precisamente,
me gusta que tense sea la palabra en inglés para los tiempos
verbales. Se pronuncia tens pero yo digo tens-e,
como el mandato que exige tensar o fijar.
Algo está allá, en el pasado irrecuperable,
fijo en algo ordenado y perdido. Mientras tanto,
Tu Fu y Mei Yao Ch'en navegan por la bruma del tiempo
como dos botes sobre un río sinuoso. Y la luna brilla.
PRUFROCK REVISITED
Rather at once our time devour
Than languish in his slow-chapped power.
—Andrew Marvell, “To His Coy Mistress”
Y ahora que nos vamos vos y yo,
cuerpo aún joven y dispuesto,
de esta edad en que la carne es débil,
aprovechemos un día más este sudor escanciado
en axilas y en besos,
mientras no nos preocupe aún la muerte.
No suframos por amar de menos:
cuando llegue por fin el día de ser
un macizo árbol de estaciones
llegará también la paz, si es que existe,
si es que es bueno.
Ya jugamos a que éramos un día sin ocaso
y ahora el amor, que lo remueve todo,
viene a cohibirnos nuevamente con sus tretas.
Y quizá eso explica
porqué sufrimos tanto en este tobogán de días
bajo este sol que, encaminado a la noche,
nos vigila, o en la hora triste en que las sombras
nos secuestran. Cuando nacimos prometimos
cavar nuestro andar en el mundo
y terminamos siendo la trillada hoja en caída.
Pero mirá, cuerpo, ella también se remueve con todo
y al caer la hoja no muere el árbol. Paciencia,
mirá qué bien le hace el otoño a las cosas,
preparando el corazón para el reposo
como una oración aprendida. Haciendo de la vida
un péndulo ligero entre vapores de carne
y maderas de ansia. Un bosque conocido.
Vámonos entonces, y no hagás preguntas necias.
Porque vos y yo sentimos a veces
que la noche es larga. Y que la noche
todo lo envuelve. Y que de día
nunca amanece. A veces
sentimos que los ojos son de humo,
que no nos pertenecen, y que están allí
para dibujar días tristes. Y las manos también:
las manos a veces ni se sienten
(son como alambres rotos—mareas petrificadas)
y no cierran abrazos ni señalan caminos.
Los dedos, adormecidos, a veces
se esconden
y no dan abasto los guantes de la decencia
cuando lo único que queremos es tocarnos.
Y aunque la carne sea lábil
vos y yo debemos preferirla, haciédonos a la idea
de que morir gastados es morir de veras.
Porque qué inofensivo e inútil es el péndulo del cuerpo,
no como lo dibujó Leonardo, abierto,
sino posternado como un tronco caído, militar, sin savia.
Qué inútil te resulta a vos
ver pasar el tiempo y no tratar de romper sus ejes
echándote a rodar por el suelo.
Que no te importe —ni a mí tampoco—
estar solo, si con ello
logramos revertir el miedo.
Para esto nacimos y ahora nos despeñamos,
dejando que la sangre nos lleve un poco afuera,
afuera donde el frío invita a probar
del azar y de los viernes. Eso que llamás vida.
Y, por si acaso, la muerte espera en la otra orilla
como la marea alta y puntual del tiempo,
ansiosa a veces o imposible en otras.
Pero la muerte no es para los que reposan
y se pasan las tardes entre helados y escrúpulos.
La muerte no es para los que vacilan
entre crecer o seguir vivos.
La muerte, en última instancia,
es para los que se raspan los huesos
haciendo acopio de leña por si la noche desciende.
Y descenderá la noche, eso es un hecho.
Y estaremos viejos sosteniendo en la mano
pañuelos inundados en flema. Adormecidos
por tantas voces humanas,
atarantados por calles desiertas.
El café nos hará recordar visitas
o bolsas de papel antiguo, tardes de diciembre.
Seguiremos preguntando qué fue de todo esto
y pensaremos en los cuerpos
en tantos, tantos cuerpos
donde fue nuestra suerte h
haber envejecido.
Vámonos entonces, y no hagás preguntas necias.
SONETO DEL SIGUIENTE DÍA
En las horas que enlazan a los días
con codicias recíprocas se amarran
dos cuerpos que se enturbian y se embarran
de un sudor habitual. Las calorías
se queman y las sales se disuelven
en aguas de un morir que no es la mar.
Las manos se deslizan como un par
de agentes subrepticios y se pierden.
Ninguno de los dos acaba pronto;
desnudos ven un cielo en cuyo fondo
se anuncia la mañana que empezó
temprano la noche antes: se encontraron
y con sed genital se prodigaron
afectos que la luz del día aclaró.
EVELYN PLACE
A menudo yo tomaba el desayuno en Evelyn Place
con Erich Kahler y Hermann Broch. No era inusual
que Erich y yo desayunáramos solos mientras arriba,
en su cuarto, Hermann daba muerte a Virgilio.
Con la amenidad nutricia del té y los huevos fritos
discutíamos Los Beatles y la sociedad de Princeton.
Siento horror al pensar que todo esto ocurrió
de seguro en otro siglo. Cierto es que hoy
todo aquí parece igual. Con la diferencia, claro,
de que ya todos ellos están muertos: Broch y Kahler,
John y Delmore, muertos y en paz. Y vos tan solo…
Debe ser duro sentirse tan solo.
Pero ellos sí que sufrieron pérdidas cuantiosas,
de esas que nos curan de nosotros mismos.
No como vos, perdido si acaso en tu intimidad excesiva
que te arrastra y te ciega. Incluso a menudo me pregunto
si serían iguales tus poemas sin esa nostalgia de vos mismo,
tu afinidad profunda con tu propio desapego.
¿Que cómo sé que escribís poemas? Se te nota en la falta de sueño
y en esa ingenuidad de buscar ideas leyendo en otras lenguas.
Las ideas son como las mujeres, muchacho: basta una, ojalá
concreta. Luego hay que tratarla mucho tiempo y conocerla.
Tampoco hay que ponerse muy grave en estas cosas
porque las ideas, como las mujeres y las lenguas,
requieren un humor peculiar para entenderlas.
Eso decía Broch. Nunca se me olvida.
En fin, ya sabés a dónde te llevarán estos placeres:
te tirarán a un río helado o te harán pecar contra tu mente
envenenándola de auto-compasión y whiskies
hasta que un final sin humor te reclame y arroje
por tres días, anónimo en el libro de una morgue
cuando no directamente en el símil de una cloaca.
Por eso te ruego, muchacho: menos ego. Menos ego. Retorná
a la saludable divinidad de las piedras. O adoptá una gallina.
¿O sos de los que piensan que un poema se escribe
sosteniendo gentilmente una pipa en una mano
y con la otra palpando una nalga prohibida? ¿Embarazar
a la criada? ¿Asesinar al padre? Nunca asociés tu tristeza
a la mezquindad ajena. Para eso está la música ranchera.
Quejarte es un lujo que no podés permitirte.
Te aconsejaría que bailaras más. Eso es bueno para el espíritu.
Bailá un día como si fueras gay y otro como si fueras niño.
Bailá como si todo dependiera de ello. La música en exceso
?aprendételo bien? nunca es un exceso.
Ya ves que en las cosas soñadas empieza la responsabilidad.
Nada se recupera; todo hay que rehacerlo.
No sé qué más decirte… Bueno, nunca cambiés en nada, ¿oíste?
No cambiés. Al menos no por mí. Y si un día
querés saber de Broch o hablar de Randall Jarrell, bueno,
venite acá, tomamos té. Cantamos Let It Be…
En memoria de Eileen Simpson.
Wallau: seis poemas
En una ciudad hecha de mármol cliché
desperté en una cama que no era la mía.
Regresé a casa, tomé una ducha.
Doné a la caridad mi ropa de invierno.
Hice café por la tarde y me vestí con ropas nuevas.
Me fui a despedir de una vieja amiga
en cuya cama sólo estuve por fatiga.
Hablamos de la inmigración, recuerdo.
Me preguntó si volveríamos a vernos.
Yo le dije que sí, que de seguro. Es más,
brindemos por eso. De nuevo nos ganó la fatiga.
Cada uno volvió a su respectiva tristeza.
Casi llegando a casa, en un tren por la noche,
mi hermana me llamó para decírmelo.
“Ya Wallau murió”, me dijo.
Caminé tranquilo hasta la casa. Juraría
que los trenes se detuvieron por respeto.
Volví a mirar y me di cuenta de que seguían andado,
era sábado y mucha gente seguía viva.
En casa me puse a buscar un trago
y me encontré con Dylan Thomas.
Do not go gentle…
Wallau, Padre: Do not go gentle…
(Washington DC, 22 de mayo, 2010)
La piel que te envolvía es ahora un manto leve,
ahora que ya no tiene tiempo. La casa
es una estación donde quedan varados
extraños que llegaron en un mismo tren, que fuiste vos.
Hay sábanas verdes y niños ajenos al luto, que
de tanto ruido que hacen asustan a la muerte.
Las candelas empiezan a sahumar. El humo
se enrolla alrededor de tus restos.
Y esto es la ausencia de espíritu: una boca quieta.
Es noviembre, Wallau, y las calles están verdes de luz esperando diciembre. Hace
semanas no veía tan claro el cielo.
Mujeres incontables pasan todo el día por la calle en sus talladas mallas negras, sus botas
altas y sus gafas oscuras que les cubren media cara.
El aire que respiro es grato, San José por la mañana casi siempre tiene la cara limpia y se le
va ensuciando conforme pasa el día y es como la mía cuando me crece la barba.
La tía Alicia amaneció enferma y creemos que es algo viral y por eso la llevaron al Seguro.
Mamá llamó y me dijo que mi ropa ya está seca que pase por ella cuando pueda es que
ahora vivo en un apartamento sin patio y ha llovido mucho y la ropa ahí no se me seca.
Ya no vivo solo ni mal acompañado ahora vivo con Andrea y nos queremos bastante y
estamos de acuerdo en que el Amor es algo ridículo y ni hablar del Matrimonio, el sexo es entretenido, pero somos pobres y no sabemos muy bien qué hacemos.
Podría compartir el resto de mi vida con ella, Wallau, excepto que a veces siento que no me
queda vida que compartir y que mi corazón ya no tiene miedo pero tampoco alegría.
Hace rato no me escribe Peter Beicken que fue el que me dio a leer La séptima cruz de
Anna Seghers cuando vos te morías y me dijo que yo debía leerla y pensar en vos como mi Wallau —como el amigo que me echó a andar libre por el mundo otra vez y fue el primero en caer al escapar del campo de prisioneros de Westhofen, que aquí yo uso como una metáfora del Mundo— Wallau, que permanece en la mente de sus amigos y esa memoria les basta para seguir adelante aunque uno a uno van cayendo hasta que sólo queda el que se llama George Heisler, que es el que cuenta la historia y que ahora en este libro soy yo porque yo desde que leí mi primer libro siempre quise ser el héroe.
A mí al principio no me gustó la novela pero Beicken me dijo que debía ser paciente.
Tranquilo —me dijo—, recordá lo que está en juego, y el hecho de que lleve tu nombre por unos días no es más que un accidente—con lo cual creo yo que Beicken me estaba hablando de la Vida.
Réquiem
Sentado en la Place de France un diciembre por la tarde.
Las campanas de Santa Teresita suenan como perros que ladran a través de un tubo
metálico.
El viento hace imposible adivinar de dónde viene el ruido.
Pero uno lo sabe, acostumbrado ya a venir por las tardes a esta torpe imitación de París que
es Barrio Escalante.
La plazoleta es pobre pero limpia, y el teatro de cristal al final de la calle la hace ver
elegante.
La cúpula de la iglesia preside sobre las casas, grandes casas sin estilo definido alrededor
de todo y a orillas de la vía férrea.
Un poste con tres farolas se alza solo contra la noche.
No lo inquietan ni los perros de los vecinos que a esta hora vienen a dar un paseo con sus
dueños.
El viento sacude las farolas y es como si hicieran una reverencia.
Ah, viento de diciembre. De cuántos otros años te recuerdo.
Ahora vivo en la ciudad vacía, en estos barrios sin ruido, y me siento frente a la fuente seca
de la Place de France
donde se da el alma a bocanadas y puedo conjurar a mis muertos:
Wallau, muerto por causas naturales a los ochenta y un años; Juan Manuel, suicida a los
veintiuno; mis perras Jackie y Camila, una muerta por paro cardíaco y otra por cáncer; don Julio, el primo de Tabarcia, muerto tras una larga enfermedad; el abuelo Fabio, muerto tras una cirugía; Jesús Murillo, muerto en Navidad de un paro cardíaco mientras bailaba con su hija.
Hay quien muere feliz, hay que muere para serlo. Nadie es una isla. Todos somos imperios,
y lloramos cuando una pequeña franja se nos independiza.
Ah, viento de diciembre. En cuántos nombres te recuerdo.
Los perros corren lejos de sus amos, y al rato se cansan. Se hace de noche; los perros se
quedan tranquilos. Es de noche en la Place de France: la ciudad imita al cielo.
Mr. Hitchens
Keine Sandkunst mehr, kein Sandbuch, keine Meister.
Perdone mi mala pronunciación. Nunca practiqué mucho.
En fin, esto está bien aquí. Es un verso de Celan.
Asumí por su nombre que era alemán
y ese verso me gusta, me parece apropiado:
No más arte de arena, ni libro de arena, ni maestro alguno.
Se respira bien (o, más bien, respirar no hace falta)
en este lugar sin mitos. Ah, si tan sólo nos sirvieran
sendos Johnny Walker negros…
Hábleme de las cartas de sus sueños.
Ayúdeme a recordar la tierra.
Tratemos de adivinar quién sigue.
Canción de los muertos
Existimos. Tenemos nombres.
Ocupamos un espacio en la tierra.
Otros son cenizas en el agua.
Alguno es una mancha de aceite bajo la lluvia.
No podemos ver a los vivos,
ni hablar con, o interceder por ellos.
Somos perfectos. No nos equivocamos.
Finalmente comprendemos en silencio.
Ya no nos da hambre ni sueño.
Somos el salomónico trigo,
y los despreocupados pájaros que pasan.
Nada nos perturba. Somos incontables.
En la película diaria de los vivos
somos los créditos finales, y la música al inicio.
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