Lola Vicente (Yecla-Murcia, 1942) es editora amateur (Ediciones Cylea), escritora, antóloga y técnico de agricultura en la Junta de Castilla y León. Procede de una familia que la enseñó a valorar los aspectos más nobles de la existencia; y de un pueblo, descendiente de tribus primitivas y pueblos invasores y colonizadores, con un trasfondo de interés místico y literario. Místico, quizá por haber albergado en sus confines un núcleo religioso, antiguo convento o santuario cercano al Cerro de los Santos. Literario, por la influencia reciente de dos personalidades: José Martínez Ruiz, Azorín y José Luis Castillo Puche.
Colaboraciones en periódicos y en diversos medios.
Premios de poesía: en Yecla, Madrid, Valladolid y Dueñas.
Libros publicados:
El Eco de Cylea (1.992)
Vuelo de pájaros (1996)
Cuadernos de Salima: Haykus a Granada (2004)
Zéjeles de amor (2004)
Desde Manuel (2005)
Egelasta (Cylea Ediciones, 2009)
Coeditora de la antología: Cuentos para Segovia (2007)
Incluida en antologías poéticas varias y traducida al inglés e italiano. Funda varias asociaciones culturales.
TEÑIRSE EL PELO DE RUBIO ATARDECER
Atravesó por mí sin conmoverse
aquel tiempo que tuve y corresponde
a la edad transcurrida.
Es la savia que pacta con el cambio
y, en el lance, me muda.
¿Va el concepto de tiempo incorporado
al existir, por hacerlo indulgente?
Constantemente atravesamos fases
que aseguro sin tregua,
por mucho que el empeño nos ubique
junto al latir del sol.
Quisiera, muchas veces,
regresar a ocasiones veneradas,
a inviernos tutelares
de lo que fue el principio;
sentarme entre almohadones
al rescoldo honorable de la lumbre,
saberme comprendida
y dejar que el contento se derrame,
como reconfortable lenitivo,
hasta acabar dormida en tu regazo.
EGELASTA
Lola Vicente, mujer llena de tesón y audacia, desarrolla una labor encomiable en el apoyo a las letras desde hace tiempo, con sus ediciones de cuentos sobre distintos ámbitos geográficos de España. Y es, desde luego, una interesante figura en el panorama de la poesía de nuestra lengua. El haber nacido en la región murciana de la antigua "Espartaria", tierra de esparto, pero estar afincada en el núcleo "duro" de Castilla, en el corazón de la tierra segoviana, la ha dado una visión más amplia de lo ordinario sobre las distintas formas de abordar la comunicación poética. Tras "El eco de Cylea" (acrónimo de su lugar natal, Yecla), y "Desde Manuel" (dedicado a un hijo malogrado), ha hecho dos incursiones en el poema corto, el zégel y el hayku. Ahora regresa a Yecla, con este poemario que titula "Egelasta", mítico nombre de la celtibérica Egelasta. Pero no es una colección de recuerdos de la tierra lo que informa este poemario, el más logrado de nuestra heroína hasta la fecha. Antes bien, "Egelasta" es una larga peregrinación a través del dolor del recuerdo, a través de la reincorporación a la vida nueva que nace de una muerte y una resurrección. Diríamos, al levantarse tirando de uno mismo, hazaña que está reservada a los fuertes de corazón. Curiosamente, el poemario se inicia con una evocación de los gatos que llenaron la infancia con sus maullidos, augures de las lágrimas y el dolor en su adolescencia. Dolor que se prolonga en la muerte inaudita del hijo, cuando se queda "mirando el repetido / ir y venir de los pájaros tordos.". El poemario está salpicado de versos momorables, que son señal cierta de capacidad poética. Valga recordar el citado, o "me desordena el llanto", "necesito el desorden de la pena", "queda sorda la lluvia sin tu nombre", "escogiste la tumba / en un sitio excelente: / le daba el solecico en el invierno." Este diminutivo del sol, tan murciano, nos recuerda que el libro tiene una gracia añadida, la de incluir localismos, variaciones de la lengua que le dan un espléndido valor añadido: porseguera (polvareda), escorzonera (planta medicinal y comestible), abuchábanos (buñuelos)... Un atinado prólogo de Mercedes Molina Mir abre el poemario, que ilustra con ingenio y buen gusto Antonio Azorín Molina, y ha editado limpiamente la propia autora.
(Juan Ruiz de Torres, España, 3. 2009)
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