Louis Philippe Dalembert
Nació en Puerto Príncipe, Haití, en diciembre de 1962. Es una de las figuras más destacadas de su generación. Poeta, novelista y ensayista. Ha vivido en Puerto Príncipe, Nancy, París, Roma, Jerusalén y Florencia. Publicó en español: El lápiz del buen Dios no tiene goma, ;La otra cara del mar, Los dioses viajan de noche (Premio Casa de las Américas 2008). Dalembert desarrolla, tanto en la poesía como en la prosa, una obra muy influida por los temas del vagabundeo –concepto que prefiere al de la errancia- y la infancia. Los dos temas parecen estar vinculados en la mente del autor, que pasa de la infancia a la edad adulta, al emigrar de un país a otro y están presentes desde sus primeros libros. Escribe en francés y creol. Actualmente vive en Berlín. Respecto a la poesía nos dice: Un género que yo no abandoné para nada desde la publicación, a la edad en que un tal Rimbaud puso fin a su carrera literaria, de mi primer libro de poesía. Entonces mi juventud inculta no concebía la poesía sino comprometida en el combate en favor de los más desposeídos y de la liberación del país estrangulado por una dictadura hereditaria de casi un cuarto de siglo. Yo descubrí la larga tradición haitiana de poesía militante. Descubrí los poetas franceses de la resistencia. Otros utopistas lanzando sus versos desnudos y sus cantos desesperados al asalto de las Bastillas del mundo.
MISTERIOS
entonces las muchachas tenían ese olor a luna verde cuando sus piernas desnudas rozaban tu infancia
las muchachas llevaban en su caminar toda la otra parte que te esperaba al extremo del tiempo
era ayer
al darte vuelta sentirías la risa clara de Adelina la hija del pastor que entraba de nuevo entre la noche al llamado de las costumbres acabando de agotar las últimas palabras de tu primo
largo tiempo éste soñó con volver a hallar su palabra dispersa en el claro de luna pero hacia el final no quedaría de ella sino un insípido tartamudeo que brotaba en medio de nuestra infancia tal como géiseres embebidos de rabia vana y de espíritu extinto
entonces las muchachas tenían ese sabor a estrella vedada a tus cabalgatas de pilluelo caribeño
las muchachas madres precoces te acostaban sobre sus senos sin ningún pensamiento hacia las presurosas hormigas que de un lado a otro te atravesaban el cuerpo ni al insomnio que te acompañaría hasta el centro de la noche
el aliento a toronjil de sus faldas se esparcía lascivo sobre las riberas del dormir disputando a los sueños los relieves de tu ebriedad
era ayer
afuera el viento echaba a rodar todos los misterios de las edades venideras el viento afuera azotaba la inocencia y el temor mezclados
y las muchachas habitarán por largo tiempo tu mirada esclusas rebeldes en la corriente de la errancia
era ayer
el olor a café arrojado entre el aire fresco anunciaba siempre el amanecer o la llegada inopinada de un visitante de lejanas suelas las tres gotas vertidas sobre el suelo dibujaban un lenguaje invisible que polvo y pasos borraban por inadvertencia de extraños jeroglíficos conocidos por la sola frenética paciencia de las hormigas negras y enajenadas
las muchachas tú lo sabes en este rumbo de la travesía siempre tendrán ese olor a luna verde y ese sabor a estrella fresca las muchachas nunca perderán su garbo de río que ni siquiera la memoria remonta
entonces los barcos entraban en el puerto gecos* arrastrando su obesidad bajo el sol los barcos entonces volvían a partir con su cargamento de sueños de horizontes y de efluvios inabordables
y tu mirada despojada de tus galopes al final de las edades tu mirada como una larga sirena en los confines del tiempo
de qué eco proviene el recuerdo estorbando el flujo del día
de qué flujo contrario de qué viento agitando a contracorriente estos olores de ninguna otra parte.
largo tiempo impasible el río seguía su trazo por instantes incólume de los desvíos de los encantos secos o profundos según el espesor del capricho o la longitud de sus crecientes retardándose aquí para dejar más a sus anchas a sus brazos revolcándose allí sobre su lecho de guijarros de hojas muertas y de aluviones o acelerando su marcha en el lindero de una cita con la mar
largo tiempo el río no supo nada de su manantial
ni la sorda lucha con la tierra para conducirlo al día
ni las escapadas a las pérfidas caricias de las lagunas
ni las conversaciones con los ríos que le darán su vuelo
ni los escollos de las esclusas
largo tiempo el río no supo nada
oh caminos de ciegas errancias semejantes a aquel de la infancia la avanzada fue de confusión y testarudez en medio de las edades sobre la tierra de los otros la avanzada fue de magia de luz un largo deslumbramiento como el cuerpo de la mujer al amanecer de la vida
oh caminos de ciegas errancias ella fue también de sombra sin fin bajo nuestros pasos ecos de tambores sin ninguna procedencia en medio de la noche sin ninguna salida tampoco el espíritu como agarrado entre un nicho cuando el viento afuera batía la inocencia y el temor mezclados
oh caminos de ciegas errancias ella fue de amargura y de desilusión que nunca sin embargo extinguieron la locura
* gecos: (fr.) margouillats: especie de lagartija de las sabanas africanas (n. del t.)
CORRE
corre suavemente
a la proximidad de las estrellas
diles
que se callen
para no dejar cicatrices en
nuestros sueños
diles del silencio
debajo de nuestros corazones
en el agotamiento de la luz
diles la ruta
atravesada sin una sola gota
de luz
la ruta tan lenta
y demasiado ruda a veces
diles la ruta
agitada con palabras y caricias
de heridas en apnea
y de persecuciones de sombra
diles la ruta
que ni siquiera termina
diles el aullido
de los sismos bajo nuestros pasos
donde ninguna tierra es suya
*
qué tierra después de todo
nos pertenece
sino aquella del hombre
qué fuente qué río nuestros
qué brazada de soles
si ella no es repartible
corre
suavemente
a la proximidad de las estrellas
corre
diles
la ruta abierta
como un sexo herido
en medio de nuestros gritos
la ruta abierta
pero afónica
desde hace largo tiempo ya
que se diría un río muerto
la ruta
hasta más allá de la hora
sobre sus guijarros mudos
(la ruta) abierta
sobre la memoria
*
corre suavemente
mira el viento ancho
al ritmo del camino
mira el viento
y sus insurrecciones
desnudas relamiendo la amargura
y luego la lluvia de nuestras risas
deshilachándose
para decantar la noche
corre
suavemente
a la proximidad de las estrellas
diles
las huellas del manatí
perdido para siempre
entre el lecho del río
diles las montañas cómplices
las estaciones en furia
que han extraviado nuestras balizas
la lluvia que no termina
de contar
la mar desde entonces
no cesa de temblar
corre suavemente
parís, 22/09/08
VAGABUNDEO
« Cuando ella está en el hueco de mi lecho
ella ocupa todo el lugar. »
Georges Moustaki
de estación en puerto
de habitación de huésped
a vestíbulo de terminal aéreo
este sonreír sobre el allá lejos
como se recubre de noche
un paisaje entero
exquisito y silencioso perfume
la soledad
aquí y allá
alejado inquieto
como aguacero
perseguido por el viento
hacia otros tiempos
hacia otras lejanías
entre la sombra la soledad
aferrándose
a una risa demasiado clara
a un par de piernas
naufragando entre el olvido
lo efímero del ser
una mano sembrada de amistad
de llantos velados
de promesas nuevas
*
la soledad
la verdad absoluta
ofrecida en compartición
una noche de palabras sin fin
sobre la ruta del ron
cuando el zinc farfulla de abundancia
y de fraternidad marrón
una noche de bruma
en que hasta los perros
de las grandes ciudades
aúllan al amor
luego vuelve a flotar
en el cielo del día
entre el silencio de los pasos
deliciosa emanación
roma, 29/10/00
LA CIUDAD NAUFRAGADA
entre la niebla ahogada
sarajevo
ahogada entre su memoria
entre el desbordamiento de su orgullo
y de sus muertos
sarajevo se agita
en el fondo de su depresión
se estremece en busca
de una pizca de vida
de una pizca de amor
sarejevo rodeada
por sus gigantescos carceleros
de piedra de tierra y de verdor
agarrada a sus campanarios
y a sus minaretes
sarajevo se bate se debate
contra sus ángeles
de la muerte
contra esta invitada
asentada un día entre su belleza
sin anunciarse
entre su dicha
sin anunciarse
entre sus llantos entre su risa
entre su pequeñas preocupaciones
de todos los días
entre su búsqueda del pan y del amor
entre su mano abierta y tendida
sin anunciarse
qué quedará de ella al alba
qué libación
dirigir a sus dioses
ayer todavía tan próximos
sarajevo ahogada
entre sus muros picados de sífilis
entre la niebla
ahogada
sarajevo, 11/10/2002
TESTIMONIO
Un día
empujé las puertas
del alba
y me senté
bajo una pórtico
frente al mar caribe
por única compañía
una pequeña silla de paja
que yo engaño por momentos
que yo engaño a veces
las noches de chaparrones violentos
cuando las lámparas
han detenido su diálogo
con una mecedora
de paja y las agrias estrellas
de un ron de caña
y allá
frente al mar
nuestros conciliábulos mudos
esperan cada vez
remontar la infancia
de su vagabundaje
también la adolescencia
de sus utopías
que tardan en extinguirse
un día
empujé las puertas del alba
desde entonces veo el mundo
a través de sus rayos
pálidos de sombra y azules de noche
sin las efusiones
de mis heridas
aquel día
frente a la mar caribe
soñé
con un poema
que en ninguna parte comienza
o en tal caso en la infancia
y no termina en ninguna parte
jacmel, 13/07/2006
YO NUNCA HE DICHO PAPÁ
a yvon le men, que comprenderá
a paul negociante (marchd, puede ser el apellido) también,
que es de la misma raza
yo nunca he dicho papá
y no lo diré nunca
yo no poseo día de hoy
mayor vergüenza de decirlo
el tiempo ha pasado
en que yo estrechaba tu ausencia
entre los repliegues
de mi malestar
de mi pudor vasto y seco
como un abrazo paternal
el tiempo ha pasado
pero me ocurre todavía
buscar esta palabra
u otra que se le parezca
eso me ocurre a veces
a la vuelta de una pesadilla
o porque no he sabido
batir las tinieblas
bajo mis pasos
y cuando mi mano cree encontrarlo
es para encerrarse
sobre el polvo
de mis tartamudeos
ecos vacíos de mis pasos de hombre
yo nunca he dicho papá
y no lo diré nunca
ya no tengo
vergüenza de decirlo
el tiempo ha pasado
¿hoy en día a quién decirlo?
estos rumores sordos de la ausencia
tras de su máscara de despreocupación
estas tinieblas de azul abisal
el miedo al vacío también
ningún brazo nunca
será bastante fuerte
para devolverlos
al grito primal*
yo no poseo fotos de infancia
juntos no las tendremos nunca
de ti yo no tengo sino ese cliché
del matrimonio en que mis sueños huérfanos
trazaban en vano
el color de tu risa
el tiempo ha pasado
en que yo temía su ausencia
el tiempo ha pasado
yo le he vuelto a encontrar desde entonces
entre los ojos de mi hijo
*primal, terapia que mediante los gritos busca
que el enfermo encuentre el origen de su neurosis (n. del t.)
jacmel, 12/07/2006
CHÚ-CHÚ
para alex
como un sueño interrumpido
que se vuelve a atrapar en el instante
en que todo se desvanece
fuera de la noche sin embargo
como una nostalgia que quema
los brazos desgarrados
por caricias de olvido
cual una declaración tan vieja
como una exhortación divina
chú-chú chú-chú
el ojo se abre y se vuelve a cerrar
entre la ausencia del tiempo
entre el barullo del allá lejos
que separa y estira
tren tartamudeando
por todo el hilo numérico
el sol bajo el brazo
entre el bolsillo sobre las avenidas grises
del mundo
porque tu risa
perfume de embriaguez
chú-chú chú-chú
como un sueño interrumpido
entre el barullo del mundo
como brazos que acunan el sueño
recogiendo las migajas de él
cual si mañana desde el alba
roma, 25/4/01
DIÁLOGO
una noche en roma
era a comienzos del otoño
a menos que no se trate del milenio
he soñado
con una rosa
y yo que no tengo ni asomo de costumbre
de decantar mis sueños
lo he recordado en la mañana
era una rosa
como en la vida real
con 1000 fragancias y fulgores
con 1000 espinas y dolores
cuanto más la aspiraba
más del tallo
escapaban fragancias
que en vano yo intentaba
asir
entre mis manos
ellas flotaban entre las tinieblas
gráciles y misteriosas
desvanecían
en el trazo de una sonrisa
se materializaban después
a lo lejos
interpretaban el tiempo
y mi emoción
como un porteño un bandoneón
me pasé la noche entera
persiguiendo la rosa
y al despertar
la tenía
entre mis ensangrentados
dedos
esa noche
(como a menudo desde entonces)
he soñado con una rosa
sin flor
oh extrañeza
roma, 24/10/2000
RACISMO
mis amigos franceses
que me quieren mucho
demasiado quizás
afligidos
de saberme cesante
me dicen a menudo
porqué no te postulas
para tal puesto o tal otro
o incluso para aquel otro
para cualquiera como tú
eso no debe ser complicado
tú tienes cantidad de diplomas
y publicaciones
en casa de los editores
que manejan el engranaje
de hecho porqué
tus más bellas experiencias profesionales
las has tenido en el extranjero
no te agrada
la república
pero no qué es lo que digo
tú apoyas el equipo de francia
de fútbol
te gusta el buen añejo camembert
la baguette y los croissants de mantequilla
y festejas a la menor ocasión
la llegada o la salida nueva del beaujolais
mis amigos franceses
que me quieren y me conocen
se sorprenden de verme
con mis diplomas de la sorbona
y todos los otros también
apuntarle a las assedic*
o tocar el rmi (¿ ?)
esto no es normal
se enojan ellos
pobres amigos franceses
ellos no conocen
su país
*assedic, sistema de oferta de empleo en Francia
sarajevo, 13/10/02
FELICIDAD
esta mañana
yo no sé demasiado porqué
me encuentro
menos feúcho que de costumbre
menos ridículo también
esta mañana
tengo ganas de abrazar a
todos los niños
todas las viejitas
curvadas sobre su memoria deshilachada
su memoria hecha de dientes de sierra
tengo ganas de apretar entre mis brazos
la lluvia de otoño
transformar en vida
la más larga de las pesadillas
las lágrimas del mundo
en viajes claros y sonoros
como tu risa
esta mañana
yo no sé porqué
me encuentro
menos feúcho
menos ridículo también
sin duda eso es
la felicidad
sarajevo, 12/10/02
Traducciones de Rafael Patiño Góez
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 88-89. Julio de 2011.
http://www.festivaldepoesiademedellin.org/pub.php/es/
Revista/ultimas_ediciones/88_89/dalembert.html
Louis-Philippe Dalembert nació en 1962 en Puerto Príncipe.
Su padre muere cuando sólo tiene unos meses. Es entonces criado por mujeres, sobre todo su abuela.
Crece bajo la dictadura de François Duvalier, lo que va a darle una fuerte conciencia política.
En 1982, publica en Puerto Príncipe su primer libro de poemas, Evangelio para los míos.
Cuatro años más tarde parte a estudiar a Francia.
Gran viajero (América del Norte y del Sud, Caribe, África del Norte y África negra, Medio Oriente, Europa), sus dierecciones se siguen y no se parecen. Este hombre tortuga, este vagabundo como se define a si mismo, vivió unos diez años en París, donde realizó estudios universitarios y ejerció la profesión de periodista. Vive por primera vez en Roma en 1994/95, como pensionista de la muy codiciada Villa Medicis. Después de un breve paso por el país natal (1996), un viaje de varios meses por los Andes lo ayuda a alejarse de la política.
Dalembert elabora, tanto en prosa como en poesía, una obra marcada fuertemente por los temas del vagabundeo y de la infancia. Las dos temáticas parecen unidas en la mente del autor para quien uno pasa de la infancia a la edad adulta como se emigra de un país a otro. La temática del vagabundeo está entonces presente desde sus primeros libros; aún si la infancia también lo es.
Publicó varias novelas, entre ellas Le Crayon du bon Dieu n’a pas de gomme (El lápiz del Buen Dios no tiene goma) (Paris: Stock, 1996); L’Autre face de la mer (La otra cara del mar) (Paris: Stock 1998); L’Île du bout des rêves (La isla al final de los sueños) (2003), Rue du Faubourg Saint-Denis (Monaco: Du Rocher, 2005) et Les dieux voyagent la nuit (Los dioses viajan de noche) (Monaco: Du Rocher, 2006); cuentos: Le Songe d’une photo d’enfance (El sueño de una foto de infancia), Macaronade, La Dernière Bataille du général Pont-d’Avignon (La última batalla del general Pont-d’Avignon) , La Frontière (La frontera), Les Intouchables (Los intocables); poesía: Evangile pour les miens (Evangelio para los míos) (1982), Et le soleil se souvient (Y el sol recuerda) (1989), Du temps et d’autres nostalgies (Del tiempo y otras nostalgias) 1995), Ces îles de plein sel (Estas islas llenas de sal) (1996), Poème pour accompagner l’absence (Poema para acompañar la ausencia) (2005).
Su novela La otra cara del mar, publicada en 1999 y premio RFO (Radio Francia de Ultramar) tiene como tema la masacre de haitianos que se perpetró en la República Dominicana el 2 de octubre de 1937, cuando el dictador Trujillo decidió “blanquear la raza” exterminando a los haitianos que residentes en Dominicana.
En Negras heridas, refundición del cuento Los intocables aparecida en 2011, asistimos al enfrentamiento entre dos personajes, el blanco Laurent Kala, empleado de una ONG que defiende a los animales y el negro Mamad White, su empleado doméstico. Un hecho aparentemente anodino desencadena la violencia del blanco que está a punto de matar a su « boy ».
En cuanto a Balada de un amor inacabado (2013) es la historia de un inmigrante haitiano, Azaka, que vive desde hace quince años en los Abruzos y que debe enfrentar allí a un terremoto, en abril de 2009, que hace resurgir en él los recuerdos de otro sismo en su país que le costó la vida a su hermano.
En la prensa
Haití, la deuda original
En 1825, Francia impone a su lejana colonia pagar a precio de oro su nueva independencia. La economía de la isla, que se desangra durante ciento veinticinco años para honrar su contrato, nunca pudo levantarse.
La visita, el 17 de febrero, de Nicolas Sarkozy en Haití, la primera de un jefe de estado francés desde la independencia en 1804 en perjuicio de Francia, dió lugar a un curioso diálogo entre los presidentes de los dos países. Para el presidente René Préval, la página de la colonización, dell ado de los haitianos, está cerrada, tanto del punto de vista político como psicológico. Nicolas Sarkozy, en cuanto a él, se prestó a un ejercicio bastante sorprendente de parte de un hombre poco afecto al « arrepentimiento » cuando se habla del pasado colonial de Francia. «Nuestra presencia aquí, dijo, no dejó sólo buenos recuerdos.» Luego evocó las condiciones de la separación entre los dos estados, antes de agregar : «Aún si no empecé mi mandato en el momento de Carlos X, soy sin embargo responsable en nombre de Francia.»
Volviendo a Carlos X, está claro que el presidente francés hablaba de la de ahora en más famosa deuda de la independencia, objeto en estos días de una petición pidiendo su devolución para la reconstrucción de Haití destruido por el sismo de enero. ¿De qué se trata?
Un país puesto al margen de las naciones
Estamos en 1825. Después de dos décadas de negociaciones para intentar hacer volver, bajo una forma u otra, a la antigua colonia francesa de Santo Domingo al seno de la metrópoli, París entendió que tenía que renunciar a ello. Encontrándose entre el lobby de los colonos apurados por recuperar sus bienes muebles, los esclavos y los inmuebles, y el de los comerciantes listos a empezar de cero para no perder el jugoso mercado de “la colonia más rica del mundo”, Carlos X, recién instalado en el trono, decide.
En una ordenanza fechada el 17 de abril de 1825, « concede » al joven estado su independencia contra una indemnización de 150 millones de francos oro para resarcir a los ex colonos y asegurar los intercambios comerciales privilegiados a favor de Francia.
Los haitianos están asombrados. En principio, son independientes de hecho desde el 1º de enero de 1804, después de haber vencido a la poderosa expedición Leclerc-Rochambeau que vino para restablecer la esclavitud en la colonia. Ya pagaron la independencia con su sangre. Luego, la suma requerida sobrepasa de lejos la realidad financiera del país, arruinado por años de guerra. ¿No hay problemas! París está listo para ayudar al gobierno haitiano para encontrar en Francia un préstamo con “condiciones convenientes”. «Debería usted insistir, escribe el ministro de Marina, el conde de Chabrol, al que lleva la ordenanza, para que no se dirijan con este objetivo a ningún otro país.»
Para llevar a los haitianos a aceptar «el pacto más generoso que muestra la época actual », Carlos X tiene argumentos de peso. Hace escoltar la ordenanza por una armada de 14 bajeles de guerra armados co0n 528 cañones. En caso de rechazo, siempre según el ministro de Marina, Haití será «tratado como enemigo de Francia», cuya escuadra «está lista para establecer el bloqueo más riguroso delante de los puertos de la isla». A la cabeza de un país puesto al margen de las naciones, bajo la presión entre otros de la ex metrópoli, e incapaz de renovar los esfuerzos de guerra que habían llevado a la independencia, el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer firma.
Se conviene en pagar, en cinco cuotas anuales de 30 millones, la indemnización doblada por reducción del 50% de los derechos aduaneros para cualquier barco de bandera francesa. Esta suma de 150 millones de francos oro representa de hecho el equivalente de una año de rentas de la colonia en la época de la Revolución, o sea el 15% del presupuesto anual de Francia. Un primer préstamo de 30 millones, reembolsable en veinticinco años, se suscribe en el mercado de París, con una tasa del 6% anual. Después de deducir gastos y primas, el estado haitiano sólo percibe 24 millones a los cuales debe agregar otros 6 millones de sus propios fondos para honrar la primera entrega.
Se establece así un juego financiero complejo que la joven nación va a arrastrar como una cadena durante más de ciento veinticinco años. Un ejemplo: sobre la base de un cálculo de gastos, primas, intereses y capital, y de un eventual pago en el tiempo, el primer préstamo sólo se eleva a un monto efectivo de 81 millones de francos oro. Es lo que los historiadores llaman “la doble deuda de la independencia”: una para con el estado francés para indemnizar a los colonos y la otra para con los banqueros franceses. Pero la situación económica del país, después de años de guerra y un bloqueo de hecho, no es la de la floreciente colonia de veinte años antes. Además, por temor al regreso de los franceses, sus dirigentes se lanzaron en construcciones militares de envergadura en detrimento del establecimiento de infraestructuras de desarrollo.
El nuevo estado tiene aún más dificultades para pagar la deuda ya que, en el Havre, el precio del café, principal fuente de ingresos del país, no deja de caer. En cinco años pasó de 140 a 85 francos las cien libras. Para enfrentar esto, Boyer declara «deuda nacional» la indemnización y crea, para pagarla, un impuesto específico que va a pesar muy particularmente sobre las masas campesinas. De la misma manera, trata de reducir el tren de vida del estado, sin renunciar sin embargo a la militarización a ultranza del país. ¿Con qué razón? Las amenazas regulares de la ex metrópoli ante las dificultades de Haití en honrar a tiempo los pagos y los pedidos de renegociación del monto de la indemnización. Estamos en la encrucijada.
Francia controla las finanzas del país
En 1838, los dos países encuentran por fin un acuerdo. Luis Felipe 1º, menos intransigente que Carlos X, firma dos nuevos tratados con la ex colonia francesa de Santo Domingo. Con el primero, Su Majestad el Rey «reconoce» la independencia plena y entera de la república de Haití. El segundo rebaja el saldo de la indemnización, que pasa así a 60 millones. En total, la deuda habrá sido de 90 millones de francos oro, que los haitianos van a terminar de pagar en 1883. Para lograrlo, hubo quye poner en marcha un sistema bancario complejo con el que Francia controlará las finanzas del país hasta la ocupación de Estados Unidos en 1915. En revancha, los diversos préstamos e intereses con los bancos franceses y luego norteamericanos, para pagar la « deuda de la independencia » sólo se terminarán de saldar en 1952.
Según los historiadores, el pago de esta «doble deuda», sin ser la única causa, tuvo mucho peso en la situación catastrófica del país. Es, imaginamos, lo que pensaba el presidente Sarkozy al rferirse a Carlos X y hablando de responsabilidad «en nombre de Francia». Por supuesto, la gestión del hombre político no igualará nunca la generosidad gratuita que demostró el pueblo francés durante el terremoto del 12 de enero. Nos atrevemos sin embargo a esperar que este curioso ejercicio de “arrepentimiento” no sólo apunta a ubicar a Francia en el mercado de la reconstrucción de Haití que se abre el próximo 31 de marzo en Nueva York.
Artículo de Louis-Philippe Dalembert aparecido en Libération, 25 de marzo de 2010
allá en el embotamiento
allá en el embotamiento del patio habríamos regado
el arroz con perfumes de chaucha o de
hongos negros con miembros de gallináceas
y con efluvios de citronela
En lo más rudo del pasaje y de la noche surgida
sin un grito
habríamos perfumado la memoria común
de audiencias
del tiempo ido
como si fuese posible inventarlo o
reinventarlo
así como trepamos al mango
buscando la infancia adornada en esos sueños
o que doblemos un laurel rosa
con tantos desafíos y valentías calladas
ante la mirada de los adultos
sentados en el recuerdo de árboles desde entonces
ausentes nosotros
habríamos multiplicado la música lejana de las estrellas
almendro limoncillo caoba amistad cubriendo los
candelabros
manzano golpeado por ese mal que dicen caduco
higuera de barbarie que robamos armados
con una gillette granado ceibo en
flor bayahonda descanso de hortelanos et de
tórtolas que vuelan al llamado de nuestras hondas
árboles fantasmas entre los mil ausentes de esta
ciudad fantasma
habríamos depositado a los muertos al pié de los árboles
muertos
y cantado el tiempo que fue
con la arrogancia de los vivos
que sabor tiene el café en la lejanía
mundo
que sabor los tres tragos de ron
acaso caminan bajo la tierra
acaso caminan siete días bajo el océano
hasta los labios de los antepasados
acaso oyen la vigilia solitaria
en los rumores apagados de las libaciones
acason honran al sufrimiento bebido
en la negación de los ecos del mundo
y nuestros pasos salvajes
por las avenidas de las grandes ciudades
por el vasto cielo por el mar
no tienen bastantes manos para poner un bálsamo
a la herida
Poema para acompañar la ausencia, Montreal, Mémoire d’encrier, 2008
Las búsquedas de Papá y de los chicos en los alrededores para encontrar a Hermano, acostumbrado a vagar lejos de la base, fueron breves y vanas. El tiempo era contado, ya no podían prolongarlas sin exponer al resto de la familia a riesgos tanto más inútiles como llenos de consecuencias. Sólo el martilleo de los pasos huyendo y el pánico general alrededor de nosotros respondieron a los llamados enloquecidos de Mamá Lorvanna : Hermanoooos, Hermanooos. Ya sin argumentos, Papátuvo que agarrarla por la fuerza de los brazos y arrastrarla detrás de él: “Tenemos que irnos, Nana, salvemos lo que puede ser salvado”. Sólo pudimos hacernos de algunas cosas antes de lanzarnos en una verdadera caza al hombre en la cual, con otros miles, íbamos a ser sin quererlo, la presa.
Enmarcados por Papá, que abría la marcha, por Diogène, que la cerraba, nos arrojamos al camino del retorno sin una mirada a esos lugares que, durante tres meses, abrigaron los sueños de Eldorado de Papá y nuestra despreocupación de niños.
Los pasos eran más entrecortados que a la ida. Ningún descanso era previsto ni para beber ni para recuperar fuerzas. A lo largo de toda la ruta, mamá no dejaba de gemir: “Mi hijo, mi sangre, mi hijo, mi sangre, mi hijo…”. Papá progresaba sin una palabra, seguido de cerca por Petion. Por su lado, Diogène desplegaba tesoros de astucia para hacer cesar mi llanto y el de Luciana, ella y yo consientes con ese instinto de mujeres que aún no éramos, apenas un capullo había germinado en el pecho de mi hermana mayor, que un peligro nos amenazaba.
Al partir, sólo éramos los siete miembros de la familia y algunos colegas de Papá. Cuanto más corrían los minutos más se agrandaba el grupo: decenas luego centenares de fugitivos se ubicaban a nuestro lado, uniéndose a otros, partidos a la cabeza. No había transcurrido una hora y fuimos miles, largados en la naturaleza, sin orden ni guía, racimos de animales perseguidos, sin preparación y lejos de llegar a buen puerto. Nos esperaba una larga travesía tenebrosa, agitada, llena de obstáculos cada uno más acerado que el otro. En la desbandada veía cuerpos ensangrentados, destrozados, había por todos lados, casi tantos como los que lograban mantenerse en pié, corriendo hasta hacer explotar los corazones. Las balas crepitaban de vez en cuando, cubriendo los aullidos. Soldados y hombres de civil corrían detrás de nosotros, con fusiles o machetes en la mano, y, llegados a la altura de los más lentos, golpeaban en la masa. A veces eran varios que acababan con un cuerpo herido, matándolo con golpes de pié, de culata, de machete y de injurias. Y mis ojos que trataban de no perder nada de la escena, fascinados con esa atracción mórbida que a veces el desarrollo del horror ejerce sobre nosotros. Se hubiera dicho que me animaba la intuición feroz de sobrevivir a todo eso, que había que captar cada detalle, conservarlo en la memoria para poder hablar después de ello, a los que se habían quedado y soñaban también con partir. Cada vez, Diogène me levantaba la cabeza con un gesto de brutal protección. Y los pasos que se acercaban de nosotros. El ladrido ronco de nuestros perseguidores tan cercano que se sentía su aliento, frío, deslizarse en nuestra espalda. Después de varias horas de correr, llegamos a un cañaveral donde perdieron nuestro rastro. Tiempo para descansar un poco, pues nuestros pulmones estaban en llamas, y retomar la huida. Otros tuvieron menos suerte, ya que oigo gritar a un soldado: « Mátalo ! Mata a ese negro maldito! »* y otro le contesta: “’ta muerto, hombre, ‘ta muerto”.*
(…)
Habíamos partido antes del alba para evitar al sol que habría aminorado nuestra marcha. Si todo se pasaba bien, cuando se encontrara en el zenit, ya estaríamos del otro lado. En casa. De ahí en más había que ir rápido. Muy rápido. Los pasos habían vuelto a encontrar el buen ritmo : siempre tan desordenado para aquellos que alcanzábamos o que se unían a nosotros; salvo nuestro pequeño grupo que avanzaba con el mismo paso. Cuando estaba cansada de trotar para tratar de acompasar mi paso al ritmo de los otros, que mostraba signos evidentes de fatiga, con una sola mano Papá me levantaba del piso y me ponía encima de su hombro, agregando un peso suplementario al enorme atado que ya tenía sobre la espalda.
Avanzábamos, con las mismas sensaciones de hacía tres días. Nada había cambiado. Salvo el suelo lleno de cadáveres que devoraban los carroñeros que se volaban cuando nos acercábamos antes de volver para continuar su comida. ¿Cuántas horas habían pasado desde nuestra partida?… Hermanos siempre me había dicho que, muy pequeña, había comido restos de ratones. Esto explicaba la extraordinaria agudeza auditiva que mostraba aún en circunstancias en que un perro detector de espíritus malignos habría dormido profundamente.
Los perros justamente. Fui la primera en oír su ladrido lejano, llevado por una brisa que acariciaba la piel en ese comienzo de mañana. La misma que me gusta sentir ahora acariciarme la nuca con sus dedos cuando me caliento como un lagarto al sol de la mañana. Susurré al oído de Papá que los había escuchado. Que estaban detrás de nosotros. En otro momento seguramente hubiera puesto en duda mis palabras, siempre me había considerado como una fabuladora, pero en este caso pidió a todos acelerar el, paso. Del trote pasamos al galope. Más avanzábamos más se acercaban los ladridos. Cruzaba los dedos con furor, hasta que sentía el dolor lacerarme las falanges.
(…)
No se trataba desgraciadamente de una ilusión auditiva. están allí. Sus ladridos estaban tan cerca que habíamos atravesado un campo de ilang ilang sin que yo prestara atención. En otras circunstancias, habría obligado a toda la familia a detenerse y luego hundido mi nariz en el polen embriagador hasta marearme. Mi padre de allí en más corría más que caminaba. Sus pasos apenas tocaban el suelo. Me agarraba de su omóplato para regular el movimiento de resorte de mi cabeza o, por momentos, evitar caer. Mamá Lorvanna gemía mientras tragaba kilómetros con la velocidad de una maratonista. Luciana, igual, con la mano en la de Petion. Los chicos avanzaban con un paso decidido como si conociesen de memoria el camino a seguir. Y los ladridos detrás de nosotros. Volcando su aliento caliente en nuestros tobillos. Los gritos de los otros grupos partidos al mismo tiempo que nosotros y que ya nunca oirán caer la lluvia. Los gruñidos de los perros. El ruido sordo de las botas. De nuevo, esa orden anclada en mi memoria « ¡Mátalo! ». El desgarro de los tejidos para deshacernos del enganche de las zarzas. Una de ellas me araña el rostro (conservé la cicatriz). Mis ocho años me aprietan los dientes para no aullar. No dar señales de vida. Lo mismo aprieto mis nalgas para no aliviarme. Allí, en el pecho de mi padre. La cagadera en lucha violenta con mis intestinos. Ya no domino mi vejiga, que se derrama de a golpes. Sufriré de incontinencia durante mucho tiempo, una costumbre abandonada sin embargo cuando comencé a ir al jardín de infantes. Y Antonio: “¡Se mea en la cama! ¿No tenés vergüenza, una grandota como vos?” Antonio había olvidado, o quizás no veía, la relación con nuestro viaje. ¡Mejor para él!
Trepada al hombro de Papá, estoy tan sofocada como los otros. Con la garganta seca como un desierto de piedras. El pecho me arde. Se necesitaría un río entero para saciar mi sed. Pero no tengo tiempo para pensar en ello. Los ladridos. Allí, detrás de nosotros. ¡Es el viento o la proximidad real? Imagino perrazos gordos, poderosos como caballos. Apoyan sus patas en nuestras espaldas, nos despedazan como mis dientes expertos los tallos de las cañas. Idénticos a los que se levantan delante de nosotros, apretados unos contra otros, formando un campo compacto. Nos precipitamos adentro sin tener cuidado con las hojas. Sus bordes cortantes como machetes afilados nos laceran la piel. Nuestros cuerpos insensibles a cualquier dolor, salvo el del esfuerzo desplegado para evitar que nuestros perseguidores nos atrapen.
Justo delante, otros grupos intentan escapar en una confusión de ejército derrotado. Algunos no resisten más. Los pulmones a punto de explotar, se dejan caer al piso, vociferando Ave María y Pater Noster. Una bala desgarra el aire en un silencio súbito. Prolongación del ruido en un sonido mojado. La carrera se paraliza un instante antes de arrancar de nuevo en el mismo desorden. El choque del griterío, del llanto. El mío, el de Luciana. El de los otros también. Las vociferaciones. Los ladridos. Que oiré más tarde noches enteras, cada vez que cierre los ojos.
De pronto cesaron los ladridos. Más aún, se volvieron lejanos, casi algodonosos. Si no fuera por las circunstancias una se creería en un sueño. ¿Habíamos sembrado a nuestros verdugos? ¿Habían abandonado la persecución? Ahora que no quedaba ninguno de nosotros en sus tierras, ¿qué más podían querer? La explicación no iba a tardar. Seguimos avanzando con la misma resolución. Había que ganar terreno, más y más. No detenerse mientras no hubiéramos franqueado el Masacre. Más progresábamos, con un paso que nos envidiarían todos los atletas de los que tanto se habla en nuestros días, más calor teníamos. Un calor insoportable, inexplicable sobre todo a una hora tan matinal. Debían ser las ocho, las nueve. El sol dudaba entre la caricia y la mordedura. Por supuesto, el esfuerzo provisto. El miedo habitaba nuestros vientres. Nuestro cuerpo empapado. El sudor oscurecía claramente la vista. Y ese calor.
Hasta que descubrimos el espeso humo negro que sube hasta el cielo. El fuego nos rodea. Estamos en una trampa. Vamos a asarnos vivos. Nos ahogamos. Una cacofonía de estornudos. Algunos se precipitan afuera, las manos arriba de la cabeza. Las balas crepitan. Salvas secas, acompañadas de gritos espantados. El viento sopla, atizando las llamas. Gruñen. Voup ! Voooup ! Voooup ! Onomatopeyas delirantes. El chisporroteo de las cañas ardiendo. Los cuerpos tocados que tratan de volver al punto de partida. En sus ojos, el deseo de afrontar al más allá en medio de los suyos, como si su presencia pudiera volver el paso más sencillo. Pero las llamas no dejan que se cumpla este último deseo. Otros salen, incapaces de resistir. De nuevo los fusiles. Las ráfagas son seguidas por un breve silencio. A medida que el círculo de fuego se cierra sobre nosotros, el grupo disminuye. Otros intentan una nueva salida, con la esperanza sin duda de una mejor suerte que sus predecesores. O de un frente a frente menos brutal con el otro bando.
Con el único bidón de agua que disponemos, mi padre tiene la buena idea de mojar pedazos de tela que nos llevamos a la nariz para poder respirar. Irrisoria solución. ¿Qué solución podrá inventar papá cuando en algunos minutos, las lenguas de fuego nos laman los brazos, las piernas, el rostro? Un canto surge del pecho de una anciana de quien una se pregunta cómo pudo correr hasta aquí. Es retomado en coro por los otros: “Más cerca de vos, mi Dios, más cerca de vos…” Esta melodía me acompaña a menudo en estos días.
La otra cara del mar, Paris, Stock, 1999
A su alrededor, las casas atacadas por convulsiones libraban una batalla sin piedad con la tierra para intentar quedarse agarradas de su fundaciones antes de levantarse y caer con fuerza sobre el suelo con un ruido de hormigón. Algunas daban vueltas sobre si mismas, como trompos gigantes que oscilaran de un lado y del otro, doblándose y volviendo a levantarse para destruirse sobre aquellas contra las cuales estaban adosadas desde siempre. Otras aprovecharon para separarse de la promiscuidad arquitectónica heredada de los siglos precedentes. Las más recientes, que habían logrado deslizarse en medio de este complejo secular, emitieron explosiones secas de caños de escape perforados, como tantas réplicas en miniatura de la enorme deflagración inicial. Las consecuencias de estas explosiones serían visibles a la mañana a la luz del día, con los rayos del sol pasando a través de las paredes agujereadas de un lado al otro como si hubieras sufrido tiros de obús. Refugiado en la mitad de la plaza, el grupo de amigos vió a la iglesia Santa María Assunta arrodillarse para venir a su encuentro antes, oh milagro, de volver a la posición vertical, un gesto del cual el viejo edificio tardaría en reponerse. En su fachada derecha, la casa contigua al Bar Gran Sasso se había derrumbado, dejando un orificio de boca desdentada en el paisaje. Sólo los tilos erguidos a lo largo del Raiale ofrecían una resistencia idónea a la tierra, doblándose, chirriando, largando estertores de cuervo en dificultades, sin sin embargo romperse.
Pronto los perros no tardaron en aullar a la muerte. A sus ladridos lastimeros, surgidos de todos lados, vinieron a agregarse los mugidos de las vacas de los establos vecinos, que gritaban con toda la fuerza de sus pulmones. Aún se oyó barrir a los asnos, cuando los pocos burros del lugar se encontraban en el poblado de Onna, a tres kilómetros de allí, propiedad de un patriota que los criaba para socorrer a los cazadores alpinos en los pasos difíciles, en caso en que hubiera una guerra y que los instrumentos electrónicos modernos no funcionaran. Luego les llegó el turno a las gallinas y a los gallos, piando, cacareando a todo vapor, en un desorden de aleteos. Aún los cerdos fueron de la partida. Las campanas de la iglesia no fueron menos y se pusieron a repicar enloquecidas, un carrillón anárquico que no respondía a ninguna lágica cultual, como si unos diablos traviesos hubieran tratado de confundir el alma de los cristianos. Las alarmas de los coches y de los negocios se hundieron sin dudarlo en la cacofonía general…
Paradojalmente, ni un solo grito humano, ni de adulto ni de niño, se hizo escuchar en esta cacofonía monstruosa. Luego, como si la tierra hubiese dejado su crisis de epilepsia, el cielo se veló de pronto con una pesada nube gris, cuando en el minuto precedente era profundo y lleno de estrellas que se paseaban alrededor de una media luna lechosa. Se trataba en realidad del abundante polvo que no terminaba de subir de las casas derrumbadas, ardientes de desolación e inutilidad.
Más tarde, cuando el poblado hubiese recuperado el ánimo y sus habitantes empezado a curar sus heridas, más de uno evocaría el fuerte olor de azufre liberado en la atmósfera que algunos jurarían haber olido tres días antes de la noche fatídica. Azaka se enteraría también de que ese ataque de locura de la naturaleza habría durado en todo veintitrés segundos. Otros dirían treinta y nueve, otros aún cuarenta y dos. Para él, como para los otros, esas cifras no correspondían a ninguna realidad. La verdad, la cosa había durado tanto como el cruce del Atlántico en barco, con un fuerte temporal a todo lo largo del recorrido. Nunca había sentido de manera tan concreta la sensación de la tierra suspendida en el vacío.
Además de todo, recordaría hasta el último día de su vida el silenció que siguió. Ni un solo ruido. Ni aún la brisa arrancando algún balbuceo de los árboles a lo largo del Raiale. Como si la naturaleza, animales y hombres, se hubiesen pasado la contraseña de callarse en el mismo instante.Un silencio que contrastaba con el ruido precedente. Tangible. Palpable. Como una capa de embrutecimiento cubriendo la vida misma. Un silencio tan inquietante como el que deben sentir los cosmonautas en el vacío intersideral. Bastó un largo minuto antes de que este no fuera desgarrado por los timbres numerosos y simultáneos de los teléfonos celulares, los gritops que subieron de las calles y de las casas aún en pié. « Oddio ! » « Madonna Santa, aiuto ! » Los habitantes, golpeados de estupor, habían recuperado de pronto la palabra. Exclamaciones, llantos y voces contestando al teléfono “Di, tutto bene”, “¡Y ustedes? » precedían a los cuerpos que se habían arrojado afuera, corriendo en un sentido y otro, el rostro blanco de polvo. Semejante a zombis largados al corazón de la noche. El pequeño grupo de amigos se miró sin poder articular una palabra. Aún el napolitano había perdido el uso de la palabra. Es entonces que, emergiendo de su letargo, Azaka aulló: « Mariagrazia ! »
Balada de un amor inconcluso, Paris, Mercure de France, 2013
Mamad está atado a la silla, con los brazos sólidamente retenidos por detrás del respaldo. Una soga de nylon del grosor de un puño de adulto serpentea alrededor de su cuerpo, de los hombros a los tobillos, se desliza entre los barrotes y termina ligando sus muñecas. Extraños tatuajes cubren su busto desnudo. Estigmas, en realidad, resultado de sus esfuerzos por liberarse. Su cabeza cuelga torcida. La penumbra naciente deja adivinar su rostro cubierto de pústulas enormes, como si hubiese sido picado por un batallón de hormigas rojas de gran cabeza. No se mueve. La cocina americana, como el resto de la casa, está hundida en el silencio. Ni el más mínimo ruido, ni humano ni animal. I siquiera el viento, habitualmente tan hablador. El hombre emerge con dificultad. ¿Cuán Las sensaciones le vuelven poco a poco, un picoteo progresivo de sus miembros. Las ganas de rascarse hasta sacarse sangre. Un leve temblor de los hombros revela la rabia de no poder moverse. El dolor vuelve a apoderarse de sus músculos. Se intensifica, pasa por el estómago, que gruñe un reflujo ácido de lejana memoria, sube hasta el pecho, atraviesa el cuello y a a alojarse en su cráneo tan pesado como el de un elefante.
Mamad intenta abrir los ojos, no lo logra. Sus párpados llenos de sangre se niegan a obedecer la orden de su cerebro. Insiste, compromete toda su energía en ese gesto tan natural. Las pestañas se despegan por fin una de otras despejando un ventanuco a la vida. A su alrededor, los objetos siguen flotando en la niebla. Un gusto se hemoglobina se estaciona en sus labios secos e hinchados. La impresión de que son enormes, tan macizos como la grupa de un hipopótamo.
No terminó de juntar sus pensamientos y la puerta de la cocina se abre con ruido. Una borrasca de luz que lo obliga a volver a cerrar los ojos que había puesto tanta energía en abrir. El aullido de una voz, que Mamad reconocería aún en su lecho de muerte. Una cachetada de tal violencia que podría hacer bailar el protector bucal de un boxeador lo golpea. Su cabeza vuela para el lado opuesto. Un silbido prolongado resuena en sus tímpanos. Ya no oye nada. Un líquido caliente y viscoso brota del orificio auricular, forma un anillo provisorio al lóbulo antes de caer en el hueco del salero. El hombre sigue profiriendo invectivas que Mamad capta por fragmentos con el único oído que aún funciona. « ¡Pedazo de ladrón! Te voy a enseñar a respetar el bien ajeno. Son todos iguales. No se les puede tener confianza un solo momento. Vas a lamentar haber tocado mis cosas. Vas a vomitar lo que morfaste…». Patadas y puñetazos llueven pesadamente, lo alcanzan en el pecho, en la boca, en las piernas, en las costillas. Reavivando aquí una herida en vías de cicatrización; desgarrando allí otra aún en carne viva. Agregando equimosis cuyo número se pierde en la negrura de la piel.
Negras heridas, Mercure de France 2011
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