Manuel Rueda
Nació en San Fernando de Monte Cristi (República Dominicana), el 27 de agosto de 1921.
Pianista, poeta, ensayista y dramaturgo, también sobresale en el campo de la educación musical y se ocupa de la recopilación y difusión de nuestro folklore. En 1939 becado se traslada a Santiago de Chile, siendo alumno de destacados músicos chilenos tales como Claudio Arrau, Rosita Renard, Domingo Santa Cruz y Juan Orrego Salas. En el Conservatorio Nacional de Chile recibe el Premio Orrego Carvallo al mejor alumno de su promoción. También conoce a las grandes figuras de la poesía chilena, como son Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Rosamel del Valle, Nicanor Parra y Braulio Arenas; siendo compañero en sus primeras manifestaciones poéticas de Enrique Lihn, a quien abre camino procurando que el crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone) lo incluyera en una antología de la poesía chilena. Tuvo relaciones de amistad con Vicente Huidobro, a quien conoció en el balneario de Cartagena, donde este poeta tenía una residencia de verano, y donde actualmente está enterrado, frente al mar. El contacto con el ambiente cultural chileno contribuye a enriquecer su percepción poética. Regresa a Santo Domingo en gira de conciertos y La Poesía Sorprendida, en cuya revista publica sus primeros versos, lo incorpora a su fila de colaboradores permanentes. Más tarde, en Chile, edita la primera selección de sus sonetos Las noches. Ese libro fue presentado en la revista Atenea y luego en una separata, por Hernán Díaz Arrieta (Alone-Pedro Selva», quien dice de él: «Al par que la música, digamos, audible, sonora, instrumental, Manuel Rueda ha ido cultivando otra, verbal, imaginaria, de puro aire poético. Lectores de sus manuscritos admiran sus estrofas magistrales, donde un arte antiguo, riguroso, émulo de Góngora, encierra la marca impalpable, la fantasía sin límites y la libérrima sugerencia del poeta actual». Publica Tríptico, con prólogo del escritor Augusto D'Halmar. Por esa época, con su «Sinfonía sagrada», desestimada más tarde por él, gana un concurso organizado por La Poesía Sorprendida, conjuntamente con «Brigadas Líricas» del Uruguay.
En 1951 regresa definitivamente al país fundando, dos años después, con otros poetas, la colección «La Isla Necesaria», cuya publicación inicial recoge en forma completa la primera serie de sus sonetos Las noches. (La edición dominicana contiene 30 de ellos). Al estudiar esta obra, Flérida de Nolasco ha expresado lo siguiente: «Tal vez no exagero al decir que es el único gran sonetista que hemos tenido, a pesar de haberse escrito, aisladamente, sonetos muy buenos». En 1963 publica con el título de La criatura terrestre, una selección de su labor poética realizada entre 1945 y 1960. Héctor Incháustegui Cabral señala que en el extenso poema que da nombre al libro, Rueda crea una «épica interior». Sus «Cantos de la frontera», llevan a la poesía un tema medular, hasta ese momento sólo tratado por pensadores políticos y sociólogos, y que atañe a la esencia misma de la nacionalidad dominicana: el de la isla dividida. Medias montañas Medios ríos, (y hasta la muerte) compartida.
Una de sus consecuencias más dramáticas, elevada a símbolo por el poeta, es el rayano, tipo indeciso que fluctuó siempre entre dos patrias colindantes sin tener fuerzas para decidirse por ninguna.
En la poesía de Manuel Rueda, el paisaje revela esta tragedia, manifiesta en la aridez, la soledad y el desamparo de su norte natal. Además de estos aspectos, Rueda ha incorporado a la poesía dominicana una nueva y variada temática que es recogida y continuada por poetas más jóvenes y que partiendo del sostenido tono elegíaco de «Visita a un cementerio abandonado», abarca la interpretación de temas religiosos y mágicos, así como otros destinados a iluminar nuestra más íntima realidad.
Costumbres y tradiciones del hogar son cantadas por él en un afán apremiante por retener nuestras esencias vitales como nacionalidad y como pueblo. En 1974 introduce en nuestra poesía el último intento vanguardista que hemos tenido, hasta ahora, el pluralismo, llamado también por él integralismo, ensayo de simultaneidades, de lecturas y de grafismos integrados en una unidad de lecturas que el poeta llama bloques. El «pluralema» que encama estas técnicas se titula «Con el tambor de las islas - Génesis», y fue dado a conocer la noche del viernes 22 de febrero de 1974 en la Biblioteca Nacional, así como en un suplemento extraordinario publicado por el periódico El Nacional de ¡Ahora!, el domingo 24 del mismo mes.
Manuel Rueda es también uno de los fundadores del teatro moderno dominicano con su obra La trinitaria blanca. Por ella merece el Premio de Teatro 1957. Varias de sus obras teatrales han sido representadas en el extranjero. Con Vacaciones en el cielo (escrita en 1957, y estrenada por el Teatro Escuela de Arte Nacional en 1960), se anticipa al nuevo sentido espiritual de la Iglesia.
Rueda ha desarrollado una larga carrera como concertista y educador musical. Fue director del Conservatorio Nacional de Música y del Instituto de Investigaciones Folklóricas de la Universidad Nacional «Pedro Henríquez Ureña». Fruto de este trabajo fue su libro Adivinanzas dominicanas, la más extensa colección en su género publicada en América. Es miembro de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Fue condecorado con la Orden de Duarte, Sánchez y Mella, por el Gobierno Dominicano. En 1994 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura, y en 1995 el Premio Anual de Novela y el Premio de la Casa del Escritor, ambos por su novela Bienvenida y la noche. También en 1995, le fue otorgado el XXV Premio Teatral «Tirso de Molina» que confiere el Instituto de Cooperación Iberoamericana de España, por su obra Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca.
OBRAS PUBLICADAS:
Las noches (1949), Tríptico (1949), Las noches, (1953), La trinitaria blanca (1957), La criatura terrestre (1963), Teatro (1968) Adivinanzas dominicanas (1970), Conocimiento y poesía en el folklore (1971), Antología panorámica de la poesía dominicana contemporánea 1912-1962 (en colaboración con Lupo Hernández Rueda, Tomo I, 1972), Con el tambor de las islas. Pluralemas (1975), Por los mares de la dama (1976), La prisionera del alcázar (1976), El rey Clinejas (1979), Las edades del viento (1979), Papeles de Sara y otros relatos (1985), De tierra morena vengo (en colaboración con Ramón Francisco, 1987), Congregación del cuerpo único (1989), Bienvenida y la noche (1994).
FONÓGRAFO
Suena. Fulge el espacio y da notoria
vida a su oscuridad de objeto. Grises
rincones fluyen. Relieves. Matices
concretándose en duda y vanagloria.
Gira el disco. El es la única historia.
Patria audible, sus músicas felices
surgen de antaño a eternizar raíces
como árboles de pie por la memoria.
Pasados y futuros en ahora.
Siempre el mismo presente en esa aguja
llena de un tiempo que huye y enamora,
que circunda pensándose y me piensa.
¡Triunfo de lo sonoro! Se dibuja
la eternidad. Ya calla. Recomienza...
Suena. Fulge el espacio y da notoria
vida a su oscuridad de objeto. Grises
rincones fluyen. Relieves. Matices
concretándose en duda y vanagloria.
Gira el disco. El es la única historia.
Patria audible, sus músicas felices
surgen de antaño a eternizar raíces
como árboles de pie por la memoria.
Pasados y futuros en ahora.
Siempre el mismo presente en esa aguja
llena de un tiempo que huye y enamora,
que circunda pensándose y me piensa.
¡Triunfo de lo sonoro! Se dibuja
la eternidad. Ya calla. Recomienza...
CONSEJA DE LA MUERTE HERMOSA
«Entonces la muerte le hizo una visita...»
Cuento folklórico
1
La muerte me visita cierto día.
Es hermosa la muerte: tiene senos
robustos, fino talle y ojos llenos
de un azul de cristal en lejanía.
En llegando ya sé que es muerte mía.
Con movimientos lánguidos y obscenos
me enloquece y sorbiendo sus venenos
siento, a ratos, que el alma se me enfría.
Lee mis libros, se adapta a mis costumbres,
repite mis ideas y sus gestos
ponen en mí gozosas pesadumbres.
Cuando se va, me deja bien escrita
su dirección y dice: -«Un día de éstos
quiero que me devuelvas la visita».
II
Advierto, entonces, que ya no hay salida,
pues su mirada clara me importuna
y sé que cogeré, a solo a luna,
el camino que lleva a su guarida.
y aunque empiezo a engañarla con la vida,
a darme plazos, a pensar en una
tarde feliz de cara a la fortuna,
bien yo sé que la muerte no me olvida,
que tengo que tocar, al fin, su puerta
con la valija hecha y el sombrero
en la mano marchita y entreabierta.
Me despido de todos mis amigos
después de tanto ardid y a su agujero
húmedo me abalanzo, sin testigos.
«Entonces la muerte le hizo una visita...»
Cuento folklórico
1
La muerte me visita cierto día.
Es hermosa la muerte: tiene senos
robustos, fino talle y ojos llenos
de un azul de cristal en lejanía.
En llegando ya sé que es muerte mía.
Con movimientos lánguidos y obscenos
me enloquece y sorbiendo sus venenos
siento, a ratos, que el alma se me enfría.
Lee mis libros, se adapta a mis costumbres,
repite mis ideas y sus gestos
ponen en mí gozosas pesadumbres.
Cuando se va, me deja bien escrita
su dirección y dice: -«Un día de éstos
quiero que me devuelvas la visita».
II
Advierto, entonces, que ya no hay salida,
pues su mirada clara me importuna
y sé que cogeré, a solo a luna,
el camino que lleva a su guarida.
y aunque empiezo a engañarla con la vida,
a darme plazos, a pensar en una
tarde feliz de cara a la fortuna,
bien yo sé que la muerte no me olvida,
que tengo que tocar, al fin, su puerta
con la valija hecha y el sombrero
en la mano marchita y entreabierta.
Me despido de todos mis amigos
después de tanto ardid y a su agujero
húmedo me abalanzo, sin testigos.
LA CRIATURA TERRESTRE
(Fragmento final)
Me puse entonces máscaras, disfraces
que encubrieron mi estigma, mis labores
de muchacho en los cuartos solitarios,
en los baños, envuelto por la ducha
consentidora que entregaba al fango,
al hondo sumidero, los residuos
que caían de mí como las pieles
sucesivas y bellas de mis días.
Nada claro. Ni el corazón ni el alma
en sus límites. Nada verdadero.
Oscuridad y selvas al acecho.
Emboscadas, traiciones, desafíos.
El tambor redoblando entre las hojas
y tú, diablo, surgiendo con tus colas
encarnadas, con patas de animal
y cornamenta florecida, echando
por los belfos espumas y mentiras.
El tambor redoblando y tú de pie
oponiendo tu látigo a la música,
invencible desde antes de la lucha.
Tú te imponías rojo, gualda, rojo,
verdinegro de rostro, espejijunto,
cascabeleando por las calles rotas
de pánico mientras se oían puertas
sucesivas abriéndose, cerrándose,
entre aldabones sordos. Eras dueño
y señor de mi pueblo, monstruo aciago
en los altares de febrero, macho
oropelesco y fúnebre, viril
y neutro, inevitable frenesí
que prendía en los leños de un mal año.
Todo quieto y de pronto tu llamado
desafiador de la miseria, haciendo
entrechocar las piedras cuando entrabas
a tu reino borrado, a tus plazuelas.
Fuimos unos y otros y ninguno.
y nos vistió la muerte a cada cual
de prisa y como pudo, intercambiando
risas, sexos, trocando unas verdades.
Rostros blanqueados, máscaras ardientes
y voraces. Tuvimos gran urgencia
de renovar reliquias y medallas,
de tocarnos el pecho con imágenes
bendecidas tres veces. Eso hicimos
todavía algún tiempo. Sólo entonces,
en medio del estruendo, sonreímos
de pronto, y sin siquiera sospecharlo
dijimos nuestros nombres, sorprendidos
de que acudieran, fieles, a nosotros.
El cielo estaba azul y las montañas,
recién lavadas por la lluvia, abrían
sus entrañas al sol, fuertes y jóvenes.
Yo me miré la cara en los espejos
y supe que era el día de partir
atravesando huertos apagados,
viendo las sillas rotas, los graneros
llenos de ratas grises y tinieblas
y los secos parrales retorcidos.
Supe que era la hora porque el llanto
nos había gastado el alma, el ojo
adormido en paredes carcomidas.
Junto al mar, y las lentas mecedoras
impulsaban su carga en el vacío,
afirmación y negación en sol
y sombra de quedar y de perderse.
Ida y vuelta, ida y vuelta y yo mirando,
esperando el momento en que las olas
se detuvieran, en que la mecida
acabara en mitad de una sonrisa.
¿Dónde estaba la época del fuego
y de la doma de los potros? ¿Dónde
las excursiones cuando había manteles
blancos sobre la hierba y cestos llenos
de la abundancia de la tierra y del
descanso: leche, pan, almibaradas
frutas y los crujientes caramelos?
¿Dónde estaban? Oh diablo, ¿dónde estabas,
fustigador, hiriente, parecido
al amor con tus colas encarnadas?
Febrero era fugaz, y tú tranquilo,
ignorante del mal que desatabas,
ignorante del bien, te consumías
en tu lecho de hastío, en tu sepulcro
miserable y oscuro, visitado
por mendigos, por perros y palomas.
y entré a una selva oscura. Era de noche
y había fieras rondando. Y había hombres
rondando. Y en lo alto y en lo hondo,
oscuro y claro, yo volví los ojos
hacia ti, pueblo mío arrinconado,
mi pasado, mi flor, mi blanca sombra,
donde apoyé los pies y puse el labio,
donde dormí diez años al amparo
de un regazo y la cálida montaña.
Yo pasé por los arcos de tu piedra,
pueblo enterrado en lluvia y en olvido,
y sentí que mis muertos renacían.
(Fragmento final)
Me puse entonces máscaras, disfraces
que encubrieron mi estigma, mis labores
de muchacho en los cuartos solitarios,
en los baños, envuelto por la ducha
consentidora que entregaba al fango,
al hondo sumidero, los residuos
que caían de mí como las pieles
sucesivas y bellas de mis días.
Nada claro. Ni el corazón ni el alma
en sus límites. Nada verdadero.
Oscuridad y selvas al acecho.
Emboscadas, traiciones, desafíos.
El tambor redoblando entre las hojas
y tú, diablo, surgiendo con tus colas
encarnadas, con patas de animal
y cornamenta florecida, echando
por los belfos espumas y mentiras.
El tambor redoblando y tú de pie
oponiendo tu látigo a la música,
invencible desde antes de la lucha.
Tú te imponías rojo, gualda, rojo,
verdinegro de rostro, espejijunto,
cascabeleando por las calles rotas
de pánico mientras se oían puertas
sucesivas abriéndose, cerrándose,
entre aldabones sordos. Eras dueño
y señor de mi pueblo, monstruo aciago
en los altares de febrero, macho
oropelesco y fúnebre, viril
y neutro, inevitable frenesí
que prendía en los leños de un mal año.
Todo quieto y de pronto tu llamado
desafiador de la miseria, haciendo
entrechocar las piedras cuando entrabas
a tu reino borrado, a tus plazuelas.
Fuimos unos y otros y ninguno.
y nos vistió la muerte a cada cual
de prisa y como pudo, intercambiando
risas, sexos, trocando unas verdades.
Rostros blanqueados, máscaras ardientes
y voraces. Tuvimos gran urgencia
de renovar reliquias y medallas,
de tocarnos el pecho con imágenes
bendecidas tres veces. Eso hicimos
todavía algún tiempo. Sólo entonces,
en medio del estruendo, sonreímos
de pronto, y sin siquiera sospecharlo
dijimos nuestros nombres, sorprendidos
de que acudieran, fieles, a nosotros.
El cielo estaba azul y las montañas,
recién lavadas por la lluvia, abrían
sus entrañas al sol, fuertes y jóvenes.
Yo me miré la cara en los espejos
y supe que era el día de partir
atravesando huertos apagados,
viendo las sillas rotas, los graneros
llenos de ratas grises y tinieblas
y los secos parrales retorcidos.
Supe que era la hora porque el llanto
nos había gastado el alma, el ojo
adormido en paredes carcomidas.
Junto al mar, y las lentas mecedoras
impulsaban su carga en el vacío,
afirmación y negación en sol
y sombra de quedar y de perderse.
Ida y vuelta, ida y vuelta y yo mirando,
esperando el momento en que las olas
se detuvieran, en que la mecida
acabara en mitad de una sonrisa.
¿Dónde estaba la época del fuego
y de la doma de los potros? ¿Dónde
las excursiones cuando había manteles
blancos sobre la hierba y cestos llenos
de la abundancia de la tierra y del
descanso: leche, pan, almibaradas
frutas y los crujientes caramelos?
¿Dónde estaban? Oh diablo, ¿dónde estabas,
fustigador, hiriente, parecido
al amor con tus colas encarnadas?
Febrero era fugaz, y tú tranquilo,
ignorante del mal que desatabas,
ignorante del bien, te consumías
en tu lecho de hastío, en tu sepulcro
miserable y oscuro, visitado
por mendigos, por perros y palomas.
y entré a una selva oscura. Era de noche
y había fieras rondando. Y había hombres
rondando. Y en lo alto y en lo hondo,
oscuro y claro, yo volví los ojos
hacia ti, pueblo mío arrinconado,
mi pasado, mi flor, mi blanca sombra,
donde apoyé los pies y puse el labio,
donde dormí diez años al amparo
de un regazo y la cálida montaña.
Yo pasé por los arcos de tu piedra,
pueblo enterrado en lluvia y en olvido,
y sentí que mis muertos renacían.
CANTOS DE LA FRONTERA
1
Allí donde al Artibonito corre distribuyendo la hojarasca
hay una línea,
un fin,
una barrera de piedra oscura y clara
que infinitos soldados recorren y no cesan de guardar.
Al pájaro que cante de este lado
uno del lado opuesto tal vez respondería.
Pero ésta es la frontera
y hasta los pájaros se abstienen de conspirar,
mezclando sus endechas.
Quizás el viento un día puede traer residuos,
algún papel sin nombre entre las hojas que resisten.
Es entonces cuando el ojo de la bestia se dispone a mirar
y el vigía traspasa a su arma las primeras contracciones de alerta,
prontamente metálico,
apuntando contra la quietud que se encorva, gravosa.
II
Fino el tambor como un polvillo oscuro que se filtrara en
la distancia.
Hogueras. Y el tambor, -pulso y retumbo-, a favor de
las aguas apagadas,
moviendo el seno puntiagudo, rutilante de amuletos.
y el grito de los búhos que en la noche pierden la dirección
y nos rozan con alas y conjuros.
Vamos al fin,
vamos al borde de la tierra
a danzar con las doncellas secretas
que nos aman en sueños.
Blanco y negro, la piedra oscura y clara
donde el reptil se desenvuelve,
meditabundo,
con sus anillos sincopados y trémulos.
Negro y blanco y un hálito de muerte allí rondando,
de un horizonte a otro, llamando y respondiendo,
hasta que no hay vestigio de maldad o recuerdo.
III
Río, calmoso río donde he visto la sombra del extraño
agrandarse,
sosteniendo la lanza y un collar de dientes blanquecinos.
En la otra orilla él bebe y chapotea como los cocodrilos
encharcados
y me mira, reduciendo su proeza al silencio.
Río calmoso y rojo, persuadido apenas por nuestras jóvenes
brazadas.
Toda una larga noche hendimos estas aguas sin dejar de
sabernos,
solos y sofocados por la proximidad, hasta que el día cae
y él queda inmóvil, fresco y cálido,
besado por la asombrosa noche que lo acoge.
(¿En dónde estás, hermano, mi enemigo de tanto tiempo
y sangre?
¿Con qué dolor te quedas, pensándome, a los lejos?)
De pronto vi las hoscas huestes que descendían, aullando
y arrasando.
Vi la muerte brilladora en la punta de las lanzas.
Vi mi tierra manchada y te vi sobre ella,
desafiador,
la brazada soberbia sobre el cañaveral que enmudece
y la ronda de hogueras donde el anochecer bailabas
invocando a tus dioses sanguinarios,
hombre que me miraste un día de calor y agobiante crepúsculo
allí donde el Artibonito, dividido,
da a cada orilla su mitad de alivio y hojarasca.
y yo supe que nunca habría esperanza para ti o para
nosotros,
hermano que quedaste una noche, a los lejos,
olvidado y dormido junto al agua.
IV
Fue un gran día aquel día. Tropas rigurosas y banderas
flameando, haciendo señ.as, en un aire común y de tregua.
Era domingo y después de oír los himnos y discursos,
después de batir palmas, los señores presidentes se abrazaron.
Hubo nomás que el tiempo, en algún sitio,
de levantar los brazos, sonreír al hombre que pasaba
y miraba todavía con temor, y al que temíamos.
Luego los dignos visitantes, sin traspasar las líneas,
retiráronse al ritmo de músicas contrarias
-reverencias y mudas arrogancias-o
y volvimos a dar nuestros alertas,
a quedar con el ojo soñoliento sobre los matorrales encrespados.
y volvimos a comer nuestra pobre ración, solos, lentamente,
allí donde el Artibonito corre distribuyendo la hojarasca.
http://www.obsidianapress.com/manuel_rueda.htm
1
Allí donde al Artibonito corre distribuyendo la hojarasca
hay una línea,
un fin,
una barrera de piedra oscura y clara
que infinitos soldados recorren y no cesan de guardar.
Al pájaro que cante de este lado
uno del lado opuesto tal vez respondería.
Pero ésta es la frontera
y hasta los pájaros se abstienen de conspirar,
mezclando sus endechas.
Quizás el viento un día puede traer residuos,
algún papel sin nombre entre las hojas que resisten.
Es entonces cuando el ojo de la bestia se dispone a mirar
y el vigía traspasa a su arma las primeras contracciones de alerta,
prontamente metálico,
apuntando contra la quietud que se encorva, gravosa.
II
Fino el tambor como un polvillo oscuro que se filtrara en
la distancia.
Hogueras. Y el tambor, -pulso y retumbo-, a favor de
las aguas apagadas,
moviendo el seno puntiagudo, rutilante de amuletos.
y el grito de los búhos que en la noche pierden la dirección
y nos rozan con alas y conjuros.
Vamos al fin,
vamos al borde de la tierra
a danzar con las doncellas secretas
que nos aman en sueños.
Blanco y negro, la piedra oscura y clara
donde el reptil se desenvuelve,
meditabundo,
con sus anillos sincopados y trémulos.
Negro y blanco y un hálito de muerte allí rondando,
de un horizonte a otro, llamando y respondiendo,
hasta que no hay vestigio de maldad o recuerdo.
III
Río, calmoso río donde he visto la sombra del extraño
agrandarse,
sosteniendo la lanza y un collar de dientes blanquecinos.
En la otra orilla él bebe y chapotea como los cocodrilos
encharcados
y me mira, reduciendo su proeza al silencio.
Río calmoso y rojo, persuadido apenas por nuestras jóvenes
brazadas.
Toda una larga noche hendimos estas aguas sin dejar de
sabernos,
solos y sofocados por la proximidad, hasta que el día cae
y él queda inmóvil, fresco y cálido,
besado por la asombrosa noche que lo acoge.
(¿En dónde estás, hermano, mi enemigo de tanto tiempo
y sangre?
¿Con qué dolor te quedas, pensándome, a los lejos?)
De pronto vi las hoscas huestes que descendían, aullando
y arrasando.
Vi la muerte brilladora en la punta de las lanzas.
Vi mi tierra manchada y te vi sobre ella,
desafiador,
la brazada soberbia sobre el cañaveral que enmudece
y la ronda de hogueras donde el anochecer bailabas
invocando a tus dioses sanguinarios,
hombre que me miraste un día de calor y agobiante crepúsculo
allí donde el Artibonito, dividido,
da a cada orilla su mitad de alivio y hojarasca.
y yo supe que nunca habría esperanza para ti o para
nosotros,
hermano que quedaste una noche, a los lejos,
olvidado y dormido junto al agua.
IV
Fue un gran día aquel día. Tropas rigurosas y banderas
flameando, haciendo señ.as, en un aire común y de tregua.
Era domingo y después de oír los himnos y discursos,
después de batir palmas, los señores presidentes se abrazaron.
Hubo nomás que el tiempo, en algún sitio,
de levantar los brazos, sonreír al hombre que pasaba
y miraba todavía con temor, y al que temíamos.
Luego los dignos visitantes, sin traspasar las líneas,
retiráronse al ritmo de músicas contrarias
-reverencias y mudas arrogancias-o
y volvimos a dar nuestros alertas,
a quedar con el ojo soñoliento sobre los matorrales encrespados.
y volvimos a comer nuestra pobre ración, solos, lentamente,
allí donde el Artibonito corre distribuyendo la hojarasca.
http://www.obsidianapress.com/manuel_rueda.htm
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