Emiliano Álvarez. Poeta y ensayista, es miembro de la mesa de redacción del Periódico de Poesía de la UNAM. Ha publicado el poemario Otras voces (La Dïéresis, 2009), y sus textos han aparecido en revistas como Cultura Urbana, Casa del tiempo, Este país y el mismo periódico de la UNAM. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía, por segundo periodo.
Habla mi tío, el más joven
(fragmento)
2.
Mackandal dice que en Catemaco
se aventó de una cascada
completamente desnudo,
atados por sarmientos manos y pies,
y ni un rasguño, Álvarez, ni un rasguño.
Dice que los espíritus fuertes sobreviven a todo.
Los demás fueron hospitalizados:
semanas de intravenosas y catéteres,
y las manos fosfóricas del pesticida
fueron soltando su cuerpo.
Pero Mackandal dice que los espíritus fuertes sobreviven a todo,
que la medicina es más veneno que el veneno.
En la radiografía mi cara parece hueca:
mis pómulos, la cuesta de mi nariz,
se han ido diluyendo en la acidez del pesticida.
En el vientre de mi mujer crece un hijo,
y su imagen fetal es más sólida que la de mi osamenta.
Sueño con aves enormes y calvas,
exageradas aves que vuelan en círculos:
brújulas vivas aleteando hacia sangre coagulada.
Me aferro a mi fuerza. Me aferro con las uñas a mi fuerza.
Pero mis piernas comienzan a poblarse de pústulas,
y dejo crecer una tupida barba para ocultar la decadencia de mi rostro.
Peso lo mismo que mi padre a los setenta y seis,
cuando sus pulmones se hicieron piedra.
Empiezan a romperse mis esfínteres,
empiezan a enrojecerse mis ojos demasiado.
Es el cangrejo que nació del pesticida,
el cangrejo con su osamenta expuesta,
el cangrejo desmedido y deforme
que crece dentro de mí, como un hijo podrido,
el cangrejo del fracaso que se expande,
y mi hijo robusto, el verdadero,
llora por las noches con la fuerza que me falta;
y su madre es un sólido griterío cobrizo,
hecho de la fuerza que me falta,
y mi madre, un murmullo penetrante
que reza por mí, pues los doctores
dicen que no hay nada más qué hacer.
Pero odio las caras de lástima,
odio la preocupación, ahora inútil; por eso,
si vienen a visitarme los que quiero,
si me hablan a mi casa,
callo la enfermedad,
hablo de mi hijo de tres meses,
y si me preguntan cómo estoy
digo que bien, que mejorando.
Para Juan Pablo, hermano más que tío
Habla un asmático
Amo el aire;
su ingravidez,
su oscilación callada.
Agradezco la rutina de la asfixia,
porque como el cojo, el equilibrio,
el sordo, la armonía,
el color y sus bemoles, el que perdió los ojos,
he aprendido a valorar,
más que cualquiera,
las moléculas del viento
y su forma discreta de llenar la vida.
Creerán algunos que soy débil:
no entienden lo que entiendo,
no pesa en la conciencia de su cotidiano respirar
el resplandor transparente
de ese silencio motor de sus segundos.
Mi fuerza es otra.
Habla un limpiavidrios
La altura con su vértigo de plomo
debajo de mi sombra.
Lavo la transparencia
para que otros
finjan ver con claridad
aquello que no ven.
Cuelgo de una cuerda
para limpiar lo que no importa,
porque la secretaria opaca
y el contador opaco
y el triste oficinista opaco,
no ven, de todas formas,
la ciudad alzando la vista
con pestañas de fuego negro.
Ven sólo que pueden ver
más allá de los cristales,
que es casi como no ver nada.
Mi trabajo es inútil:
lavo los párpados del ciego.
Hablan las hojas del té
Nos desnuda la voz el agua
con su cabellera hirviente.
Y la voz de nuestra voz desnuda
hace jazmines en el humo.
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