Rafael Felipe Oteriño. La Plata (Argentina), 1945. Poeta y ensayista. Reside en Mar del Plata. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual ( 1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre ( 1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora ( 2005). En 1997, el Fondo Nacional de las Artes publicó su Antología poética. Ha recibido los premios del Fondo Nacional de las Artes (l966), Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985/88), “Konex” de Poesía (1989/93), “Consagración” de la legislatura bonaerense (1996) y “Premio Nacional Esteban Echeverría” (2007), además de las distinciones marplatenses “Alfonsina”, “Neptuno” y “Lobo de Mar”. Es Miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor titular de Derecho Civil en la Universidad Nacional de Mar del Plata .
La gaviota
La gaviota vuela siete jornadas
detrás de la estela que el mar borra.
Vuela desde antes de la tentación
como si no hubiera regreso.
Hacia espejismos donde toda ilusión
se descompone y comienza a caer.
Sobre ciudades que de pronto se cierran
o melancólicas se abren a la extenuada fe.
Y arriba a momentáneas delicias:
ser puro espíritu lejos de la tierra,
ojo ingrávido que deja su sitio aquí
y sueña en la luz del día
y sueña
mientras el corazón fija un rumbo falso
para que el deseo de volar no acabe.
(De El príncipe de la fiesta, 1983)
La piedra
Yo soy el que arroja la piedra,
el que le da su ímpetu y dirección,
el que aporta el músculo y la libertad.
Ella es la que cruza el aire
y se clava lejos, donde no se oye
mi voz ni el eco de su partida.
De este lado sólo queda el peso
de una llama que abriga con leves
parpadeos. Del otro lado
está el misterio de la tierra nueva,
los círculos cada vez más anchos
de la nueva edificación.
Pero de eso nada sé: allá no pueden
mis ojos ni mi oído alcanza
a entender su voz. Sólo he visto
que la piedra partió; clavada está
en alguna parte, adonde no llega
mi voluntad, ni la imaginación.
(De El invierno lúcido, 1987)
La poesía
La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.
Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.
Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e ideas.
El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.
O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.
Pues,
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?
Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.
Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio
(De Lengua madre, 1995)
Una palabra
Para decir: piedra,
pez, viento, paloma,
tuve que vivir.
Para nombrar a un barco,
para decir: estela,
horizonte de mar, bahía,
tuve que vivir.
Para virar,
para guiarme por las estrellas,
para seguir un rumbo fijo,
tuve que vivir.
Para señalar el Norte,
para enviar un mensaje
–hermosos días, hermosas noches–,
para esperar respuesta,
para saber esperarla,
tuve que vivir.
Para decir caballo: mi caballo.
Todo debió pasar
por mis pies, por mis manos,
tocarme, golpearme,
penetrar mi piel
como el lento acoso de una fiera.
Para afirmar: "–éste es el aire
y el fuego",
"–esto lo líquido y lo sólido",
y que aire, fuego,
líquido, sólido,
desnudaran su corazón de medusa,
su confundido aroma,
tuve que vivir.
Más allá de todas las tentaciones,
por encima de todas las preguntas,
tuve que vivir.
Para decir una palabra,
para decir una sola
palabra,
la primera palabra
y la última,
para que naciera esa palabra,
tuve que vivir.
(De Lengua madre, 1995)
Lo mínimo
Tardamos años en comprender lo mínimo:
el golpe de la piedra en el agua,
la espuma desvaneciéndose en la orilla,
la hoja que se revela al trasluz
y así danza. Su abstracto jardín.
También en ellos está la mano de Dios:
más íntima, menos dolorosa, sin el peso
de guardar el abismo, libre
de su lección moral. Dios sabe por qué.
(De Lengua madre, 1995)
Esa ciudad
Esa ciudad se apaga cuando me duermo:
los ventanales no reflejan el sol,
los semáforos dejan libre el paso de los autos,
las sombras vacilan unos segundos,
atraviesan una puerta y desaparecen;
sobre el mantel, el crucigrama está resuelto,
una mano dobla las páginas del diario.
Nada de lo insólito permanece en pie:
en las esquinas, las bicicletas giran veloces,
se eclipsa el verde de los jardines,
una película de ceniza se extiende sobre las plazas,
abrazando el lago, los botes y los remos;
petrificada, la ronda del bosque finge no oírme.
Arrebatados por una nube,
quedan más solos los animales del zoológico;
se ausentan, de pie, las estatuas,
mientras un viento suave dispersa los colores
y borra, ya sin luz, el cable de los teléfonos
y la letra clara de las cosas.
Pero, ay, todavía queda algo que no he dicho:
esa ciudad continúa dentro del sueño.
(Inédito)
Nomeolvides
Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.
Tal vez sea mejor así:
que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea sólo eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.
(Inédito)
Artes
Primero, el arte de ser derrotado;
luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aún viéndolo todo.
Cuánto tuvo que aprender esta cabeza
para ser calva, enteramente calva
-por dentro y por fuera-,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.
(Inédito)
[http://www.abacq.org/cuaderno/index.php?Rafael-felipe-oterino]
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