jueves, 3 de marzo de 2011

WILLIAM DE WITT SNODGRASS [3.239] Poeta de Estados Unidos



William De Witt Snodgrass 

(Nació el 5 enero 1926 y falleció el 13 enero 2009) fue un poeta estadounidense que también escribió bajo el seudónimo de SS Gardons. Ganó en 1960 el Premio Pulitzer de Poesía.

WD Snodgrass nació el 5 de enero de 1926 en Beaver Falls, Pensilvania. 
Oriundo de Wilkinsburg, Pennsylvania, William DeWitt Snodgrass muere en su casa en Madison County, Nueva York después de una lucha perseverante contra el cáncer pulmonar. La poesía de Snodgrass consigue, a través de la experiencia cotidiana, la veracidad y un tono confesional, una sincera intimidad de vasta luminosidad.
Destaca por su dominio de las formas tradicionales y su exploración de las emociones humanas, a menudo a través de revelaciones de carácter personal. Su primera colección de poemas, La aguja del corazón (1959), obtuvo el Premio Pulitzer. Pasada la experiencia (1968) incluye traducciones del poeta alemán Rainer Maria Rilke. En otra de sus colecciones, Seis canciones de trovador (1977), también hay traducciones del húngaro, mientras que en El búnker del Führer (1977), hace que reciten poemas Eva Braun y algunas de las principales figuras del partido nazi. En 1987 se publicaron sus Poemas completos


Bibliografía 

Poesía 

1959 : Heart's Needle
1968 : After Experience: Poems and Translations
1968 : Leaving the Motel
1970 : Remains
1977 : The Führer Bunker: A Cycle of Poems in Progress
1979 : If Birds Build with Your Hair
1981 : These Trees Stand
1982 : Heinrich Himmler
1983 : The Boy Made of Meat
1983 : Magda Goebbels
1984 : DD Byrde Callying Jennie Wrenn
1986 : The Kinder Capers
1986 : A Locked House
1987 : Selected Poems: 1957-1987
1988 : WD's Midnight Carnival
1989 : The Death of Cock Robin
1993 : Each in His Season
1995 : The Führer Bunker: The Complete Cycle
2006 : Not for Specialists: New and Selected Poems

Prosa

In Radical Pursuit: Critical Essays and Lectures (1975)
After-images: autobiographical sketches (1999) 
To Sound Like Yourself: Essays on Poetry (2002)

Drama

The Führer Bunker (1981)

Antologías

Gallows Song (1967)
Six Troubadour Songs (1977)
Traditional Hungarian Songs (1978)
Six Minnesinger Songs (1983)
The Four Seasons (1984)
Five Romanian Ballads, Cartea Romaneasca (1993)
Selected Translations (1998) (Harold Morton Landon Translation Award) 
De/Compositions: 101 Good Poems Gone Wrong (2001)



La ciénaga


Contiendas y nenúfares
se aquietan en las pesadas aguas;
una treintena de ranas
saltan a cada paso que das;
el vientre de un pez resplandece
confundido entre los podridos troncos.

Allá cerca de las rocas grisáceas
ratas almizcleras se sumergen y giran.
Saliendo de su contorno de limo
una negra babosa de agua se arrastra
invertida sobre la superficie
hacia aquel alimento que ha de elegir.

Tú alzas los ojos; mientras caminas
el sol se estremece y cae preso
en el cerco de cañas de los árboles,
entre sus tallos muertos.
¿Hurgas en el barro, viejo corazón,
qué estás haciendo aquí?



Búhos


Detente; los grandes búhos cornados
están llamando desde los límites del bosque; escucha.
Aquí, el oscuro macho, bajo
y bramante, estremece al valle entero.
Allá, la hembra, alta y clara, resolviéndose
restaura el silencio.
Los helados bosques penetran
en su respiración, lenta, acechante, y ahora la de ambos
se acopla, cercana a la armonía.

Éstas son las peores noches del año,
el hielo cristaliza las ramas más altas,
la nieve vieja yace en lo profundo del suelo,
y hay nieve en los nidos que los halcones de cola roja
se adueñaron.
Nada atraviesa la costra del suelo.
Ninguna ardilla, ningún conejo o huella de roedor.
Ningún cuervo tiene crías que robar.
En estas noches el aire de acero retumba
como rejas de prisión, vacío y negro
como el interior de tu pecho.

Ahora los grandes búhos ganan
el aire, los llamados del macho ganan
en profundidad y resonancia, toman
un áspero nido, toman a su pareja
y, extendiendo las largas alas, emprenden
el vuelo, sin dejarse guiar y apartados, su voz se entrecruza
para calibrar la ciega sinapsis
sobre las blancas y muertas llanuras;
el muerto, negro boscaje, donde ellos inician
sondeos sobre lo que no corre prisa, sondeándose
el uno al otro, y cada uno a sí mismo.

De If birds build with your hair
Traducción de Dana Gelinas



Una casa bajo llave

Al conducir de regreso y cruzar la colina,
la casa todavía
entre los árboles, siempre pensaba—
temor del tonto—que podía haberse prendido
en fuego, que alguien pudo haber entrado a robar.
Como si las cosas aquí
fueron demasiado buenas. A pesar de esto, siempre la encontramos
bien cerrada, sana y salva.

Alguna vez mencioné eso, bromeando:
Sin duda hablábamos
de lo absurdo
que era sentir el riguroso celo de dios
por nuestra buena fortuna. Desde la granja
contigua, nuestros vecinos no veían llegar daño
alguno hacia las cosas que aquí cuidábamos.
¿qué tanto temíamos?

Tal vez si hubiera pensado: todas
esas cosas se pudren, caen—
graneros, casas, muebles.
nosotros dos somos más fuertes juntos
que separados; hemos crecido juntos. Todo lo que tenemos
puede quemarse; sabemos lo que es valioso—pero qué
idea. No dijimos nada.

La casa aún está de pie, bajo llave, como se mantuvo
intacta durante dos años
enteros después de que te fuiste.
Algunas cosas se escabulleron. Algo quedó
para que yo regrese a veces. El robo
y el vandalismo lo hicimos nosotros.
Debimos suponerlo.



Recuerdos, 1

Al ordenar cartas y montones de pasados
cheques cancelados, viejos recortes y tarjetas amarillentas
que alguna vez significaron algo, casualmente encontré
tu foto. Esa foto. Ahí me detuve helado,
como un hombre que barre las hojas muertas de su jardín
y encuentra una mano seccionada.

Sin embargo, en ese primer momento, me alegré: Estás
tal como eras—tímida, delicada, esbelta,
en ese vestido largo de encaje verde y margaritas
que llevaste a nuestro primer baile. Tu presencia
nos dejó boquiabiertos a todos. Bueno, entonces nuestros anhelos eran otros
y nuestros ideales llegaban con facilidad.

Fue cuando, durante la guerra y esos dos largos años,
en ultramar los japoneses muertos en sus chozas
entre platos, muñecas y zapatos perdidos –llevaba
esa imagen tuya, ahí, para ahogarme el miedo,
probar que había sido, y que podía regresar.
Eso fue antes de casarnos.

Antes de que cada uno
agotara la energía del otro
con mentiras, abnegación, mudo lamento
y ojos afectados que acusan; antes del divorcio
y la traición. Dilo: antes de conocernos.
Vuelvo a guardar tu foto, a pesar de todo. Algún día, a su debido tiempo,
encontraré que aún está ahí.

Traducción : Lillian van den Broeck






En el poemario Heart’s Needle (La aguja en el corazón, 1959) con versos de corte confesional, Snodgrass transmite, con ferocidad y austeridad verbal a la vez, el dolor que sintió por la separación de su pequeña hija tras su divorcio. Sus versos manifiestan su angustia a través de una contención elegante que parece enmarcar todo este sufrimiento en una capa de silencio muy personal. A pesar de la tristeza y la añoranza, el autor, con gran tenacidad, ejecuta su decisión de empezar una nueva vida y buscar su propia felicidad.


La aguja del corazón  de W.D. Snodgrass
Traducido por Giselle Rodríguez Cid y Frank Báez



A Cynthia 

Cuando no regresó a los buenos vestidos y a la buena comida, 
a su casa y a su gente, Loingseachan le dijo, 
“Tu padre ha muerto.” 
“Lamento escucharlo,” contestó. 
“Tu madre ha muerto,” le dijo el chico.
“Toda piedad para mi se ha ido del mundo.”
“Tu hermana, también, ha muerto.” 
“El suave Sol descansa 
En cada fosa,” dijo; “una hermana quiere
a pesar de no ser querida.” 
“Suibhne, tu hija ha muerto.” 
“Y una hija es la aguja del corazón.” 
“Y, Suibhne, tu pequeño, que te llamaba “Papi” –ha muerto.”
“Ay,” dijo Suibhne, “esa es la gota que
hace a un hombre desplomarse.”
Y cayó del árbol; 
Loingseachan tomó sus manos y lo esposó.  
Del romance Irlandés, La Locura de Suibhne.    


1  

Hija de mi invierno, nacida
cuando los nuevos soldados caídos se congelaban
en los empinados barrancos de Asia y apestaban la nieve,
cuando me desgarraba  

un amor que todavía no podía calmar, 
un miedo que silenciaba mi acalambrada cabeza
esa guerra fría donde, perdido, no podía encontrar
paz en mi voluntad,  

todos esos días en que mantuvimos
tu mente como un paisaje de nieve prístina
donde el granjero friolento encuentra, debajo, 
sus campos dormidos  

en su suave cubierta, blanca
como una manta que calienta la cama
del dolor o del nacimiento, inmaculada como papel extendido 
para que yo escriba,  

y piensa: he aquí mi tierra
sin marcas de agonía, la leve pisada
de la comadreja persiguiendo la pesada bota del trapero;
y he planeado

mis oportunidades de impedir
los tormentos del inclemente verano o
aumentar la cosecha antes
de que vuelva a nevar.  


2    

Finales de Abril y tú tienes tres años; hoy 
    plantamos tu jardín en el patio.  
Para prevenir que perros realengos por la noche 
y los túneles de los topos, dañen tus juegos,    
cuatro delgados palos hacen guardia        
     levantando su delgado hilo. 
    
Pero  fuiste la primera en demolerlo.       
Y después de batir bien la tierra   
trajiste tu regadera para ahogar
a la tierra y a nosotros con ella. Pero estas semillas mezcladas 
están metidas con leve marga en firmes filas.          
Hija,  hicimos lo mejor que pudimos.    

Alguien tendrá que sacar las malezas y esparcir      
los jóvenes retoños. Regarlos en la hora  
en que cae la sombra sobre sus lechos.
Tendrás que mirarlos diariamente    
porque cuando florezcan       
yo estaré lejos.  


3  

El niño en medio de ellos por la calle
llega a un charco, levanta los pies  
y cuelga de sus manos. Se sorprenden
del peso y se acercan, 
retroceden para mecerlo a través del tiempo,   
se atiesan y se separan.  

Leemos sobre soldados de la guerra fría que
nunca avanzaron, nunca cedieron, se sentaron   
firmes en sus frías trincheras.
El dolor se cuela desde alguna carie
a través de los dientes ordenados como regimientos     
la mandíbula se cierra y muele  

hasta que algo en alguna parte cede.
Es mejor que los pobres soldados vivan     
en las manos de otro  
que caigan donde irremediables poderes caen
sobre cosechas y graneros, en pueblos donde todo    
arderá. Y ningún hombre permanece.  

Por su bien, cortan y dividen  
la tierra ganada y perdida. En cada lado     
se devuelven prisioneros 
excepto algunos nombres desconocidos.
El campesino vuelve atrás y reclama     
sus campos quemados por extraños   

y nadie parece estar muy complacido.   
Es lo mejor. Aun, lo que no debe ser apropiado       
crispa al puño vacío.
Tiré de tu mano, una vez, cuando odiaba
menos las cosas: un mero juego dislocó    
el radio de tu muñeca.  

Huesecillo de amor, hija, aunque me he ido  
como deben hacerlo los hombres y te he dejado desdibujarte     
para calmar a otros, 
quizá sea bueno que una obra China
o el mismo Salomón pueda decir       
yo soy tu verdadera madre. 



Nadie puede decirte por qué 
  la temporada no espera; 
      la noche en que te dije 
que debía partir, sollozaste de una forma aterradora 
      para quedarte hasta tarde despierta.   

      Ahora que el abanico está girando, 
  damos nuestro paseo 
entre las flores municipales,
      robamos una de su tallo, 
      tratamos de conversar. 

Resollamos como gigantes bocones
dispersando con nuestro aliento 
grises dientes de leones; 
secuela de helados vientos es la primavera.
      Dice el poeta.  

Pero los ásteres, también, están grises, 
un gris fantasmal. El frío de la noche pasada 
 pone en camino a 
petunias y enanas caléndulas, 
   jorobadas y viejas.  
         
   Como nervios sujetos en un gráfico, 
la escarcha  ha borrado a 
 la mitad  de la vid de campanillas
aun garabateada a través de sus rígidos cordeles. 
      Como líneas rotas  

   de versos que no puedo componer.
En su telar enmarañado 
      encontramos una flor para llevar, 
con algunos capullos tardíos que quizás florezcan, 
      de vuelta a tu habitación.    

      Viene la noche y el rocío se endurece. 
Me cuentan que la hija de un amigo lloraba 
      porque un grillo, quien 
había trovado toda la noche frente 
a su ventana, ha muerto.     



De nuevo el invierno y cae la nieve;  
Aunque todavía tienes tres años,  
Ya estás creciendo  
Extraña a mi. 

Parloteas sobre nuevos amigos, cantas  
Extrañas canciones; no sabes  
Hey ding-a-ding-a-ding 
O a dónde voy 

O cuando te canté al acostarte, El zorro 
salió en una noche fría, 
Antes de salir a por una caminata  
Y no te escribí; 

No te preocupan borrascas y tormentas  
Hace tiempo renovadas;  
Afuera, la densa nieve trepa  
En mis huellas  

Y se arremolina en almacenes sellados,  
Oscuras boyeras arrebujadas, quietas,  
Más allá del campo vacío,  
Del  monte del zorro  

Donde él  retrocede y ve la pata  
Arrancada, incapaz de sentir;  
Concedida a la trampa 
dentada de acero azul. 


6

     La Pascua ha vuelto de 
nuevo; el río se eleva
      sobre el terreno descongelado 
y la ribera. Cuando viniste trajiste 
   un huevo teñido de lavanda. 
 Desde nuestra orilla gritamos para oír 
nuestras voces que regresaban de las colinas para salirnos al paso.  
   Necesitamos el paisaje para multiplicarnos.             

          Bailaste por primera vez en esta orilla.  
Mientras nueve meses llegaban al término, sabíamos 
    como a tus pulmones, inmersos 
en el útero, les crecieron milagrosamente 
    sus inútiles pliegues hasta 
 que el feroz y helado aire se apresuró a llenarlos 
como arbustos colmados de hojas. Decidiste tu hora, 
aguantaste el aliento, y lloraste con toda la capacidad de tus pulmones.           

       Sobre el estancado muelle 
todavía vemos las hambrientas golondrinas de la orilla 
    galantes en su libre 
vuelo, nos hundimos en el lodo para seguir 
   al chorlito desde la hierba 
que oculta el nido. Durante ese marzo hubo 
lluvia; el río subió; podías escuchar los chorlitos volando 
toda la noche lamentándose sobre la lodosa planicie. 
        
    Recuerda cómo el pájaro negro 
de alas rojas gritaba, sacudiendo sus frágiles alas, 
    bajando en picado hacia mi cabeza  - 
    Vi donde su fuerte nido se acuna, se mece
          en altos juncos que deben hamaquearse 
con los vientos soplando en todas direcciones. 
Si sigues recordando, recuerda este lugar. Todavía  
vives cerca – en la colina opuesta.           

    Tras la cortante tormenta de viento 
del cuatro de julio,  todo ese verano 
    a través de las cálidas y gentiles 
tardes, escuchábamos grandiosas  sierras eléctricas chillar  
como langostas de acero. Cuadrillas 
de rufianes hormigueaban para segar 
ramas arrancadas por el viento disperso, para cortar
todas las espinosas ramas que pudieran arruinar el árbol.    

En los escombros yace 
el estornino, muerto. Cerca del parque 
      sorprendimos un día 
a una altiva paloma morena salpicada de bronce. 
       Se agitó en mis manos
tan temerosa de que la dejara ir. 
Su guardián vino. Y le ayudamos a meterla en su nido. 
Me hacías ver cosas que yo pronto olvidaría.         
  
   Me hiciste recordar 
una noche de otoño en que vine una vez más 
a sentarme en tu cama; 
una corona de sudor se alzaba en tus brazos y en 
tu frente y tú jadeabas por aliento, 
por socorro, como una  niña  atrapada, ahogándose ahí, bajo 
sus cómodas sábanas de algodón. 
Tus pulmones atascados e incapaces de respirar.           

   De todas las cosas, tan sólo 
tenemos el poder de elegir cuando es tiempo de morir; 
      no hay nada más en este 
mundo que podamos negar. Aun así, yo, 
quien dice esto,  tuve días en que no pude alzarme 
de la cama para enfrentar a este mundo
ladrón. Hija, ya tengo otra esposa, 
otra hija. Intentemos elegir la vida.           



Aquí en el áspero polvo  
está nuestro terreno de juego. 
Te alzo en tu columpio y debo 
empujarte a lo lejos, 
verte retornar de nuevo, 
darte impulso de nuevo, luego  

esperar tranquilo hasta que vuelvas. 
Tú, aunque ascendías 
más alto, más allá de mí, a lo lejos, 
caerás  de vuelta a mí con estruendo. 
Mal centavo, péndulo, 
 mantienes mi ritmo constante 
  
para balancearte en el azulado Julio 
donde gordos jilgueros vuelan 
sobre el deslumbrante, fecundo 
alcance de nuestras crecientes caídas.
Ahora nueva vez, en este segundo, 
te sostengo entre mis manos. 



Yo te insistía lo mejor que podía 
   aunque no servia de mucho; 
no tolerabas tu comida 
hasta que la dulce y fresca leche se agriaba   
con jugo de limón. 

Eso te alborotaba como una buena broma.  
El primer junio en el  patio 
como Nerón en cuclillas durante una fiesta 
te sentaste y masticaste el clavo dulce. 
Eso ha terminado. 

Cuando fuiste lo suficientemente mayor para caminar 
fuimos al zoológico a  alimentar 
los conejos con hierba dulce; 
vimos el par de monos, encerrados, 
consumiendo su sal.   

De vuelta a casa vimos las lentas 
estrellas que nos seguían bajo la bóveda celeste. 
Dijiste, vamos a atrapar una que esté bajita, 
despellejarla 
y preparárnosla de cena. 

Como el proveedor ausente, 
rara vez te convidaba a tales comidas; 
comíamos en restaurantes locales 
o traíamos los almuerzos que podíamos empacar 
en una bolsa marrón 

con un pan rancio y seco que le arrojábamos a los patos 
en  la laguna verde e inmunda. 
Galletas para los puerco-espines y los zorros. 
Caramelos para que los astutos mapaches 
 los frieguen y los enjuaguen   

arrojándolos  luego en  sus mugrientos cubos 
y contemplándolos entre sus garras. 
Cuando me mude cerca de la cárcel  
aprendí a freír
tortillas  y pastelitos  de manera que  

pudiera prepararte meriendas en mi mesa. 
Mientras me reconstituía de la desesperanza, 
cuando fui capaz, 
la única solución posible era   
que vinieras lo menos posible.   

En Halloween vienes una semana. 
Te disfrazas de zorro 
bermellón, lustrosa, 
gorda y bizca  en el desfile   
 o donde asoman las lámparas con malicia 

vas con tu bolsa de puerta en puerta 
recogiendo obsequios. Que bizarro:   
cuando te quitas la mascara 
mis vecinos olvidadizos se preguntan  
de quién eres hija. 

Por supuesto pierdes el apetito, 
lloras y no quieres tocar tu plato; 
como una ley local 
coloco tu comida en un cajón naranja 
en tu cuarto durante días. De noche 

te tiendes dormida ahí en la cama 
y te rascas el mentón.  
Con toda certeza los crímenes de tu padre 
te están  
visitando.  Tú me visitas de vez en cuando. 

Se acabo el tiempo.  Ahora nuestra calabaza me ve 
trayéndote tu maleta. 
Se aguanta la risa; 
la frente se arruga,  hundiéndose. 
Este año rompiste tú primera corteza de nieve 

del escalón para comértela. 
Aunque nos manejamos bien por días 
ansío dulces cuando te vas y sé  
que estos pudren mis dientes. Así es, nuestra dulce  
dieta  nos provoca caries. 



Aunque el seco terreno no tendrá 
las pocas volutas secas de nieve 
y no debe estar tan frío, 
avanzo entumecido.  
Un amigo me pregunta como he estado 
 y no lo sé 

o no encuentro muy correcto preguntar. 
O que sentido tendría saber. 
Desde hace tres meses que volviste
las hojas y la nieve han caído; 
Tus fotos pegadas sobre mi escritorio
 aparentan ser las mismas. 

De alguna forma me he venido a encontrar 
a mí mismo en los salones del tercer piso
del museo, 
caminando para matar el tiempo de nuevo 
entre los perennes y resignados 
 animales disecados, 

donde, a través del capricho 
de una centuria, desplazamientos y 
la conocida traición entre 
guerras, ellos escuchan algún viejo mandato 
y en sus apacibles reinos se congelan 
en esta escena inmóvil, 

Nature Morte. Aquí 
junto a la puerta, su guardián, 
   el dodo moteado se alza
donde tú y tu media hermana corrieron 
gritando y señalando. Aquí, el pasado año, 
tirabas de mis manos 

y tuviste tu primera y peor pataleta, 
así que tus juguetes fueron puestos en los estantes.
 Aquí en la primera  jaula de cristal
los pequeños linces se arquean, 
aun practicando sus gruñidos  
de constante rabia.  

El visón, aquí, inmenso, 
empuja su ternero, ceja a ceja, 
 y lo mira a los ojos 
para ver en que está pensando ahora. 
 Te forcé a obedecer; 
No sé por qué.  

Aun la esbelta leona 
más allá de ellos, en la saliente   
de pizarra y arbustos desérticos,
se detiene mirando siempre hacia el borde, 
se para tiesa y bronceada y envidiosa 
  sobre su cachorro; 

con cuernos enganchados en un alto brezo, 
dos grandiosos alces saltan, 
   pegados en su odio perenne
hasta que el hambre los trae ambos al suelo. 
Quien en igual debilidad se ata 
 nadie debería separarlo.  

Pero separados en el océano 
de hielo quebrado, el oso blanco se tambalea 
más allá de los curtidos grupos 
de sosas  y dispersas focas árticas 
detenidas aquí en un  movimiento violento 
como de tropas napoleónicas.  

Nuestros estados han permanecido demasiado 
en la guerra, temblando de odio y horror, 
están paralizados en la bahía; 
una vez que estemos fuera de alcance, dijimos, 
creceremos fuertes y razonables.  
 Algún otro día. 

Como los fríos hombres de Roma, 
hemos ganado costosos campos  para sembrar 
de sal, nuestra única semilla. 
Nada más que una herida crecerá. 
Te escribo tan sólo los más amargados poemas 
que no podrás leer. 

Onán quien no procrearía 
una hija para tomar el pan de su hermano 
y ser el producto de su hermano, 
se levantó y dejó su justa cama, 
salió y derramó su semilla 
en la helada tierra.  

Apoyo al que no ha nacido, 
A niños color masilla enroscados
 en jarros de alcohol, 
que no despiertan a ningún otro mundo, 
sin cambios, donde ningún ojo está de luto. 
 Veo  la placenta 

que envuelve un gatito, muerto. 
Veo las ramas de la doble garganta 
de una potra de dos cabezas; 
veo al chivo hidrocefálico; 
aquí está la rizada e hinchada cabeza, 
 aquí, el cráneo bullendo; 

piel de un cordero sin miembros, 
un feto de caballo, momificado; 
montados y unidos para siempre, 
los perros siameses que andan,   
estómago con estómago, mitad y mitad, 
 que nadie habrá de cortar. 

Avanzo entre los tumores, 
entre tejidos gangrenosos, bocios, quistes,
entre fístulas y cáncer, 
donde el hombre de las malignidades despreciadas 
está suspendido y persiste. 
 Y no conozco las respuestas. 

Las ventanas se tornan blancas. 
El mundo se mueve como un corazón enfermo
envuelto en hielo y nieve.  
Tres meses hace que hemos estado apartados 
a menos de una milla. No puedo pelear 
o dejarte ir.  


10 

El vicioso invierno finalmente cede 
al verde trigo invernal; 
El granjero, cansado en  los cansados campos 
que no se atreve a dejar, comerá. 

Una vez más las pistas frescas; imperan
los lechones, como jarras de cerveza negra, 
pillan a su vieja marrana contra la barandilla
para hacerse de sus hinchados pezones

y los potrillos persiguen a las yeguas
que circulan en el pasto;
las temporadas nos traen de vuelta una vez más
como caballos de tiovivo.

Con boca de azafrán, hambre perenne, 
 llega la Primavera al parque;
asamos perros calientes en viejas perchas
y alimentamos a los cisnes con migas de pan,

pagamos nuestros respetos a los pavorreales, conejos, 
y al curtido ganso de Canadá
quien tomó, el otoño pasado, nuestros hábitos de blancos domesticados
y ahora no desea libertad.

Como un rey, el gallo faisán 
 marcha junto a sus dudosas gallinas;
el puercoespín y el delgado zorro rojo
trotan alrededor de las jaulas de solteros

y el trencito pintado en miniatura
 chilla en su carril oval:
dijiste, ¡me voy a Pennsylvania!
y saludaste. Y has vuelto.

Si te amaba, dijeron, me iría
a buscar mis propios asuntos.
Pues, una vez más este abril, hemos
vuelto a los osos;

castigados y cuidados, tras las rejas,
los mapaches, a pan y agua, 
estiran sus delgados dedos negros hacia los nuestros.
Y tú aún eres mi hija. 



Heart’s Needle
W. D. Snodgrass, 1926 - 2009


For Cynthia

When Suibhe would not return to fine garments and good food, to his houses and his people, Loingseachan told him, “Your father is dead.” “I’m sorry to hear it," he said. “Your mother is dead," said the lad. “All pity for me has gone out of the world.” “Your sister, too, is dead.” “The mild sun rests on every ditch," he said; “a sister loves even though not loved.” “Suibhne, your daughter is dead.” “And an only daughter is the needle of the heart.” “And Suibhne, your little boy, who used to call you ‘Daddy’ he is dead.” “Aye," said Suibhne, “that’s the drop that brings a man to the ground.”
     He fell out of the yew tree; Loingseachan closed his arms around him and placed him in manacles.
—after The Middle-Irish Romance
     The Madness of Suibhne




1

Child of my winter, born
When the new fallen soldiers froze
In Asia’s steep ravines and fouled the snows,
When I was torn

By love I could not still,
By fear that silenced my cramped mind
To that cold war where, lost, I could not find
My peace in my will, 

All those days we could keep
Your mind a landscape of new snow
Where the chilled tenant-farmer finds, below,
His fields asleep

In their smooth covering, white
As quilts to warm the resting bed
Of birth or pain, spotless as paper spread
For me to write,

And thinks: Here lies my land
Unmarked by agony, the lean foot
Of the weasel tracking, the thick trapper’s boot;
And I have planned

My chances to restrain
The torments of demented summer or
Increase the deepening harvest here before
It snows again.




2

   Late April and you are three; today
      We dug your garden in the yard.
   To curb the damage of your play,
Strange dogs at night and the moles tunneling,
   Four slender sticks of lath stand guard
      Uplifting their thin string.

   So you were the first to tramp it down.
      And after the earth was sifted close
   You brought your watering can to drown
All earth and us.  But these mixed seeds are pressed
   With light loam in their steadfast rows.
      Child, we’ve done our best.

   Someone will have to weed and spread
      The young sprouts.  Sprinkle them in the hour
   When shadow falls across their bed.
You should try to look at them every day
   Because when they come to full flower
      I will be away.


3

The child between them on the street
Comes to a puddle, lifts his feet
   And hangs on their hands. They start
At the Jive weight and lurch together,
Recoil to swing him through the weather,
   Stiffen and pull apart.

We read of cold war soldiers that
Never gained ground, gave none, but sat
   Tight in their chill trenches.
Pain seeps up from some cavity
Through the ranked teeth in sympathy;
   The whole jaw grinds and clenches

Till something somewhere has to give.
It’s better the poor soldiers live
   In someone else’s hands
Than drop where helpless powers fall
On crops and barns, on towns where all
   Will burn. And no man stands.

For good, they sever and divide
Their won and lost land. On each side
   Prisoners are returned
Excepting a few unknown names.
The peasant plods back and reclaims
   His fields that strangers burned

And nobody seems very pleased.
It’s best. Still, what must not be seized
   Clenches the empty fist.
I tugged your hand, once, when I hated
Things less: a mere game dislocated
   The radius of your wrist.

Love’s wishbone, child, although I’ve gone
As men must and let you be drawn
   Off to appease another,
It may help that a Chinese play
Or Solomon himself might say
   I am your real mother.




4

      No one can tell you why
   the season will not wait;
      the night I told you I
must leave, you wept a fearful rate
         to stay up late.

      Now that it’s turning Fan,
   we go to take our walk
      among municipal
flowers, to steal one off its stalk,
         to try and talk.

      We huff like windy giants
   scattering with our breath
      gray-headed dandelions;
Spring is the cold wind’s aftermath.
         The poet saith.

      But the asters, too, are gray,
   ghost-gray. Last night’s cold
      is sending on their way
petunias and dwarf marigold,
         hunched sick and old.

      Like nerves caught in a graph,
   the morning-glory vines
      frost has erased by half
still scrawl across their rigid twines.
         Like broken lines

      of verses I can’t make.
   In its unraveling loom
      we find a flower to take,
with some late buds that might still bloom,
         back to your room.

      Night comes and the stiff dew.
   I’m told a friend’s child cried
      because a cricket, who
had minstreled every night outside
         her window, died.




5

Winter again and it is snowing;
Although you are still three,
You are already growing
Strange to me.

You chatter about new playmates, sing
Strange songs; you do not know
Hey ding-a-ding-a-ding
Or where I go

Or when I sang for bedtime, Fox
Went out on a chilly night,
Before I went for walks
And did not write;

You never mind the squalls and storms
That are renewed long since;
Outside, the thick snow swarms
Into my prints

And swirls out by warehouses, sealed,
Dark cowbarns, huddled, still,
Beyond to the blank field,
The fox’s hill

Where he backtracks and sees the paw,
Gnawed off, he cannot feel;
Conceded to the jaw
Of toothed, blue steel.




6

      Easter has come around
   again; the river is rising
      over the thawed ground
   and the banksides. When you come you bring
      an egg dyed lavender.
   We shout along our bank to hear
our voices returning from the hills to meet us.
   We need the landscape to repeat us.

      You Jived on this bank first.
   While nine months filled your term, we knew
      how your lungs, immersed
   in the womb, miraculously grew
      their useless folds till
   the fierce, cold air rushed in to fill
them out like bushes thick with leaves. You took your hour,
   caught breath, and cried with your full lung power.

      Over the stagnant bight
   we see the hungry bank swallow
      flaunting his free flight
   still; we sink in mud to follow
      the killdeer from the grass
   that hides her nest. That March there was
rain; the rivers rose; you could hear killdeers flying
   all night over the mudflats crying.

      You bring back how the red-
   winged blackbird shrieked, slapping frail wings,
      diving at my head—
   I saw where her tough nest, cradled, swings
      in tall reeds that must sway
   with the winds blowing every way.
If you recall much, you recall this place. You still
   live nearby—on the opposite hill.

      After the sharp windstorm
   of July Fourth, all that summer
      through the gentle, warm
   afternoons, we heard great chain saws chirr
      like iron locusts. Crews
   of roughneck boys swarmed to cut loose
branches wrenched in the shattering wind, to hack free
   all the torn limbs that could sap the tree.

      In the debris lay
   starlings, dead. Near the park’s birdrun
      we surprised one day
   a proud, tan-spatted, buff-brown pigeon.
      In my hands she flapped so
   fearfully that I let her go.
Her keeper came. And we helped snarl her in a net.
   You bring things I’d as soon forget.

      You raise into my head
   a Fall night that I came once more
      to sit on your bed;
   sweat beads stood out on your arms and fore-
      head and you wheezed for breath,
   for help, like some child caught beneath
its comfortable wooly blankets, drowning there.
   Your lungs caught and would not take the air.

      Of all things, only we
   have power to choose that we should die;
      nothing else is free
   in this world to refuse it. Yet I,
      who say this, could not raise
   myself from bed how many days
to the thieving world. Child, I have another wife,
   another child. We try to choose our life.




7

Here in the scuffled dust
   is our ground of play.
I lift you on your swing and must
   shove you away,
see you return again,
   drive you off again, then

stand quiet till you come.
   You, though you climb
higher, farther from me, longer,
   will fall back to me stronger.
Bad penny, pendulum,
   you keep my constant time

to bob in blue July
   where fat goldfinches fly
over the glittering, fecund
   reach of our growing lands.
Once more now, this second,
   I hold you in my hands.




8

I thumped on you the best I could
      which was no use;
you would not tolerate your food
until the sweet, fresh milk was soured
      with lemon juice.

That puffed you up like a fine yeast.
   The first June in your yard
like some squat Nero at a feast
you sat and chewed on white, sweet clover.
      That is over.

When you were old enough to walk
      we went to feed
the rabbits in the park milkweed;
saw the paired monkeys, under lock,
   consume each other’s salt.

Going home we watched the slow
stars follow us down Heaven’s vault.
You said, let’s catch one that comes low,
      pull off its skin
   and cook it for our dinner.

   As absentee bread-winner,
I seldom got you such cuisine;
we ate in local restaurants
or bought what lunches we could pack
      in a brown sack

with stale, dry bread to toss for ducks
   on the green-scummed lagoons,
crackers for porcupine and fox,
life-savers for the footpad coons
      to scour and rinse,

snatch after in their muddy pail
   and stare into their paws.
When I moved next door to the jail
      I learned to fry
omelettes and griddle cakes so I

could set you supper at my table.
As I built back from helplessness,
      when I grew able,
the only possible answer was
   you had to come here less.

This Hallowe’en you come one week.
      You masquerade
   as a vermilion, sleek,
fat, crosseyed fox in the parade
or, where grim jackolanterns leer,

go with your bag from door to door
foraging for treats. How queer:
   when you take off your mask
my neighbors must forget and ask
      whose child you are.

Of course you lose your appetite,
   whine and won’t touch your plate;
      as local law
I set your place on an orange crate
in your own room for days. At night

you lie asleep there on the bed
      and grate your jaw.
Assuredly your father’s crimes
      are visited
on you. You visit me sometimes.

The time’s up. Now our pumpkin sees
   me bringing your suitcase.
      He holds his grin;
the forehead shrivels, sinking in.
You break this year’s first crust of snow

off the runningboard to eat.
   We manage, though for days
I crave sweets when you leave and know
they rot my teeth. Indeed our sweet
      foods leave us cavities.


9

   I get numb and go in
though the dry ground will not hold
   the few dry swirls of snow
and it must not be very cold.
A friend asks how you’ve been
      and I don’t know

   or see much right to ask.
Or what use it could be to know.
   In three months since you came
the leaves have fallen and the snow;
your pictures pinned above my desk
      seem much the same.

   Somehow I come to find
myself upstairs in the third floor
   museum’s halls,
walking to kill my time once more
among the enduring and resigned
      stuffed animals,

   where, through a century’s
caprice, displacement and
   known treachery between
its wars, they hear some old command
and in their peaceable kingdoms freeze
      to this still scene,

   Nature Morte. Here
by the door, its guardian,
   the patchwork dodo stands
where you and your stepsister ran
laughing and pointing. Here, last year,
      you pulled my hands

   and had your first, worst quarrel,
so toys were put up on your shelves.
   Here in the first glass cage
the little bobcats arch themselves,
still practicing their snarl
      of constant rage.

   The bison, here, immense,
shoves at his calf, brow to brow,
   and looks it in the eye
to see what is it thinking now.
I forced you to obedience;
      I don’t know why.

   Still the lean lioness
beyond them, on her jutting ledge
   of shale and desert shrub,
stands watching always at the edge,
stands hard and tanned and envious
      above her cub;

   with horns locked in tan heather,
two great Olympian Elk stand bound,
   fixed in their lasting hate
till hunger brings them both to ground.
Whom equal weakness binds together
      none shall separate.

   Yet separate in the ocean
of broken ice, the white bear reels
   beyond the leathery groups
of scattered, drab Arctic seals
arrested here in violent motion
      like Napoleon’s troops.

   Our states have stood so long
At war, shaken with hate and dread,
   they are paralyzed at bay;
once we were out of reach, we said,
we would grow reasonable and strong.
      Some other day.

   Like the cold men of Rome,
we have won costly fields to sow
   in salt, our only seed.
Nothing but injury will grow.
I write you only the bitter poems
      that you can’t read.

   Onan who would not breed
a child to take his brother’s bread
   and be his brother’s birth,
rose up and left his lawful bed,
went out and spilled his seed
      in the cold earth.

   I stand by the unborn,
by putty-colored children curled
   in jars of alcohol,
that waken to no other world,
unchanging, where no eye shall mourn.
      I see the caul

   that wrapped a kitten, dead.
I see the branching, doubled throat
   of a two-headed foal;
I see the hydrocephalic goat;
here is the curled and swollen head,
      there, the burst skull;

   skin of a limbless calf;
a horse’s foetus, mummified;
   mounted and joined forever,
the Siamese twin dogs that ride
belly to belly, half and half,
      that none shall sever.

   I walk among the growths,
by gangrenous tissue, goiter, cysts,
   by fistulas and cancers,
where the malignancy man loathes
is held suspended and persists.
      And I don’t know the answers.

   The window’s turning white.
The world moves like a diseased heart
   packed with ice and snow.
Three months now we have been apart
less than a mile. I cannot fight
      or let you go.



10

The vicious winter finally yields
   the green winter wheat;
the farmer, tired in the tired fields
   he dare not leave will eat.

Once more the runs come fresh; prevailing
   piglets, stout as jugs,
harry their old sow to the railing
   to ease her swollen dugs

and game colts trail the herded mares
   that circle the pasture courses;
our seasons bring us back once more
   like merry-go-round horses.

With crocus mouths, perennial hungers,
   into the park Spring comes;
we roast hot dogs on old coat hangers
   and feed the swan bread crumbs,

pay our respects to the peacocks, rabbits,
   and leathery Canada goose
who took, last Fall, our tame white habits
   and now will not turn loose.

In full regalia, the pheasant cocks
   march past their dubious hens;
the porcupine and the lean, red fox
   trot around bachelor pens

and the miniature painted train
   wails on its oval track:
you said, I’m going to Pennsylvania!
   and waved. And you’ve come back.

If I loved you, they said, I’d leave
   and find my own affairs.
Well, once again this April, we’ve
   come around to the bears;

punished and cared for, behind bars,
   the coons on bread and water
stretch thin black fingers after ours.
   And you are still my daughter.



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