lunes, 21 de febrero de 2011
3105.- ALLEN TATE
Allen Tate
(John Orley Allen Tate, Winchester, 1899-Nashville, 1979) Poeta y crítico estadounidense. Su obra es la más característica de la llamada escuela sureña. Estudió en la Universidad Vanderbilt, donde fue discípulo de John Crowe Ransom y compañero de estudios de Robert Penn Warren. Con este último formó el grupo de los Fugitivos, y fundó la revista The Fugitive (1922). Fue editor de la prestigiosa Sewanee Review (1944-1946). En 1950 se convirtió al catolicismo, y a partir de 1951 fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Minnesota. En 1928 publicó su primer poemario, Mr. Pope y otros poemas, y en 1936 su primer libro de ensayos, Ensayos reaccionarios sobre poesía e ideas. Además de su obra poética (El Mediterráneo y otros poemas, 1936; Poesías, 1920-1945, 1947; Poesías, 1922-1947, 1948), es autor de una novela ambientada en los estados del Sur, Los padres (1932), y de varios libros de ensayos críticos (Sobre los límites de la poesía, 1948; El hombre de letras en el mundo moderno, 1955).
Homilía
Si tu ojo te ofende, arráncalo
Si tu cabeza cansada y silenciosa
Desgarra la sombra con mirada fija,
Enloquecida por la maldición de un brujo
Imaginado en algún lecho locuaz,
Y si en su escenario oscuro tu cabeza ensaya
El quinto acto de la noche de final de temporada,
Pues corta sus contactos, uno tras otro,
Y tira a la basura el duro cortex,
Y cuando te hayas maravillado de las guerras
Que teje en su interior, llena de humo sus corredores,
Rompe su cerrado pliegue con forma de gusano
Al que la muerte se arrastró, acorralada y furiosa.
El paradigma
Porque cuando se encuentran, el aire tensable
Aguanta como acero del bueno el peso
De mensajes que ambos corazones sostienen,
Una vez pasión pura, ahora odio puro;
Hasta que el aire tensado como una fría mano
Aferrada a otra igualmente fría, hueso contra hueso,
Los sepulta en su congelada tierra
(sólo algunos pies cuadrados) donde
Se petrifican sus dos corazones y no tardan
En traspasarse su mundo impenetrable;
De ese modo se difumina el espejo de cada uno
Cuya imagen es la superficie desparramada
Por el aire; no es cristal el aire;
Del mismo modo es su efímero antagonismo
Quebrado como un duro espejo por aquello
Que la cualidad del aire debe ser.
Porque en el aire se encuentran todos los amantes
Luego de convertir en odio su amor;
El amor es solamente el eco de la partida
Capturado por el rayo de sol que se extiende
Sobre el exilio helado de la tierra
Y se extingue. Cada uno es el crimen del otro.
Esta es su equidad al nacer,
Y el odio su ignorante paradigma.
Sonetos de la sangre
I.
¿De qué está compuesta la sangre, de qué la carne,
sino de algunos momentos de la vida del tiempo?
Esta emboscada de las células, amor en litigio,
Apoya sobre la carne la larga zarpa del crimen.
Toma en cuenta a los primeros colonos de nuestros huesos,
Observa qué ocupados están desalojando el polvo,
Separado definitivamente de la última piedra pulida.
Es penoso que dos hermanos tengan
Que percibir un cáncer de flor perenne
Para ser hermanos en la mortalidad:
Perfeccionen esta traición en la hora asesina
Si desean conquistar la ardua identidad de hermanos,
Una lejana meta para que se afanen hombres,
No alcanzada del todo cuando se llegó a la perfección.
II.
Cercano a mí como la perfección en la sangre
Y más misterioso y lejano, es éste, mi hermano:
Una abovedada luz en tu aislamiento.
Adrede arde para que no apagues su furia.
Es una flama escondida a toda mirada,
Como la que entibia la más profunda tumba
(el frío de la tumba es la más honda de nuestras mentiras)
de ella nuestra sangre es la esclava legal:
el fuego que más secreto arde en ti
no te agota, escondido y solo,
el fuego premeditado no consume a uno, sino a dos:
a mí también, porque consume la médula del mismo hueso.
Nuestra propiedad en el fuego es la muerte en vida
Fisurando con su conflicto el cimiento rocoso.
III.
Entonces, hermano, nunca pensarías que soy vano
Ni rudo, si mencionara la dignidad;
Piensa poco en ella. La dignidad es la mancha
Del pecado mortal que la humildad conoce.
Permíteme designar la hora de tu nacimiento
Dado que, si es en vano, ello solamente de un modo pueril:
Como una helada débil sobre el maíz en abril
La considerada muerte difícilmente te dejaría ir.
Reconoce el costo –si respaldaras
Otra vez nuestra esclavitud a la circunstancia
No despreciando a un prescriptivo destino
Sino en tu padecimiento por una hora azarosa.
Es una porción tan humilde y tan soberbia
Que en tu mortaja pensarás poco en ella.
IV.
Han cambiado los tiempos. ¿Por qué te irrita
El privilegio si no ley de la forma?
¿Quién de nuestra estirpe fue pusilánime,
un toro de raza que galopa bajo una tormenta?
Ninguno, desde luego; a menos que estimes arrogante
El orgulloso cultivo de la humildad,
Observar por casualidad y desdeñosamente
Botas y espuelas cabalgando hacia el infierno.
Hubo una vez, recuerda, un virginiano
Que se tomó a sí mismo por la ley brutal de la naturaleza,
Poco le preocupaba lo que pensaran de él,
Un hombre alto que meditaba calmadamente todo lo que veía
Hasta que dio la libertad a sus negros, temeroso de ser
Excesivamente estricto con la naturaleza
Y menos libre que ellos.
V.
Estas generaciones que tu corazón han sellado
contra el placer mundano y fácil
te destinaron a tomar la parte quieta
de la mente secreta cuando aún eras un niño,
antes de que para esto hubiera un comienzo.
Inclusive tu coraje para aceptar ese sino
en Shenandoah y a través de Bull Run
se sumergió en un tiempo enemigo de las fechas,
por ello eres guiado a través de un tiempo ansioso de horas,
del mismo modo que por un oportuno detenerse sobre la línea
espera el jugador a que se levante
como de granito, en el crepúsculo
y se levante más cuando el juego comienza
y su equipo es vencido y ello cuando él gana.
VI.
Nuestro hermano mayor, aquel que no habíamos visto
durante estos veinte años, hasta que volvió
del ciclónico Oeste, donde había sido enviado
por la sacudida furia a través del camino
que conocemos tan bien, llaga de nuestras arterias:
para ti, hermano otro, yo me volví un extraño
y debes buscar el medio de medir la mortalidad,
que conoce cómo desalinear
los corpúsculos a través de designios que puede elegir:
tu sangre es alterada por la muerte repentina
de uno que, de entre todos, no podría utilizar
la vida tan acertadamente como la muerte. Miremos
debajo de esa vida. Quizá la suya es nuestro descanso:
para escudriñar esto, lo mejor será emplear la vida entera.
VII
El fuego al que le rezo fue una flama perdurable
hasta que extinta fue como nuestra generación;
no importa, es todo uno, apenas un nombre
menos permanente que una madreselva tardía;
cavila cómo arde en él azul el fuego,
en lo más caliente, cuando lejos la llama está de extinguirse;
a Dios gracias el combustible está bajo, nosotros no vamos
a renovar ese ardor en nuestro firmamento;
piensa también que la cumbre del techo se fisura
y caerá sobre nosotros, los que contemplamos la altura
del sagrado furor sentado en su alto asiento,
con la chalina negra de la cabeza a los pies,
ardiendo con luz maternal,
más fantasmal que la penumbra de noviembre
amasada con el crepúsculo, para brillar en su crucifijo pálido.
VIII.
Este mensaje se apresura por miedo a que ambos
aterrados, sin carácter, descendamos a lo muerto;
la muerte no es educada, tiene un ignorante desdén
por las identidades preciosas del aliento.
Mas tú dirás tal vez que lo confuso perduró,
un buitre cercano al corazón de nuestra entera estirpe:
escuché los ecos en un bosque penumbroso, enmarañado,
pero jamás vi un rostro espiando al interior.
Ya que estos males son anónimos,
nosotros hacemos estallar, exiliados de la tierra,
añejas exclusiones de las memorias de la sangre:
aquellas supersticiones de explosivo nacimiento;
hasta que de nosotros no quede la nada
sino una muerte tonta, que reine entre la confusión.
IX.
Ni el poder ni la mano casual de Dios
nos sostendrán enteros en nuestro aire que dispersa,
esto es una pestilencia sobre un césped verde y grato
tan inmunda, que el halcón que acecha la encuentra favorable;
te pregunto si entonces culminará esta noche
y si la polilla volverá a rondar la llama vacilante,
o si las arañas que devoran sus amores,
escondidas en la noche, finalmente,
se devorarán a sí mismas con vergüenza.
Llama a la casa donde vivimos la de Atreo:
A quién de nosotros criminalmente envolvió el Griego
el futuro pregunta: ¡acerca ese colador traslúcido
para cernir las partículas pertinentes del tiempo!
Vamos a través de Corinto o de Tebas,
el trayecto es corto, pero no el fijado sino.
X.
Industriales conductores, vuestro poder sin meta
despierta hoscas veleidades del tiempo;
permite hermano, que conduces tu hora,
que tus números sean todos primos,
de modo que una falsa división con maliciosa matemática
no entre a saco en la morada interior de la sangre;
los Tracios, inflados de soberbia, ponen sitio al Atica
-el invasor profana el sagrado bosque-:
mas el secreto primero cuya simplicidad
golpeas para reducirla a la nada,
aunque dirigido, tiene en sí ese bastión de mar
que fisurado, dejará salir la furia muda
que ahogará al que jura rectificar
el infinito, que ni oído tiene ni ojo.
Oda al miedo
Que brille el día: Oh, memoria, tu huella
golpea en el pulso de la sofocante noche,
la noche que espía con su cabeza oscura pero ardiente,
su luz tensada y oculta quema en el día.
Ahora ellos no se animan a glosar tu salvaje sueño,
oh bestia del corazón, aquellos santos que tu nombre maldijeron;
eres el torrente del blando río,
sombra invisible, acechante y atenta llama.
El mayor de mis compañeros, presente en la soledad,
vigilante perro tebano cuando el héroe ciego se puso de pie:
tú, omnisciente, en la encrucijada presente
mientras Layo, el viejo asesinado, humedecía la hierba.
Ahora invulnerable a la mirada de la profecía,
embozado y acosado, nos cazas en la calle
desde los rincones del mediodía de agosto,
el alerta mundo encima, acurrucado a los pies del aire.
Eres nuestra seguridad de una vida inmortal,
odio de Dios a la mácula universal,
la herencia, oh miedo, de la antigua batalla
creado con los tejidos de la vena.
¡Y cuando todo había sido pronunciado yo vi tu forma,
la más ágil y artera para el mundo
mientras, en una prolongada jornada de la infancia,
una seca tormenta explotó entre los cedros,
abalanzándose bajo la lumbre del sol!
Oda a los muertos de la Confederación
Fila tras fila con estricta impunidad
Las lápidas abandonan sus nombres a los elementos,
El viento zumba sin recuerdos,
En las hendidas zanjas las anchas hojas
Se amontonan, casual sacramento de la naturaleza
Para la estacional eternidad de la muerte,
Y luego, arrastradas a su tarea en el vasto aliento
Por el feroz escrutinio del cielo,
Susurran el rumor de la mortalidad.
Otoño es la desolación en el campo
De mil acres donde crecen estas memorias
De los inagotables cuerpos que no están muertos,
Sino que nutren filas tras filas de rica hierba.
¡Piensa en los otoños que fueron!
El ambicioso noviembre con los humores del año,
Con un celo particular por cada losa,
Mancilla los ángeles que se pudren.
Sobre las losas, aquí un ala quebrada, allí un brazo:
La brutal curiosidad de la mirada de un ángel
Te convierte, como ellos, en piedra,
Transforma el aire denso,
Hasta que sumergido en el más pesado mundo de abajo
Desvías ciegamente tu espacio marino
Virando, dando vueltas como un cangrejo ciego.
Aturdidas por el viento, sólo por el viento,
Volando, las hojas se sumergen.
Tú, que esperaste junto al muro, conoces
La sombría tristeza de un animal; conoces
Esas nocturnas restituciones de la sangre,
Los implacables pinos, el humeante friso
Del cielo, la llamada súbita; conoces la furia,
El frío charco que dejó la marea alta,
De enmudecidos Zenón y Parménides.
Tú que esperaste la enojosa resolución
De los deseos que mañana debieran ser tuyos,
Conoces la mezquina absolución de la muerte
Y alabas la arrogante circunstancia
De los que caen
Fila tras fila, afanados más allá de la decisión;
Aquí, junto a un portal que se cae, detenidos por el muro.
Viendo, viendo solamente las hojas
Volar, sumergirse y expirar.
Vuelve tus ojos al excesivo pasado,
Hacia la inescrutable infantería levantando
Demonios de la tierra; no perdurarán
Stonewall, Stonewall y los hundidos campos de cáñamo.
Shiloh, Antietam, Malvern, Hill, Bull Run.
Perdidos en ese amanecer turbulento
Maldecirán el son poniente.
Maldiciendo sólo las hojas que gimen
Como un anciano en la tormenta.
Oyes los gritos, los locos abetos señalando
Con los apenados dedos hacia el silencio
Que te asfixia, momia, con el tiempo.
La perra de caza, sin dientes,
Y moribunda, en un enmohecido sótano
Oye solamente el viento.
Ahora que la sal de su sangre
Endurece el más salado olvido del mar,
Y clausura la maligna pureza de la marea,
Nosotros, que contamos nuestros días e inclinamos
Las cabezas con conmemorativa pena
Ante las condecoradas guerreras de torva dicha,
¿Qué diremos de los sucios huesos
Cuyo verdoso anonimato irá creciendo,
Y de los desgarrados brazos, las desgarradas cabezas
Perdidos en estos acres de insano verde?
Las grises, flacas arañas vienen y se van;
En una maraña de sauces sin luz
El chillido singular y cerrado de la lechuza
Siembra en la mente un verso invisible
Con el furioso murmullo de su caballería.
Diremos solamente que las hojas
Vuelan, se sumergen y expiran.
Diremos solamente: las hojas susurran
En la improbable niebla del anochecer
Que vuela en múltiples alas;
La noche es el principio y el fin,
Y en el medio, los fines de la locura
Esperan una muda especulación, la pasiva blasfemia
Que apedrea los ojos, o que salta como un jaguar
Sobre su propia imagen, su víctima reflejada en una charcha de la selva.
¿Qué diremos nosotros que hemos llevado el conocimiento
al corazón? ¿Llevaremos el acto
Hasta la tumba? ¿Con mayor esperanza
Elegiremos la tumba en la casa? ¿La tumba voraz?
Deja ahora
El cerrado portal y el ruinoso muro:
La benévola serpiente, verde en la morera,
Alborota con su lengua la quietud;
¡Centinela en la tumba que nos abarca a todos!
Allen Tate (Winchester, 1899-Nashville, 1979), versión de Alberto Girri y W. Shand, Poesía norteamericana del siglo XX, selección de Mario Morales y Eugenio Lynch, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1970
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