Javier del Prado nace en Toledo en 1940. Profesor de Literatura Francesa, ha repartido su interés por la poesía en tres campos que ocupan casi por completo su actividad como profesor y como escritor: escribe, traduce y explica poesía.
Como poeta ha publicado entre otros poemarios: Fragmentos de una autobiografía imposible, I (1983), El mirador del Berbés (1989), La palabra y su habitante (2002) y viene ofreciendo en la revista Barcarola, de manera regular pero parsimoniosa, un muestrario multicolor de su &8216;obra en marcha&8217;: Fragmentos de una autobiografía imposible II y III, Preparando el amor para la muerte, Sonetos del bienio aciago, Poemas para andar por casa... Con una incursión en la novela, El año de los tulipanes (2003) Crítico entre dos mundos, ha publicado: Cómo se analiza una novela, (1984), Para leer a Proust (1990), Teoría y práctica de la función poética (1993), Autobiografía y modernidad literaria (1994), Análisis e interpretación de la novela (1999) y numerosos artículos y monografías sobre Chateaubriand, V. Hugo, Lamartine, Flaubert, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Galdós, A. Machado, V. Aleixandre, JRJ, Saint-John Perse, Gerardo Diego, L. Cernuda, Y. Bonnefoy, etc.
Es traductor de G. de Nerval, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, La Tour du Pin, L.S. Senghor, Y. Bonnefoy, H. Meschonic.
Libro editado en adamaRamada ediciones
Colección: Poesía
136 páginas, 21×15 cm.
Precio: 15,00 €
ISBN 84-934651-3-5
Primera edición, marzo 2006
136 páginas, 21×15 cm.
Precio: 15,00 €
ISBN 84-934651-3-5
Primera edición, marzo 2006
Javier del Prado de en las margenes de...
6
«...lo mejor sería decir: no
cambio es siempre cambio»,
Octavio Paz
El cambio del no cambio.
El no cambio del cambio.
La pastelera no tenía cambio.
Tampoco lo tenía el pastelero, pero sus manos prin-
gosas, con cuya negativa me rozó, eran las de siempre, y
me fui llorando.
¡Cuánto he llorado de niño, gritando por las aceras:
¿quién tiene cambio? ¿quién tiene cambio?!
No,
si yo no quería comprarme una ensaimada o un mil-
hojas
(entre hoja y hoja un vacío de crema cuya semiología
me remite siempre a azares inconfesables: el héroe es inde-
factiblemente un labio,
labio agrietado por una respiración dolorosa y di-
fícil);
si yo lo que quería era cambio para pagar el taxi, y volver
a mi casa con mi madre o con Dios – pues el taxista no te-
nía cambio,
(los taxistas nunca tienen cambio)
Lo siento:
no cambio mi destino
(esa torpe y angustiosa libertad que hemos ido crean-
do los hijos de Occidente a base de razón y de melancolía)
ni por la eternidad de las estrellas,
ni por la ociosidad inane y onanista de los monos sa-
grados que se pasan el día orinando entre las patas de la
vaca sagrada,
ni por el ombligo de Visnhú en cuyo lobanillo hueco
anida la avispa anacoreta.
El cambio del no cambio: el dorso intermitente de
Gredos, al poniente, ya malva, de verano.
***
Dios tampoco tenía cambio – y se quedaba con las
vueltas:
Paciencia, cuando hagamos caja, yo os daré el cien-
to por uno, nos decía,
tendido en su indolencia de siglos y de continentes,
en la deriva de la Nada.
Mientras, los hombres
eran niños con larvas de moscas que les bajaban por
la tráquea y el esófago hasta anidar en píloro y en los al-
véolos de los pulmones,
eran enamorados con las miradas fláccidas, pues pre-
saciaban la llegada de nubes que habrían de cubrir la cara
inesperada de la luna,
eran trabajadores del campo, de la mina y del asfalto
con manos como pinos negrales
– y en cada grieta anidaba la hormiga roja del dolor,
la que transforma la vida en una pesadilla interminable de
verano:
¡agua, agua!
y los hilillos de agua se perdían, a lo lejos, bajo sau-
ces cenicientos, bebidos por peonías desfloradas, cuyos co-
razones se esparcían en semilleros de rubíes transitorios.
Y los hombres serán
y no serán,
porque los hombres ni son ni han de ser nada:
nuestra existencia es un pasado inmediato, como el
borbollón fugitivo que sale a nuestros pies de la lancha
motora,
estela de imposible y prohibida caricia:
(alguien, un día – un niño o un enamorado, sin lugar
a dudas – quiso coger con sus manos azules sus destellos y
las sacó segadas por la hélice, mientras la espuma se tor-
naba roja, y en el agua flotaban, como brazos perdidos de
una estrella de mar, diez dedos que formaron, burlona, la
rosa de los vientos).
3
«De pronto a mis espaldas es-
cucho una voz distinta, nueva. Estoy
frente a ella.»
Antonio Prieto
¡Recordar
la voz que un día,
en la caída de las hiedras,
te dijo:
Paz y Amor!
Y con los ojos cerrados,
en vuelo de hoja muerta.
cogió,
pisada lenta
y honda
por los caminos,
tu cuerpo
en su tristeza,
hasta llevarlo
– luz y tacto –
hacia el poema.
8
«...aunque te persiguieran y nos
falsearan. No importaría nada»,
Antonio Prieto
...que yo te enseñaré a mirar,
amor,
en la corteza,
la savia;
en la roca,
la fuente
– ese rumor oculto que acrecienta
minerales,
veneros y deseos:
un fluido que sube y que acaricia,
en verdes,
las pupilas.
2
«Entre los trigos del pelo...»,
Clara Janés
De los trigos del pelo sí puede echarse a volar la
alondra de la idea:
lleva sus lomos granados de cebada y de amapolas.
Su destello,
por el horizonte azul de una mirada de verano,
trazará con su letra redondilla
(caricia en cada curva – o corva – de las cosas)
el poema de aquel amor que no era sino estremeci-
miento y grito.
Una mano prendida por la cabeza dulce de un adoles-
Cente al borde del suicidio
– y en todo adolescente hay un suicida.
7
«Dibujé la playa, los barcos y el
Serantes al otro lado, con una hilera de
grúas delante».
Clara Janés
Dibujaste, sin darte cuenta, mi casa.
¿De donde me viene a mí tanto mar en la pupila?
¿Por qué brota la ola en mi metáfora, como si fuera
una perdiz, en cuanto mi pluma, como un perdiguero, la
levanta?
«La tarima de un mar orlado de azafranes».
Si hubieras dibujado minuciosamente, con los detalles
del que, aburrido por tardes y tardes de soledad, se
sienta todas las noches frente a un mismo paisaje que ya
no puede ver,
y no con la rapidez del que precipita su trazo furtivo,
como si robara un beso,
podrías ver ahora, sobre tu cartulina humedecida por
el viento,
una alta torre, azul y blanca,
como si fuera el puente de un gran barco,
y Santurce a sus pies, de proa a popa,
dispuesto a surcar mares, si la roca aflojara su garra
de gigante.
En su cristal más alto tuve mi mirador.
Por eso sé de mí tanto como tú, página a página, me
vas desvelando.
Libro editado en adamaRamada ediciones
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