domingo, 19 de diciembre de 2010

JANET FRAME [2.538]


Janet Frame

Janet Frame, de nombre completo Janet Paterson Frame Clutha (28 de agosto de 1924, Dunedin - 29 de enero de 2004) fue una novelista, escritora de cuentos y poeta neozelandesa.

Trayectoria

Su familia fue humilde (su padre era ferroviario y su madre, enfermera y luego sirvienta), lo que le permitió una observación muy diversa de las cosas y la naturaleza. Tras su infancia en Nueva Zelanda llena de cambios por el oficio de su padre, y viviendo siempre en un ambiente modesto, Frame se preparó como maestra. Desde el principio, como muestra en su autobiografía, tuvo una conciencia aguda y dolorosa por el lenguaje. Varias veces fue internada en instituciones mentales, escapando por poco de ser sometida a una lobotomía, modo agresivo de tratar su presunta esquizofrenia. El premio que ganó le evitó esa irreversible experiencia. Su primer libro fue la colección de cuentos The Lagoon (1951). Su novela Owls Do Cry (1957) combina la poesía y la prosa reflexionando acerca de sus investigaciones sobre los límites entre la cordura y la locura.

En conjunto, Frame escribió cinco libros de relatos y doce novelas, varias de las cuales se basan en leyendas maoríes. Incluyen los títulos Scented Gardens for the Blind (1963) y The Carpathians (1988). El segundo de sus tres volúmenes de memorias, An Angel at My Table (1984), fue llevado a la pantalla grande por Jane Campion y premiada en Venecia. Hoy se conoce el conjunto biográfico por ese nombre: Un ángel en mi mesa.

Se considera que Frame es la segunda escritora en importancia, tras Katherine Mansfield, de su país. Ha sido candidata al Nobel, ha merecido diversos premios (como el Commonwealth de literatura). Fue miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras.

Libros

Novela y relatos

1951 The Lagoon and Other Stories. Christchurch: Caxton Press.
1957 Owls Do Cry. Christchurch: Pegasus Press.
1961 Faces in the Water. Christchurch: Pegasus Press; Nueva York: Braziller.
1962 The Edge of the Alphabet. Christchurch: Pegasus Press.
1963 Scented Gardens for the Blind. Londres: WH Allen.
1963 The Reservoir: Stories and Sketches/Snowman Snowman: Fables and Fantasies. Nueva York: Braziller.
1965 The Adaptable Man. Londres: WH Allen.
1966 A State of Siege. Nueva York: Braziller.
1968 The Rainbirds. Londres: WH Allen.
1969 Mona Minim and the Smell of the Sun. Nueva York: Braziller. Libro infantil.
1970 Intensive Care. Nueva York: Braziller.
1972 Daughter Buffalo. Nueva York: Braziller.
1979 Living in the Maniototo. Nueva York: Braziller.
1983 You Are Now Entering the Human Heart. Wellington: Victoria University Press. Cuentos.
1989 The Carpathians. Nueva York: Braziller.
2007 Towards Another Summer. Auckland: Vintage (Póstumo). >> Trad.: Hacia otro verano, Seix-Barral, 2009.

Poesía

1967 The Pocket Mirror. Nueva York: Braziller.
2006 The Goose Bath. Auckland: Random House/Vintage (Póstumo).

Autobiografía

1982 To the Is-Land (Autobiography 1). Nueva York: Braziller.
1984 An Angel at My Table (Autobiography 2). Nueva York: Braziller.
1984 The Envoy From Mirror City (Autobiography 3). Auckland: Century Hutchinson.
1989 An Autobiography (ed. completa). Auckland: Century Hutchinson. Reunida con el título An Angel at My Table, Londres: Virago, 2008 Trad.: Un ángel en mi mesa, Seix-Barral, 2009.



Lluvia sobre el tejado

Mi sobrino, que dormía en la habitación del sótano,
ha puesto una laminilla de hierro afuera de su ventana
para recuperar el sonido de la lluvia que caía
sobre el tejado.

No se lo digo, pero el corazón encuentra en su desgracia
su propio consuelo.
Una hoja de hierro repara un tejado solamente.
Indemne, hasta ahora, de las heridas que la mudanza
y la diferencia nunca muestran,
mi sobrino puede reparar todavía los daños
para volver a traer el amoroso sonido de aquella lluvia
que conoció en la infancia.

Ni digo —en las pérdidas de la vida un laminilla
de hierro es una carga— que un día encontrará dentro de sí,
bajo una plena oscuridad y silencio,
el hierro que sostendrá no solamente el sonido
perdido de la lluvia, sino también el sol,
el rumor de los muertos
y todo aquello que jamás volverá.

de Espejo de bolsillo, 1967
Traducción de Rogelio Guedea



RAIN ON THE ROOF

My nephew sleeping in a basement room
has put a sheet of iron outside his window
to recapture the sound of rain falling on the roof.

I do not say to him, The heart has its own comfort for grief.
A sheet of iron repairs roofs only. As yet unhurt by the demand
that change and difference never show, he is still able
to mend damages by creating the loved rain-sound
he thinks he knew in early childhood.

Nor do I say, In the traveling life of loss
iron is a burden, that one day he must find
within himself in total darkness and silence
the iron that will hold not only the lost sound of the rain
but the sun, the voices of the dead, and all else that has gone.





De Huesos de Jilguero (Universidad Veracruzana, 2015)



SOY INVISIBLE

Soy invisible.
Siempre he sido invisible
como la pobreza en un país rico,
como los ricos en sus cuartos velados de sus casas con muchos cuartos,
como las pulgas, los piojos, como lo que crece bajo la tierra,
los mundos más allá del cielo, el viento, el tiempo, las ideas –
el catálogo de invisibilidad es inagotable,
y, eso dicen, no es buena poesía.

Como las decisiones.
Como cualquier otra parte.
Como las instituciones alejadas del camino llamado Scenic Drive.

No más símiles. Soy invisible.
En un mundo poblado por gente de visión binocular después de todo soy parte de la mayoría
mientras que tú y yo caminamos con nuestra lunita creciente de visión en nuestra oscuridad personal
a través de un mundo en el que las decisiones de ser y no ser
se encuentran controladas por la luz
asistidas por las lágrimas y el sueño de la desatención o la muerte.

Soy invisible.
Los amantes atraviesan mi vida para tocarse entre sí,
la lluvia que cae en mí me traspasa como sangre sobre la tierra.
Ninguna cabeza me incluye como conocimiento.
Otorgo libertad a quienes bailan,
a decir la verdad.
Así es. No hay nadie aquí para observar ni escuchar disimuladamente,

y entonces aprendo más de lo que tengo derecho a saber.




LOS CUERVOS

Temprano en la mañana el pasto es una espiral de azul humeante.
Las sombras jorobadas se derriten. La cera oscura
escurre del cielo y yace al pie de los árboles
absorbiendo la cálida impresión del sol.
La cosecha es luz. El invierno, rata que invade
el silo, roerá la semilla dorada.

Imagino que el fervor de las hojas por vivir
ha transformado a muchas mariposas y palomillas color paja
firmando aún su condena con su pasión por la luz,
aleteando como quienes enterrados en vida buscan salir de la tumba.

Los cuervos se ahogan con su propio graznido salvaje.




SI LO TUYO NO ES ESCRIBIR SOBRE LAS PERSONAS

Si lo tuyo no es escribir sobre las personas, decía él,
quédate con los lugares, despídete de las novelas,
prueba escribir poemas. En los poemas, ¿sabes?
caben mejor los paisajes y las marinas; unas cuentas flores,
tal vez un jardín, una casa —muchas casas de dónde escoger.
Lee las páginas de bienes-raíces en tu periódico –vista inmejorable–
de ensueño –en ¿sueño?– chimenea portátil, entrada exclusiva,
vista al mar, ideal para casa principal; bellos jardines, alta
plusvalía; cercana a colegios, comercios, iglesias…
olvídate de las personas; nadie tiene que vivir en la casa o la calle o el
campo o la ciudad, crea un país vacío.
¿Ves lo que trato de explicarte? los poemas se ven bien sin las personas.
Dedica tu odio al cielo, al mar, al clima, a los árboles:
con eso será suficiente.

Quiero decir, ¿Cómo puedes escribir una novela sin personas?
Todos los él y ella, los ires y venires, los haceres
y pesares y asombros, “lágrimas y risas, amor y deseo y odio”
a través del “acceso posterior” –una “puerta trasera, una puerta privada, cualquier puerta
o reja distinta a la entrada principal”– Diccionario Oxford. Una forma de escape, un refugio. 


De Huesos de Jilguero (Universidad Veracruzana, 2015)
Traducciones de Irene Artigas, Lorena Saucedo y Paula Busseniers.





Janet Frame: El Jilguero y su canto silvestre

De Revista CORONICA  marzo 28, 2016
Por María Espinosa 


 Esta es mi vida y este mi hábito
decía el poeta.

Frame, Janet. Huesos del Jilguero: antología poética (2015). Universidad Veracruzana, 209 pág. Traducción Nair Anaya et al.


Janet Frame (1924-2004) no se decía poeta. Escribía poesía por hábito, por que escribir poesía no es un mal hábito, escribía para un amigo cuya esposa murió después de una larga enfermedad, por la muerte de su gata, por la inocencia de su sobrino, para Bach, Schubert, una naranja, la nieve, un paseo dominical.

Exploro tierra agreste. No tengo un teodolito.
Soy una colonizadora extranjera.
No he pagado por mis tierras
No se cómo cultivarlas.
¿Por qué me obstino tanto en escribir poesía?

 Escribía poesía tras meditar sobre un compás y pensar si ser del compas la punta que se clava, la mina que hace el trazo o ser en el mejor de los casos la posibilidad de dar varios ángulos: la abertura,

 ¿Aunque si eres un compás, de verdad puedes elegir?
¿Acaso no eres todo, quien se queda y quien viaja?
Creo que preferiría ser la boca muy abiertamente medida
del radio que prueba cada gota de distancia.

Janet Frame escribió trece novelas, tres colecciones de cuentos, tres tomos autobiográficos, un cuento para niños y un libro de poesía: The Pocket Mirror (1967) [ El espejo de bolsillo]. Tras su muerte se  compilaron sus poesías inéditas en Storms Will Tell [Lo dirán las tormentas] y en  Goose Bath (2006), selección que ayudó a hacer su sobrina quien sabía que allí en esa tina que luego fue para los gansos, flotaron, por años, los poemas de su tía, esos poemas que se negaron por respeto al rigor de los clásicos, a ser compartidos. Por que respetaba profundamente a los poetas, y algunos entre sus amigos, dice ella, eran muy buenos,

 Algunos de mis amigos son excelentes poetas
modestamente equipados de ese saber hacer, con ese aire de destreza que da tanta práctica
en control de sus palabras que impresas
son elegantes al estilo clásico.
Aun si anduvieran descalzos, en harapos, tendrían dignidad
te digo, algunos de mis amigos son excelentes poetas.

Con apenas 26 años y tras ganar un premio por su colección de cuentos The Lagoon and Other Stories (1951) se liberó de una lobotomía que le recomendaban sus siquiatras por esquizofrénica, loca, anómica, por decir que un arbusto olía a cacahuate. Los premios la hicieron visible si bien pasó por desaparecida para aquellos a los que ella no estimaba: Gracias por su invitación/ ya soy bastante visible/ si bien particularmente fuera del alcance de su vista.

Las traducciones al español son escasas y poco hay en las bibliotecas vecinas. Por eso, la traducción de la Universidad de Veracruzana es tan inusual y estremecedora como el florecimiento del ágave antes de su muerte. Buena parte de su poesía se conoció ya muerta la autora. En estas traducciones acompañadas de su original en inglés, y las cuales guardan el orden original de los libros publicados, llega su voz, llega ese ritmo que vive en la lengua en la que nacieron cada uno de los poemas y que en español renacen para extrañarnos de esa no poeta que guardaba, sino es que abandonaba sin cuidado sus poemas, escritos solamente para ella.


Lluvia sobre el tejado

Mi sobrino, que duerme en un cuarto del sótano,
ha puesto una lámina de hojalata afuera de su ventana
para volver a capturar el sonido de la lluvia que cae sobre el tejado.
No le digo: el corazón tiene su propio consuelo para la pena.
Una lámina de hojalata solo repara los tejados. Como aún no padece el mandato de que el cambio y la diferencia nunca se hacen presentes, todavía puede
reparar los daños creando el amado sonido de la lluvia
que cree haber conocido en sus primeros años.
Tampoco le digo: En el transcurso de una vida de pérdidas
la hojalata es una carga, que un día el tendrá que encontrar
dentro de sí mismo en total oscuridad y silencio
la hojalata que sostendrá no sólo el sonido perdido de la lluvia
sino también el sol, las voces de los muertos, y todo lo demás que se ha ido.

Traducción: N. Anaya.




Número Equivocado

No es buen momento para llamarme.
Estoy limpiando la ceniza
de dos chimeneas,
me deshago de los viejos cuerpos de las ascuas
con restos en mi cabello y ojos
que me arden y
llamas que recién sangran donde golpeé las brasas
con la idea de solo reavivar
un lecho mortuorio
como prometí, ajustando mis palabras
al frágil susurro del fuego,
debo ser cruel (¡seguro que lo han oído!) para ser amable.
Pero estoy cansada y no es buen momento
para telefonear y preguntarme con extraña voz
¿Bueno? ¿Llamo a la carnicería Mornington?

Traducción: J.Constantino.




Lo dirán las tormentas

Lo dirán las tormentas; son confiables.
Sobre la arena, viento y marea alta escriben
boletines de pérdidas, conchas defectuosas,
cual monumento liso a los árboles de tierras altas,
alga, pájaro desgarrado, navaja filosa, caracol cuerno de carnero, almeja.
Dennos las noticias dicen los altos ascetas que leen
seis kilómetros de playa una y otra vez; entre conchas vacías, miren,
recién salidas de la salada imprenta, historias
de diluvios: Cómo abandoné mi casa y hogar.
Navaja: Cómo le corte el cuello a la luz del sol.
Caracol: Cómo embestí y bailé contra la luz ovejuna del sol.
Almeja: Cómo mi vida zarpó en una marea negra.

Traducción L. Saucedo





La nieve bien urdida

( para un amigo cuya esposa murió después de una larga enfermedad)

La muerte de la nieve
requiere de un día completo a muchos meses.
La muerte es solo
un cambio de forma
pero ¿cómo saberlo
y por qué no se rebela?
Espectáculo de desperdicio
promesa no cumplida
sin enojo, sólo claudicación
pero no, ni siquiera claudicación
ningún forcejeo
entre querer ser líquida o sólida
nada para nada extraordinario
o real, salvo el tiempo registrado:
un día completo o muchos meses para que muera la nevada.
Queremos que sea, pero no es.
Nos quedamos helados del susto, y solos.
La nieve no es humana. Creamos una escena
para nuestro asombro no correspondido, pero
se ha ido sin agonía y no volverá.
Esperamos con ansiedad el estado del tiempo para mañana
para compartir la responsabilidad de nuestro morir.
Debemos -para seguir con nuestras vidas- darle dolor y esplendor a la tormenta,
sencillez a la lluvia,
y -lo mas difícil de todo- la persistencia del tiempo de morir
a la nieve bien urdida.

Traducción N. Anaya




Pinturas sin pintar, música sin componer

Aprendo a volver a empezar en la casa nueva,
a reaprender el clima local, que vientos prevalecen,
la orientación del mar y las montañas, de cuál costa
vico más cerca.
No había querido volver a empezar. Los quince
años contigo y tus certidumbres e incertidumbres
marcando mi paso y el tuyo daban suficiente compañía y comodidad
a mis necesidades.
Para bien o para mal, te has ido.
Eras vieja, fallaron tus funciones, moriste con mi mano servicial
dándote un tranquilizante en mantequilla antes de que el veterinario viniera
a ponerle fin a tu vida, a “sedarte”, a “dormirte”.
No hubo esquela, por supuesto. TE enterraron,
dicen, “ en una granja a las afueras”.
Mi vecina dice que tenías ciento treinta años, en términos humanos.
Una edad sorprendente.
Y una vida sorprendente tuviste, examinando el mundo y sus seres,
segundo a segundo…
Alimentando cada mañana y cada noche con lo mejor,
de lo mejor.
Una tableta de vitaminas a diario.
Tu pelaje bien peinado y acicalado.
Una casa donde dormir, escoger tu cama -cojín, silla, cajón, legajos apilados, cajas de archivo, donde fuera…
Era tu casa, compartida conmigo.
Sabes que eras mi ronroneo favorito.
Entre nosotras, había palabras de mi parte y ruidos gatunos en respuesta
mas siempre
el tormento del lenguaje inalcanzable
las palabras entre nos habrían suavizado el lastimoso adiós,
y mientras esperábamos que el tranquilizante hiciera lo suyo
habríamos platicado sobre vivir y morir y las últimas
palabras el bálsamo, el vendaje.
En vez de ello, me senté contigo en un sitio desolado
y cuando hube cerrado la puerta de tu casa
y te miré, en esa jaula que odiabas, cómo te puso en el coche del doctor
alguien quien nunca en quince años te conoció,
sentí el golpe y el pesar y me dije a mí misma mientras los mares
se congelaron y el viento prevalente cambió con crueldad
y traté de discernir el borde y la orientación de la nueva costa:
“Pasa todos los días. Los animales, la gente
que amamos por largo tiempo se van. Todos se sobreponen”.
Querido tiempo.

Traducción ( I. Villegas)







Un ángel en mi mesa

Primero conocí la película de Jane Campion y un tiempo después pude leer la autobiografía de la escritora neozelandesa Janet Frame. Ahora acabo de volver a ver la película después de varios años y he vuelto a quedar enganchada con la historia de esta escritora a la que la literatura le salvó la vida literalmente.

Janet Frame

Un ángel en mi mesa reúne en un sólo volumen las tres partes de la autobiografía de Janet Frame, Hacia la isla (1982), Un ángel en mi mesa (1984) y El enviado de la ciudad de cristal (1985). La obra se hizo famosa gracias a la película de Campion, directora de cine también de Nueva Zelanda y con películas tan conocidas como El piano.

En la primera parte de la obra conocemos a Janet, una niña pequeña, regordeta y pelirroja. Su padre era ferroviario y su madre sirvienta. El hermano mayor de Janet sufría de epilepsia y era continuamente apaleado por el padre y dos de sus hermanas,  Myrtle e Isabel, murieron ahogadas. La pobreza, la enfermedad y la tragedia protagonizaron su infancia. Pero a pesar de las burlas de sus compañeros y de su extrema timidez, Janet comienza a construir su mundo literario.

Un ángel en mi mesa

En la segunda parte, Un ángel en mi mesa, cuenta su adolescencia y sus estudios de magisterio. Silenciosa y tímida, marcada por su aspecto físico (pelo encrespado y de un rojo zanahoria y dientes negros por la caries) se refugia en la literatura y se aparta de todo el mundo. A raíz de un intento de suicidio es internada en un psiquiátrico del que sale con un diagnóstico de esquizofrenia. Posteriormente vuelve para quedarse durante ocho años recibiendo más de doscientos electroshocks. Durante su encierro lee muchísimo y comienza a escribir, publicando su primer libro, El lago, un conjunto de relatos. Es entonces cuando a Janet le van a practicar una lobotomía, ya que según los médicos es la única solución para su enfermedad. Justo cuando iban a realizársela llega al centro la noticia de que a Janet le han concedido el premio literario Hubert Church de relatos cortos, un premio muy prestigioso en Nueva Zelanda y así, gracias a este premio, deciden no intervenirla.

Un ángel en mi mesa de Janet FrameTras salir del psiquiátrico conoce al reputado cuentista Frank Sargeson y se va a vivir con él en una cabaña en el patio de su casa. Sargeson le anima a escribir, acabando al año su primera novela Los búhos lloran, y le ayuda también a reunir dinero para poder viajar.

En la tercera parte Janet nos cuenta su viaje por Europa: Londres, París e Ibiza. Durante su estancia en Ibiza intima con un poeta norteamericano llamado Bernard del que se enamora. Después de un tiempo vuelve a Londres y es entonces cuando un médico duda del diagnóstico de su enfermedad y, tras examinarla detenidamente, le confirma que nunca ha sufrido esquizofrenia. De pronto Janet siente que ya no es rara porque está enferma y de nuevo no encuentra sentido a su sufrimiento, a su soledad:

“Finalmente fui citada a la sala de entrevistas, donde el equipo médico se encontraba sentado ante una larga mesa presidida por sir Aubrey Lewis. El equipo ya había celebrado sus reuniones y llegado a sus conclusiones, y después de mantener una breve conversación conmigo, sir Aubrey pronunció el veredicto. Yo nunca había padecido esquizofrenia, dijo. Jamás debería haber sido ingresada en un hospital psiquiátrico. Cualquier problema que pudiera experimentar en la actualidad era sobre todo el resultado directo de mi estancia en el hospital.

Sonreí.

-Gracias- dije en tono tímido y formal, como si hubiera ganado un premio.

Más tarde, el doctor Miller repitió el veredicto con expresión triunfante. Recuerdo su expresión de deleite y el modo en que se giró pesadamente en su silla porque la cantidad de ropa que llevaba parecía dificultar sus movimientos.

-En Inglaterra hace mucho frío – comentó – . Y llevo esta ropa interior de lana, tan gruesa…

La última moda, los abrigos cortos y los pantalones estrechos, aumentaba su incomodidad. Tal vez recuerdo tan vívidamente la cantidad de ropa que el doctor Miller usaba en invierno porque yo misma me había despojado repentinamente de una prenda que había llevado puesta durante doce o trece años: mi esquizofrenia. Recordaba con cuánto asombro y temor había intentado pronunciar esa palabra al enterarme del diagnóstico, cómo la había buscado en los libros de psicología y en los diccionarios de medicina y cómo, al principio con cierta incredulidad y luego rindiéndome a la opinión de los expertos, la había aceptado; cómo en el sufrimiento y el terror de la aceptación había encontrado un consuelo y una protección inesperados, cómo había anhelado librarme de la opinión pero no estaba dispuesta a separarme de ella, e incluso aunque no la usaba abiertamente, siempre la tenía a mano para casos de emergencia, para ponérmela a toda prisa y protegerme de la crueldad del mundo (…)”

Tanto el libro como la película son muy recomendables. Un ángel en mi mesa (1990) de Jane Campion es una película larga (más de dos horas) pero muy hermosa. Está magníficamente protagonizada por la actriz Kerry Fox que ganó el León de Plata a la mejor actriz en el Festival de Venecia.  Encontrarás en ella estupendas imágenes que saben reflejar de forma excelente la belleza de la naturaleza, el aislamiento y la soledad, la delgada línea que separa la normalidad de la rareza, de lo extraordinario, y el poder de la literatura.



FRIENDS FAR AWAY DIE…

Friends far away die
Friends measured always in blocks of distance
Cement of love between
Porous to tears and ocean spray
How vast the Pacific!
How heavy the unmiracled distance to walk upon,
A slowly sinking dream, a memory undersea.
Untouched now, Sue, by storm
Easy to reach
An angel-moment away,
Hostess of memories in your long green gown, your
small blue
Slippers lying on the white sofa
In the room I once knew — the tall plants behind
you — I remember I watered them and found some
were fake
And I shrugged, thinking it’s part of life

To feed the falseness, the artificial, but no,
you fed only truth
You cut down every growing pretence with one cool
glance.
We were at home with you.
We knew, as people say, where we stood.
Your beloved John of the real skin and uncopied
eyes was anxious for you
In true anxiety.

Well, you will visit me in moments.
You will be perplexed yet wise, as usual.
Perhaps we will drink won ton soup
I promise you. No food will hurt you now.



AMIGOS QUE MUEREN LEJOS...

Amigos que mueren lejos
Amigos siempre medidos en bloques de distancia
Y entre medio el cemento del amor
Poroso a las lágrimas y las gotas que salpica el mar
¡Qué enorme el océano Pacifico!
Qué pesada distancia sin milagros para ser caminada,
Un sueño que se hunde lento, una memoria submarina.
Sue, intocada ahora por la tormenta
Es fácil alcanzarte
Un momento angelical más allá,
Anfitriona de recuerdos con tu largo vestido verde, tus
pequeñas zapatillas azules
Encima del sofá blanco
En el cuarto que conocí una vez – las altas plantas detrás
tuyo – recuerdo que las regué y descubrí que algunas
eran falsas
Y me encogí de hombros, pensando que así es la vida

Alimentar la falsedad, lo artificial, pero no,
sólo alimentabas la verdad
Con una mirada glacial podaste cada fingimiento
que crecía
Contigo estábamos en casa.
Sabíamos, como dice la gente, dónde estábamos.
Tu amado John de la piel real y ojos
sin copia te deseaba
Con verdadero deseo.

Bueno, vas a llegar en un rato más.
Estarás perpleja, pero sabia, como siempre.
Tal vez nos tomemos una sopa de wantán
Te lo prometo. Ningún plato puede hacerte mal ahora.

Traducción: RODRIGO OLAVARRÍA





Janet Frame
Rostros en el agua

Pedimos a nuestros lectores que recuerden el libro autobiográfico de Janet Frame, Un ángel en mi mesa, y la película dirigida por Jane Campion, que se basó en ese terrible testimonio de la gran escritora neozelandesa. Rostros en el agua nos habla de la “vida” en los sanatorios psiquiátricos y de los tratamientos de electrochoques (en una época se usó el shock insulínico) y todas sus secuelas. La ex paciente del sanatorio de Cliffhaven se convirtió en una de las grandes escritoras de su país, a pesar del diagnóstico de esquizofrenia paranoica hecho por un primate psiquiátrico. 

Tenía frío. Para mantener mis pies calientes traté de encontrar un par de calcetas de lana largas y protectoras y evitar así morir en el nuevo tratamiento de electrochoques, y que después desaparecieran mi cuerpo por la puerta trasera para llevarlo a la morgue. Cada mañana despertaba llena de espanto, esperando a que la enfermera pasara en su ronda matutina con la lista de nombres en su mano y anunciara si estaba yo programada para la terapia de electrochoques, el nuevo y moderno método para calmar a la gente y hacerle entender que las órdenes son para obedecerse y que los pisos se deben pulir sin protestar y que las caras están hechas para congelarse en una sonrisa y que llorar es un crimen. Esperar en las heladas y oscuras horas de la madrugada, era como esperar una sentencia de muerte.

Intenté recordar los acontecimientos del día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer las órdenes de alguna enfermera? ¿O, alterándome ante la visión de un paciente muy enfermo, había tratado de escapar en pánico? ¿Me había amenazado alguna de las enfermeras, "Si no tienes cuidado te apunto para el tratamiento de mañana" Día tras día pasaba el tiempo escudriñando los rostros del personal con tanta atención como si se tratara de las pantallas de un radar que pudieran revelar la proximidad de una fatalidad que hubiera sido preparada para mí. Yo era astuta. "Permítame sacudir la oficina", suplicaba. "Permítame sacudirla por las tardes, pues por la tarde ya se ha instalado en los muebles y en el libro de los reportes la película de gérmenes, y si el peligro no se conjura puede usted caer víctima de la enfermedad, lo que significa inquietud y huellas digitales y una mortaja remendada de algodón barato."

Así que yo limpiaba la oficina, como precaución, y me escurría hasta el escritorio de la hermana y le echaba un rápido vistazo al libro abierto de los reportes y a la lista de los nombres que estaban programados para el tratamiento del día siguiente. Una vez leí ahí mi nombre, Istina Mavet. ¿Qué había hecho? No había gritado ni hablado fuera de mi turno ni me había negado a limpiar con la jerga debajo de la defensa ni a ayudar a poner la mesa para el té, ni a sacar la desbordante bacinica a la puerta lateral. Obviamente existía un crimen que yo desconocía, el cual no había incluido en mi lista porque no era capaz de rastrearlo con el fluctuante reflector de mi mente hasta la oscura región interior del inconsciente. Supe entonces que tendría que ser cuidadosa. Tendría que usar guantes, no dejar huellas al allanar la morada repleta de emociones y dejar para mi uso exclusivo exuberancia depresión sospecha terror.

CUANDO VEÍAMOS A LA enfermera de día pasar de un paciente a otro con la lista en su mano nuestro nauseabundo terror se volvía más intenso.

"Te van a dar el tratamiento. Hoy no desayunas. Quédate en bata y camisón y quítate los dientes."

Teníamos que ser cuidadosos, mantenernos calmados, controlados. Si nuestros temores resultaban injustificados, sentíamos una ligereza y un alivio vertiginosos, una exaltación que, llevada al extremo, nos exponía a recibir el tratamiento de emergencia. Si nuestro nombre aparecía en la lista fatal debíamos intentar dominar con toda nuestra fuerza, a veces sin éxito, el pánico creciente. Porque no había escapatoria. Una vez que se conocían los nombres todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos permanecer en el dormitorio de observación donde se aplicaba el tratamiento.

En ese momento una se volvía toda oídos y escuchaba a los otros pacientes caminar por el pasillo para desayunar; el silencio que se hacía mientras la Hermana Honey, con la cabeza inclinada, los ojos atentamente abiertos, bendecía los alimentos.

"Que el Señor les conceda una sincera gratitud por lo que están a punto de recibir."

Y entonces se escuchaba la repentina animación de las cucharas golpeando los tazones, el ruido de las sillas al moverse, el murmullo turbado cuando al final de la comida se buscaba el inevitable cuchillo faltante mientras la hermana advertía con severidad: "Que nadie se levante de la mesa hasta que aparezca el cuchillo." Después, tras las órdenes de la hermana, más ruido de sillas y más murmullos. "De pie, señoras." Las puertas laterales se iban abriendo conforme las pacientes eran enviadas a sus distintos lugares de trabajo. Lavandería, señoras. Cuarto de costura, señoras. Casa de reposo, señoras. Después el taconeo de la robusta directora Glass conforme se acercaba por el pasillo, sus pequeños pies calzados de negro, abría el dormitorio de observación y nos examinaba de pie, interrogando a la enfermera, como un ganadero evaluando las cabezas de ganado que en los establos esperan partir en camión al matadero. "¿Están todas aquí? Asegúrese de que no tengan nada que comer." Esperábamos de pie, en grupos pequeños; o acuclilladas en semicírculo alrededor de la gran chimenea enrejada donde un montón de carbón adormecido humeaba indolente; nuestras manos sujetaban los barrotes ennegrecidos del guardafuego para calentar nuestros dedos congelados.

Porque a pesar de los dientes de dragón y de las polvosas mariposas con manchas blancas y de los cerezos en flor, era siempre invierno. Y para nosotros era siempre una estación peligrosa. Electricidad, el peligro que en los cables canta el viento en un día gris. Pensaba una y otra vez, ¿qué medidas de seguridad debo tomar para protegerme en contra de la electricidad? Y hacía una lista de emergencias –relámpagos, disturbios, terremotos–, y de las precauciones tomadas por el hombre para proteger al mundo a través de su Cruz Roja Seguridad de Dios a quien debemos obediencia o morir desterrados en el témpano de hielo, en una doble soledad. Pero cuando me sentía amenazada por la electricidad no se me ocurría nada, excepto pensar en las botas de hule que llegaban hasta la cadera, que mi padre usaba para pescar y que guardaba en el lavadero donde las chamarras apolilladas colgaban detrás de la puerta, junto al montón de viejos magazines de humor, Lo Mejor del Ingenio Mundial, que se leían en el baño. ¿Dónde quedaron el lavadero y la ropa vieja con nidos de arañas y ciempiés en los pliegues? Perdida en tierra extraña, debía ubicarme según los arroyos que fluyen hacia el mar y medir el tiempo con el sol.

Sí, yo era astuta. Una vez recordé la relación entre electricidad y humedad, y con el pretexto de ir al baño llené la tina y me metí en ella con bata y camisón, y pensé: ahora ya no me van a dar el tratamiento, y tal vez pueda ejercer una influencia secreta sobre la pulida máquina color crema, con sus botones y medidores y luces.

¿Tú crees en una influencia secreta?

Ha habido ocasiones de una alegría desbordante cuando se descomponía la máquina y el doctor salía, frustrado, de la sala del tratamiento, y la hermana Honey nos daba la maravillosa noticia: "Vístanse todas. Hoy no habrá tratamiento."

Pero ese día en el que me metí en la tina la influencia secreta estuvo ausente, y me dieron el tratamiento, me arrastraron a la sala para que fuera la primera, antes incluso de que a los escandalosos del Pabellón Dos, el de los perturbados, les dieran los "múltiples", lo que quiere decir que les daban dos tratamientos y a veces tres, consecutivos. A esta gente alterada que vestía con sus protectores camisones rojos y sus largas y protectoras calcetas grises y sus apretados calzones rayados que algunos tenían buen cuidado de enseñarnos, la llamaban por sus nombres cristianos o por sus apodos, Dizzy, Goldie, Dora. A veces se nos acercaban y comenzaban a confiar en nosotras o a tocar nuestras mangas con reverencia, como si en verdad fuéramos lo que sentíamos ser, una raza diferente a ellos. ¿No éramos acaso nosotras las enfermas "sensatas" que todavía no sustituíamos la palabra por sonidos animales ni sacudíamos nuestro cuerpo con movimientos incontrolados ni nos disolvíamos en una secreta hilaridad silenciosa? Y sin embargo, cuando llegaba el momento del tratamiento y ellos y nosotras éramos llevados o arrastrados a la habitación que estaba al final del dormitorio, todos sin importar si éramos del pabellón de los perturbados o del de los "buenos" proferíamos el mismo grito ahogado, sofocado, cuando la corriente eléctrica se encendía y caíamos en una inmediata y solitaria inconsciencia.

Era el principio de mi sueño. Los vestigios del tiempo se cruzaban y entremezclaban y al impactarse de frente las horas estalló un fuego que ennegreció la vegetación que hace brotar la tierna memoria a lo largo del camino. Tomé un dedal de agua destilada de mar e intenté apagar el fuego. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las horas por venir que cruzaron por la campiña herida rumbo a su destino y mientras los rostros me espiaban desde la ventana vi que eran los rostros de la gente que esperaba recibir el tratamiento de electrochoques. Ahí estaba la señorita Caddick, Caddie, le decían, rijosa y desconfiada, sin saber que pronto moriría y que su cuerpo sería desaparecido por la puerta trasera para llevarlo a la morgue. Y ahí estaba con la vista fija mi propio rostro desde el vagón repleto, entre los apodados vestidos con sus uniformes, batas cortas rayadas y suéteres grises de lana. ¿Qué significaba?

Tenía tanto miedo. Cuando llegué por primera vez a Cliffhaven y entré en la estancia y vi a la gente sentada con la vista fija, pensé, como piensa un transeúnte en la calle cuando ve a alguien mirar el cielo: si yo miro hacia arriba, también lo veré. Y miré pero no lo vi. Y el mirar no era, como suele ser en las calles, una ocasión para que la muchedumbre compartiera un espectáculo; este era una ocasión para la soledad, para la visión de un circuito cerrado privado.

Y aún es invierno. ¿Por qué es invierno si los capullos del cerezo están en flor? Ya llevo años aquí en Cliffhaven. ¿Cómo puedo llegar a las nueve en punto a la escuela si estoy atrapada en el dormitorio de observación esperando el tech? Es un camino tan largo el de la escuela, por la calle Edén después la calle Riblle y la calle Dee más allá de la casa del doctor y de la casa de muñecas de su hijita que tenían en el jardín. Me gustaría tener una casa de muñecas; me gustaría poder hacerme chiquita y vivir dentro de ella, acurrucada en una caja de cerillos con un dosel de raso y en la lija pintadas estrellas doradas por buena conducta.

No hay escapatoria. Pronto será la hora del tech. A través de las ventanas del balcón puedo ver a las enfermeras regresar del almuerzo, y el verlas caminar de dos en dos y de tres en tres más allá del arriate de los dientes de dragón, las campánulas y el cerezo, me produce un nauseabundo sentimiento de angustia y condena. Me siento como una niña obligada a comer una comida extraña en una casa extraña y que debe pasar la noche en una habitación extraña con un olor diferente en las cobijas y ribetes diferentes en las sábanas y que al despertar en la mañana ve por la ventana un paisaje diferente y aterrador.

Las enfermeras entran al dormitorio. Recogen las dentaduras de los pacientes que van a recibir el tratamiento, las sumergen en el agua de viejas tazas despostilladas en las que escriben con la descolorida tinta azul de un bolígrafo los nombres de sus dueños; la tinta se escurre sobre la impenetrable superficie de la loza, embarrándose, las orillas de las letras parecen el microfilm de patas de moscas. Una enfermera trae un par de pequeños tazones esmaltados despostillados que contienen alcohol desnaturalizado y jabón de éter sulfúrico, para "frotar" nuestras sienes y que el choque "agarre".

Trato de encontrar un par de calcetas de lana grises porque sé que si mis pies se enfrían me voy a morir. Una paciente tiene el cuidado de ponerse sus calzones "en caso de que aviente las piernas enfrente del doctor". En el último minuto, cuando la sensación de las nueve en punto nos envuelve, sentadas en las duras sillas, nuestras cabezas echadas hacia atrás, mientras restriegan nuestras sienes hasta lacerar y herir la piel con el algodón empapado y el alcohol se escurre metiéndose en nuestros oídos y provocando súbitos bloqueos del sonido, hay un último estallido de pánico y de gritos, algunos intentan arrebatar las sobras de la comida que dejaron los pacientes de cama, y mientras una enfermera grita: "Baño, señoras", y se abre la puerta del dormitorio para una breve visita vigilada a los baños sin puertas, con custodios en el pasillo para evitar las fugas, surgen conatos de riñas y patadas al intentar algunas echarse a correr, comprendiendo casi de inmediato que no hay a dónde ir. Las puertas al mundo exterior están cerradas. Sólo te pueden perseguir y arrastrar de regreso y si la directora Glass te pesca te dirá colérica: "Es por tu bien. Contrólate. Ya has dado suficientes problemas."

La directora misma no se ofrece a probar el tratamiento de electrochoques como pudiera ofrecerse a veces alguien sospechoso que para probar su inocencia está dispuesto a comerse la primera rebanada del pastel que pudiera contener arsénico.

Los biombos florales se descorren para tapar el fondo del dormitorio donde se han preparado las camas para el tratamiento, las sábanas enrolladas hacia atrás y las almohadas colocadas en ángulo, listas para recibir al paciente inconsciente. Y ahora todo el mundo quiere ir otra vez al baño, y otra vez, conforme crece el pánico, y la enfermera cierra la puerta por última vez, y el baño se vuelve inaccesible. Anhelamos ir, y sentarnos en las frías tazas de cerámica y de la manera más simple tratar de mitigar en nuestras mentes la angustia creciente, como si un proceso corporal pudiera transformar la angustia y al jalarle al baño llevársela como ardientes gotas de agua.

Y ahora se escucha una catarrosa tos matinal, el suave rechinar de los zapatos de goma en el pulido pasillo exterior, sincopados con los apresurados pasos ping-pong de otros zapatos con tacón cubano, y llegan el Dr. Howell y la directora Glass, ella abriendo la puerta del dormitorio y haciéndose a un lado para que él entre, y juntos desfilan en regia procesión para unirse a la Hermana Honey que los aguarda en la sala del tratamiento. En el último minuto, como no hay suficientes enfermeras, entra saltando la recién nombrada Trabajadora Social a quien se le ha pedido ayudar en los tratamientos (le decimos Pavlova).

"Enfermera, pase al primer paciente."

Muchas veces me he ofrecido a ser la primera porque me gusta recordarme a mí misma que para cuando me despierte, tan breve es el periodo de inconsciencia, la mayoría del grupo estará todavía esperando en un aturdimiento lleno de ansiedad que a veces los confunde haciéndoles pensar que tal vez ya recibieron el tratamiento, que tal vez se los dieron arteramente sin que se dieran cuenta.

La gente detrás del biombo comienza a quejarse y a llorar.

Nos van pasando estrictamente según los "voltios".

Esperamos mientras "acaban" con los del Pabellón Dos.

Nosotros conocemos los rumores sobre el tech –es un entrenamiento para Sing Sing cuando finalmente nos condenen por asesinato y seamos sentenciados a muerte y estemos amarrados a la silla eléctrica con los electrodos tocando nuestra piel a través de las aberturas en la ropa; el pelo se chamusca mientras nos morimos y el último olor que percibe nuestra nariz es el de nosotros mismos quemándonos. En algunos pacientes el miedo se vuelve demencial. Y dicen que es una sesión para obligarte a hablar, que archivan tus secretos y que los guardan en la sala del tratamiento, y yo tengo la prueba de que es cierto, porque una vez pasé por la sala del tratamiento con una canasta de ropa sucia, y vi mi tarjeta. Impulsiva y peligrosa, decía. ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Cómo? ¿Qué significa todo esto?

Ya casi es mi turno. Me acerco a la puerta de la sala para esperar, porque hay tantos tratamientos que aplicar que el doctor se impacienta con cualquier retraso. La producción, por así decirlo, se acelera (como la eficacia en la lavandería –un bulto de ropa esperando, otro limpio, otro en la lavadora) si hay una paciente esperando en la puerta, una sobre la mesa del tratamiento, y otra recibiendo los últimos "retoques" antes de tomar su lugar en la puerta.

El inevitable llanto o el lamento se escucha de pronto detrás de las puertas cerradas que después de unos minutos se abren para dejar salir en camilla, convulsa y jadeante, a Molly o a Goldie o a la señora Gregg. Yo aprieto fuerte mis ojos cuando pasa frente a mí, pero no puedo evitar verla, tampoco las otras camas en donde yace la gente recostada, quizá profundamente dormida, o lastimosamente despierta, sus rostros enrojecidos, sus ojos inyectados de sangre. Puedo escuchar a alguien que gime y se lamenta; es alguien que despertó en el tiempo y en el lugar equivocados, porque yo sé que el tratamiento te arrebata estas cosas, te deja sola y ciega en la nadedad del ser y a tientas buscas tu camino a la fuente de los primeros consuelos, como un animal recién nacido; entonces te despiertas, pequeña y espantada, y las lágrimas no dejan de brotar con un sufrimiento indescriptible. Junto a mí está la cama, las sábanas enrolladas hacia atrás la almohada lista para recibirme después del tratamiento. Me acostarán sobre ella sin que yo me dé cuenta. Miro la cama como si fuera indispensable establecer contacto con ella. Pocas personas pueden entrever anticipadamente su ataúd; si pudieran sentirían la tentación de hechizarlo para resguardar en su forro de raso algunas baratijas de su identidad. Mentalmente, deslizo bajo la almohada de mi cama del tratamiento un compendio de tiempo y espacio para que al despertar, si alguna vez despierto, no esté totalmente confundida en el pánico de escarabajear en las tinieblas del no saber y de ser nada. Entro entonces en la sala. ¡Qué valiente soy! ¡Todos se dan cuenta de mi valentía! Me subo a la mesa del tratamiento. Intento respirar profunda y suavemente pues he escuchado que es prudente hacerlo así en momentos de temor. Intento no preocuparme cuando la directora le susurra a una de las enfermeras, con una voz ronca como de asesino: "¿Tienes la mordaza?"

Una y otra vez repito en mi interior un poema que aprendí en la escuela cuando tenía ocho años. Repito el poema, con las calcetas de lana grises puestas, para detener a la muerte. Son versos irrelevantes porque muchas veces la ley del peligro extremo exige poner atención a lo irrelevante; el moribundo se pregunta qué pensarán de él cuando le corten las uñas de los pies; el hombre que sufre cuenta los huecos de una flor. Veo el rostro de la señorita Swap que nos enseñó el poema. Veo la verruga junto a su nariz, sus dos montículos parecen los techos de una cabaña en miniatura y en la punta el brote de los pelos color jengibre. Me veo a mí misma de pie en el salón recitando y sintiendo la tapa barnizada del viejo pupitre contra mi cuerpo contra mi ombligo en el que siento granitos de arena cuando meto el dedo; con el rabillo del ojo izquierdo veo el estuche de lápices de mi compañero que yo tanto envidiaba porque tenía tres divisiones y en la tapa el diseño de una rosa y una maravillosa huella del tamaño del pulgar para deslizarla.

"Manzanas a la luz de la luna", recito. "Por John Drinkwater".

En lo alto de la casa las manazas están 
puestas en hileras
La luz de la luna penetra en la buhardilla 
y esas manzanas son manzanas de un 
profundo verde mar.

No logro pasar de tres líneas. El doctor que atiende atareado los botones y los interruptores de la máquina a la cual respeta porque es su aliada en la lucha contra el exceso de trabajo y los problemas depresiones obsesiones manías de mil mujeres, tiene tiempo para sonreír un fatigado Buenos Días antes de darle la señal a la directora Glass.
"Cierra los ojos", dice la directora.

Pero yo los mantengo abiertos, observando la señal secreta y sumida en la impotencia mientras la directora y cuatro enfermeras y la Pavlova detienen mis hombros y mis rodillas y me siento caer como si se hubiera abierto una trampa hacia la oscuridad. Mientras caigo imagino que mis ojos se vuelven hacia adentro para mirarse de frente y confundirse ante una verdad aparte que experimentan sin mi ayuda. Después surjo incorpórea de la oscuridad para asirme y unirme a mí misma, como un parásito sin hogar, al cuerpo de mi identidad y a su posición en el tiempo y en el espacio. Al principio no puedo encontrar mi camino, no puedo encontrarme donde me dejé, alguien ha borrado todo rastro de mí. Lloro.

Una taza de té dulce baja por mi garganta. Agarro del brazo a la enfermera.

"¿Ya me lo dieron? ¿Ya me lo dieron?"

"Ya te dieron el tratamiento", me responde. "Duérmete. Te despertaste demasiado pronto."

Pero yo estoy totalmente despierta y de nuevo comienza a acumularse la ansiedad.

¿Me van a dar el tratamiento mañana?

DESPUÉS DE APLICAR EL último tratamiento matutino el doctor acostumbraba irse con la directora Glass y la Hermana Honey a tomar el té en la oficina de la Hermana donde se sentaba en la mejor silla que traían del cuarto contiguo y que llamaban "comedor" y donde a veces se recibía a las visitas. El Dr. Howell bebía en una taza especial que tenía un listón rojo amarrado al asa como tenían todas las tazas del personal para distinguirlas de las de los pacientes, y prevenir así el contagio de enfermedades como el aburrimiento la soledad el autoritarismo. El Dr. Howell era un joven rollizo catarroso caripálido (le decíamos Galleta) miope compasivo y exhausto cuyo inexperto entusiasmo sucumbía bajo el peso de la tensión concentrada, como sucumbe un avión nuevo sometido a la cámara de pruebas que simula el vuelo de millones de millas y que en unas cuantas horas desarrolla la fatiga del metal.

Después del té matinal a las once seguía el ritual de las Rondas cuando, acompañado por las omnipresentes directora Glass y la Hermana Honey, las dos terciando como intérpretes mediadoras y piquetes de vigilancia, el Dr. Howell entraba en la estancia en donde las ancianas y aquéllas más jóvenes pero que todavía no estaban listas para trabajar en la lavandería o en el cuarto de costura o, aquéllas de un nivel social más alto, en la Casa de Reposo, hojeaban sentadas tristemente las páginas de un viejo ejemplar de las Noticias Ilustradas de Londres o del Semanario de la Mujer; o tejían cuadros para las colchas de los leprosos; o bordaban bajo la supervisión de la recién nombrada Terapeuta Ocupacional quien tenía, según rumores, y para gran desconsuelo de muchas de las cientos de mujeres del Pabellón Cuatro, un romance con el Dr. Howell.

El doctor a veces se detenía para preguntar sonriendo amigablemente: "Buenos días. ¿Cómo se siente hoy?", pero al mismo tiempo echaba un rápido vistazo a su reloj y tal vez se preguntaba cómo sería capaz de terminar en la última hora que le quedaba antes del almuerzo todas las rondas de los pabellones femeninos y regresar a su oficina para atender las correspondencias y las entrevistas con familiares demandantes desorientados alarmados avergonzados.

La paciente elegida para conversar con el doctor se excitaba tanto con este inusual privilegio que a veces no sabía ni qué decir o comenzaba a hacer una vehemente descripción que la directora interrumpía.

"El doctor ahorita está muy ocupado para eso, Marion. Sigue con tu labor."

Y en un aparte con el doctor la omnipotente Directora le susurraba al oído: "Últimamente ha estado muy poco cooperativa. Ya la apuntamos para los tratamientos de mañana."

El doctor asentía distraído, hacía una observación petulante y gracias a su inteligencia se daba cuenta inmediata de su petulancia y mentalmente daba marcha atrás como un vendedor que ha menospreciado su propia mercancía. Con impaciencia creciente veía el tapiz o el bordado en punto de cruz que le embutía alguna paciente orgullosa. Y después, viendo la estancia con pena y con culpa, se dirigía a la puerta mientras la directora Glass y la Hermana Honey vigilaban la mecánica de su salida, abriendo y cerrando la puerta y manteniendo a raya a aquellas pacientes cuya necesidad de comunicarse con alguien amable las hacía correr detrás de él en un último intento de mostrarle su labor o de seducirlo o de saludarlo y preguntarle: Hola, doctor, ¿cuándo puedo irme a mi casa?

Algunas veces, como desafiando a la directora Glass y a la Hermana Honey, el Dr. Howell prefería apartarse de ellas y salir de la estancia por la puerta que daba al espacioso y arbolado jardín del Pabellón Cuatro; entonces la directora y la Hermana se miraban entre sí acusatoria y aprensivamente mientras el doctor se alejaba de ellas; como se podían mirar las arañas cuando la mosca tan-afanosamente-atrapada se escapa en un aleteo.

Era la juventud del Dr. Howell lo que nos atraía; los otros doctores que no nos atendían pero que estaban encargados del hospital eran viejos y canosos y entraban y salían presurosos de sus oficinas enfrente del edificio como ratas que entran y salen de sus escondrijos; y se sentaban, en su trabajo, como en una madriguera, con las mismas viejas y trilladas soluciones de siempre desparramadas a su alrededor. Fue el Dr. Howell quien intentó difundir las interesantes noticias de que los enfermos mentales son seres humanos y que por lo tanto es posible que de vez en cuando les guste dedicarse a las actividades de los seres humanos. Fue así como nacieron "Las Tardes" en las que jugábamos cartas –manotazo, viuda negra, burro y euchre; y ludo y serpientes y escaleras, con premios y cena al final. ¿Pero dónde estaba el resto del personal para supervisar las actividades? Pavlova, la única Trabajadora Social para todo el hospital, valientemente asistió a unas cuantas tardes "sociales" organizadas en la estancia del Pabellón Cuatro para los hombres y las mujeres. Veía a la gente subir por las escaleras y caer por los toboganes y correr a casa en las fichas rojas y azules del parkasé. Ella también se alegraba con el clímax de la tarde, cuando llegaba el Dr. Howell, vestido con saco sport y zapatos de goma, su cabello trigueño alisado y su risa nada doctoral resonando fuerte y plena. Era como un dios; se unía al juego y arrojaba los dados con el aplomo de un dios lanzando un rayo; ponía la expresión justa de desánimo cuando caía por un tobogán, pero una se daba cuenta de que era un encantador de serpientes, aunque fueran de cartón verde bilis. Y de personas. También era el dios de la Pavlova, se sabía; pero por más que brincoteaba por ahí, en su bata blanca sucia y los últimos botones de abajo desabrochados, no podía robarse al Dr. Howell de la terapia ocupacional. ¡Pobre Pavlova! Y pobre Neoline, que esperaba que el Dr. Howell se le declarara, aunque las únicas palabras que alguna vez le había dirigido eran: ¿Cómo está? ¿Sabe en dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está aquí? –frases que normalmente sería difícil interpretar como muestras de amor. Pero cuando una está enferma descubre dentro de sí todo un campo de nuevas percepciones en el que se cosechan interpretaciones que después te proporcionan tu pan de cada día, tu único sustento. Así que cuando el Dr. Howell finalmente se casó con la terapeuta ocupacional, a Neoline se la llevaron al pabellón de los perturbados. No podía entender cómo era que el doctor no la necesitaba a ella más que a nadie en el mundo, por qué la había traicionado casándose con alguien cuya única virtud parecía ser la habilidad de enseñar a los pacientes que no siempre estaban interesados en aprender, cómo tejer bufandas y hacer punto de cruz en muselina. 

TRADUCCIÓN DE HELENA GUARDIA






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