Ángela Álvarez Sáez
(Madrid, 1981). Licenciada en Derecho. Durante el curso 2005-2006 disfrutó de una beca de creación en la Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores (Córdoba). Ha publicado los siguientes libros de poesía: La torre de las tortugas (Premio Antonio Carvajal, Hiperión, 2006), Metales en la voz (Premio Gran Hotel Canarias, Vitruvio, 2006) y Las versiones del tigre (Vitruvio, 2007). Ha sido incluida en la antología El día que nevó sobre el naranjo (Libros del Claustro Alto, Córdoba 2006) y En el viaje, aquellas cartas (Premios del tren, 2008). Ha obtenido, entre otros, el Primer Premio del XV Premio conmemorativo Luis Rosales (COPE y obra social CAJA MADRID), del V Certamen internacional de poesía Café de Oriente “Gerardo Diego”, del Certamen jóvenes creadores organizado por el Ayuntamiento de Madrid, y del Certamen Florencio Quintero. Asimismo, ha sido finalista del 61º Premio Adonáis y ha ganado un accésit en Los Premios del Tren 2008 (RENFE).
La ceremonia
Una mujer egipcia se peina el cabello a las orillas del Nilo.
Velo blanco. Corales en la noche.
O tal vez una emoción toma cuerpo, se alarga, da luz sobre los dos amantes.
Autómatas que danzan al unísono, hasta que un reflejo muestra el despertar
de los lobos en su retina.
Una mujer egipcia se peina el cabello a las orillas del Nilo.
Velo blanco. Corales en la noche.
O tal vez una emoción toma cuerpo, se alarga, da luz sobre los dos amantes.
Autómatas que danzan al unísono, hasta que un reflejo muestra el despertar
de los lobos en su retina.
Minotauro
Es el padre de tierra quien busca entre los restos del naufragio,
quien llora los cielos donde acaso fuimos felices.
Antes de emprender la huida,
miramos a Dios como un animal que sabe cuál será su castigo.
Por tus venas de Ítaca
cabalgan mis heridas
y nos someten a la locura.
Padre de tierra. Brotarán, como soldados de viento,
los hijos de tus hijos.
Es el padre de tierra quien busca entre los restos del naufragio,
quien llora los cielos donde acaso fuimos felices.
Antes de emprender la huida,
miramos a Dios como un animal que sabe cuál será su castigo.
Por tus venas de Ítaca
cabalgan mis heridas
y nos someten a la locura.
Padre de tierra. Brotarán, como soldados de viento,
los hijos de tus hijos.
(De “El aleteo de los peces”)
Compartimento C, coche 193
Versión del cuadro “Compartimento C, coche 193”
de Edward Hopper
La luz entra a través de la tarde y se posa en sus manos como un campo rojo, como una higuera de paz y de silencio.
Los segundos se abren a las orillas del tren,
dejando un rastro de caracolas y caballos naranjas.
Y a su alrededor, el tiempo se expande como un trigal hasta el horizonte.
La luz, piensa ella, es el águila calvo que titila por los libros de algún escritor japonés, alimentándose de los sueños del mundo.
La luz, ya casi extinta, cae sobre el lomo del tren,
como si éste fuera una ballena plateada a punto de salir del mar,
a punto de ocultarse entre los arcos de una catedral de agua.
Y mientras, un paisaje de ríos y de bosques pasa rozando su mirada,
vienen desde lejos estatuas, cuerpos de arena que alargan una mano hacia su memoria.
Recuerdos que se abren como alas de maíz sobre la herida.
Hay un pueblo que se acerca por el oeste, sobre el viento amarillo y el olor a finales de verano.
Cuando la infancia se mecía como caballo de cartón sobre las losas de un cuarto húmedo.
Cuando las colmenas se agolpaban en el aire cargado de lluvia y de lenguajes remotos.
Cuando en las despensas crecía una luna vegetal y las enredaderas de miel tenían la estatura de un niño.
Un pueblo que se riza como una nube y desaparece con el humo blanco del tren sobre las vías.
Más allá, otro recuerdo abre sus puertas, y ella cruza sin preguntar nada,
sin atreverse casi a respirar, ni a poseer un nombre.
La mujer camina sola por las grutas del subconsciente que se eleva como un muro de agua infranqueable,
como un desierto del que brotan arrecifes de coral y desfiladeros abiertos en la carne de una máscara egipcia.
Y la mujer sueña que es un sauce creciendo en algún lugar exótico,
arrastrando sus pies descalzos por los jardines de la Reina Sisodia, aquélla que murió por contemplar de cerca la vida y sus relojes infinitos.
La tarde deja paso a la noche.
Y al tren le nace cola de sirena,
en recuerdo del mar y de la magia perdida.
La mujer sueña que el tren en el que viaja es un pescado enorme que nada por las aguas circulares del olvido,
comiéndose las vidas de los viajeros que encuentra a su paso, para que en el interior de sus vísceras de leche se transformen en algo sólido y tangible,
en un girasol que se curva para recibir la luz de la memoria.
Seres extraños se conjuran en la oscuridad, batiendo sus alas melancólicas, abriendo y cerrando heridas inmemoriales.
A lo lejos, aparece un pensamiento entre la bruma,
derrumbándose, después, como un dios degollado sobre los raíles.
Y la mujer sueña y sueña, levantando la vista del libro y contemplando el paisaje a través de esa ventana veloz, a través de ese hueco que se abrió entre las escamas del pez, entre las raíces de su corazón de abeja.
Sabe que pronto llegará a su destino, que las luces se acercarán como luciérnagas atrapadas en los hilos de la noche.
Sabe que todo lo vivido no será más que un sueño cuando baje al andén, cuando deje de sentir a esa extraña que vive y respira dentro de ella.
La mujer hunde las manos como redes en su memoria y encuentra una isla.
Nadie sabe en qué lugar crecen los sueños, como estrellas de mar secándose al sol del mediodía.
Cuentan que una noche cada trescientos años, un tren abandona sus raíles y llega a la isla de los sueños perdidos.
El tren está llegando a la estación.
Y a la mujer le crecen alas de arena.
(Accésit Premios del tren 2008)
El venado herido o soy un pobre venadito
Versión de un cuadro homónimo de Frida Kahlo
Alguien lanzó las flechas desde el otro lado del bosque,
allá donde las pasiones duermen el sueño endurecido de las bestias.
La herida se ha convertido en un entramado de miel y de llagas azules dentro del corazón de los amantes.
En mi mente se origina un pensamiento extraño…
Recuero un país lleno de agua
y las flechas flotando a mis pies…
Allí, los caballos bailaban sobre el sonido esquelético de la luna.
Yo lancé las flechas para comer de la carne de los sueños.
Y ahora,
me he convertido en la presa,
un venado que vaga por el bosque de las lamentaciones
sin encontrar un camino ni palabras misericordiosas.
Algunas tardes doblo mis cuatro patas y bebo de la orilla del lago.
Luego contemplo esas ramificaciones amarillas que se extienden como mapas del miedo por mis venas.
El bosque ha llorado dagas flexibles sobre el cristal de los soñadores.
A esas horas, a punto de comenzar la noche,
los cangrejos dorados lamen la sangre de mis heridas y las hormigas se bañan en mis lágrimas de cera.
Creo que he llegado al territorio de las estatuas.
(Primer Premio Certamen Florencio Quintero)
En el sueño la muerte tiene los pies de cristal y su filo dorado trae a la memoria recuerdos de un país remoto.
De su espalda nacen jardines con frondosos árboles que dan corales violeta
y cataratas que erosionan la materia de todos los relojes.
Algunas noches sobre el techo de la cama descansa su cadáver como el principio de la nieve sobre los campos
y entre sus huesos se alzan flores amarillas y cadenas de perlas.
El cuerpo descansa a la deriva por extraños paraísos,
en los que la luna se hincha y muge, a punto de dar a luz,
donde columnas blandas sustentan el mar y la tierra,
donde la luz se llena de jabalíes azules que bailan entre la bruma,
semejando la materia del amor.
La cama trepa por nubes silvestres que pesan demasiado.
Y una enredadera se extiende sobre la vida del cuerpo yaciente.
- Los saltamontes derraman lágrimas sobre los rostros desconocidos del pasado y las moscas lamen las llagas verdes del corazón de los hombres.-
Los insectos nadan por las nubes como peces de lomo plateado.
Han llegado al lugar donde se celebra la vida,
atraídos por las torres de luz tras las que se esconden ciudades majestuosas.
Luego, descenderán por las huellas de nuestro pensamiento hasta confundirse con la nieve de la desaparición y del olvido.
Su música comienza a latir por las raíces de la enredadera.
Así se cumple el ritual de la noche.
(Primer Premio Certamen Internacional de Poesía
Café de Oriente “Gerardo Diego"
El olvido
Dicen que el universo tiene la piel arrugada de un dios envejecido y que su tela contiene agujeros por los que la realidad se escapa para jugar a las tinieblas con sus hijos espacio y tiempo.
Dicen que una vez cada cien años las venas de las que emana la vida escogen un cuerpo para derramar en él la memoria de los siglos y que así es como nace el corazón del poeta.
Dicen que hace mucho tiempo, un dios de voz inclinada y rasgos invencibles, inventó el olvido como una fórmula magistral para que los hombres pudiesen amar sin que se extinguiese la raza.
El olvido para no notar ese punzón abriendo la aorta del buey, para poder sentarse en un banco del paseo sin sentir como el dolor abre su inmensa boca para morder el cuello del tigre.
Un lugar ausente de las largas manos de la naturaleza, sin la respiración metálica de la realidad.
El anochecer se está desvaneciendo como rabos de lagartija que coletean entre las hojas desprendidas del árbol de la memoria.
Dicen que en el espacio, más allá de las estrellas que se extinguieron hace décadas, existen cataratas de vacíos en donde todo lo que entra nunca vuelve a aparecer.
En esos lugares hay seres extraños que habitan entre erizos de sal y lobos que tiemblan de locura detrás de la mirada.
Cierro la puerta de mi infancia y a mi mente acude una música ancestral de tambores. Me he quedado con las máscaras de los tótems riéndose ante mi imposibilidad de asumir el destino. Máscaras detrás de las cuales se esconden todos y cada uno de los símbolos de la humanidad. Y sin embargo, soy incapaz de descifrar su significado, aunque en sueños acuda a mí teñido de algas y nebulosa.
El olvido irrumpe como la hemorragia del parto. La madre son todas las madres y el nacimiento otra forma de olvidar.
Los caracoles amarillos están atrofiando las venas del recuerdo. Y las uvas comienzan a blanquear sobre los juguetes de madera, dentro del habitáculo negro con ramificaciones incesantes.
Una mujer desnuda nos mira desde el final del laberinto, con su cuerpo asemejando el estado larvario. Tiene la piel húmeda, recubierta de lágrimas de gacela y tejidos vegetales.
Intentamos avanzar por las ramificaciones que se extienden en el habitáculo negro, queriendo llegar al lago donde se encuentra la mujer y mirar el cabello de sirena que se entreteje con nuestros pensamientos más íntimos.
La mujer se escapa como un pez de harina cada vez que creemos haber comprendido el significado del laberinto.
Hemos de sumergirnos más abajo de los surcos que dejó la ballena rosada, más abajo del muro de tiza de la consciencia.
Y una vez allí, entre los pliegues opiáceos del subconsciente, habrá que despojarse de la ropa y las creencias, habrá que dejarse llevar por la marea, hasta naufragar y llegar al tablero de damas donde se decidirá la partida.
El tablero tiene cuadrados blancos y negros de los que nacen flores. Y entre las grietas los insectos se arrastran sobre la superficie de los miedos de cada persona que llega hasta este lugar.
Allí nos esperará la mujer, acariciando el vientre de la ballena, donde nos hallamos nosotros desde que decidimos adentrarnos en el abismo.
Entonces nos damos cuenta de que el tablero es redondo y que es imposible salir de él. Jugamos con la ballena a cuestas, intentamos encontrar algún modo de escapar de ese lugar de olvido. Nos entretenemos en desflorar una margarita violeta, en aplastar a las luciérnagas azules, y en el momento menos pensado, el tablero se cierra sobre sí mismo.
Dicen que las fábulas son llevadas en un barco de miel de sueño en sueño y que así es como la memoria colectiva impide el olvido de los hombres.
Ya se acerca el sueño,
desde la enorme estatua de párpados cerrados.
(XV Premio conmemorativo Luis Rosales.
De “Libro de las imaginaciones”).
Ángela Álvarez Sáez
(De La columna rota, Huerga y Fierro, Madrid, 2016)
Mi nacimiento o Nacimiento
La tierra no me sirve de soporte.
No me basta con el cuerpo que da vida.
Las pezuñas del mamífero se agarran
al lugar ilimitado, al cuerpo de la tragedia.
La tierra no me sirve como círculo.
Hilo las raíces que me atan únicamente a mi condena.
Sueño con un ánfora que no me obligue
a derramarme ciegamente, con un embrión
que me otorgue el don del nacimiento.
Más allá del elemento creador,
el mar es mi verdugo
y mi carne un signo en el que clavar puñales.
Algunas noches, doblegada por el miedo,
dejo a los salvajes devorar los restos del naufragio.
Luego, abandono a la criatura
sola,
enroscada en la jauría,
y erijo un altar en el que mi cuerpo se sostiene como muerte.
Autorretrato como tehuana o Diego
en mi pensamiento
Vestida de raíces, madre de todas las lenguas,
te ofrezco mi fertilidad
como a un dios embrionario
en la matriz del templo.
Tú, que no tienes nombre ni memoria,
hallas el hueco exacto para convertirte en ausencia.
La columna rota
Es el dolor el artífice de esta pesadilla,
quien inventa monstruos sobre la superficie de la tierra.
Como una tempestad de clavos, irrumpen las bestias en mi carne,
con sus collares de heridas congénitas.
El Minotauro está en el bosque.
Cuando los hombres duermen, rompo la placenta,
lamo las húmedas escamas de la ausencia de cuerpo,
y salgo a cazar animales inexistentes.
(De La columna rota, Huerga y Fierro, Madrid, 2016)
LA PALABRA PICTÓRICA
Son muchos los poetas que han cantado a la pintura a lo largo de la historia. En la tradición hispánica, cabe recordar los nombres de Góngora, Rubén Darío, Manuel Machado, Rafael Alberti, con su poemario A la pintura, Octavio Paz; y en el plano internacional, me vienen a la cabeza Seamus Heaney, Charles Simic o los poemas que William Carlos Williams dedicó a los cuadros de Brueghel(…) Ángela Álvarez Sáez se suma a esta corriente con La columna rota, que hace un recorrido por los algunos de las obras más representativas de la pintora mexicana Frida Khalo. Para ello, se sirve de la écfrasis, la descripción de un objeto más allá del discurso. Según el filósofo alemán Gotthold Lessing, la poesía goza de mucha más amplitud que la pintura. Mediante la écfrasis, el poema no describe ni reproduce el cuadro; más bien, el texto poético quiere superar la información visual, lograr “ver” más de lo que revele el propio cuadro, representando así la obra en sus propios términos. Por tanto, los cuadros son el punto de partida para explorar las infinitas posibilidades de la imaginación. Como indica la autora en el prólogo, el libro “parte de la necesidad de transformar sus cuadros en palabras”. Toma el título de uno de los cuadros que mejor definen la pintura y el mundo de Frida Khalo, La columna rota, que la artista mexicana pintó en 1944 cuando su salud empeoraba.
El dolor que emana de los cuadros se traslada a la palabra poética como un organismo vivo, y Ángela Álvarez lo nombra desde cada uno de sus recovecos y heridas, se instala con desgarro en el cuerpo y llega a golpear hasta los límites de la violencia: “Tus pezuñas infligen cortes en mi carne./ Un hundimiento en la médula. En la herida esencial del poema.” De este modo, la poeta encara la escritura desde el centro mismo de la herida y nada puede detener su hemorragia. Es como un exorcismo que “cosifica y conjura” la realidad informe que se elabora con materia poética, tensando las cuerdas del destino. Como en los mitos clásicos, la tragedia siempre está latente “en las fauces del tigre calvo” que ya rugía con fuerza en los libros anteriores de Ángela Álvarez: Las versiones del tigre y La torre de las tortugas.
La poesía de Ángela tiene una fuerte carga onírica, lo que también fue uno de los puntos fuertes de la pintura de Frida Khalo, a quien André Breton llegó a definir como “surrealista; la mecha de una bomba”. Ambas son profundamente metafóricas. La autora va encadenando imágenes llenas de plasticidad, creando todo un corpus narrativo. En ningún momento se limita describir los cuadros. Nombra y pone voz a ese expresionismo dramático que emana de los cuadros de Frida, la artista que representó la intensidad del dolor pintando un gran corazón a sus pies, sirviéndose de símbolos prehispánicos, hasta adentrarse en el vacío de los cuerpos(…)
Verónica Aranda
(Fragmentos del prólogo)
Mi nacimiento o Nacimiento
La tierra no me sirve de soporte.
No me basta con el cuerpo que da vida.
Las pezuñas del mamífero se agarran
al lugar ilimitado, al cuerpo de la tragedia.
La tierra no me sirve como círculo.
Hilo las raíces que me atan únicamente a mi condena.
Sueño con un ánfora que no me obligue
a derramarme ciegamente, con un embrión
que me otorgue el don del nacimiento.
Más allá del elemento creador,
el mar es mi verdugo
y mi carne un signo en el que clavar puñales.
Algunas noches, doblegada por el miedo,
dejo a los salvajes devorar los restos del naufragio.
Luego, abandono a la criatura
sola,
enroscada en la jauría,
y erijo un altar en el que mi cuerpo se sostiene como muerte.
Autorretrato como tehuana o Diego
en mi pensamiento
Vestida de raíces, madre de todas las lenguas,
te ofrezco mi fertilidad
como a un dios embrionario
en la matriz del templo.
Tú, que no tienes nombre ni memoria,
hallas el hueco exacto para convertirte en ausencia.
La columna rota
Es el dolor el artífice de esta pesadilla,
quien inventa monstruos sobre la superficie de la tierra.
Como una tempestad de clavos, irrumpen las bestias en mi carne,
con sus collares de heridas congénitas.
El Minotauro está en el bosque.
Cuando los hombres duermen, rompo la placenta,
lamo las húmedas escamas de la ausencia de cuerpo,
y salgo a cazar animales inexistentes.
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