Francisco Pérez Perdomo nació en Boconó, Venezuela, en 1930. Poeta y crítico literario, formó parte de los grupos Sardio y El Techo de la Ballena. Fue Fundador de la Revista Sardio. Premio Nacional de Literatura en 1980. Su primer libro Fantasmas y enfermedades (1961), convoca a seres extraños, fantasmas que pueblan sus sueños y pesadillas. La crítica ha señalado en la obra de Pérez Perdomo la influencia de grandes creadores como José Antonio Ramos Sucre y Henri Michaux. En Los venenos fieles (1963) recurre al humor negro y los temas cotidianos del hombre. Con Depravación de los astros, obtuvo el Premio de la Bienal José Rafael Pocaterra en 1966. En 1983, la Editorial Monte Ávila recogió toda su obra en el volumen antológico Huéspedes nocturnos. Posteriormente ha publicado Ceremonias (1976); Círculo de sombras (1980); Los ritos secretos (1981); El sonido de otro tiempo (1991); Lecturas (1994); Y también sin espacio (1996) y El límite infinito (1997).
Por las bruscas tinieblas
Desde lo más alto
de la soledad
descendía el silencio.
Gravitaban las constelaciones.
Más bella que la noche,
la muchacha ojizarca
a esa hora pasaba por mi lado.
Era la señalada
hora planetaria.
Ondulaba la tierra
en su cintura.
Ella me miraba a los ojos,
de paso, y un sacudimiento
interior mi cuerpo estremecía.
Sesgado, el viento se inclinaba
a mi oído
y en susurros,
tal una música soñada,
me confesaba secretos
del pasado. Imprecisa,
yo la veía perderse
en aquellas lejanas comarcas
barridas por auras invisibles.
Bajo la luna radiante,
pálidas y esplendorosas figuras
pasaban danzando y se esfumaban
de una pradera imaginaria.
Yo reclinaba la cabeza,
miraba al suelo,
profundo, y otra vez más
desde abajo era arrebatado
por las bruscas tinieblas.
Danzaban las sombras de la muerte
Agoreros, trizaban
los vencejos en aquel
atardecer inmóvil y en tropel,
como una tromba, entraban
las legiones de la noche.
Por un conjuro, el cielo
se suspendía y sólo a lo lejos
gravitaba el vacío
de los astros. Desde lo profundo,
el hombre miraba el firmamento
y anegaba sus ojos
en el sortilegio de aquellas aguas
eternas. El tiempo lo atormentaba.
Sonaba como un grito
entre sus sueños. Nada más
escuchaba. Estaba solo. El espacio
en torno de su cuerpo
daba vueltas y más vueltas
y lo aprisionaba entre sus barrotes
negros. Inexorable,
se le iba la vida. De pie
se derrumbaba sobre sí mismo.
Alguien le secreteaba palabras
al oído. Caía en un hondo letargo.
De pronto una puerta
indescifrable con un golpe brusco
ante él se cerraba. Atrapado,
quedaba al otro lado. El alma
como un soplo ya aleteaba
en la punta de sus dedos. Afuera,
al son de una música espectral
danzaban las sombras de la muerte.
Desde el fondo del caos lo llamaban
El hombre miraba la inmensidad.
De aquellas ruinas crepusculares
salían unos alaridos
extraños y ululantes.
Como rayos grises entre el polvo
se arrastraban los lagartos.
Sepulcral, de bruces entraba
la noche
y en sus telares desolados
ella siniestramente
iba tejiendo los trajes
de la muerte.
Broncas, se espesaban
las sombras. Cual un vapor
que subiera del suelo,
iban adquiriendo poco a poco
ciertas formas dúctiles
y sofocantes. Con sus fuegos
secretos le quemaban las manos.
El filo de un grito solitario
cortaba de pronto las tinieblas
y penetraba en sus abismos.
Inmutable, el hombre
oía el rumor del tiempo
flotando sobre su cabeza
y que nunca dejaba de pasar.
Envejecía el universo
y todas las cosas lentamente
se iban marchitando
bajo los designios
de una profecía antigua
y enigmática. Víctimas
del pecado, los hombres
reclinaban sus espaldas
cuando sobre ellos
se abalanzaba el soplo
vertiginoso de la edad.
Perdidos los ojos
en lo más lejano, una sombría
ceremonia se celebraba
frente a él y unas voces
muertas y torturadas
desde el fondo del caos lo llamaban.
REVISTA PROMETEO
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