Es docente, escritora, periodista cultural. Cultiva la poesía, la prosa poética y la narrativa.
Es autora de la siguiente bibliografía:
Romance del Brigadier - Edición artesanal-Santa Fe (1986)
Más allá de las máscaras - Ministerio de Educación y Cultura-Santa Fe (1989)
El vuelo inhabitado - Imprenta Lux-Santa Fe (1990)
Habitantes del paisaje en edición cooperativa, capítulo: Mi voz a la deriva / Colegio de Farmacéuticos - Santa Fe (1990) /Imprenta Lux-Santa Fe (1991)
Tiempo de duendes - Imprenta Lux-Santa Fe (1991)
El amor sin mordazas - Seuba Ediciones-Barcelona, España (1992)/Imprenta Lux-Santa Fe (1994) /Edición artesanal –Casa Cid de León-México (2004)
Crónica de las huellas - Editorial Vinciguerra-Buenos Aires (2000)/Edición artesanal Casa Cid de León-México (2004)
Un muelle en la nostalgia - Edición artesanal-Santa Fe (2001)
A espaldas del silencio - Edición artesanal-Santa Fe (2002)
Desde otras voces - Linajes Editores-México (2004)/Universidad Tecnológica Nacional-Santa Fe (2005)
La memoria encendida - Edición del autor-Santa Fe (2004)
Pese a todo - Formato CD-Santa Fe (2004)
A solas con la sombra (2005) Inédito en libro
Bitácora del viento (2006) Inédito en libro
Historias para Tiago (2007) Inédito en libro
En nombre de sus nombres (2008) Inédito en libro
Obsidiana. (Bitácora del viento)
Canto de luz por los altivos sacerdotes que interpretan a fuerza de obsidiana las descarnadas voces de los coágulos.
Se embriaga se estremece danza en el aire quieto su altivo majestuoso penacho de quetzales
cuando trepa las piedras
la osada arquitectura de los templos eternos hasta alcanzar el ara
mientras callan los pájaros
mientras duermen las hojas
mientras quiebra el silencio la luz del sacrificio.
Brillan los brazaletes en los músculos tensos
en el brazo extenuado por ofrendas compactas
palpitan las redondas orejeras con plumas las máscaras rituales
y al ritmo de plegarias que renuevan el pacto con los Benefactores
vibran los cascabeles que ciñen sus tobillos.
Porque Él es el Sirviente
el Sumo Sacerdote
intérprete de voces que erizaron la vida con su esperma celeste
que destilaron pulcras su calostro de estrellas desde donde el comienzo
desde donde la lluvia la niebla los enigmas
el crepúsculo ardiendo en pétalos efímeros
y ordena a la obsidiana sus racimos de muerte
y talla la agonía sobre pieles pintadas
y expulsa los relámpagos
y establece en las jícaras su avidez de estertores de coágulos espesos
cuando los dioses hablan en su idioma sin tiempo para nombrar el clima la tierra los solsticios
y escruta cada llaga cada víscera aullante cada pulso en la sombra cada gemido abrupto
cada gota que rueda peldaño tras peldaño
y eleva hacia los cielos el báculo dorado donde enredan las sierpes las toxinas azules los cuerpos poderosos los desnudos colmillos.
Es el Predestinado
el que negocia lunas de ceniza o escarcha
el que firma con sangre la edad de las cosechas.
Es el Predestinado
Amo de los Rituales
Maestro de la Hoguera
Señor de los Cuchillos que encienden las promesas la esperanza salvaje los júbilos prolijos.
En sus ojos de luto se engarzan los presagios
retumban los timbales las sonajas de ausencia
repitiendo los rostros de esclavos de guerreros de doncellas de niños
que marcharon sumisos a morar en la aurora
mensajeros sagrados caminando por sendas donde todo es propicio.
Crímenes en la noche. (Bitácora del viento)
De cómo fue que los soldados españoles se vieron obligados a evacuar la ciudad de Méjico siendo perseguidos, capturados y masacrados por los naturales en la lluviosa noche del 30 de junio de 1520.
Porque hay voces de sangre,
hay filos ciegos
en la noche,
en el viento,
en la borrasca
y aluviones anónimos de niebla
conmoviendo el espectro de la lumbre;
desde oscuras terrazas,
las serpientes
exploran los perfiles de la ausencia,
empuñan la traición,
trizan la vida,
agazapan sus cóleras azules.
Cae una lluvia audaz,
ineludible,
sobre cada esperanza desvalida,
cada ascua de ambición,
cada deseo,
cada pecado,
cada esquirla impune.
El mundo es un desorden,
es un caos,
una región de encono amarillenta
donde se engendran ráfagas de infamia
y el estandarte de la fe,
sucumbe.
Porque hay náuseas atroces,
juramentos,
soledades,
delirios a mansalva,
fugas hacia la cepa del silencio,
demencias insepultas y derrumbes;
el miedo se escabulle,
amortajado,
se desliza por calles en sigilo,
se despeña de puentes y terrazas,
se precipita en piélagos de azufre.
No hay nada,
más acá del horizonte.
Nada,
excepto esta huida miserable
amamantando ruegos y estertores
con los odres resecos de sus ubres.
Nada,
excepto las zarpas clericales
aguardando los signos del eclipse
para hender,
con vehemencia de obsidiana,
el lúgubre estupor,
las fiebres lúgubres.
Nada,
excepto el ritual antropofágico,
el corazón latiendo a la intemperie,
los gritos desollados,
el martirio
naufragando en sus pústulas de herrumbre.
Nada,
excepto cadáveres hediondos
de mirada distante,
inalcanzable,
yaciendo en medio de una muerte absurda,
una muerte sin féretros,
sin cruces,
bajo una lluvia eternamente triste,
eternamente pena acompasada,
eternamente repetido llanto
goteando sobre el duelo,
por costumbre.
Salomé (En nombre de sus nombres)
“Pero cuando se celebraba el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio, y agradó a Herodes, por lo cual éste le prometió con juramento darle todo lo que pidiese. Ella, instruida primero por su madre, dijo: Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista.” (Marcos 14:6-7-8)
Escucho,
desde lejos,
las denuncias,
las recriminaciones,
las censuras,
las insidias de bordes insolentes reptando por los muros del palacio
en el eco rotundo de sus voces.
Pero nadie se atreve a ajusticiarlo,
a desnucar sus ojos encendidos,
porque este tiempo ha sido revelado como el advenimiento de otro reino
sobre la piel ajada de los códices.
Yo sólo libro el fuego de la danza al ritmo de sonajas que percuten
junto a los balanceos,
las flexiones,
el arquear obediente de mi torso junto al suave pulsar de los tambores
y ese inmisericorde fanatismo enjuiciando la vida de mi madre
que ya no pueden ocultar las cítaras;
ese apasionamiento huracanado condenando el ritual de mis amores.
Me acosan las miradas de lujuria adulando mi vientre delicado
moviéndose,
sinuoso,
entre los velos
que caen como hojuelas otoñales multiplicando el goce en los azogues.
No lo asesinan leyes ni preceptos,
lo matan mis caderas complacientes,
mi fragancia a hembra en celo
y el alfanje
instaurando entre coágulos desnudos la decapitación del horizonte;
lo mata mi mirada seductora enmarcada por sombras de antimonio
mis piernas impetuosas,
mi cintura,
y el engreimiento de sentirse dueño de la vida y la muerte de los hombres.
Lo mata el erotismo,
la impudicia,
la voluptuosidad adolescente que funda entre mis muslos su desgracia.
En bandeja de plata
su silencio
como obsequio a la puta de la corte.
En nombre de sus nombres
Magdalena
“Dícele Jesús: No me toques: porque aun no he subido a mi Padre: mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue María Magdalena dando las nuevas á los discípulos de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas.” (Juan 20:17-18)
Ellos saben que anduve los paisajes compartiendo su ardiente desvarío,
acompañando el ritmo de sus pasos sobre ásperos guijarros persistentes
junto a las mordeduras del desierto.
Ellos saben que secundé rituales,
que bebí la esperanza de sus labios como si fuera el agua de la vida
y alejados de leyes
y prejuicios
compartí la igualdad de su evangelio.
Ellos saben que amé cada palabra
como amé sus miradas indulgentes
como amé el vuelo humilde de sus manos
como amé su cansancio peregrino orillando las márgenes del sueño.
Se amparan en antiguas tradiciones para acallar las letras de mi nombre,
para ocultar,
tras densas desmemorias,
cada suceso donde fui escogida como depositaria del misterio.
Sin embargo,
yo soy la Magdalena,
discípula tenaz de su doctrina.
Yo no escondí mi rostro
aquellas horas en que tropas romanas perseguían
las huellas delatoras de los miedos.
Soy la que custodió su pesadumbre
la que estuvo a su lado en el patíbulo con el alma abrigando su agonía,
con el alma desnuda,
con el alma
velando ese brutal padecimiento.
A mi no me interesan las cautelas
ni esa mezquina usurpación que ejercen desde los pedestales de su hombría
apóstoles,
patriarcas,
eruditos,
reformando la letra de los textos.
Soy María,
María Magdalena.
Mis ojos
- dos murciélagos perdidos que cruzan las penumbras de la historia-
cargan la voz de todas las mujeres
y su postergación
y su desvelo.
Historias para Tiago
Para Tiago Segades Porta, príncipe de los elfos,
señor de los olivos, heredero de ausencias.
Acerca de la luz.
Llegará la mañana del día señalado por los dioses para que el huerto estalle como nunca en torno a los estanques,
impregnando de aromas las esferas, los calendarios rotos, las arenas descalzas capturadas en vientres de cristales llagados por la luna;
preludiando los pétalos del alba, las intensas corolas desvelando las pieles de los lirios.
Entonces,
de improviso,
la luz detonará entre las azucenas
y los nombres secretos de los elfos horadarán el aire en una algarabía de jazmines.
Las palabras calladas durante la impiedad de los eclipses retomarán su ritmo de conjuro, de salmodia precisa.
Serán solemnemente pronunciadas por los labios del viento.
Las palomas liberarán sus vértigos azules, su dulzura de bayas, su identidad de grávidos arrullos, su avidez de horizontes.
Encenderán el regocijo.
Desprendidas del tallo, de las hojas, de las verdes prisiones de sus cálices,
las almas de camelias peregrinas emprenderán el viaje hacia los puertos, hacia las blancas costas, hacia las torres blancas.
Lejos de los brumosos laberintos y el corazón cerrado de la noche.
Se escuchará el llamado de los robles junto a la densidad de los helechos.
Habrán de regresar los unicornios de sus lejanas diásporas, galopando sobre la espalda de los musgos tiernos
y, envueltos en sus alas deslumbrantes, los príncipes del reino retomarán las sendas del origen,
arderán en vorágine de lámparas, en una llamarada de luciérnagas.
Después de desandar las espirales, las cavernas, las secas dentelladas de las fauces oscuras.
Antes de atravesar los pórticos de piedra que jalonan rituales y solsticios y esa bifurcación de los umbrales hacia las dimensiones del misterio.
Y aunque anden los demonios azotando sus rabos de tiniebla entre las margaritas.
Aunque se empeñen en tejer penumbras, ardides como niebla desmedida, rastreras artimañas,
la luz parirá luz sobre las hierbas, sobre la castidad de las magnolias.
La luz renacerá salvajemente.
En lo alto del olivo su estatura de hoguera, de demente amapola.
Afiebrada su médula de plata, de azogue esmerilado.
Indomable la entraña.
Como fue en el principio.
Acerca de la luz.
Llegará la mañana del día señalado por los dioses para que el huerto estalle como nunca en torno a los estanques,
impregnando de aromas las esferas, los calendarios rotos, las arenas descalzas capturadas en vientres de cristales llagados por la luna;
preludiando los pétalos del alba, las intensas corolas desvelando las pieles de los lirios.
Entonces,
de improviso,
la luz detonará entre las azucenas
y los nombres secretos de los elfos horadarán el aire en una algarabía de jazmines.
Las palabras calladas durante la impiedad de los eclipses retomarán su ritmo de conjuro, de salmodia precisa.
Serán solemnemente pronunciadas por los labios del viento.
Las palomas liberarán sus vértigos azules, su dulzura de bayas, su identidad de grávidos arrullos, su avidez de horizontes.
Encenderán el regocijo.
Desprendidas del tallo, de las hojas, de las verdes prisiones de sus cálices,
las almas de camelias peregrinas emprenderán el viaje hacia los puertos, hacia las blancas costas, hacia las torres blancas.
Lejos de los brumosos laberintos y el corazón cerrado de la noche.
Se escuchará el llamado de los robles junto a la densidad de los helechos.
Habrán de regresar los unicornios de sus lejanas diásporas, galopando sobre la espalda de los musgos tiernos
y, envueltos en sus alas deslumbrantes, los príncipes del reino retomarán las sendas del origen,
arderán en vorágine de lámparas, en una llamarada de luciérnagas.
Después de desandar las espirales, las cavernas, las secas dentelladas de las fauces oscuras.
Antes de atravesar los pórticos de piedra que jalonan rituales y solsticios y esa bifurcación de los umbrales hacia las dimensiones del misterio.
Y aunque anden los demonios azotando sus rabos de tiniebla entre las margaritas.
Aunque se empeñen en tejer penumbras, ardides como niebla desmedida, rastreras artimañas,
la luz parirá luz sobre las hierbas, sobre la castidad de las magnolias.
La luz renacerá salvajemente.
En lo alto del olivo su estatura de hoguera, de demente amapola.
Afiebrada su médula de plata, de azogue esmerilado.
Indomable la entraña.
Como fue en el principio.
BITÁCORA DEL VIENTO
A Jorge M. Taverna Irigoyen por la confianza,
por la nobleza, por la amistad.
Viento.
Canto de sombra por el silencio de los Protectores ante el paso del viento.
Violentando corolas
como un dolor que crece hasta acallar al trueno que desatan los cascos rotundos de las bestias
como el odio que horada girando en torbellinos hasta engendrar el miedo en úteros de sombra
con sus zarpas voraces y dientes amarillos combatiendo horizontes
un viento exasperado
viento de furias nómades y silbos impiadosos
con gesto de insolencia
destrona las sagradas dinastías del cielo
saquea las palabras que el Gran Huitzilopochtli cincelara en la cuna donde el hombre sucede
quebranta los preceptos fijados en los códices.
Es un viento salvaje
un viento huracanado encendido impetuoso
un viento irreverente enarbolando dogmas de oscura intolerancia
aniquilando el mundo a paso de avaricia
porque no quiere el viento
absolver la inocencia que yace traicionada en su orfandad sin nombre
y avanza inexorable
azotando con rabos de cólera ofensiva la piel de la intemperie
y al ras de sus infiernos numera los escombros las plegarias oscuras
largas lenguas de sangre lamiendo los caminos
los párpados abiertos a la tierra que bebe sus sordos estupores.
El viento comparece con sus hachas de viento con su soplo de espinas
con ráfagas de escarnio merodeando en las ramas para iniciar la ausencia desnuda de los pájaros
y cierta alevosía cierta infame demencia
dejando a sus espaldas chinampas asoladas ciudades en desorden
espesuras secretas cubriendo la deshonra con mantos de ceniza
cordilleras exhaustas de aguzar los peñascos
de excavar precipicios
de alzar amenazantes murallas de relieve
en esas soledades donde sólo las águilas desafían la altura
de erizar rebeliones sin detener al viento llegado del levante
cuando andaba el eclipse urdiendo los presagios de muertes clandestinas y sangre sin amarras
y callaron los gritos de la madre doliente
y callaron las graves voces de los Antiguos
y callaron los fuegos
y callaron los dioses.
La memoria encendida
Viento.
Canto de sombra por el silencio de los Protectores ante el paso del viento.
Violentando corolas
como un dolor que crece hasta acallar al trueno que desatan los cascos rotundos de las bestias
como el odio que horada girando en torbellinos hasta engendrar el miedo en úteros de sombra
con sus zarpas voraces y dientes amarillos combatiendo horizontes
un viento exasperado
viento de furias nómades y silbos impiadosos
con gesto de insolencia
destrona las sagradas dinastías del cielo
saquea las palabras que el Gran Huitzilopochtli cincelara en la cuna donde el hombre sucede
quebranta los preceptos fijados en los códices.
Es un viento salvaje
un viento huracanado encendido impetuoso
un viento irreverente enarbolando dogmas de oscura intolerancia
aniquilando el mundo a paso de avaricia
porque no quiere el viento
absolver la inocencia que yace traicionada en su orfandad sin nombre
y avanza inexorable
azotando con rabos de cólera ofensiva la piel de la intemperie
y al ras de sus infiernos numera los escombros las plegarias oscuras
largas lenguas de sangre lamiendo los caminos
los párpados abiertos a la tierra que bebe sus sordos estupores.
El viento comparece con sus hachas de viento con su soplo de espinas
con ráfagas de escarnio merodeando en las ramas para iniciar la ausencia desnuda de los pájaros
y cierta alevosía cierta infame demencia
dejando a sus espaldas chinampas asoladas ciudades en desorden
espesuras secretas cubriendo la deshonra con mantos de ceniza
cordilleras exhaustas de aguzar los peñascos
de excavar precipicios
de alzar amenazantes murallas de relieve
en esas soledades donde sólo las águilas desafían la altura
de erizar rebeliones sin detener al viento llegado del levante
cuando andaba el eclipse urdiendo los presagios de muertes clandestinas y sangre sin amarras
y callaron los gritos de la madre doliente
y callaron las graves voces de los Antiguos
y callaron los fuegos
y callaron los dioses.
La memoria encendida
A José Segade y Rosario Escalante, mis bisabuelos.
Holocausto del viento.
Las fiebres eran ácidas.
Sobre su piel de insomnios y delirios,
remolinos de fuego amotinado lloviznaban violencias de temblores,
hincaban aguijones de condenas amargas
y en la espera
agrietada por collados de lenguas andrajosas,
negras copas de voces como espinas
suplicaban el agua.
La antigua sombra antigua entre las sombras desgreñaba su polen de cristales,
afilaba perfiles cenicientos,
desvelaba las lámparas,
congregaba miradas de miedos en desorden,
retenía su pulso desvalido con ramajes de garras.
El hijo que viajaba en su agonía la hechizaba con lunas transparentes,
la desterraba al hueco de su entraña,
la llevaba hacia sí,
médula adentro,
deshabitando un sueño de amapolas por submundos de larvas.
Y derivó en su sangre a la deriva,
hacia donde el silencio mutila las raíces de todas las palabras,
hacia abismos de esperas sin memoria,
hacia la luz naranja del origen,
hacia el azogue de ojos amarillos que devora distancias.
Por la desnuda huella del misterio la muerte era una arista,
un contraluz de párpados abiertos,
una certeza,
un llanto,
una plegaria,
el eco de un jadeo sin destino
y un aroma a violetas encendidas destrenzando sus trenzas
en la almohada.
Desde otras voces
A los seres capaces de amar mis alebrijes tallados con el filo de impiadosas palabras. A tantas orfandades a llaga descubierta habitando intemperies en mitad del despojo. Al país de las nubes, su filiación de piedra, su pueblo hospitalario, sus mujeres poetas.
Los soldados muertos.
“...arrojados en la memoria que chilla y patalea / devorado por un olor a muerto /
imposible de despegar con nada.”
Carla Vidal
(Chile)
Siempre estarán yaciendo en su piel carcomida por los dientes del lobo,
porque los chocolates no llegaron al hueco de su ultraje
y nada estuvo cerca
cuando la noche, a paso de gangrena,
devoraba muñones con sus fauces de escarcha
y los dioses urgían su cuota de despojo,
el diezmo de homicidios cotidianos
que ordena su estatura,
su identidad de crótalo que repta acorralando sueños
mientras el mundo observa, mientras los templos rezan, mientras rugen los odios.
Siempre estarán yaciendo en esas soledades de profundos insomnios,
celosos habitantes de sus rotundas muertes en trinchera,
cubiertos por la nieve
como si fuera un velo funerario,
como leves sudarios sobre rostros roídos
donde el miedo demora los rictus del asombro,
donde la historia muerde sus traiciones,
donde la indiferencia
negocia cada llaga contundente, cada coágulo inerme
y el silencio es apenas otra infamia lloviendo sobre sus promontorios.
Propietarios de tumbas que no engendran corolas porque hasta el suelo es sórdido,
dueños de las raíces de sus nombres renunciando al olvido,
suturando las venas
degolladas por filos mercenarios
en el tiempo del frío, en la hora de las súplicas,
cuando el hambre alcanzaba la altura del sollozo,
la guerra era ese vértigo quemante,
la oscura pesadilla,
una cruel petulancia enredada en marañas de estrategias
y ellos esa centuria de ternura indefensa amartillando el vómito.
A espaldas del silencio
A la memoria de Adriana Díaz Crosta. A mi esposo, siempre.
Andar la desmemoria.
Este, mi territorio de amapolas,
suele tenderme arteras emboscadas en los desfiladeros subterráneos
y arrojarme a la furia de jaurías adéfagas de inermes yugulares.
Entonces se me vuela la sonrisa como una golondrina deslumbrada.
Entonces las injurias se despeñan como un granizo amargo,
como gotas,
como duras contiendas miserables.
Yo no quiero,
amor mío,
los recuerdos.
No quiero regresar a mis sentinas,
no quiero desgarrar las madrugadas con lágrimas roídas en las sombras por colmillos de antiguas soledades.
Deja que entre en la paz de tus caricias,
que me atrape el olvido en tus relámpagos
y hablemos de los niños,
de la vida,
de la noche temblando,
indiferente,
por la loca inquietud de los follajes,
de este albergue de luz,
de esta tibieza,
de esta profunda dignidad de otoño,
de este suelo embriagado de vendimias,
heredero del sol y la esperanza,
donde somos un eco palpitante de ráfagas,
de enjambres,
de concilios,
de una constelación de transparencias encendiendo el contorno de los sueños,
de este amor que construyen nuestros labios a punta de ternuras
y coraje.
Un muelle en la nostalgia
A Nilda Segades, hermana, compañera, custodia de secretos y milagros cautivos, para siempre, del muelle en la nostalgia.
Hermana.
Nuestros gestos perdidos.
Roque Sáenz Peña, 1949
Aún recuerdo
los pasos cautelosos
los pasos de prudencia quebradiza
bordeando la cornisa de tus miedos
en la inseguridad de sus vaivenes
aún recuerdo las pausas
los reflejos
que inauguraban secas rebeldías
pertinacias sin tregua
terquedades
tras la muralla fina de tu frente
Aún andan nuestras sombras repetidas
mi avaricia de afectos
tus silencios
la seducción erguida de los moños
trenzados en cabellos inocentes
y esa absurda inquietud
que sacudía
todo el ramaje azul de los susurros
cuando el sol
como alfanje desbocado
mutilaba las siestas transparentes
Hoy que la vida nos saqueó la gracia
que sitió
con relojes
la memoria
en la desnuda piel de la nostalgia
he advertido la huella de los duendes
Ven, hermana
busquemos los calderos
donde agitan sus pócimas
y hechizan
con alas de luciérnagas azules
sus molduras de bronce reluciente
donde guardan los gestos que nos faltan
las sonrisas
los sueños
las promesas
que extraviamos
un día sin raíces
entre escombros de vida a la intemperie
Crónica de las huellas
A Guillermo y Luciana, antiguos prisioneros de mis lunas.
Largas redes descalzas.
Habla
Andrés
La luz lanza sus furias verticales,
sus enjambres de astillas sin amarras sobre cubiertas sucias,
sobre remos,
sobre el velamen de las barcas pobres.
Riela en la faz indómita del agua,
un cardumen de escamas circulares como duros denarios invasores
en el lugar exacto donde el fuego llovizna la impaciencia de sus ascuas entre desnudos pétalos de azogue.
En la inmensa quietud de mar y cielo...
en la azul soledad,
casi inclemente,
donde el cansancio es un silencio espeso cincelando el esfuerzo de tendones;
donde el gemido hambriento de las redes trae asombros de peces prisioneros
escalando,
a estribor,
muertos ramajes agrietados de cáñamo y sudores...
los ojos de Simón beben,
de un trago,
infinitas distancias insurgentes,
vaticinios quemantes,
horizontes.
Alguien ha pronunciado,
desde lejos,
como un conjuro o un reclamo antiguo,
las sílabas confusas de su nombre...
el eco de una voz que nadie escucha,
la pereza ancestral de los guijarros multiplicada en espejismos ocres.
Y ya no importa,
ya no importa nada.
Ni peces,
ni fatigas,
ni mareas,
ni los descalzos hilos pescadores.
Sin mirarme siquiera,
sin decirme...
sin cuestionar,
sin pronunciar palabra,
mi hermano pone proa hacia la orilla en la mañana herida por los soles.
Remendando las redes,
en su barca,
el viejo Zebedeo se detiene.
Busca a sus hijos con angustia ardiente
pues se ha cumplido el tiempo... y es el tiempo del Reino Prometido,
en el principio,
al linaje abatido de los hombres.
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