domingo, 6 de marzo de 2011

MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ [3.271]



MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ 

(Valladolid, España, 1967). Ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (México, 1997), La sola materia (Alicante, 1998), con el cual obtuvo el Premio Tardor, Carnalidad del frío (Sevilla, 2000), que recibió el XVIII Premio de Poesía “Ciudad de Badajoz”) y La ausente (Cáceres, 2004), así como la plaquette El ángel de la ira (Zamora, 1999). Ha sido antologada en Poeti Europei (albanesi, tedeschi, romeni, russi, britannici, italiani, spagnoli). Antologia (Roma, 1998), en Las palabras de paso. Poetas en Salamanca 1976-2001 (ed. de José Luis Puerto y Tomás Sánchez Santiago, Salamanca, Amarú, 2001) y en Palabras frente al mar. Antología (coordinación y edición de Ramón García Mateos, Cambrils, 2003). Fue incluida en Los rostros de la escritura. Una mirada fotográfica a la literatura de Salamanca, realizada por el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski (Salamanca, 2002). Trabaja como profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca.



El ángel de la ira

I

La destrucción, el óxido, la herrumbre,
la exacta dimensión de la derrota
y su extenso respiro aniquilado,
las largas chimeneas de las fábricas
habitando en su misma desazón
o el peso vertical con que las piedras
caen a la tierra madre que las vio desprenderse
para iniciar su viaje solitario,
a su modo nos traen el cuerpo de la herida,
esa forma imposible de no desmoronarse,
de caer contra el suelo abiertas en canal,
de pronto desmigadas,
no nutricias.
Porque sé que la vida es tan hermosa
con su luz de septiembre contra el aire
y el amor infinito por los pájaros,
pero a pesar de todo yo no puedo
atender sino al resto de materia
que se ha vuelto una forma de reproche,
hollín, grasa o rebaba de cemento,
el verdín de las cúpulas de Viena
y ese oscuro quejido que trae el deterioro

si de verdad me importa en las personas,
si las cosas son sólo una metáfora
imperfecta y estúpida al hablar
del arañazo rojo de la carne
que fue feliz en tiempos más sencillos
y ahora es espina, aguja o alfiler
con que dejar el corazón atravesado
como una mariposa disecada.


II

El acento imposible en cada nota,
ese temblor del aire cuando vibra
porque viene la música de lejos,
de dentro de la piedra soñadora,
de su oculto deseo por el agua...

El pálpito del aire cuando crece
una nota de luz desde la piedra,
el resplandor que atrapa los contornos
y hace inmenso el sonido,
impenetrable...

Pero no por todo esto se acaban los mendigos,
la floración de especies condenadas
a su nulo sustento, autonomía
de la escasez quebrada por el aire.
La piedra soñolienta, soñadora,
repleta de sí misma, de arenisca
y quebranto, belleza, más quebranto,
se queda sin aliento, se estremece
porque no hay forma humana de entender la pobreza,
el crecimiento vegetal de manos

como ramas,
como brazos creciendo
como troncos,
atados de raíz a la carencia,
extraños y desnudos, doloridos.



III

Hay días en que la luz querría borrar
el signo de la sangre cotidiana
un viernes cualquiera de ceniza
en que un barrendero recoge una paloma
que está muerta en la calle,
caída sobre sí.
No le tiembla la mano
al empujar el cuerpo y su perfume
con preciso
inquebrantable movimiento de muñeca,
y yo miro temblando el gesto elemental
de arrastrar, de alejar lo carnal si no lo es,
si perdió la preciosa trabazón con el pálpito,
su atadura solemne con la vida.
Mientras cae a su muerte yo miro esa paloma
alejada de sí, oscurecida
por el tiempo en que deja el hueco de la especie,
aterida en el suelo de cemento,
su corazón profundo, tan tempestuosa-
mente animal como el mío, tan innoble.

El día trae la marca de su herida.


IV

Para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió fuego un 17 de diciembre de 1997.

La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina
la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.

La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo,
con cuerdas y cordeles y sogas y correas
de miedo, y aún más miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,

herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.

La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, graffitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.



Oh cuerpo de papel para la hoguera.

Nota de la autora: El poema “La mirada insolente” ha sido publicado en la revista Prima Littera 4 (primavera-verano de 1999).


V

Creciendo paso a paso,
moviéndose en la sangre,
avanzando despacio por entre las arcadas
de arterias silenciosas
en la feroz propulsión de la energía,
como un légamo gris y enmarañado
que sopla por la flauta del oído
el aliento enfermizo de sí, de su pobreza,

como un pájaro oscuro entre los dos pulmones,
el estómago, sus vueltas desde dentro del cuerpo,
reventado en la pelea desigual
de hacerse un hueco para cantar un canto
que no sea inaudible,
que haga temblar primero a las rodillas,
después a los mineros,
a los encarcelados
y a los que santifican los domingos,
a los insobornables y su esencia
podrida como un cántaro de mierda,

un canto como un grito como un trueno

inflexible y furioso en su latido,
una voz desde el día de la ira
para prenderle fuego a la historia excesiva
de toda esta amargura que no desaparece,
para quemarse así en su propia violencia,




porque si hay que morir al menos elijamos.



Mientras

Mientras estoy subida sobre ti
y juntos arqueamos la bóveda del cielo
solo puedo escuchar el rumor de mi sangre
golpeando los poros, la pared de la piel,
el tambor de cristal de la sangre bombeando
varios litros espesos por minuto.
Cuando estoy sobre ti no pienso en casi nada,
solo siento una zona de sol que me conduce
al amarillo hueco del calor,
al lugar en que tiemblan las espigas
antes de su recolección para la hoguera.
Porque tiemblo y escucho la pulsión de la sangre
como si fuese tierra que se estuviese haciendo
en el horno inicial del corazón del mundo,
escucho su rumor subiendo de volumen
antes de su erupción en lava y en ceniza
y su anverso es el génesis pero tiene también
transustanciado el rostro de la muerte.
Y es que mientras estoy subida sobre ti
me llegan otros ecos de desastres,
lo del desplome azul de las casas de Oriente
que alguien cuenta en la radio, no le tiembla la boca:
Afganistán es nombre de tristeza
si ha habido un terremoto y no era de placer.
Por eso continúo subiendo por tu pene
y así estoy conjurando la caída del tiempo,
la caída devastada de la gente en Tajar,
la redención –que es falsa– del sufrimiento horrible
porque atrapo un instante nuestra gloria insensata.

(de Carnalidad del frío)



Dos piernas

Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan sólo los impares desiguales
–el sexo, el corazón o la cabeza–
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.

(de La ausente)



Islotes

Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintinueve letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo,
su agalla enrojecida en el vivir.

(de La ausente)



La mujer pinta sus pies de verde

La mujer pinta sus pies de verde y se sube a ellos.
De los talones nace el odio del asfalto,
su ennegrecida capa de petróleo
embetunando pájaros y niños,
forma de aminoácido esencial
que desgasta las alas, la llovizna,
las caracolas blancas peleando
contra el rencor viscoso de la brea.
Con una brocha grande, la mujer
pinta el verdor oscuro de las aguas
en las que se deslizan los arenques
y sus anillos de aire livianísimo,
también los hipocampos, las ballenas,
los moluscos marinos que retozan
en praderas de posidonias vivas
y se aparean en nombre del amor.
Igualmente la hierba de los prados,
el musgo cariñoso y los helechos
comienzan en los dedos desiguales
de los pies y remontan las rodillas
como salmones tibios desovando
a la altura feliz de las caderas.
Para el negro sudario del benceno
que atrapa las gaviotas y las lanza
contra la arena triste, enrarecida
del tiempo y el esfuerzo alquitranados,
la mujer se encarama en sus dos pies
y suelta el corazón como una tórtola.

(de Atavío y puñal)



Los ciervos

La mujer espera la llegada de los ciervos.
Se sienta en la cuneta y se descalza.
Con la uña más pequeña de su pie
rasca la tierra blanda y enmohecida
hasta arrancar un árbol de raíz.
Con un dedo invisible en su estatura,
remoto soberano primordial
empuja los nogales, los gomeros,
las hayas y los robles, los manzanos.
Después, bajo la lluvia, se arrepiente
mientras le late el pánico en la ropa.
El dedo mutilado es como el odio
del árbol mutilado, en la mujer
que se pinta en los labios treinta y dos
piezas dentales blancas, esmaltadas
con las que no morderse los pezones
ni llorar por los árboles caídos
y que suben despacio, en sus alveolos,
como subió cada árbol a su copa.
Del tronco descuajado, vuelto torre
gemela de otras torres neoyorquinas
caen los pájaros muertos, las personas
como estorninos muertos, el ramaje
como chicharra muerta, los tablones
como féretros muertos para Irak.
La mujer entretanto se avergüenza,
guarda el dedo y su uña, sus dolores,
el esponjoso hueco de la encía
en que ató cada diente su raíz
y levantó una torre mineral.
A su lado, los árboles reposan
su tiempo de madera, griterío
de perros y de niños clausurados,
los brazos y las piernas como ramas
taladas con dolor contra la tierra.
Los animales huyen espantados.
Los ciervos se disculpan y no vienen.

(de Atavío y puñal)



Como los elefantes

Como los elefantes, la mujer
se inquieta ante los huesos de su especie,
mueve nerviosamente la cabeza,
se extravía y tropieza en su dolor.
Los esqueletos largos, mascarones
que arrojaron el mar y el pleistoceno
para dormir, lavados por el agua
hasta volverse láminas de luz,
son una herida abierta y silenciosa
que los grandes mamíferos levantan
con tal delicadeza, con colmillos
en su arabesco y su melancolía.
Porque los elefantes, la mujer,
elevan la osamenta de los suyos
y los acunan con sus grandes dientes,
los mecen con pasión y con trastorno.
Como los elefantes, la mujer
cubre su piel de arena y de termitas,
arroja a sus costillas, su espaldar
la tierra de sus muertos, se recubre
de su aspereza seca, ventolera
o ráfaga de tiempo calcinado
y canta lentamente una canción
que en su baja frecuencia, solo escuchan
congéneres lejanos, primordiales.
Cuando pinta sus dientes de marfil,
dentina opaca y blanca, romboidal
que prestigia su boca y su alegría,
la mujer talla en ellos la aflicción
preciosa, endurecida como laja
que atraviesa la luz y la somete.

a Esteban Peicovich, por “El otro amor”

(de Atavío y puñal)



El pecho muerto

Sobre su pecho muerto, la mujer
pinta una gran ventana para el aire.
El corazón, en su áspera alegría,
asoma al sur su sala octogonal
por el hueco del seno que extirparon
la enfermedad, la mano, el bisturí.
Sobre su pecho muerto, la mujer
raspa cualquier recuerdo doloroso
y colorea el soplo y el zumbido
del arrebato rojo de quedarse.
El hospital se borra en su blancura,
esa sala de espera es no lugar,
la habitación sin lágrimas ni olivos
es también no lugar, los lavatorios
y ascensores que nunca se detienen,
el pasillo alargado como el miedo
de biopsia en biopsia es no lugar.
La madre le cosió dos grandes senos
con hilo destrenzado del cordón
que la anudaba al tiempo y sus asomos.
Ahora un médico serio, preocupado
descose uno de ellos, lo retira
en silencio, y la extensa cicatriz
que corre por el tórax como el frío
abrasa los paisajes de la tundra.
Pero sobre su pecho, la mujer
sombrea un árbol negro, transversal
por la ira de perderse en el otoño.
También nubes y niños anhelantes
en su transpiración y su ajetreo
para mojar la tarde y las palabras.
El viento que entra en tromba la despeina
y su risa es un pájaro veloz.

(de Atavío y puñal)



Bello, implacable animal

La mujer es un bello, implacable animal
que se pinta con nieve el corazón.
Una osezna que hiberna largamente
pero pare a sus crías en el frío,
un animal feroz, sobrepasado
por su propia pasión, temperatura
que derrite la escarcha y los desaires.
Mientras el oso duerme, merodea,
mastica con desgana los recuerdos
y rebaja su tasa metabólica,
ella desgasta el tiempo del glaciar
como hielo que vive su tormenta,
su estallido feliz, cristalográfico
que le devuelve el modo más flexible
y líquido, también nombrado amor
o arroyo que le corre por las patas
y hace bajar al hijo, a los oseznos
hasta el suelo en que habrán de levantarse.
Entonces toma nieve y se calienta
el corazón blanquísimo y ardiendo
en su aterida cueva silenciosa.
A nada temerá, con sus dos manos
arranca sus criaturas, sus pesares,
baja vida caliente de sus ingles,
de sus huesos inmensos y esponjosos
que se abren con dolor mientras hiberna.
Las lágrimas de esfuerzo y de alegría
pintan de sal su pelo entumecido
y al caer sobre el hielo lo disuelven.
Con el perfecto blanco sobre blanco,
la floración arisca del invierno
reverdece al igual que la mujer.

(de Atavío y puñal)



Plomo

La mujer pinta de plomo sus pezones.
Le pueden los corajes, las heridas,
el dedo con que aprieta contra el aire
un lamento de plomo, un grito largo
que se quedó descalzo y sin pendientes.
Al caminar furiosa contra el viento
que ensucia sus caderas de hojas muertas
y trozos de ramitas embarradas,
sacude a manotazos la cal viva
con que la dictadura había borrado
sus pies y sus apremios, la belleza.
Entonces aparecen los diez dedos,
media suela aterida de un zapato
que caminó ruidoso sobre el mundo,
restos blandos de tela indescifrable
y un grito que revienta en su metal
porque hay pelo adherido a ese dolor
y la mujer camina arrebatada
con su roja clavícula en la mano
para escribir su nombre en las paredes
y en la calcinación de la caliza.
Del reverbero le arden los pezones
pero al llegar la tarde se consuela:
la tibia, el peroné de su esqueleto
apagan el rencor blanco de cal
y disuelven el óxido y el talco,
el miedo, las fracturas, los manteles,
el agua endurecida por el odio.
Y cuando duerme, olvida que en Oswiecim
guardan el pelo humano en una nave.
En el sueño, además, hay una niña
que duerme acomodada por completo
sobre un sol acabado y circular
como una mandarina luminosa.

(de Atavío y puñal)


La palabra sosiego

La mujer no conoce la palabra sosiego.
Se sabe el diccionario completito
pero nunca aparece esa palabra
en su nómina larga y prodigiosa
de días y pesares y razones.
Así le va, no hay horas suficientes
para pintar grafitis en su cuerpo
como pared de adobe no horadada
porque ella también puede, yes we can,
ella también pintarrajea un sol
sobre su piel flexible, oscurecida
y la felicidad es el tornado
de saberse viviendo en la mitad
exacta de su vida, en los cuarenta
que han traído a raudales las palabras
para decir que sí, que yes we can,
que hay formas no menores de alegría
en las sílabas blancas sobre el cuerpo,
sobre el duro cemento del país.

Aes tónicas, la eme, súper uve,
letritas que se ponen a crecer
en el patio con niños de la boca,
en su chiquillería y sus hierbajos,
su percentil, su tabla de planchar,
su voto y su pelea de justicia;
las letras diminutas que se bañan
como las nadadoras, las atletas
en el azul intenso de la boca,
se ponen a crecer, se hacen mayores,
salen al mundo, duelen, se estremecen
y escriben la alegría, el abandono,
las redes de agujeros sobre el cuerpo
como una tapia rota y demolida
que se deja querer por las palabras.
No hay forma de poderle a ese festejo.

a Mª Victoria Atencia, por “Nadadora”

(de Atavío y puñal)







No hay comentarios:

Publicar un comentario