martes, 5 de octubre de 2010

EDUARDO CHIRINOS [1.398]



EDUARDO CHIRINOS 


Eduardo Chirinos (Lima, Perú  4 de abril de 1960 - Missoula, Estados Unidos, 17 de febrero de 2016) fue un poeta y escritor peruano. Perteneció a la llamada Generación del 80, junto a poetas como José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo y Raúl Mendizábal.

Hijo de Eduardo Chirinos Quesada y Ana María Arrieta Lostaunau. Cursó su educación secundaria en el Colegio de la Inmaculada (1967-1977). Ingresó a la Facultad de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde en 1985 se graduó de bachiller con mención en Lingüística y Literatura. En 1988 obtuvo su licenciatura.

Como muchos poetas peruanos, comenzó a publicar desde muy joven. Sus primeros poemarios fueron: Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983) y Archivo de huellas digitales (1985); por este último obtuvo el Premio Copé 1984. Viajó a España con una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana (1986).

A su vuelta a Lima en 1988 se desempeñó como periodista cultural y profesor de literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1993 viajó a los Estados Unidos para completar sus estudios en la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey), donde se doctoró con una tesis sobre el silencio en la poesía hispanoamericana que el Fondo de Cultura Económica publicó con el título La morada del silencio (1998).

Desde entonces residió en diversas ciudades estadounidenses: New Brunswick, Binghamton, Filadelfia y Missoula. Se desempeñó como profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Binghamton (1999), la Universidad de Pensilvania (1999-2000) y la Universidad de Montana (2000-2016).

Murió en febrero de 2016 víctima de cáncer.

Publicaciones

Poesía

Cuadernos de Horacio Morell (Lima: 1981)
Crónicas de un ocioso (Lima: 1983)
Archivo de huellas digitales (Lima: 1985) Premio Copé 1984.
Sermón sobre la muerte (Madrid: 1986). Plaquette.
Rituales del conocimiento y del sueño (Madrid: 1987).
El libro de los encuentros (Lima: 1988)
Canciones del herrero del arca (Lima: 1989)
Recuerda, cuerpo… (Madrid: 1991),
El Equilibrista de Bayard Street (Lima: 1998)
Abecedario del Agua (Valencia: 2000)
Breve historia de la música (Madrid: 2000). Premio Casa de América de Poesía Americana, 2001.
Escrito en Missoula (2003)
No tengo ruiseñores en el dedo (2006)
Humo de incendios lejanos (2009)
Mientras el lobo está (2010). Premio de Poesía Generación del 27, 2009.
Fragmentos para incendiar la quimera (2014)
Incidente con perro en la calle cinco (Houston 2015)
Medicinas para el quebrantamiento del halcón (México 2015)
Antologías personales[editar]
Naufragio de los días (1978-1988) (Sevilla: Editorial Renacimiento, 1999)
Derrota del otoño (Guadalajara [México]: Editorial Filodecaballos, 2003)
Coloquio de los animales (Sevilla: Editorial Renacimiento, 2008).
Catálogo de las naves (Antología personal 1978-2012) (Lima: Universidad Alas Peruanas, en coedición con la editorial Estruendomudo, 2012).

Ensayos

Crítica literaria sobre autores de habla española.
El techo de la ballena. Aproximaciones a la poesía peruana e hispanoamericana contemporánea (Lima: 1991).
La morada del silencio. Presencia y representación de los silencios en la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y Alejandra Pizarnik (Lima: Fondo de Cultura Económica, 1998).
Nueve miradas sin dueño. Ensayos sobre la modernidad y sus representaciones en la poesía hispanoamericana y española (2004)

Antologías

Loco amor (en colaboración con Jorge Eslava, 1991 reeditada en el 2007).
Infame turba. Poesía en la Universidad Católica (1992, reeditada en 1997).
Elogio del refrenamiento de José Watanabe (2003).
Los ojos de la máscara de José Juan Tablada (2008).
Rosa polipétala. Artefactos en la poesía española de vanguardia (2009).
Sólo una canción, (Editorial Pre-Textos 2004) antología traducida de la obra poética de Mark Strand.
El iris salvaje (Editorial Pre-Textos 2006) de la poeta estadounidense Louise Glück.

Miscelánea

Son obras donde conviven la prosa crítica con la crónica y el verso:

Epístola a los transeúntes (2001)
El Fingidor (2003)
Los largos oficios inservibles (2004)

Narrativa

Guilherme. El koala que llegó por internet (2005), novela para niños en colaboración con Isabel Aguiar Barcelos.
Guilherme, el koala que llegó al Perú (2008).
A Cristóbal no le gustan los libros (Granada: Esdrújula Ediciones, 2015)

Publicaciones en otros idiomas

En inglés:

Reasons for Writing Poetry (London: Salt Publishing, 2011)
Written in Missoula (Missoula: University of Montana Press, 2011)
The Smoke of Distant Fires (New York: Open Letter, 2012.

Y en francés:

Quatorze formes de mélancolie (Sète: Al-Manar, 2012)

Premios

Juegos Florales de la Pontificia Universidad Católica del Perú (1980)
Premio Municipalidad de Lima (1982)
Primer Premio en la Segunda Bienal de Poesía Copé (1984).
Segundo Premio de Poesía Aula Juan Bernier 1986 para poetas de habla hispana (Córdoba, España).
Premio Casa de América de Poesía Americana (2001)
Premio de Poesía Generación del 27 (2009)




Círculos cerrados

CON LOS años uno espera que los círculos
se cierren. Una noche sin dormir puede ser
la clave, un simple descuido y todo empieza
a encajar: el azul se reconcilia con el rojo,
el rencor infantil con el amor correspondido,
el antiguo desdén con la más loca pasión.
Los círculos sonríen y giran como aspas
sin esperar respuesta. Pero la pasión
reclama su veneno, el rojo hace lo suyo
y el rencor infantil asoma con crudeza, justo
cuando nos alegrábamos de llegar a viejos.
Ah, los círculos cerrados. Ellos se dibujan
en la frente, se hunden en la carne y brillan
como el aura de los santos en las viejas
pinturas. A menudo veo círculos cerrados.
Me inquieta su vana geometría, su terca y
vacilante redondez. De nada sirve abrir los ojos,
afilar las puntas. Ellos actúan por su cuenta,
les somos tan indiferentes. Todos esperamos
que los círculos se cierren. Ellos nos ahogan
cada noche. Y al día siguiente nos rescatan.


Los vencejos se aparean en el aire

A VECES me río. No puedo contra eso. Me río
como si nadie me observara, como si el sistema
nervioso me dijera ríete y no tuviera más que
obedecer. Lágrimas. Por supuesto hay lágrimas.
Y música, como latigazos en la espina dorsal.
¿Dije «latigazos en la espina dorsal»? Intento
explicar lo que nadie pidió que le explicara.
El caso es que se sigue repitiendo. Lo oscuro
huye, cede a su pasión por lo más claro. Sé de
memoria el recorrido: la sordera de siempre,
el cerrojo, la risa inevitable. Al revés también
ocurre: lo claro brilla y brilla hasta aguzar el
oído, la insoportable tempestad de agujas.
Apago entonces cualquier lámpara, me hundo
irremediablemente en el silencio. De pasar
pasan cosas: un ángel apoya su sien contra
la mía y canta la canción que ignoro, un niño
señala el paisaje con el dedo y debo adivinarle
la tonada. Siempre hay una tonada. No sabría
explicar de dónde viene. Son colores fríos.
Vencejos que se aparean en el aire. Vientos.
Y unas ganas tremendas de reírse.



El equilibrista de Bayard Street

Para Roxana y Jorge, que las han visto.

Camina de puntas el equilibrista de Bayard Street,
evita el abismo la mirada y arranca de cuajo toda pretensión,
¿de qué sirven el heroísmo, la grandeza, el entusiasmo?
Poca cosa es la vida para el equilibrista de Bayard Street,
poca la indulgencia de llegar al otro lado y repetir cien veces
la misma operación.

Una mujer lo observa sin asombro,
tras la ventana acaricia el cabello de sus hijos
y turba con su canto los oídos del equilibrista de Bayard Street
Los vecinos lo ignoran, beben latas de cerveza, conversan
hasta altas horas de la noche,
¿quién repararía en tan inútil prodigio?
Sólo los niños señalan con el dedo al equilibrista de Bayard Strccf
ellos lo admiran, contienen la respiración y aplauden hasta
espantar a los gatos.
Una iglesia presbiteriana es el orgullo de Bayard Street;
fue construida a principios de siglo y tiene torre y campanario.
Fija la mirada avanza hacia la iglesia el equilibrista de
Bayard Street.
Su esposa ha preparado una pierna de pollo, ensalada de
tomates y un plato de lentejas,
con suerte harán el amor esta noche y tendrán un instante de
feroz alegría.
Es muy joven la esposa del equilibrista de Bayard Street;
es ella la encargada de tensar la cuerda, la que mide la
distancia entre la ventana y la torre, la que tiene
rostro de heroína de novela de amor.
A nada le teme el equilibrista de Bayard Street,
pero hace varias noches que no duerme;
dicen que soñó que sus zapatillas colgaban de la cuerda
mientras los niños esperaban que se despanzurrara de una
vez el equilibrista de Bayard Street.



Raritan Blues

Para Margarita Sánchez

Aquí no hay bulla ni miseria,
sólo un bosque de árboles mojados y cientos de ardillas
correteando vivaces o escarbando una nuez.
A lo lejos un puente
una interminable fila de automóviles retorna a sus hogares
y nubes balando ante un perro pastor y amarillo.
¿Eres tú quien camina en las riberas del Raritan?
Recuerdo un río triste y marrón donde las ratas
disputan su presa con los perros
y aburridos gallinazos espulgándose las plumas bajo el sol.
Ni bulla ni miseria.
El río fluye educado como en una tarjeta postal
y nos habla igual que hace siglos, congelándose y
descongelándose,
viendo crecer a sus orillas cabañas, iglesias, burdeles,
plantas refinadoras de petróleo.
Escucho el vasto rumor del Raritan, el silencio de los patos,
de los enormes gansos salvajes.
Han venido desde Ontario hasta New Brunswick,
con las primeras nieves volarán al sur.
Dicen que el río es la vida y el mar la muerte.
He aquí mi elegía:
un río es un río
y la muerte un asunto que no nos debe importar.


Cuando nos ronda la muerte

Un león llorando
tras las naves incendiadas. El fuego
del incendio.
¿Qué león?,
¿qué naves incendiadas? Toda

separación es muerte: la carne
que amamos, los ojos, los cabellos,
la deseada piel. El tiempo

nos expulsa de lo que alguna
vez fue nuestro. El tiempo
incendia, el tiempo desvanece.
Y el poema dice su verdad.

Aunque nunca lo escuchamos
el poema arranca nuestros ojos

y dice en voz baja su verdad.



PUERTA DE ATOCHA-ESTACIÓN 
DE LOS DESAMPARADOS

Váca mi estómago, váca mi yeyuno.
César Vallejo


1

Paradojas del movimiento. En el interior del tren
el paisaje se percibe desde la quietud. Todo
lo sólido se desvanece en el aire, deja partículas
de polvo, su estela multicolor en la retina.
En el exterior, en cambio, el paisaje es inmóvil.
El tren perfora la quietud como una aguja en la
arteria, como la sangre que circula en un cuerpo
inerte pero todavía vivo. Y el sol. El sol benéfico
que arde en los metales, en la memoria que
agradece la llegada del tren. Y me adormece.


2

Ahora, por ejemplo, veo paisajes con vacas.
¿Por qué el tren me hace pensar en paisajes
con vacas? Del soporte de fierro cuelgan bolsas
como ubres. Están conectadas a mi cuerpo y mi
cuerpo, callado, las recibe. Miro sin entusiasmo
las ubres de las vacas. Su leche rosada y salina
que ha de llegar hasta mí. Una enfermera entra
a la habitación y pide mi boleto. Las vacas pastan
en las laderas de los Andes, vuelan por los tejados
de Madrid, aterrizan sin alas a orillas del Jocko.
Yo bebo su leche, palpo las ubres que cuelgan del
soporte de fierro. Siempre de pie, junto a mi cama.


3

Estación de los Desamparados, mayo de 1973.
Todo está en orden: el sol, el río, los asientos
numerados. Domingo familiar en las afueras
de Lima. Escucho la algarabía del tren, su
insistente y frágil traqueteo. ¿Quién hace
tanta bulla? Quiero descansar, pero tampoco
quiero que se vayan. Me hace bien tanto
alboroto, tanto laberinto. La enfermera
me pide mi boleto. No lo tengo, pregúntele
a mis padres, tal vez esté escondido entre
las sábanas. El tren partió con media hora
de retraso. Miro las aguas del río. Ellas
también viajan, pero en sentido contrario.
Conforme suben se tornan más limpias,
más violentas, menos habladoras.


4

Silencio. Lo que necesito es silencio. Cierro
los ojos, acomodo la cabeza en la almohada
y trato de dormir. Pero no puedo. En cada
estación los ambulantes ofrecen sus productos:
bolsitas de cancha, de camote frito, de maní
tostado. Artesanía barata para turistas pobres.
La enfermera me trae la comida en una bandeja
de aluminio. Dice que volverá en dos horas.
Se llama Eulalia como la santa del pueblo,
como la marquesa de Darío que ríe y ríe y ríe.


5

Estación de Atocha, septiembre de 1986.
Frente a nosotros viaja una familia de gitanos.
El compartimento es pequeño y huele mal.
Aquí no hay cante jondo, ni romance con luna,
ni sangre de cuchillos. Con una navaja el padre
corta un queso. La niña duerme en faldas de la
madre, el niño me ofrece revistas pornográficas
por tres duros. El destino se aleja a la velocidad
del tren, se adentra en la noche, se hunde sin
piedad en la pupila del lobo. Me aferro a los
barrotes de la cama (“váca mi estómago, váca
mi yeyuno”). En la próxima estación se bajan
los gitanos. Y yo debería irme con ellos.


6

Imagina un tren que parte de una estación
cualquiera. Imagina que en cada estación el
tren se multiplica. Que lo que fue al comienzo
un tren solitario y reluciente son ahora miles
circulando sin control. Invadiendo lentamente
y en silencio cada vía sana y libre de tu cuerpo.


7

Infiernillo es rojo y da miedo. Estoy hablando
de mi primer viaje en tren (Lima-Jauja, 1967).
Atrás quedó Desamparados, la cuesta amable
de Chosica, Matucana, San Mateo. Mejor no
mires, advierte mi madre. Estelas de sal en los
rieles podridos de la Oroya (3,700 m.s.n.m.).
El tren perfora la montaña y la divide en dos
en tres, en cuatro. La enfermera pregunta
si he comido ancas de rana. Hace tiempo me
arrodillé ante la Señora de los Desamparados,
me preguntó si leía revistas pornográficas.
No supe contestarle. Me perturban los ojos
del niño gitano, su insoportable olor a queso.
Mejor no mires, advierte mi madre. Abajo
camiones pequeñitos transportan minerales
a una fundición. Me siento mareado. Mejor no
mires, advierte mi madre. Mejor no mires.


8

Eulalia entra a la habitación y pide mi boleto.
Volteo nerviosamente los bolsillos, reviso una
y otra vez la billetera, rebusco entre las sábanas.
Si no lo encuentro tendré que bajarme en la
próxima estación. No te preocupes, me dice
un pasajero. Ahora ya eres uno de los nuestros.


9

El tren es una mancha que enturbia la pureza
del paisaje. Perfora la quietud como una aguja
en la arteria, como la sangre que circula en un
cuerpo inerte, pero todavía vivo. Y el sol. El sol
benéfico que arde en los metales, en la memoria
que agradece la llegada del tren. Y me despierta.



POEMA ESCRITO EL SÉPTIMO DÍA DE OTOÑO

La noche viene de Asia y no hace preguntas.
Adam Zagajewski


1

El humo enturbia el aire de septiembre,
enrojece la luna, estorba la visión de las
montañas. Para consolarme pienso en
la llegada del otoño, en el rojo incendio
del último Tiziano. La radio anuncia los
inconvenientes de hacer ejercicios, de
salir fuera de casa. Escribo sobre animales
para olvidar mi cuerpo, para huir de mí.


2

El humo estorba la visión de las montañas.
Ahora entiendo cuánto necesitaba esas
montañas. En septiembre mantienen algo
de verdor, su discreta y callada presencia.
Esta tarde hay música tranquila. Leo sobre
la vida de los químicos (Davy era amigo de
Coleridge, Scheele era buen tipo, a Lavoisier
le cortaron la cabeza). Escucha los nombres.
Aún conservan su misterio, su antigua y
poderosa magia: mantequilla de antimonio,
azúcar de plomo, licor vaporoso de Libavio.


3

Pobre y guapo Cristo, no se cansa de invocar
a los profetas. Rojo incendio en el Templo
de Jerusalén, legiones romanas apostadas
en las calles. Aquel día, recuerdo, me perdí
entre la multitud. Compré una jaula de
palomas, acaricié los cuernos de una cabra.


4

No entiendo por qué hablas de química,
a ti nunca te atrajo la química. Me gustan
sus metáforas. La mente del poeta, decía
Eliot, es un trozo de platino. Qué habrá
querido decir. Napoleón tercero usaba
cubiertos de platino. Tal vez lo confundía
con la plata, con el humo que oscurece las
ventanas del Templo y estropea el paisaje.


5

Si introduces un trozo de platino en una
cámara con azufre y dióxido de carbono
se forma ácido sulfúrico, pero el platino
no cambia. Los gases son las emociones,
los sentimientos. El platino la mente del
poeta. “En la adolescencia del año llegó
Cristo el tigre” escribió Eliot. Y estaba
equivocado. Ben Pantheras no fue el
padre de Cristo. Fue sólo una leyenda,
un soldado de Roma. Polvo y tumulto.


6

La radio anuncia los inconvenientes de hacer
ejercicios, de salir a la calle. Escribo sobre
animales para escapar de mi cuerpo, para
huir del olvido. Cada animal me recuerda mi
cuerpo. Cada animal me recuerda el olvido.


7

Pobre y guapo Cristo. Lectura obligatoria
de las nueve de la noche. El humo obstruye
la salida, el huerto donde lo espera su Padre.
Lavoisier publicó los Elementos en 1789, fue
una revolución en el mundo científico. Tres
años más tarde otra revolución le cortó la
cabeza. Antes de morir habló con su Padre
en arameo, acarició los cuernos de una cabra.
Miró el rojo incendio del último Tiziano.


8

Esa tarde salí a caminar por los alrededores
del Templo. En el patio había mercaderes,
recaudadores de impuestos, prostitutas
de Canaán. Una de ellas me preguntó si
me sentía bien. Le contesté que sí, que
no se preocupara. Me dijo el Templo es
un lugar seguro, el humo se desvanecerá
pronto, esta noche acuérdate de mí. Yo
le regalé una moneda de plata. Ella me
devolvió el ejemplar de los Elementos que
había perdido en el polvo y el tumulto.


9

Lavoisier fue recaudador de impuestos, por
eso lo condenaron a la guillotina. Eso fue a
finales de septiembre. Antes de morir repasó
la tabla de los elementos, olió el aroma del
bezoar. El rojo incendio del último Tiziano.


10

En septiembre las montañas mantienen algo
de verdor, su discreta y callada presencia.
Hay música tranquila. Y hay contemplación.
Leo y escribo para huir del humo, para huir
de mí. Leo y escribo hasta que llega la noche.
La noche viene de Asia y no hace preguntas.


LO QUE MI PADRE QUIERE REALMENTE DE MÍ

1

Anoche tuve un sueño. Acompañaba a mi padre
por un camino de tierra. Los dos íbamos a caballo
y apenas cruzábamos palabras. A lo lejos se veía
la sombra de unos sauces, las luces de un pueblo
desconocido y remoto. De pronto, mi padre detuvo
su caballo y preguntó si yo sabía a dónde íbamos.
Le contesté que no. Entonces vamos bien, me dijo.


2

Los caballos del sueño sabían de memoria
el recorrido. Era cuestión de abandonar las
riendas, de dejarse llevar. Eso me causaba un
poco de aprensión, incluso un poco de miedo.
Mi padre, en cambio, parecía muy tranquilo.
Pensé, parece tranquilo porque está muerto.


3

Aquí es donde vivo, dijo como si me quitara
una venda. Fue muy poco lo que vi. Sólo un
páramo de piedras, remolinos de arenisca,
huesos de caballos amarillos. ¿Qué te parece?
No supe qué decir. Tenía sed y me dolía un
poco la garganta. Es un lugar hermoso, dijo,
pero a veces me gustaría regresar. ¿Por qué
no regresas, entonces?, pregunté. Porque es
más fácil que tú vengas me dijo. Y desapareció.

(De: Medicinas para quebrantamientos del halcón. Valencia: Pre-Textos, 2014)



UNA HOJA EN EL INVIERNO

MIENTRAS DUERMES mi mano
escribe sobre tu cuerpo
una palabra.

Y al escribirla tiemblas
como una hoja en el invierno.

Cuando despiertes mi mano
habrá borrado esa palabra.

Entonces será tuya.



ALBADA

LA NOCHE es sólo un parpadeo
azul en la memoria. Su luz

nunca se ha ido: es tu cuerpo.

Tu cuerpo que ahora despierta
y canta profundo en mi cuerpo.



MOON OF THE FALLING LEAVES

Luna de las hojas que caen. O mejor,
luna entre las hojas muertas.

¿Con qué imagen puedo nombrar el otoño?

La luna cubre para siempre las hojas,
las baña con un frío resplandor. Y si caen
no es para morir, sino para brillar mejor.

Todo en la caída brilla mejor. Tu silencio

brilla conmigo esta noche y yo
no quiero hablar del otoño
ni de las hojas que caen, ni de la luna.

Me digo para consolarme
que toda muerte es regeneración, que la tierra
se tragará las hojas, que las volverá árboles
o pájaros, tal vez nubes o arroyos.

Pero la luna es insistente y brilla
y dice que volverá a mirarme,
como siempre, entre las hojas muertas.




HOJAS SECAS, NIEVE

Ayer por la noche ha caído nieve
pero el otoño aún no ha terminado. Ahora
viven juntas sin tocarse: hojas secas, nieve.

No necesito oídos de escuchar ni ojos
de ver. Estoy atento a esa pareja
extraña que durará lo que una noche
o a lo sumo dos. ¿De quién

es el silencio?
                    La nieve
impone su blancor sobre las hojas,
derrama su luz sin esperar respuesta.
Las hojas

sobresalen, tímidamente se encarrujan
y son arrastradas por el viento
que las deja como un don sobre la nieve.

Extraña pareja. Hojas secas, nieve.




LA SOLITUDINE

“ESTOY TRISTE, y hace un día tan hermoso”.
Leo una vez más el poema de Saba. El invierno

en sus ojos se hace primavera: el canto
de los pájaros inquieta la nieve, la franja
de sol que agradecen mis ojos.

No sé si hoy debería entristecerme, pero

sólo en mi corazón hay lluvia. ¿Por qué
escribo la palabra corazón? Yo nunca

he escrito la palabra corazón. Debo
escribirla, sin embargo. En nombre
del amor que no es perfecto, en nombre

del amor que pasa por las calles y se va
sin importarle si el día es hermoso. O no.




ANTES DE DORMIR

Es tarde, pero quisiera decir algo.
Esa música tardía, esos ecos que rebotan
en las piedras y crean silencios. No

no es eso exactamente:
entre eco y eco hay una música y en ella
un ladrido, un dolor, un golpe seco.

La palabra
que alguna vez borramos
vuelve a su lugar.
Como la música tardía, como el silencio.

Pero no es eso tampoco. Escribir:

callar: cerrar los ojos. Ecos
que rebotan en las piedras y de nuevo
el ladrido, el dolor, el golpe seco.

No sé cómo explicarlo.

Pero es tarde
y en verdad no quiero decir nada.



ESCRITO EN LA NIEVE

El húmedo hocico de los ciervos
frota el cristal de la ventana. Pero
no abro la ventana. Abro el libro

donde viven los ciervos. Los inmortales
ciervos que buscan la fuente.

Salgo a la calle. Pocos automóviles,
nieve en el invierno, cielo azul
en el verano. Hojas secas y flores,
muchas flores. ¿Por qué

escribo esto? Porque hay en Lima
demasiados automóviles tal vez

porque no hay nieve en el invierno,
ni cielo azul en el verano.
Sólo un mar color de cielo, colinas de arena

y más allá el mundo
donde las estaciones se cumplen.

Eso lo aprendí en los libros: nieve
en los libros y cielo azul y hojas
secas.

de: No tengo ruiseñores en el dedo. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2006.


El milenio está a punto de acabarse

Pero las estaciones todavía se cumplen, la tierra continúa girando y los peces abren y cierran sus bocas como hace siglos. En algún lugar de la India los tigres machos luchan entre sí por el amor de las tigres hembras y en un bosque cercano los conejos devoran las mismas plantas y raíces que alimentan la tierra. Debería hablar de la contaminación y del petróleo, debería hablar de plagas innombrables, del hambre que devasta poblaciones, de niños mutilados por nubes radiactivas. Pero estoy aquí, escribiendo este poema, midiendo sus palabras, eligiéndolas con amor y con cuidado, con cólera y con resentimiento. Entonces me miro en el espejo y sólo veo tinieblas, un vacío culpable en la página en blanco.
Escribo esto porque me siento solo. Porque las palabras me han abandonado. Porque ella no estará más.




La lluvia

Vengo de una ciudad donde jamás llueve,
donde el cielo es (como dicen) color-panza-de-burro
y el mar una invisible telaraña que enreda y confunde el horizonte.
Esta tarde llueve en New Brunswick
y me he asomado a la ventana para contemplar otras lluvias.
Aquella en Madrid, por ejemplo, donde el agua nos llegó hasta las rodillas
y seguimos caminando plaf plaf como si nada,
o aquella que nos sorprendió en Tumbes
con sus balsas y caimanes navegando un bosque de palmeras.
¿Qué decir del chaparrón que echó a perder la sepultura de Dante?
Pero esa es una lluvia literaria.
Como decir que duró cuarenta días
o que llora suavemente en mi corazón, que no es verdad.
Es otra la lluvia que recuerdo.
Fue hace muchos años,
el agua salpicaba la tierra y formaba un barro azul y misterioso.
Era el silencio que me enseñaba sus metáforas,
su laborioso lenguaje deshaciéndose una vez más sobre las piedras.




El color de los atardeceres

Atardecer naranja
con sus nubes raídas
y su sol que alumbra todas las palabras.
Una gasolinera exhibe un dinosaurio
(aquí hubo dinosaurios)
y una pradera inacabable.
¿Dónde aprendí todo eso?

Descartemos las nubes, son siempre
las mismas. Descartemos el sol,
presa fácil de todas las metáforas.
Nos queda la naranja.

Algunos dicen que vino de la India
donde era alimento de los dioses.
Otros, que vino de Persia o de Arabia
igual que el nombre y su color.

Virgilio la llamó “aurea mala”
y la dejó caer en una égloga.
Colón la tuvo entre sus dedos. Por ella
descubrió que el mundo era redondo
y que viajando hacia el Poniente
llegaría (como el sol) hacia el Levante.

Ahora estamos solos. Yo y la naranja.
Cuesta siglos decir atardecer naranja.




HOMENAJE DE ALFREDO PÉREZ ALENCART 
A EDUARDO CHIRINOS EN CREAR 
EN SALAMANCA. 

UN MÍNIMO RECUERDO 
(FOTOGRAFÍAS, POEMAS, PROSAS 
Y MANUSCRITOS)



Pilar Fernández Labrador, Eduardo Chirinos y Alfredo Pérez Alencart (Foto de Luis Monzón, Casa de las Conchas, 2006)



Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar, por vez primera, fotos y manuscritos del poeta peruano Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960 – Missoula, EE.UU, 2016). Publicó los siguientes libros de poesía: Cuadernos de Horacio Morell (Lima, 1981), Crónicas de un ocioso (Lima, 1983), Archivo de huellas digitales (Lima, 1985, ganador del premio Copé), Sermón sobre la muerte (Madrid, 1986), Rituales del conocimiento y del sueño (Madrid, 1987), El libro de los encuentros (Lima, 1988), Canciones del herrero del arca (Lima, 1989), Recuerda, cuerpo…(Madrid, 1991), Raritan blues (México, 1997, antología personal), El Equilibrista de Bayard Street (Lima, 1998), Naufragio de los días (Sevilla, 1999), Abecedario del agua (Valencia, 2000), Breve historia de la música (2001. Premio Casa de América de Poesía Americana), Escrito en Missoula (2003), No tengo ruiseñores en el dedo (2006), Humo de incendios lejanos (2009), Mientras el lobo está (XII Premio de Poesía Generación del 27, 2010), Fragmentos para incendiar la quimera (2014), Incidente con perro en la calle cinco (Houston, 2015) y Medicinas para quebrantamientos del halcón (2015), entre otros. Además, son de su autoría los libros de ensayo El techo de la ballena (Lima, 1991) y Las moradas del silencio (Lima, 1999), así como un libro de artículos y crónicas titulado Epístola a los transeúntes (Lima, 2000). Residía en los Estados Unidos desde 1993, ejerciendo la docencia. Los últimos quince años en la Universidad de Montana.



Eduardo Chirinos y A. P. Alencart, en la Casa de las Conchas (Foto de Luis Monzón, 16 de abril de 2006)




SALUDOS HASTA LA OTRA ORILLA

No acostumbro escribir tras la muerte de nadie. Conocí a Eduardo en Salamanca, cuando en 1995 o 1996 vino como tutor de alumnos norteamericanos que pasaban sus veranos aprendiendo español. Él sabía de mí por el poeta y pintor venezolano Carlos Contramaestre, grande ser que derrochaba bondad. Al encontrarnos, ambos hablábamos de la admiración que profesábamos hacia el artista de Tovar que había realizado estudios de Medicina en Salamanca, allá por la década del sesenta.

Desde entonces mantuvimos una entrañable amistad, de esas que, aunque pasen meses y años en relativo silencio epistolar, siguen incólumes a los avatares de la vida, a los trapicheos de los corrillos literatosos. Teníamos dos buenas referencias: Contramaestre, por un lado, y Antonio Claros, otro inmenso poeta peruano fallecido en un pueblo extremeño. En 1991 Claros le había publicado en Madrid su libro “Recuerda, cuerpo…”. Lo curioso es que Antonio me lo había enviado años antes que yo conociera a Eduardo, quien luego me comentó lo mucho que apreciaba la poesía de Claros…

Así se fue tejiendo una relación; libros míos cruzando el charco hasta Estados Unidos; libros de Eduardo llegando a mi casa de Tejares, la misma casa donde había estado varias veces cuando visitaba Salamanca y Jacqueline lo atendía con su generosidad innata. Libros de  Chirinos llegando a mi morada enclavada a la orilla del Tormes… Libros de otros poetas que, como el de Carlos Contramaestre, se dedicaban en mi casa y yo se los hacía llegar a Montana. Libros suyos que me llegaban siempre dedicados, salvo cuando venían desde la propia editorial. Poemas suyos que le publiqué en antologías, como por ejemplo ‘Os rumos do vento’, que coordiné con Pedro Salvado para un Ayuntamiento lusitano.

Resta dar un abrazo fraterno a Jannine, con quien estuvimos juntos, los cuatro, por las calles de Salamanca, por el patio del Colegio Fonseca de la Universidad…

No escribo más. Copio un artículo mío publicado en 2006, tras la presentación de su libro “No tengo ruiseñores en el dedo”. Y también reproduzco una nota que Eduardo enviara para una editorial portuguesa que editaba un libro mío. Y las dedicatorias para Jacqueline y para mi, y alguna de las cartas que nos enviara.

Completa este mínimo recuerdo un puñado de poemas que entiendo bien lo representan.



Así el viaje, sin estridencias…



A.



Jacqueline Alencart, Alfredo Pérez Alencart, Eduardo Chirinos y Jannine Montauban, en el Fonseca





HANGAR DE  RUISEÑORES
Alfredo Pérez Alencart

Poeta que blinda su oído ante la irremediable polución acústica del purgatorio, Eduardo Chirinos (Lima, 1960) está en Salamanca con un nuevo libro entre los dedos: viene a revelarnos precisiones obtenidas en esas horas de guardia cuando el bardo resucita gracias al amor germinal que insemina sus escombros. Todo poeta está hecho de ruinas, de contraluces reventadas, de costumbres que se abrogan y se mandan al diablo. Pero cuando más marchito se siente, recuerda su destino de amanuense traductor de misterios y -sólo entonces- oye la misma voz que llama otra vez, como a los antiguos precedentes del linaje. Se sienta en el tabernáculo de las ofrendas y escribe un bosque de señales con el pulso de su ardiente temperatura.

Es lo que ha hecho Eduardo Chirinos –paisano y amigo)- con su libro “No tengo ruiseñores en el dedo” (Pre-Textos, Valencia, 2006), objeto que contiene cuarenta y cinco conjuros o parábolas donde el amor se adensa y la carne se hace verbo: “Mientras duermes mi mano/ escribe sobre tu cuerpo/ una palabra.// Y al escribirla tiemblas/ como una hoja en el invierno.// Cuando despiertes mi mano/ habrá borrado esa palabra.// Entonces será tuya” (p. 22). Salmos al cuerpo, pero también a la encantación de las palabras: “Debería existir en el diccionario esa palabra: / vetustedades…” (p. 33). O también: “Pero son tus palabras las que vuelven./ Palabras que alguna vez dijiste/ y vuelvo a escuchar en el silencio” (p. 27).



Hay, además, abordajes a la muerte, paisajes norteamericanos, al hijo del Hombre, recuerdos del padre, autorretratos de su heterónimo que acaba de cumplir 25 años… Chirinos es un poeta que cuenta cómo descifró el purísimo cántico de los ruiseñores. Por ello -ahora que aprendió a cantar- se ofrece al mundo, conmovido de amor, pero con los ojos bastantes para ver las piedras pequeñas y los trompos de fuego de la existencia humana.



Alfredo Pérez Alencart, Pilar Fernández Labrador y Eduardo Chirinos , tras un acto en la sala de la Palabra(20 de mayo de 2006)


ALFREDO PÉREZ ALENCART: ENTRE LO SAGRADO Y LO PROFANO

(Eduardo Chirinos)

Una vez, caminando por las calles venerables y contrarreformistas de Salamanca, Alfredo me señaló la placa de un antiguo convento, donde se leía “Madre de Dios”. Se trataba, sin duda, de una de las muchas hermandades religiosas que laboran o se recluyen en esta ciudad de piedra. Pero en ese momento sentimos el calor del trópico calentando las aguas míticas del Amarumayo (“Río de la Serpiente”), las calles barrosas y húmedas de Puerto Maldonado, los sueños de tantos que abandonaron sus lugares para probar suerte allá lejos, donde habitan el pecarí y el jaguar.

Entonces entendí que esa modesta placa era la cifra de la vida y la obra de este abogado y poeta peruano que ha hecho de Salamanca su querencia y de Madre de Dios el entorno mítico de su vida. Ambos lugares representan  la fatal escisión entre el hombre y Dios, y entre el hombre y la naturaleza.

Esta doble escisión es, en la poesía de Alfredo, esencialmente religiosa. Pues la palabra religión no viene, como muchos quieren creer, de “religare” (lo que une lo humano con lo divino), sino de “relegare” que alude a la escrupulosa separación entre lo sagrado y lo profano. De esta conciencia nace la mejor poesía, aquella que revela el deseo por indagar los límites de nuestra condición humana.





ANTOLOGÍA. TRECE POEMAS Y UNA CRÓNICA DE EDUARDO CHIRINOS





ESTAS PALABRAS

Te  regalo estas palabras.

El mar dijo en ellas lo que tenía que decir,
duplicado el cielo y el sol
siempre tan lejos de los árboles.

Te regalo
los árboles, con sus ardillas y sus hojas
que conversan en silencio.

Te regalo el silencio. Los vastísimos
silencios que recorre la luna. Te regalo
la luna, los cinemas, los espejos, los
acuarios te regalo

los cuartos del amor. Los oscuros
cuartos del amor donde se olvidan
y renacen las palabras. Te regalo

estas palabras.



Dedicatoria de E. Chirinos




CUANDO NOS RONDA LA MUERTE

Un león llorando
tras las naves incendiadas. El fuego
del incendio.

¿Qué león?, ¿qué naves incendiadas? Toda

separación es muerte: la carne
que amamos, los ojos, los cabellos,
la deseada piel. El tiempo

nos expulsa de lo que alguna
vez fue nuestro. El tiempo
incendia, el tiempo desvanece.
Y el poema dice su verdad.

Aunque nunca lo escuchemos
el poema arranca nuestros ojos

y dice en voz baja su verdad.





DERROTA DEL OTOÑO

Aquí no es bienvenido el otoño.
Nadie lo espera
a la orilla de ningún río melancólico
que esconda en su cauce los secretos del mundo.
El otoño reina en otras latitudes
Allá lejos, donde los ciclos se cumplen, allá lejos
donde envejecen y renuevan las metáforas.

(El sol se hunde en un verdoso charco
donde flota, solitaria, una hoja de laurel).

Pero esta tarde no ha llovido. Las hojas
se aferran a sus ramas,
heroicamente luchan contra el viento
y en la noche celebran la derrota del otoño.

No saben que las hojas que caen son las escritas
y el árbol un seco y callado poema sin estrías.



Dedicatoria de E. Chirinos 



EL AMOR Y EL MAR

A Jannine

Un silencio antiguo, sin tiempo, entre las ondas

Vicente Aleixandre

1

Debo aproximarme a una puerta silenciosa
y abrirla cuidadosamente.
Cuan inútil la experiencia, los años revueltos como plumas
desgajadas de un ave,
las sucias escamas que ocultan la delicada piel.
No plumas ni escamas.
No piel.
Sólo ojos brillando en medio de la noche
y un cuerpo núbil sobre la alfombra roja.
(¿Qué hace un cuerpo núbil sobre la alfombra roja?)
El viento esparce las cenizas del amor.
Dibuja apagadas estrellas, agujeros astillados,
largas salmodias donde un nombre obstruye para siempre la salida.

2

Contemplar el mar es contemplar un larguísimo reproche,
humedecer los ojos con palabras que el tiempo no destruya
y disponerse a soportar el peso amargo de los años.
Escuchar el mar es escuchar un antiquísimo lenguaje.
Su espuma es el vértigo,
la vana transparencia que enloquece de amor a los amantes.
Me has dado ojos para ver la transparencia
porque el mar es también una larguísima caricia.
Lo supe en prolongadas tardes de silencio y desarraigo,
tardes en que amor y soledad no eran sólo dos palabras
sino un vasto paraje que sólo admitía tu presencia.

Para llegar a ti he tropezado muchas veces.
Noches enteras contando uno a uno tus cabellos,
besando con unción la punta de tus pies, imaginando
tu rostro en el rostro de todas las mujeres, tu voz
en cientos de bocas y labios inútiles.
Es tu voz la voz del mar, la voz que me llama desde dentro
con sus abismos y profundidades
con sus peces y sus olas y sus islas desiertas.
Es tu cuerpo
el que me llama y me resarce del error.

Para llegar a ti he tropezado muchas veces.
Noches enteras pronunciando un nombre, y era el tuyo.
Noches enteras acariciando un cuerpo, y era el tuyo.
Años desgajando con paciencia las plumas de un ave
para caminar sin rumbo hacia una puerta
sin saber que tú eras esa puerta.
El antiguo silencio que aún me habla entre las ondas.




DE LA PERDICIÓN POR LA POESÍA

Tantas veces me he llenado la mano de ti, y tú
fuiste como sueños poblándose, fantasmas
danzando frenéticos y ebrios en la página
hasta hacerme reír,
hasta hacerme reír,
porque nunca pude llorar en tu figura.
Porque además de un sueño
fuiste también una figura: tus ojos
para siempre borrándome, tu lengua
fugaz como ramalazo de lo eterno, tu voz
tan débil tan débil golpeando esta página
hasta rasgarla. Hasta salir de mí.

Ah, si tan sólo escuchara tu voz.

Pero nunca me dirigiste la palabra
y lo que hubiera sido un gran amor
fue sólo un beso furtivo, un abrazo en penumbra,
un silencioso dolor del cual nunca fui culpable.

No te he perdido porque nunca te tuve.
Detrás de cada palabra te oigo sollozar.



Dedicatoria de E. Chirinos 



LA TRAMPA

unidad anterior a toda cosa
Sinesio de Cirene

Tu espalda para apoyarla con la mía
y no volver atrás para buscarte.

Ser lo que fuiste si alguna vez lo fuimos.
Ser tu adelante, pisar donde tú pisas,
respirar tu aire.

Acunar cada vocal bajo la lengua, cada sílaba
de carne que la oscuridad nos tiende
como una trampa
que sabe aguardar lo que le está destinado.






DANZA DEL VIENTO

(Anónimo. Barbería, c. 1300)

Ayer mientras te esperaba
me herí con un cuchillo

La sangre veló tu espejo de plata
marchitó las cuerdas del rabé

No viniste a restañar la herida

Alguien
(hombre o demonio)
golpeaba tercamente el atabal

Sólo vino el viento
el solitario
y triste viento



Salamanca, de Carlos Contramaestre



NO TENGO RUISEÑORES EN EL DEDO

Deja el aire su aliento. Brilla
bajo una luz más pura. La lengua
se condena a la voz
y así nos sobrevive: húmeda y silente
con sonidos de pájaros aullando, como barco
perdido en un mar de palabras. No

sé qué cantar. Soy los otros. Espero
que los otros sean yo. Como los árboles.
No sé qué cantar.

No tengo ruiseñores en el dedo.





Carlos Contramaestre, Miguel Cabrera y Antonio Claros, (Foto de A. P. Alencart, Salamanca 1991)




EL CENTINELA

Qué silenciosa catástrofe detenida
por el inescrutable ojo del espacio
rige este equilibrio?

ANTONIO CLAROS


1

El albo tañedor de campanas anuncia la nueva entre sollozos.
De remotas comarcas acuden peregrinos,
multitud de harapos invaden plazas, duermen en las calles,
hurtan reliquias de los templos.
Los más jóvenes rodean el altar y contemplan absortos
un sueño de siglos, los ancianos hablan de una época anterior a nuestros padres,
hombres piadosos que ofrendaron su carne al vientre de los buitres y los cuervos.

Homero versifica en la metralla.
Su treno doloroso estremece los muros,
rezuma el hedor que atormenta a los soldados vencidos.

(El hedor viene del mar.
En las bodegas se pudre el cargamento,
cadáveres rociados de ron con pimienta y galletas de jenjibre.
Una mujer enloquece aferrada a un cadáver,
escarba con las uñas restos del naufragio
y besa con ardor la niebla que despide su boca.
El viento desordena mástiles y jarcias, remolca áncoras
de bronce, arruina el eje del timón.
El viento huele a herrumbre de cuchillo,
a lóbregas ratas que devoran remos y cordeles.)

...

Torvos mesías han vuelto para engañar incautos.
Pescado les ofrecen,
multiplicados panes que desgarran el cuerpo y el espíritu.
Sus fieles desprecian vitrinas, profanan monumentos,
orinan al pie de los semáforos.
El agua y los gases los devuelven al sueño,
a la vana mansedumbre que precede al odio y al rencor.


2

El albo tañedor de campanas ha muerto.
El silencio es ahora una luz interminable,
un vago consuelo que nos exime de culpa y nos aleja para siempre del dolor.
¿Sabe la culpa que sola engendra pestilencia,
que detrás de cada cuerpo se agazapa el rostro del dolor?

Los barcos han sido tragados por las aguas.
Nada queda del glorioso maderamen,
sólo nuestros ojos anuncian el fin de la estación violenta.
Sólo nuestros ojos
detienen la catástrofe que rige desde siempre este equilibrio.


Carta de Eduardo Chirinos a Jacqueline y Alfredo Pérez Alencart


SOBRE FRAY LUIS DE LEÓN

Buen lector de Fray Luis y de Darío. Tras leer y decantar ‘En la Ascención’, del conquense de Salamanca, no duda en acometer su propio poema, con el mismo título y cinco versos del catedrático salmantino como pórtico. Lo mismo ocurre con Darío y el poema que Eduardo escribe, ‘Canto de esperanza’, con dos versos del nicaragüense presidiéndolo. Claro en ambos textos los versos expresan sentidos disímiles a los originales. Ello no es óbice para que Chirinos, en su artículo ‘Queremos tanto a Darío’, deje constancia de la “enorme simpatía y veneración que le profeso”. Volviendo a Fray Luis, el limeño confiesa una curiosa anécdota, anotada en su artículo ‘Querinto y las Nereidas”: (…) “En estas distracciones me hallaba cuando, revisando la edición crítica de Oreste Macrí de las Poesías de fray Luis de León, me topé con un hermoso poema titulado «Las sere­nas». En él, el sacerdote agustino recurre a ejemplos de la historia y la literatura clásica para aconsejar a Querinto la imitación del «alto griego» (se refiere a Ulises, quien «no aplicó la noble antena / al enemigo ruego / de la blanda Serena»). Fray Luis también soñaba con las sirenas, pero les atribuía una ponzoña que podía devastar, como Dalila al gazano San­són, el alma de su amigo Querinto. ¿Y quién era este oscuro personaje? En los comentarios de Macrí se lee que mientras Francisco Rico especula la castellanización del latino «Cerinthus» del poeta Tibulio, Coster sostiene que el verdadero nombre de Querinto fue «Chirinos». Sorprendido y halagado por la suposición de Coster (que me apresuré a considerar la verdadera) releí los versos de fray Luis y acto seguido redacté este poema”:






OJOS DE SIRENA

Huye, que sólo aquel que huye escapa
Fray Luis de León, «Las Serenas»

El buitre hunde sus garras en un polvo de huesos
y nada levanta salvo un aire fétido,
el blanco aire de la muerte que ahora respiro.
He venido huyendo de una hermosa voz que me arrastraba
y me abrazo a esta roca como el niño al seno de su madre.
El resto es agua.
Círculos de espuma donde navegan los muertos,
cadáveres de una atrevida y gloriosa embarcación.
No me he cansado de invocar a los dioses.
Sólo aguardo con paciencia la llegada de la muerte,
el ansiado remolino que me hunda en las profundidades.

Ninguna ninfa me ofreció su velo, ningún dios
me señaló el camino de una ilustre y venerable vejez.
Sólo veo la playa donde murieron los otros,
los bravos marinos que inclinaron sus naves
y endulzaron sus oídos con el relato de una guerra que odio.
Ninguna nube me ofrecerá su sombra.
Veo con alivio al buitre que se acerca, amenazante y sin miedo.
Antes de morir veo en sus ojos
los tristes ojos de una hermosísima sirena.





RECUERDA, CUERPO

Los ojos que te miraban. Los oscuros
ojos que te miraban.
La sangre enardecida sobre el papel
pintarrajeado de estrellas. El hijo

del hombre imparte adivinanzas
en el templo. Nunca

supe la respuesta. Bajo su sombra
he vivido, bajo sus ramas
entendí que lo mío era callar.

Recuerda. Una bandada de pájaros
huyendo y de nuevo el placer con sus
mañanas y sus costas, su avidez

de muerte. Sus ojos que te miraban.
Que no te mirarán más.




 Dedicatoria



EN ESTE BARRIO OSCURO

Cementerios a la vuelta
de la esquina.
Relojes
que dan la hora en trece lenguas.

La nieve de los cuentos.

Y sobre todo el frío. El miedo
a caer en este barrio oscuro.

La indiferencia de los gatos.

Niños que señalan con el dedo
y esperan a que caiga.

Que de una vez por todas caiga.





UNA HOJA EN EL INVIERNO

Mientras duermes mi mano
escribe sobre tu cuerpo
una palabra.

Y al escribirla tiemblas
como una hoja en el invierno.

Cuando despiertes mi mano
habrá borrado esa palabra.
Entonces será tuya.



Carlos Contramestre y su sobrino José Alfredo (Salamanca, noviembre de 1996)



CON CARLOS CONTRAMAESTRE EN EL EXPRESO A CÁDIZ

Conocí a Carlos Contramaestre en el expreso que nos llevó de Madrid a Cádiz una noche de mayo de 1987. Habíamos sido invitados por el Excelentísimo Ayuntamiento para parti­cipar en las Terceras Jornadas Culturales Iberoamericanas, donde debíamos dictar sendas conferencias. Pero ya había­mos sido presentados. Dos semanas antes, en el local del Instituto Salvador Allende, el poeta chileno Sergio Macías me señaló a un hombrecillo de unos cincuenta años, barba entrecana sin bigote, nariz curva y ojos pequeños. Le estreché la mano diciéndole dos o tres palabras convencionales que — como era de esperar— no obtuvieron respuesta. Recuerdo que me hizo gracia su apellido y le pregunté a Macías si acaso no era un pseudónimo. Respondió negativamente y me acon­sejó que si tenía algún tiempo lo fuera a visitar a la embajada de Venezuela, donde trabajaba como agregado cultural.

No volví a verlo hasta aquella noche en la estación del tren. Estaba sentado sobre una enorme maleta, completamente ido y solitario. Entonces volví a presentarme y creo que le alegró saber que seríamos compañeros de ruta. Aquella fue una noche memorable; Carlos dejó de lado su tristeza y man­dó traer varias botellas de vino mientras intercambiábamos ideas y opiniones sobre la poesía venezolana y la peruana. Así supe del humorista y provocador Aquiles Nazoa, del políglota suicida José Antonio Ramos Sucre, del toscano-caribeño Vi­cente Gerbasi, del enigmático y silencioso Rafael Cadenas. Pero, sobre todo, supe de Carlos Contramaestre. Escuchán­dolo me di cuenta de lo que años más tarde confirmarían sus amigos: que Carlos era un mito viviente en Venezuela, un poeta-brujo fascinado por la belleza de la podredumbre y la sabiduría popular, un pintor que ha sabido ir más allá de la pintura para mostrarnos el escandaloso revés de la bondad humana. El hombrecillo enfurruñado que me presentara Macías en el Salvador Allende era en realidad un fauno cuya vitalidad —nunca empañada por el alcohol o la tristeza— podía resultar amenazante lo mismo para un sistema social que para la remisa virtud de una mujer.



Había nacido en Tovar, estado de Mérida, en 1933. Si he­mos de creerle a sus poemas pasó la infancia en la «Posada del Centauro», pensión fundada por su madre para albergar a sus numerosos hijos y también a los mejores tahúres, a los más nobles estafadores, a los payasos que siempre fracasan y a los fotógrafos más pobres del mundo. Así, este hijo de Maximina Salas se hizo médico, ejerciendo en los más remotos pueblos y villorrios de su país.

A comienzos de los años sesenta, Venezuela vivía un esta­do de violencia generalizada: las acciones guerrilleras de las FALN, la represión policial, el shock de la revolución cubana y, sobre todo, el fin de la dictadura de Pérez Jiménez con el súbito ascenso de una burguesía enriquecida por el petróleo, eran las notas dominantes. Entonces Contramaestre dejó sen­tada su protesta: el 2 de noviembre de 1962, en la calle Villaflor n.° 16 de Caracas, inauguró su célebre Homenaje a la Necrofilia con obras como «Erección ante un entierro», «Lamedores de placenta» o «Proyecto de bragueta y catafalco». Mostrar tripas sangrantes, mortajas, imágenes de descomposición cadavérica acompañadas de textos como el del doctor Kraft-Ebbing so­bre Monsieur Ardisson (quien desenterraba cadáveres de mujeres para practicar con ellos el succio mamae, el cunilinctus y otras profanaciones) tuvo un efecto tremendamente provo­cador. Pero muy pocos entendieron que la acusación de Con­tramaestre iba dirigida contra el irrespeto social que merecía la vida humana en aquellos años. Por eso fue detenido por el Ministerio de Salud, que lo expulsó de su cargo, prohibiéndo­le para siempre el ejercicio de la medicina.

Libre del compromiso profesional, Contramaestre dio im­pulso al grupo vanguardista «El Techo de la Ballena» y a sus investigaciones sobre la cultura popular hispanoamericana. Su libro La mudanza del encanto es una varia lección sobre satanismo, bestiarios americanos y europeos, conjuros popu­lares y juicios de la Inquisición sobre brujería. No se trata de la investigación de un científico social, sino de la visión de un poeta y artista fascinado por el folklore americano y la icono­grafía surrealista, por la cual siempre se sintió atraído.

Llegamos a Cádiz a la madrugada del día siguiente y me regaló como recuerdo de aquel viaje un ejemplar de su poe­ma «La Torre de Babel», de donde extraigo estos versos:



No creo en los duendes y menos en los aparecidos
Enloquezco en los ascensores y en los potreros
Acaudillo soles perdidos
Y entrego mi alma al diablo.

A veces me pregunto si se la habrá devuelto.





Posdata. El 29 de diciembre de 1996 murió Carlos Contramaestre. No volví a verlo desde aquella noche en que me despidió para siempre de Madrid en un restaurante griego. Corrían los calores de 1987 y yo debía regresar, sin demasiados ánimos, a Urna. Desde entonces nos carteamos con cierta frecuen­cia, pero alpoco tiempo le perdí el rastro. No podía saber que había sufrido una afasia nominal que trastornó su relación con el lenguaje y lo obligó a conocer a plenitud el silencio. Pero podía imaginar a Carlos sobre el techo de la ballena, navegando por los mares del mundo y deteniéndose en las Columnas de Hércules para dejar grabado este graffiti: «Uno saca su ataúd para habi­tuarse al resplandor de la nada».

Un día recibí noticias suyas. Por correo me llegó a Bayard Street “Cos­tumbre de piedra” con una dedicatoria apenas legible en la que recordaba nuestra amistad y hablaba de las cartas como «ventanas del tiempo». Esa carta-dedicatoria estaba fechada en la ciudad de Salamanca el 11 de noviem­bre de 1996, y me había llegado los primeros días de enero. Ahora entiendo que esa última ocurrencia era un deseo de asomarse, una vez más, a las venta­nas del tiempo para darle la espalda a la muerte.







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