sábado, 18 de septiembre de 2010

1171.- ELIDIO LA TORRE LAGARES


ELIDIO LA TORRE LAGARES es escritor, editor de libros y profesor de literatura de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha publicado los poemarios Embudo: poemas de fin de siglo [Edición de autor, 1994], Cuerpos sin sombras [Isla Negra Editores, 1998] y Cáliz [Terranova, 2004]. Tiene un libro de cuentos, Septiembre [Editorial Cultural, 2000], y dos novelas, Historia de un dios pequeño [Plaza Mayor, 2001] y Gracia [Oveja Negra, 2004]. Sus tres libros de narrativa han sido premiados en Puerto Rico. La Torre Lagares ha sido incluido con su narrativa en diversas antologías, como la de la Literatura puertorriqueña del siglo XX: Antología, publicada por la Universidad de Puerto Rico, y en Pequeñas Resistencias 4: Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño, publicada este año por Editorial Páginas de Espuma en España.



PÉRDIDAS

admiro un remolino de hojas
que barre la acera
cual falda de bailarina

el árbol desnudo
permanece impávido
insufrible, indoloro

las hojas se alejan

el árbol, es obvio,

no las extrañará:

no tiene recuerdos
pese a que se hace en el tiempo

el árbol, he de decir,
no sabe poesía

es condición del lenguaje
evocar una ausencia:

la poesía es la memoria de las palabras

el árbol, seguro,
no tiene necesidad
de reparar por sus pérdidas






[mabón]

flamboyán de ceniza, eco del fuego,
leso misterio de la despedida
flama boyante del viento que es viejo
simetría inválida de mi cuerpo
lacra mutuante del agua pasada
la impedancia entre el entorno y el alma
el fuego encrestado encora el canto
y en mi piel se apagan viejos luceros
aquí se acaba la carne; se acaba,
pero la voz se criba entre los versos
avejigada en las grutas del tiempo
el maná falaz desecho en mi boca
como mentiras de azúcar y hojaldre
se imposibilita entre las estrellas

las constelaciones son jedas vacas
las constelaciones, mi verbo en gueto
piedra de ílice, alúmina y flúor;
amarillo alfeñique del mismo sol
baile ritualista por los desiertos
de las palabras pronunciadas muertas
y arrojadas con estolidez fatal
para estiomenar el centro del pecho
como un responso clavado al aliento
los días se ensanchan hasta reventar
como muertos solos a la intemperie,
el bilioso amargo de la imperfección
el tiempo geminado en noche y día,
su gas desgastado en el largo viaje

el mar embiste y desgasta la isla
la isla se encoge, degusta el espacio
el espacio se reduce y te ahoga
la fe de despertar sostiene al hueso
la niebla fecunda la curiosidad
y de pronto el corazón tiene alas
mañanas irisadas por la ilusión
como la blanca ceguera en los ojos
por los fines y confines del sinfín
por donde se encenaga un hambre buena,
la misma hambre de las rosas
el camino es largo y no, no se acaba
pasos y versos, marcha y poema
me levanto de un recuerdo, emerjo

innominable ecuentro con mi sombra
bajo una ingente lucerna de cos,
por donde pasea el otoño vago
mientras deshija la mansa arboleda,
como quitarle el vestido a una mujer
inoculada con tersas palabras,
a quien se le versan dulces encantos
para regalarle el temblor glorioso
mi rostro intrágico no desfigura
sólo busca la serpiente de agua
mi mirada navicular se arrastra
la luna equinoccial se pluraliza
la fiesta del maíz y el vino empieza
revivo en la ánfora de una musa.

Dédalo, róbalo,
atardecer índigo
la lluvia aplasta el rumor tácito
de las penas sin péndulo
vestidas de sándalo
la soledad se ha puesto tu traje
y me hace un mendigo
pétalo ácido
vuelta sin círculo
que a veces me besas
y a veces me salas
me complicas en un páramo
dedal de ortigas
veneno íntimo
bésame a veces
cuando no, también
¿quién campanea en tu crisálida?
mi mar se muere a tu puerta
lamiente libélua
crápula y lívida
esta tarde tísica
se fuga por un ojal
tálamo pútrido
tornasol vértigo
has de mi risa un rosal de razones
encuentra mi sombra
junto al árbol de ceniza
soy el esqueleto
que en espera de tu verbo,
se quedó sin carne
soy la fe de parafina
soy la ostia mustia
y un arco iris asesina mi corazón.

fragmento

VI.

La noche giraba como un vasto domo
sobre mi cabeza
donde la luna irradiaba como
un osario de platino.
Sombras poblaban las calles
cual fantasmas viajeros
por esta ciudad
de caricatura en carboncillo.

A final,
mi cáliz espera
una
vaga lepra del alma.

Una mujer pasó por mi lado
pero sus ojos estaban perdidos
en la enajenación de la soledad.
Su traje parecía flotar
sobre la acera.
Llevaba flores en las manos
que no despedían aroma.

Ella no me miró.
O no me vio.
No supe quién era el muerto.






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