martes, 30 de mayo de 2017

JOTA SIROCO [20.162]



JOTA SIROCO

Nació en Guadalajara, España, en 1949. Se trasladó a Sevilla diez años después. En esa ciudad consiguió la Licenciatura en Filología Hispánica y entró en contacto con distintos grupos teatrales y poéticos. Desde 1977, juntó su tarea docente como profesor de Lengua y Literatura Españolas con la labor de poeta, escritor, actor y autor teatral.




"ALGUIEN TENDRÁ QUE DECIR
LA VERDAD AL AMOR"

Por eso, insisto,
alguien tendrá que cantarle al amor
la verdad del barquero,
la que murmura a voces
que sólo existe la orilla que se aleja,
que hay mar de leva
y que los tiburones
huelen la claridad
y la sangre
a través del fango,
habría que decir
que se ha tragado el tiempo
más cuerpos que la dinamita.
Alguien tendrá que sacarle
los colores
al amor
que no es rojo pasión
como pintaron,
que es rojo de vergüenza
y amarillo quizá
como bandera vaticana,
azul como el olvido,
verde
como el pensamiento nocturno
de los viejos.
La línea escurridiza del deseo
limita al norte con el corazón
y al sur con el silencio,
no hay dios ni ayuda que pueda detenerlo.
Se engancha en el proyecto de veladas caricias,
le enerva una voz,
le quiebra una mirada,
le distrae un murmullo,
le sobresalta el roce de una tela.
Aquellos que se ríen del deseo
soportan la cadena de la soledad
y quienes no sucumben en sus brazos
guardan la pena eterna de su ausencia.
El deseo
no tiene edad,
ni sabe de perdones.




I

Yo soy un hombre 
que olvidó los principios, 
pues como bien  sabéis 
siempre estoy en las últimas. 
Quien quiera que me compre, 
porque ahora ando de saldo 
como un CD pirata, 
y con cuarto y mitad de un mal  soneto 
voy,  cojo y me conformo. 
Si sabéis esperar, 
si no os entran las prisas 
de comprar un poeta 
a bote pronto, 
debo advertiros, 
mis queridos obsesos de la rima, 
que en enero me ponen en oferta 
dos por uno: 
“Tristezas escogidas” 
y un fascículo 
de las obras completas 
de Pemán.




   
II

...¡Por Dios no me interrumpa 
que estoy serenamente 
mirándome el ombligo. 
Con más exactitud: 
Estoy haciendo un Master 
sobre la soledad. 
Ando a la busca 
de un frenético fitness 
en donde endurecer, 
aún más si cabe, 
la recóndita 
enredadera del cerebro.





III

Hace tiempo que tengo, amigo mío, 
el pensamiento vago, 
tirado a la bartola, 
en paradero más que desconocido 
y para despertarlo 
me aposto en las esquinas más infames, 
en los fondos del vidrio, 
como una padre-coraje de la idea. 
Mas... se esconde el cabrón 
donde a nadie le importa. 
Tal vez se ha acomodado 
en el dulce agujero de una ninfa, 
o en el zulo de oro de Manhattan, 
(Antes del 11-S se comprende)


  

IV

Me han descontado en nómina un relato, 
me han devuelto en hacienda un verso libre, 
me ha recetado el médico un soneto, 
ha tenido el psiquiatra un gran detalle: 
Extraerme por via intravenosa 
los versos juveniles de Cernuda. 
...Y es que la vida, amor, 
es literaria. 
El vecino del 4º por ejemplo, 
que no entiende de letras y es “fabeto”, 
estrena cada noche una tragedia, 
donde al final, 
no importa desvelarlo, 
va y mata a la mujer 
...porque era suya.




V

Ayer me fui a un casting de poetas 
¡cosa tan seria, amor! 
Andaban por allí: 
el pedantón añil de barba egregia, 
el Che de cubalibre y barrafija, 
la rubia dulce-musa-siempreapunto 
y el llorador de lunas, 
en vías de extinción como los patos. 
¿Tú qué pintas aquí? —me preguntaron— 
se te nota en la cara que no sufres, 
que no mueres de amor, 
no gimes por olvidos, 
ni levantas banderas a los vientos, 
¿tú qué pintas aquí? ¡maldita sea! 
¡sólo quieres cargarte el chiringuito 
de la lágrima viva!, 
Yo venía, y ustedes me disculpen, 
...como el hambre no entiende de relojes... 
por eso del jamón de pata negra, 
pues anda quejumbroso mi esqueleto 
de tanta sinalefa a la parrilla. 
Debo decir que fueron generosos, 
me dieron al final una cuarteta, 
doscientos versos libres, 
tres canciones canallas 
y una flor natural de la marisma. 
Soporten con paciencia la postdata: 
... era la flor tragable 
¡voto a bríos! 
recocida en caldo de puchero.




VI

Quise ponerle un tanga a las ideas, 
viagra a las palabras más sencillas 
y el “tócala otra vez”, tan imposible 
como un Mc.Donalds en la Habana Vieja. 
¡válgame el cielo, no sé ni lo que escribo!




VII

Yo no soy un poeta, 
yo soy un ordenanza de adjetivos 
¡Y hay exigencias, oiga, 
que no cualquiera sirve para el puesto!

Llegan aquí jugándola al despiste, 
sin querer guardar cola, 
como me está ordenado 
y hay que decir : usted está en desuso, 
usted me cae más gordo que Stand Laurel.

En fin que no es tan fácil esto, 
que es este santo oficio 
tan frio y tan cruel como el del prestamista, 
y guarda mas mafiosos que Sicilia. 
En fin... 
que no sé si me explico.





Abecedario de zombis… de andar por calles

Jota Siroco

Prólogo. Sevilla, como todas las ciudades europeas, se ha llenado de zombis. Hay uno/a en cada esquina, cientos en cada parque, miles en las apestosas estaciones de autobús y algunos más desperdigados por iglesias, mercados y bares. Huelen a vino amargo, a soledad y a furia. Huelen a sudor compacto y meado seco. A semen ajado y a flujo de olvido. La mitad están locos por los malos sueños, los helados recuerdos y la escasa comida regada con “donsimón”. La otra mitad perdió la cabeza, los dientes y la memoria atrapada en papelinas y dulces baratos. Cuando caen la noche y las fuerzas, se soban en los callejones como los perros, en los tejados a punto de hundirse como los gatos y bajo los puentes de todos los ríos como las ratas. Al amanecer no matan al cuerpo que compartió su noche, porque durante el día van a necesitar de sus insultos y de su violencia para sentirse vivos, pero se apartan dejando un rastro de podredumbre y leche amarga, a veces de sangre, siempre de blasfemias. Se inicia una procesión de monstruos famélicos e insomnes por los bares donde alguien dejó un café pagado, por las capillas de las viejas misericordiosas, por las mugrientas sombras de los maricas y, ya resucitados, rebuscan en la bolsa astrosa las cuatro monedas de cobre, que aún huelen al atún barato de la cena, para comprar el vino agrio, que les hará respirar durante todo el día y que les hará dormir y morir en los parques hasta que viva la noche. Sevilla, como todas las ciudades europeas, está llena de zombis.

Sólo le queda voluntad para perseguir impertérrito a los negros, chinos y eslavos que pululan despistados por la zona y que se llevan el consiguiente e inesperado susto.

Ágata tiene el culo como un pandero mauritano, debido a las doce horas que cada día pasa sentada frente a la basílica Macarena, repartiendo romero y pidiendo alguna moneda para poder vivir. Si llueve allí está Ágata cubierta con un plástico o con un paraguas con más goteras que las uralitas de El Vacie. Si el sol es de justicia, como suele serlo en verano en Sevilla, cubre sus espaldas con unos cartones… que a veces hablan de Marina d’Or. Se levanta, pesada como un elefante, para comprar unos dulces de chocolate que llenan sus dedos de noches. Ágata, si alguna vez fue joven, tiene cargados los ojos de desiertos y distancias. Cubre su pelo, que aún le queda algo, con un pañuelo negro, hoy gris. Los turistas la miran y pasan de largo, los feligreses la miran y pasan de largo, el tiempo la mira y pasa de largo. El milagro a veces se produce y entonces, un guiri de corazón coge el romero de la buenasuerte y a cambio le entrega una moneda de dos euros. Ágata lo agradece en un árabe gutural y olvidado, mientras mira el metal con la misma intensidad que de niña veía amanecer en el desierto.

Benjamín, que no se pronuncia Bényamin, como hacen los modernos, ni Ben-Ben, como lo harían los tartajas, sino Benjamín, con jota y acento en la i, no carga fronteras en la chepa, principalmente porque nació por los arrabales de la Trinidad. Yo no sé si de niño era tan feo como ahora, aunque la fealdad, salvo excepciones, crece con los años, pero sí sé que se educó en los salesianos donde aprendió a unir las manos en forma de plegaria, a mirar teatralmente a los ojos del posible donante y a bisbisear una especie de ininteligible demanda. Benjamín, insisto: con acento en la i, merodea también por la Ronda, San Gil, el Arco, la muralla, concorvado como le decían a Ruiz de Alarcón, exagerando la miseria y manteniéndose milagrosamente en pié sobre sus alámbricas piernas. Sólo le queda voluntad para perseguir impertérrito a los negros, chinos y eslavos que pululan despistados por la zona y que se llevan el consiguiente e inesperado susto. Yo creo que Benjamín es un zombi que no necesita demasiado las limosnas, que tiene un lugar donde cuidan su estrechez y su aparente hambre. A mí sinceramente me parece que no gasta mirada de necesidad, sino que está más loco que el Papa del Palmar y le ha dado la locura por ejercer de actor mendicante. Perdóneme el Altísimo si lo que digo no es cierto. Amén.

Catina podría ser una gitana del Albaicín o una morena de Romero de Torres para los billetes de cien. Pero Catina nació en los suburbios de Bucarest y sólo guarda en sus ojos el verde misterioso y turbio del río Dambovita. Llega temprano con sus bolsas cargadas de nada y se sienta, perdida la mirada y la sonrisa, frente al estanco de la calle Feria, donde la conocen y la llaman María, porque lo de Catina es demasiado extravagante para cualquier macareno que se precie. Catina hay días que tiene dos hijos, otros tres, a veces otro recién nacido, aunque sin visos de preñez previa, según sus necesidades de ropa y alimentos. Es mentirosa porque aprendió de niña que con la verdad no se llega a ningún sitio y con la mentira allá donde se desea. Yo la he visto salir por las mañana de las zahurdas del río camino de su “oficina” dejando atrás una astrosa tienda de campaña, un marido insomne, y demasiado joven para tanta miseria, y restos de albures junto a las orillas del Guadalquivir. Mal debe andar aquel infierno, para elegir este. ¡Que Dios nos coja confesados!

Dilan querría haber nacido en San Francisco que tiene más color y más banderas, pero la suerte negra o el destino infame le hizo salir a escena en la pequeña ciudad eslovaca de Vajnory. Calzóse el floreado sombrero de las romerías, la vieja guitarra con pegatinas de Bob (Dylan, por supuesto), el chaleco plagado de corazones y espejitos rojos, los vaqueros recortados sobre esas botas de cuero, que le regalara aquel berlinés loco que apareció un día por Vajnory. No puede recordar cómo aquella noche de verano acabó durmiendo en Sevilla, bajo las Setas de la Encarnación, junto a una pareja de rumanos que le invitaron a demasiada cerveza y a tocar en su guitarra canciones eslovacas. No puede recordar tampoco cómo amaneció sin mochila y sin el poco dinero que le iba a servir para llegar a San Francisco. Perdido en la ciudad desconocida, sin más patrimonio que su también desconocida música, hoy recorre cada noche las terrazas de la Alameda, donde canta lo que el alcohol le permite recordar a cambio de más alcohol y algún trozo de pizza seca. Sólo espera encontrar alguna vez a quien le despojó de su dinero y con él de sus sueños.

Edu es gordo como Gambrinus y por lo tanto, entre flatulencias, pide para comer. Lo malo es que lo poquito que puede recaudar, porque a la gente no le da ninguna pena un mendigo tan lustroso, se lo gasta en vino y así, dormido, se le pasa el día en un suspiro. Cuenta, aunque nadie se lo cree, como es natural, que es un refugiado político y que en su juventud luchó contra la dictadura de Ceauşescu (chochescu, que se decía entonces). Hoy, a 27 años de la ejecución de Nikolae y Elena, no se ha decidido a volver a Bucarest para gozar de la libertad y de las propiedades que confiesa tener. Ja. Prefiere tumbarse a dormir la mona en la puerta de mi casa, a mear entre los coches de la calle, a llamar “puta” a cualquier hembra que cruce su camino y su resaca. Un día se lo llamó a mi mujer y desde entonces a este gordo cretino, medio tonto o tonto y medio, me parece a mí que además un poquito carajote, pues cada segundo que pasa tiene el labio inferior más cercano al ombligo, le tengo declarada la guerra y le echo a patadas de su madriguera de estupidez y vagancia. ¡Que lo aguanten su madre y su patria! No tengo remordimiento alguno por estas palabras.

Frijolito y Caireles, Manué Caireles y Yésica Frijolito, son nudistas por devoción… y turismo. Naturistas por la gracia de Dios… y sin embargo en su desnudez portan una invisible pero perceptible vestimenta. Parece llevar Manué, sobre su engominado pelo negro, un sombrero grana con borlas verdes, que para sí soñara Lorca; unos zahones de cuero “repujao” con filigranas de la Axarquía y una chaquetilla negra a medio ombligo, que le da la prestancia necesaria para pasear en bolas sobre las dunas claras de la playa. Yésica, amarrada a su brazo como pulsera de oro, deja entrever sus curvas de aceituna a través de transparentes volantes, mientras cubre su cabeza con un pañuelo de seda malva con reflejos de estrella. Sólo sus pies desnudos ya dan envidia a la tierra. En verano, en Sevilla, como no hay playa, ni dunas, Caireles y Frijolito, aprovechando la ceguera de la luna, pasean desnudos entre las sombras de los Jardines del Guadalquivir. Son emperadores de bronce en este país sin reino y sin gobierno.

Gandhi en su extrema delgadez y en su extrema dignidad parece uno de los famélicos personajes de El Greco. Es de los pocos zombis limpios que pasean su soledad, su hambre y su locura por los alrededores del “mercao”. Pelo largo y lacio, perilla cuidada, pantalones oscuros a la cintura, camisa celeste abotonada en la nuez, paso lento, mirada al frente tras las rejas de los Perdigones. Nunca le he visto pedir, ni hablar, ni sonreír. Sí le he visto sacar con disimulo de su pequeña bolsa algunos restos de la comida que sobró en el albergue. A la sombra de las araucarias de San Pedro conversa con el hombre que siempre va consigo, sin mezclarse ni en las penas ni en las alegrías ajenas, mientras espera la hora de iniciar el regreso hacia ninguna parte. Gandhi, como su nombre indica, es la paz.

Hussein tiene la barriga como popa de mercante en la bajamar sanluqueña, mas no era así cuando cruzó la valla de Ceuta. En realidad de Chauen traía tripa de cuscús con cordero y té de cafetín. Vaya, que tenía el perfil de un espagueti. Pero se había dado aquí a la Cruzcampo y a las hamburguesas del McDonald. Cada vez menos hamburguesas y más Cruzcampo. De Alá le quedaba lo mismo que al Obispo de Sigüenza, por citar a alguno, y lo del Paraíso cada vez lo iba viendo más lejos, quizá por efectos del barrigón. Al principio recogía cartones. Después metal. Más tarde se dio directamente a la vagancia. Cuando salía del Mercadona, ni me miró. Colocó como pudo la lata de Cruzcampo bajo el sobaco, encendió un enésimo Marlboro, se rascó sin disimulo alguno los huevos y extendiendo su mano izquierda, como era su costumbre y mandaba el Corán, me dijo: Darme argo (sic). Le di las buenas tardes y me quedé tan pancho.

Ilenia, como todas las que llevan este nombre, vino del frío. Llegó a este país con un falso contrato de modelo y, como tantas, acabó de meretriz, que diría Umbral, o de puta, para entendernos, en una venta de la carretera de Madrid. Acabó treinta años después como gorrilla en las calles de la Macarena y cuando indica las plazas vacías a los automovilistas, lo hace como si paseara por una ya imposible pasarela. Habla un español duro y con demasiadas erres: “Tuerrrrce esquerrrrrda, ahorrra derrrecha, otrrrrro poco esquerrrrda. ¡Yastá!”. El “Yastá” suena a orden rusa y hay tontos a los que el tono les enfada. Ella ignora su incomprrrrrensible enfado y besa el euro que le dan, antes de guardarlo entre el secreto de sus ropas. Después, de su bolso de marca, tan ajado como ella, saca a escondidas la botella de vodka que le hace sobrevivir al hambre y a la desolación. A mí, como el Piyayo, “me da pena y me causa un respeto imponente”.

Jonathan no llegó en patera porque no huía de nada y porque tenía posibles para pagarse el avión. Jonathan, “la Monroe”, saltó el Mediterráneo desde Túnez persiguiendo los ojos verdes de un gitano que era “bailaó”, le dijo; que trapicheaba con telas, le dijo, y que le iba a enseñar el paraíso, le dijo. Pero en Barajas no le esperaba nadie y tampoco nadie respondió al teléfono. Ya en Sevilla supo que su duende era el niño de los Candela y que vivía en las Tres Mil. Cuando se acabó el dinero y cuando Jonathan, una vez teñido de rubio con agua oxigenada, de ahí lo de “la Monroe”, ya había aprendido a “montar a caballo” por bulerías, el patriarca le dio el pasaporte para el Pumarejo. Duerme allí su pena negra cada noche, sin más consuelo que el chute compartido y sin más amores que el de un majara obeso, que se lo cepilla sin pudor alguno en el frescor del amanecer. Quizá algún día, si Alá lo quiere, una patera misericordiosa lo llevará de vuelta a las playas de Túnez.

Ketty era zombi por tendencia, por generosidad y tal vez por vicio. Llegaba a la plazuela más limpia que una patena, bienoliente, cargada con bolsas de litronas para los colegas… Y barroca, como sólo en Sevilla se puede ser barroca: cubierta de abalorios de cuero y plata, embutida en un vestido negro semanasantero adornado de volantes casi gaseosos y con el rostro adornado de afeites como una dolorosa. Era llegar, desde su lujoso ático de Montesión, y toda la parada de monstruos empezaba en silencio a cantarle una saeta con la mirada. Ejercía su padre de notario en la villa de Osuna, con más duros que vergüenza, y la madre de notaria consorte, con más chulos que duros. La niña estudiaba periodismo, desde hacía diez años en Sevilla, pero a nadie le importaba un pimiento la casi eterna duración de la carrera. Y allí estaba la Ketty, ocho horas después de su aparición en escena, dando vaharadas de ron podrido, rota por todas las sonrisas de su cuerpo y todas las costuras de su alma, es un decir, volviendo un poco más agusanada a la podredumbre de sus literaturas. Yo creo que a todos en la plaza nos daba un poquito de lástima.

Pasan horas al sol, mirándose las caras y las piernas blancas, bañándose en la fuente, cagando en los rincones y, aunque la mitad son moros, bebiendo litronas a destajo.
Madame Citron, sin embargo, era una zombi buena y maternal. En los Carnavales de 1968 reptaba el frío como sangre de serpiente sobre el asfalto y era yo entonces hippy novicio que buscaba una guarida donde impedir a la noche humedecer mis huesos. Husmeando el rastro a un ejército de espectros de peor calaña si cabe que la mía fui a dar en las mismas fauces de la Gare de Marseille. Si mi aspecto era deplorable, no sé cómo podría calificarse el de la archicofradía de desastrados que allí encontré buscando cobijo de la soledad y el frío. Fue justo entonces cuando yo, híbrido de ibero y moro, descubrí la existencia real de otras razas: negros que ululaban de hambre y desconsuelo, chinos volatineros de misterioso insomnio, indios anónimos de interminables sagas y nórdicos borrachos huyentes de sus propios vómitos. Ni siquiera la barba a medio crecer, ni tampoco los largos cabellos que hacía tiempo dejaron el agua en el olvido, conseguían darme el aspecto de piojo resucitado que exigía el protocolo en aquella república de zampalimosnas. Avanzó solemne entre sus andrajos, hasta colocarse a mi lado. No olía a diablos la vieja, sino a diablos muertos. “Mon fils, je suis Madame Citron. Dort, dort. Rien de peur”. Hoy, sea cual sea la tierra donde repose tu irrepetible bondad, quiero recordar, Madame Citron, el harapiento disfraz con el que me salvaste el aliento sin aguardar siquiera a que te diera las gracias.

Navajita arrastra al amanecer su bonhomía y su iracundia por las estrechas aceras de la calle San Luis. Además de eso arrastra un carrito del Mercadona, “tuneao”, sobre el que transporta una enorme maleta, en la que no me extraña duerma cada noche, porque Navajita es mínimo como novicio de posguerra y, según cuenta, venezolano de los de Chávez, él dice del general Chávez, ascendiendo por su cuenta y riesgo al bolivariano. No me consta que defienda también a su sucesor, el del pajarito. Yo creo que no. Guarda sus principios revolucionarios con el mismo cariño con el que mima la pequeña navaja que pende de su cuello, en cuyas cachas lleva pintada la bandera de su país. Cuando nos cruzamos, todas las mañanas, yo en busca de aire fresco y él buscando casi insomne un café caliente, me mira, me señala con un dedo acusador y repite, quizá como consigna: ¡¡¡No te gusta la pobreza, eh, no te gusta la pobreza!!! ¡¡¡El lujo sí, eh, el lujo sí!!! Espera mi reacción, tal vez facciosa, apretando entre sus dedos la navaja y, como nunca pasa nada, sigue caminando hacia cualquier palacio de invierno que le dejen tomar. Cualquier día de estos…

Overbooking hay mañana, tarde, noche y madrugada en la Plaza del Pumarejo, epicentro de una perenne parada de monstruos. Llevan años allí. Generaciones. Siglos. Ya en los 40 los zombis quemaban grifa en esta plaza. Más adelante, entre el jaco y el sida, comenzó a ser un rincón peligroso y se fue despoblando. A sus habituales se les empezaron a caer los dientes, a caer el pelo, a caer los hombros y a caer los kilos. Los supervivientes comenzaron, en fin, a ser zombis como Dios manda. Ebrios de metadona, tintorro y hambre. Ebrios de peleas sin sangre, gritos fingidos y caricias robadas entre los colchones recogidos en la basura. Ebrios de inacabables calambres. Por las mañanas, cuando llegan los camiones de riego, levantan el campamento de cartones, mantas raídas, bolsas del Día cargadas de harapos, colillas a medio fumar y trozos de pizza… Y marchan hacia las orillas del río a refrescarse un poco, a recoger hierros y trastos viejos, a buscar un café “pagao” y a aburrirse hasta que llegue la hora de volver a su hogar de mugre y sombras.

Paca lleva veinte años viviendo en los albergues de toda la geografía española. De ahí su lozanía. Su metro ochenta y tantos nunca va solo, le acompaña El Fari, un rottweiler tan descomunal como su dueña. Como no puede ser de otra forma se ha convertido en la líder de ese grupo de zombis vagos que han tomado las mejores sombras del parque. Allí pasan horas al sol, mirándose las caras y las piernas blancas, bañándose en la fuente, cagando en los rincones y, aunque la mitad son moros, bebiendo litronas a destajo, sin tener en cuenta las leyes del Corán, ni las amenazas del mismísimo Mahoma. Cuba, mi perra, que es mucho más sensata que yo, cuando se acerca a ese reino inmundo da un prudente rodeo mirando primero hacia el grupo de engendros y después hacia mí, para comprobar que sigo vivo. Con eso de los pantalones de talle bajo, a la Paca, cuando tumba en el césped sus incontables kilos, se le queda medio culo al aire. Un culo de asombro y luna llena que a todos los borrachos les gusta sobar, como si fuera un pandero marroquí. Pero, amigo mío, cuando llega la hora de la sopa boba, allá que van en reata, como si hubieran sido más buenos que un santo de palo, a trajinarse sus dos platos, pan y postre. La Paca repite ración “que la pobrecita se quita la comida de la boca para dársela al Fari”, como dice el Hussein, que es su pelota en nómina.

Quiniela, en realidad “erquiniela”, tuvo un día un arrebato de suerte: acertó que el Barça iba a perder con el Getafe y que el Madrid no iba a pasar del empate con el Betis. Se corrió la voz y desde entonces recorre los bares de la Alameda rellenando boletos a los que creen en su buena mano y su flor en el culo. Ni él, ni nadie, se han hecho millonarios por su buenhacer, pero en su cabeza no dejan de aparecer milagrosos 1/X/2, que llevarán a la gloria económica a cualquiera de los que pongan en sus manos el porvenir. Lleva una maletita de ejecutivo, que encontró en un vertedero, y un traje de raída alpaca que alguien con buenos centros le regaló en el Jueves. Guarda allí su suerte esquiva y cientos de boletos, convencido de que algún día le despertará el sol del Caribe. Ayer le rellené una quiniela y me ha prometido que esta semana me va a tocar. Dios lo quiera. Amén.

Espero que no se canse de contar mentiras, porque a mí me divierte su imaginación y su aparente desasosiego.
Romualdín es un hijo de puta en el sentido estricto. Como dijera Valle, en su caso “no es un insulto, sino una definición”. Su madre, la Romu, ya ejercía el oficio en las lindes de la Alameda, allá por la calle Niño Perdido (un nombre por otra parte bastante coherente para estos trajines) durante la República. La Romu murió hace dos años dejando a su hijo el pisito que ella se ganara a base de, digamos, bastantes traspiés. Desde entonces el Romualdín, que ya va por los setenta, baja cada mañana a la plaza a tomar su cerveza y ¡qué remedio! a repartir tabaco en su particular patio de monipodio. Por eso al Romualdín le respetan. Pero para él… la canija del pelo naranja, el esqueleto vestido de camuflaje, el enano con voz de vicetiple, el majarón con la camiseta de Ronaldo, la gorda india, el yonki de la chilaba y el craso maricón calvo, no son más que una panda de miserables retales a los que no tentó la mano de la suerte y a los que la vida no pudo ofrecerles una madre puta y ahorradora. El Romualdín se siente afortunado y, mientras no le cojan, sigue cobrando la pensión de La Romu que en gloria esté.

Siroco siempre lleva un papelito en el que escribe indescifrables notas a las que llama poemas o retratos. ¡Sabe Dios! Se junta a veces con esa pléyade de zombis que pululan por el barrio, bulliciosos como cotorras argentinas, para sonsacarles sus historias, sus vidas y milagros, sus cortas alegrías y sus largas tragedias. Desde sus 60 largos y corridos te mira muy serio y jura sobre la Biblia que tiene más de media docena de libros publicados, además de otros tantos inéditos, que fue medio alcalde de un pueblo del sur, letrista de una banda rockera y que en su juventud fue amigo de Bonald, de Alberti y de Cela, el del premio. Que estrenó sus obras teatrales por media España y, en sus ensoñaciones, cuenta que hasta las representó en París, en Bruselas y que sólo por mala suerte o por la negra bicha del destino no las paseó por todos los rincones del planeta. Son hoy las calles macarenas su propio laberinto de la fortuna. Callejones flamencos en los que dice haberse encontrado con un tal Rinconete y un tal Cortadillo. Hasta a Machado dice haberse encontrado en el zaguán de Dueñas. Yo creo que está más loco que una cabra y que ya empieza a chochear. Sin embargo espero que no se canse de contar mentiras, porque a mí me divierte su imaginación y su aparente desasosiego.

T, U, V, X, Y, Z. Al Trampas, que no era de fiar como su propio nombre indica; al Urkiza, un vasco que tenía la ikurriña tatuada en el culo; a la Vizca (ella lo escribía así), que solía mirar mal a todo el mundo; al Xuxo, que sólo se alimentaba de esta mierda de pasteles y así acabó; al Yo, el tío más ególatra que he conocido y a la Zanta (lo pronunciaba así porque era de Sanlúcar), se los llevó la Parca y yo no me atrevo a hablar de los muertos. Toco madera.

Q.E.P.Descansen.





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