miércoles, 22 de febrero de 2017

R. RAYARÚ [19.963]

Foto: Teo Fagalde Robinson



R. RAYARÚ

R. Rayarù  [es el alter ego de Alfredo Luis Fagalde Astorga], nació el 7 de julio del año 1967, en Santiago de Chile. En el año 1992 escapa de su país, para radicarse en Valencia, España. Entra clandestinamente, sin dinero ni documentos para poder establecerse, solo con un puñado de sueños y tres cuadros de formato grande. Aparte de Chile y España, ha vivido en Estados Unidos, Suiza e Italia. Actualmente reside en la ciudad de Malmö, Suecia. Extracomunitario por opción política –no le queda otra–, ciudadano del mundo por elección. Apasionado del arte contemporaneo, musica de jazz, cine y literatura, trabaja como interior designer. Desde los años 90 hasta el 2006 ha desarrollado una carrera como artista plástico, realizando exposiciones personales y colectivas de pintura, instalaciones y video–instalaciones. Ha expuesto en galerías de arte en España, Italia, Chile y Bélgica. Destaca su participación en la Bienal de Arte de Venecia en el año 2006 con un vídeo titulado “El Amor de Chile” (inspirado en la obra poética de Raúl Zurita). Actualmente ha dado un giro radical a su carrera como artista plástico y ha colgado los pinceles por un periodo de tiempo indefinido. Su interés por la poesía y la escritura data desde su adolescencia en Chile. Nunca ha publicado ni tampoco ha tratado de hacerlo –esta es la primera vez–.




Poemacrónico n° 102

“I hear an army charging upon the land,
and the thunder of horses plunging; foam about their knees”*

James Joyce

¿Qué sucede a nuestro cuerpo cuándo leemos poesía?
(explicación en sesenta y nueve puntos)

1. Nos sentimos felices, comemos cerezas amarillas y escupimos sus cuescos dorados entre un verso y el otro.

2. Pensamos que este tipo está loco, que no es un poeta. Qué no existen las cerezas amarillas con los cuescos dorados.

3. Bajamos nuestras expectativas. Nos concentramos más en comer cerezas que en los versos escritos. Giramos las páginas con desgano y hasta con desidia. Escupimos con fuerza los cuescos sanguinolentos al suelo.

4. Pensamos en él, en ella. En ese ser especial que nos regaló el libro que tenemos entre las manos, aún sin haberlo leído pero probablemente pensando en nosotros. Imaginando este momento: nosotros solos en algún rincón, sentados o echados, leyendo. De pie y en voz alta, los más osados. Pero en todo caso con el mismo libro que ese ser especial tubo entre las manos, ojeó sus páginas, leyó algunos versos o incluso poemas enteros. Luego lo cerró y después de meditar unos instantes, pensó que era el libro justo para ti.

5. Cerramos los ojos y visualizamos un plato suculento de cerezas frescas. Escudriñamos con los ojos –siempre cerrados– y visualizamos destellos dorados en su interior.

6. Inmediatamente pensamos en los cuescos. Nos sentimos ligeramente incómodos y algo infantiles, pero lo aceptamos.

7. Continuamos leyendo. Algunas frases nos golpean fuerte. Sentimos escalofríos al comprobar que el poeta sabe tanto de nosotros como sabemos nosotros mismos. A veces inclusive, pareciera que más.

8. Nos sentimos estúpidamente desnudos. Nos da rabia. Juntamos las piernas y encojemos un poco los brazos. Miramos hacia atrás, luego con recelo fijamos el libro que tenemos en las manos. Miramos hacia otro lado y luego continuamos la lectura –un poco distraídos–.

9. Nos cuesta concentrarnos. Cerramos el libro. Meditamos mirando la cubierta y repitiendo entre labios el título del libro y el nombre del autor –que no conocíamos–.

10. Nos concentramos en detalles técnicos: editorial, año de publicación, otros títulos de la colección o inclusive del mismo autor, tipo de papel, tapas duras –nos gustan las tapas duras pero no sabemos por qué–. Analizamos la cubierta, la gráfica –la fotografía si la tuviese–. Leemos con recelo, casi con envidia el pequeño curriculum del autor. Pensamos por un momento que es presuntuoso, luego pensamos que tal vez somos demasiado severos.

11. Tomamos el teléfono para llamar a la persona que nos regaló el libro. Querríamos agradecerle nuevamente ese bonito gesto. Decirle que el libro es maravilloso y que absolutamente tendría que leerlo. Que estamos por terminarlo y se lo podríamos prestar, si él o ella quiere.

12. Pensamos en qué sería más apropiado: ¿una llamada o un mensaje?

13. Algo nos frena. Pensamos que la lectura de poesía no es en realidad maravillosa. Es más bien una patada en los huevos o el los ovarios –según sea el caso–. Piensas qué ese momento de dialogo entre el autor y tú es único. Qué es algo imposible de compartir con alguien. Ni siquiera con esa persona que con un cierto esmero y hasta acierto, eligió este libro para ti.

14. Definitivamente abandonamos la idea del teléfono. A falta de un lugar apropiado para dejarlo, lo apoyamos en el suelo –antes estaba en el bolsillo, pero nos incomodaba–.

15. Al dejarlo vemos de reojo un montón de cuescos de cerezas dorados. Instintivamente miramos hacia otro lado –asustados se diría–.

16. Mientras nos agachamos vemos que el zapato izquierdo se nos ha desamarrado. Rehacemos el nudo mientras de reojo seguimos mirando los cuescos en el suelo. Ya nos asustan menos.

17. Movemos el teléfono hasta algún sitio seguro y regresamos a la posición de lectura.

18. Nos acomodamos el chaleco, abrimos el libro y buscamos la distancia correcta entre los ojos y el texto. Nos frotamos los ojos con fuerza y lo intentamos nuevamente. Ahora va mejor.

19. Piensas que por algún extraño motivo se ha creado una conexión directa entre el autor y tú.

20. Piensas que finalmente se ha creado esa conexión mágica. Que al menos en ese momento es indestructible.

21. Sientes pena por la persona que te regaló el libro. Aunque quisieras, no la puedes incorporar.

22. Piensas que los tríos literarios no funcionan. Crees firmemente en las fieles relaciones personales entre el lector y el autor. Intimas, te gustaría definirlas, pero piensas que tal vez exageras un poco.

23. Por segundos te aferras al autor. Crees que de verdad te entiende. Te sientes como una niña o niño y te dejas llevar por sus versos. Te dejas arrastrar por esa atmósfera incomprensible pero verdadera que él ha creado exclusivamente para ti.

24. Por instantes te deleitas con la poesía, aunque te duela. Caes, te arrastrás y te levantas muchas veces. Finalmente te entregas a ella. Estás dispuesta o dispuesto a todo.

25. Piensas en otros autores que te han provocado algo parecido.

26. Piensas en tus autores favoritos –si es que los tienes–. Si no es así, piensas en los más populares, esos que están en boca de muchos. Esos de los cuales se habla mucho, en realidad más de lo que se los lee. Piensas en la frivolidad de lo que recién has pensado, pero no te avergüenzas del todo. Te sientes casi orgulloso de haberlo pensado.

27. Te das cuenta de lo poco popular que es en realidad la poesía –y la lectura en general–.

28. Piensas que Chile, casi por error es un país de poetas. En realidad sabes que son muy pocos los que leen poesía a parte de los mismos poetas.

29. Te vas lejos de Chile con tu búsqueda poética. Tropiezas con Paz, con Dylan Thomas, con Eliot, con Ezra Pound y con Whitman.

30. Piensas en la cantidad de grandes poetas que generó Norteamérica en el siglo pasado y en el anterior –piensas que Paz también es norteamericano–. Inmediatamente piensas que Chile es un país pequeño por donde se lo mire. Flaco y largo. Algo raquítico en realidad. Eso te entristece un poco.

31. Te sientes pequeño e ignorante. Más que antes, mucho más…

32. Te atreves a atravesar el Atlántico hacia el viejo continente, en busca de los poetas muertos por el olvido. Encuentras la poesía de Baudelaire, de Rimbaud, de Rilke, de Cernuda, de Artaud, de Tranströmer y de Leopoldo María Panero.

33. Piensas que García Lorca es insuperable. Te jode tremendamente la injusticia de su muerte. La lloras en silencio. Te vienen en mente algunos versos de Un Poeta en Nueva York pero no puedes recitarlos. Se te ha hecho un nudo en el estómago.

34. Buscas las raíces de tu propia poesía debajo de la tierra –si es que la tienes–.

35. Unas lágrimas te atraviesan los ojos. Te las secas violentamente con la mano y escupes un cuesco que se ha calentado y alisado de estar tanto tiempo dentro de tu boca. De reojo, mientras el cuesco cae al suelo, te pareciera ver destellos dorados. Los ignoras y te avergüenzas sin saber por qué.

36. Vuelves a tus raíces. Necesitas la seguridad de estar en casa, en tu tierra. En tu lengua.

37. Vuelves a la poesía de Borges, de Huidobro, de Parra, de Vallejo, de Zurita, de Lihn, de Lira y hasta de Neruda.

38. Piensas en la Mistral y te sientes asquerosamente machista.

39. Piensas en Virginia Woolf sentada en su habitación –escribiendo–.

40. Te preguntas por qué no publicó a Joyce. ¿Tal vez era feminista?

41. Piensas que el mundo es asquerosamente machista y que tú no puedes hacer nada para cambiarlo.

42. Piensas qué el mundo es en realidad, terriblemente violento y absurdo.

43. Cierras todos los libros abiertos en tu cabeza y tratas de no pensar en nada.

44. Descubres que el no pensar en nada, en el fondo, es igualmente pensar en algo.

45. Te sientes infinitamente pequeño frente al mundo, frente a la nada, a la naturaleza.

46. Por un momento piensas que todo podría desaparecer en un instante. En realidad que el hombre podría desaparecer. Pero que probablemente en ese momento, el mundo seguirá girando sobre si mismo. Vivo, a pesar nuestro.

47. Vez eso con una extraña certeza. En el fondo sabes que el mundo encontrará la forma de sobrevivir, de mutar. Finalmente de salvarse… no así el ser humano.

48. Un rayo frío atraviesa tu cuerpo en ese momento. Lo superas.

49. La nada se transforma en algo que crece dentro de ti y que tú ya no puedes controlar.

50. Tratas de mirar tu SER como algo importante. Pero descubres que es cada vez más pequeño.

51. Tratas de darte ánimo, de crecer. De hacerte grande y fuerte a pesar de todo.

52. Regresas a tu tierra, a tus desiertos, a tus montañas y tu mar.

53. Tu gente te incomoda, pero lo aceptas.

54. Por un momento te sientes en casa, al seguro. Aunque en realidad no sepas bien: a qué tienes que temer ni porqué.

55. Lees el nombre del autor del libro que te llevó hasta este punto crítico.

56. Piensas que es un idiota.

57. Piensas qué si el mundo es como es y, Dios no ha podido hacer nada para mejorar las cosas, menos podrá hacer un poeta mediocre y totalmente desconocido.

58. Abres nuevamente el libro en una página cualquiera. Lees una frase. Un verso libre de esos que te habían llamado la atención al comienzo –tal vez hasta lo habías subrayado–.

59. Relees detenidamente el verso, tratando de retener la esencia de las palabras, de eso que no está escrito. Te tratas de concentrar en los silencios, pero finalmente lo haces en el plato de cerezas sanguinolentas que vez con la cola del ojo a tu derecha.

60. Eliges una. No la más bonita ni la más grande. Simplemente una que por algún motivo crees que es especial.

61. Dejas de lado la rabia y la tomas con tus dedos torpes procurando de ser lo más delicado posible. La dejas colgando y observas el péndulo que se mueve nerviosamente frente a tus ojos. Tratas de seguir el movimiento. Es imposible. Te mareas.

62. La acaricias antes de llevártela a la boca. Hueles su perfume. Sacas la lengua y finalmente la depositas suavemente en ella. Antes de eso la chupas estirando la lengua con un gesto que te parece ridículamente erótico.

63. La muerdes. Es extremadamente jugosa. La saboreas en un modo diferente que a las otras. Te convences que de verdad era especial. Definitivamente la más rica de todas las que has comido hasta ese momento. Te saboreas los restos de jugo que aún se pasean en tu boca mezclados con tu saliva mientras chupas el cuesco hasta quitarle toda su sabrosa carne.

64. Piensas que eres estúpido. Qué la poesía ha cambiado algo dentro de ti. No lo aceptas. Te ríes nerviosamente. Miras para otro lado, pensando que alguien te espía.

65. Desconfías del autor en primer lugar.

66. Imaginas una cámara diminuta escondida en alguna parte en el lomo del libro. Pones la encima. Son estupideces, piensas.

67. Escupes el cuesco distraídamente y sonríes sin saber por qué.

68. Una vez en el suelo, descubres con emoción que es dorado.

69. Sacas la lengua, incrédulo. La mueves hacia un lado y miras de reojo esperando verla muy roja. Sanguinolenta.

*
“Oigo sobre la tierra las huestes a la carga,
estruendo de caballos que embisten, con espuma en los cascos”





Sueño n° 435

“A veces soy inmensamente feliz.
No importa lo que yo te diga”.
Roberto Bolaño

Soñé que era Bolaño y que estaba en Chile. Que tenía veintiún años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra:
—¿Adónde vas Bolaño?
—No soy Bolaño, soy Rayarù
—Es igual. En sueños nadie es quien cree ser, como en la vida nadie es quien quiere ser…
Si te deja más tranquilo, te reformulo la pregunta con Rayarù
—No hace falta. Voy al hemisferio norte, al cabo norte para ser exacto. Dicen que allí hay un hoyo negro que te catapulta directamente hasta el polo sur en cosa de segundos
—¡Ya!… es la manera más rápida de regresar a Chile
—Así parece
—¡Suerte Rayarù! De esos viajes no se regresa vivo– dijo Parra mientras abría una puerta invisible en la pared.
—¿Cuándo regrese te encontraré viejo poeta?
—Estoy luchando contra la inmortalidad.
—Suerte Don Nicanor, aunque ya esté viejo para esos trotes.



Sueño n° 279

“Percibí entonces la sensación más extraña, no era de hecho el miedo de asustarme.
Era el vacío de mi propio miedo. Era el temor por la ausencia de miedo”.
Witold Gombrowicz

Yo estaba en cuclillas, una luz me cegaba la visión. Una sucesión de colores pasaban frente a mí a gran velocidad. Desde esa posición observaba sin abrir la boca, sin mover un músculo, sin pestañear. Sin pensar. No me encontraba cómodo pero tampoco tenía miedo, a pesar de lo aterrador que era ese lugar, esa situación. No sabía cómo había llegado allí. No tenía verdadera conciencia del tiempo transcurrido ni menos como liberarme de esta posición, tanto física como mental. Suponía que era un sueño, un sueño real, más real que la realidad que podía imaginar. Miré hacia ambos lados: mi vida. A un lado, un pasado inexistente, y hacia el otro, ese presente que se encontraba detenido, que no se decidía a avanzar. Pensaba inútilmente que bastaba una pequeña fuerza para vencer la inercia, para que todo comenzara a moverse nuevamente. Lentamente, paso a paso, segundo a segundo, de forma majestuosa. Pensaba que ese movimiento de alguna manera reconstruiría también el pasado y encendería el interruptor del futuro. Pero no fue así. Seguía atrapado en ese presente inmóvil, estático. Me sentía petrificado como el mármol de una escultura: frío e inerte. Si hubiese tenido un reloj probablemente sus manecillas habrían estado, por alguna razón inexplicable, eternamente detenidas. Poco a poco me estaba acostumbrando a ello y lo peor es que en el fondo me gustaba y me aterraba al mismo tiempo. Descubrí que la luz provenía desde el interior de mis ojos. Lentamente los abrí y la luz comenzó a desaparecer hasta convertirse en un punto blanco diminuto. Estaba en un charco de agua de no más de cinco centímetros de altura, apenas me llegaba a los tobillos. Me encontraba dentro de una habitación redonda sin ventanas ni puertas, un cilindro prefecto de unos seis metros de diámetro y unos cuatro de altura, no tenía techo. Arriba, el cielo estaba nublado y entre la bruma se asomaban algunas estrellas con una luz muy débil, casi a punto de extinguirse. Miré a mi alrededor tratando de reconocer algo, de reconocerme en este lugar inhóspito y húmedo. Me miré los pies, estaba descalzo, el agua reflejaba mi cuerpo completamente desnudo. En el fondo del charco empezó a hacerse visible un texto. Sus caracteres se hacían más nítidos mientras el agua detenía completamente sus ondas y un delicado velo de polvo grisáceo se depositaba en el fondo:
“El pasado es la huella de una vida que aun no hemos vivido, pero que en el fondo es todas las vidas que nos quedan por vivir.” (J. L. B.)
De repente, el texto desapareció, nuevamente estaban mis pies cubiertos por unos centímetros de agua y el mismo velo de polvo que había visto antes. Las uñas de mis pies estaban recubiertas de musgo y algas, habían echado raíces y estaban ancladas en el suelo como tentáculos que se enterraban en la tierra y reaparecían por toda la habitación. Respiré profundamente. Al fin algo estaba cambiando.




Sueño n° 169

“Sufro por los recuerdos, o por la sombra de los recuerdos”.
J. M. Coetzee

Sueño que camino sobre una cuerda suspendida a unos treinta metros del suelo, entre dos torres medievales. Mientras camino sobre ella, abajo veo miles de cadáveres sangrientos, algunos cuerpos siguen vivos, agonizantes. Desde arriba veo el último hilo de vida que les cuelga de la boca, que les chorrea como la baba a un anciano. Avanzó despacio sobre la cuerda que me parece interminable. Cada dos pasos aparece un pequeño número desdibujado en su superficie: 1917, 1939, 1967, 2003, 2011, 2015; así sucesivamente a medida que avanzo. Abajo las pilas de hombres, entre muertos y agonizantes, aumenta, se amontonan unos sobre otros, huelen a sangre, a heridas abiertas, a infierno. A petróleo oscuro y viscoso que arde sin llamas como el napalm. Algunos deliran, otros gritan y se quejan con una voz sorda que se les pierde en el pecho. No tienen ojos, solo un hueco negro por el que salen algunas pequeñas llamaradas que iluminan su terror. Algunos tienen las extremidades mutiladas; otros, el cuerpo cortado completamente por la mitad. El montón de cuerpos crece a medida que avanzo, ellos se arrastran como pueden. Se me acercan, me miran con las cavidades de sus ojos huecas y profundas. De cerca puedo distinguir sus uniformes ajados y sucios por el combate, sus nombres bordados en el pecho, sus banderas, sus medallas, sus grados. Estiran sus manos y sus piernas, tratan de tocarme, de apresarme; yo les doy patadas y trato de zafarme.

–Es un sueño me repito.

Me distraigo pensando que nada de esto es real, que no puede ser real. Que nosotros hemos creado esto. Uno de ellos me apresa una pierna, luego otro, la otra. Quedo inmóvil sobre la cuerda con esos brazos como tentáculos que poco a poco me envuelven. Veo sus rostros desde cerca, penetro en la profundidad vacía de sus miradas iluminadas desde adentro. Leo sus nombres: xxxxxxxxxxxx.

–Es un sueño me repito, es un sueño.

Un soldado con el rostro deformado me aferra la cara entre una mano y un antebrazo amputado. Instintivamente bajo la vista ante esa imagen terrible. Avergonzado leo su nombre: L. Siegfried.
Él me susurra a la cara con un aliento aterrador:
–Yo soy el inicio del fin…

–Es un sueño Rayarù, es un sueño.





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