martes, 28 de julio de 2015

MANUEL MARRERO Y TORRES [16.641]


MANUEL MARRERO Y TORRES

(1823-1855)
Escritor español, nacido y muerto en Santa Cruz de Tenerife. Tuvo que trabajar como aprendiz de tipógrafo desde su adolescencia, a raíz de la prematura muerte de su padre, y fue un intelectual casi autodidacta pero de profunda formación. El mismo año de su muerte se publicó un volumen que reunía sus cuarenta y nueve Poesías, de estilo apasionadamente romántico y evidentes influencias de Byron, Lamartine, Víctor Hugo, Espronceda y Zorrilla. Algunas de ellas tienen también una sutil vena satírica y humorística, otras tienen encendidos acentos patrióticos, y en muchas se trasluce un sentimiento de culto panteísta de la naturaleza.

Nacido en Santa Cruz de Tenerife, el 27 de septiembre de 1823, pobre y oscuro, dice Dugour, a los doce años, entró de meritorio en una imprenta. En poco tiempo superó el aprendizaje y pudo, con el fruto de su trabajo, sostener a su madre viuda y sus hermanos. Se dio a sí mismo una amplia formación humanista, al tiempo que leía a Espronceda y Zorrilla y comenzaba a escribir poesía. Deseoso de apreciar en su pureza a Hugo y Lamartine, emprendió, sólo, el estudio del francés. Pasaban entre tanto los años tristes y melancólicos. Sin amor. En 1850 fue examinado de lengua inglesa, estudios en los que había invertido un año y superó con gran éxito la prueba. Contrajo la tuberculosis y dueño ya de la parte material de la Imprenta Isleña, expiró a las siete y cuarto de la noche del 9 de enero de 1855, abandonando esta vida que fue madrastra para él, sin esfuerzo y sin agonía.

El cortejo fúnebre se aleja de nuestra vista. Entra en el camposanto de San Rafael y San Roque.

Al ser depositado el cadáver en el sepulcro fueron leídas, con la emoción que el dolor excitaba en todos los corazones, las composiciones en verso y prosa que sus amigos le dedicaban: Pérez Carrión, Manuel Savoie, Claudio F. Sarmiento, Lentini, José D. Dugour y Victorina Bridoux. Ángela Mazzini, bellísima en su casi ancianidad, apartando el tupido velo de su rostro, recita:

Venid a mí, las que anheláis su gloria,
únase vuestra voz a mi plegaria,
sea la amistad constante a su memoria
leve el polvo en su tumba solitaria.”

(Carlos Gaviño de Franchy)



Este poeta, de origen humilde, tipógrafo de profesión, nace en Santa Cruz de Tenerife en 1823 y muere, tuberculoso, a los treinta y dos años, el 9 de enero de 1855. Junto a su tumba, en postumo homenaje, dijeron versos Claudio Sarmiento, Benito Lentini, Desiré Dugour y las poetisas Angela Mazzini y Victorina Bridoux. 

Con su solo esfuerzo e impulsado por una vocación irresistible, logró un puesto importante en el romanticismo isleño. Estudió francés e inglés para mejor apreciar a Lamartine, Víctor Hugo y Lord Byron. Colaboró en La Aurora y El Noticiero de Canarias. Después de su muerte fue recogida toda su producción poética en su único libro, Poesías, con un prólogo de Angela Mazzini y unos Apuntes biográficos de Desiré Dugour. Canta el día de difuntos, el 2 de mayo, el 25 de julio, el Teide, la Semana Santa'. La estrella de la tarde y Al sol recuerdan a Espronceda, y La imagen de las Angustias y La Odalisca se inspiran en Zorrilla. En El día de difuntos hay ya un escalofriante barrunto de la muerte cercana:

Tal vez se marchiten, en pos unas de otras,
las flores que animan su cara ilusión,
y venga mañana a unirse a vosotras
el vale que os brinda su amarga canción. 


Tal vez el mejor de sus sonetos sea el dedicado a los ojos de una dama, que recuerda el madrigal de Gutierre de Cetina:


De esos cándidos ojos celestiales
el fuego seductor mi alma ilumina
y su vivida lumbre peregrina
ansioso el corazón bebe a raudales.

Esas negras pupilas virginales
oculta por piedad, mujer divina,
y esa dulce mirada que fascina
y sólo sirve a acrecentar mis males...

Mas no, hermosa; a mi vista con enojos
no ocultes nunca esos luceros bellos,
esos del sol magníficos despojos,
del alba matinal claros destellos.

Vea yo siempre tus divinos ojos,
aunque haya de encontrar la muerte en ellos.



En El Pico de Tenerife prosigue la larga tradición del canto al Teide, que arranca de Cairasco y Viana. Cairasco cantaba la "pyrámide excelsa" y Viana el "soberbio pirámide". Marrero Torres canta ahora la "pirámide inmortal"; pero en un proceso creciente de humanización que va desde la piedra inerte hasta la piedra vigía. Y si Cairasco canta al Teide, "que parece competir con las estrellas", y Viana repite, casi con las mismas palabras, "que quiere competir  con las estrellas", Marrero Torres no está muy distante de ellos cuando dice:


Tu cúspide que altísima descuellas
parece penetrar la blanca nube
que en caprichosos movimientos sube
buscando la región de las estrellas.


En Un día de Semana Santa, el sentimiento religioso del poeta tiene sacudidas de arrepentimiento, de viejas zozobras y de esperanza ardiente:


Perdona si mis cantos de amargura
al pie de tus altares resonaron,
que siempre en mi quebranto y desventura
mis ojos en la sombra te buscaron.

De mi infancia en los plácidos momentos
tus ángeles velaron mi inocencia;
y más tarde en mi angustia y mis tormentos
tú cuidaste. Señor, de mi existencia.

¡Nunca se apague la divina llama
de sed ardiente que en mi pecho anida!
Rayo de luz que el corazón inflama
y al hombre enseña la cristiana vida.

Marrero Torres, como buen romántico, siente intensamente el paisaje, la naturaleza, con preferencia por el momento de la amanecida que, como dice Padrón Acosta. es la "hora favorita en el calendario lírico de sus versos". 




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