miércoles, 30 de julio de 2014

DAVID PÉREZ VEGA [12.574]





DAVID PÉREZ VEGA

(Madrid, 1974)
La editorial Baile del Sol ha publicado mis novelas "Acantilados de Howth" (2010) y "El hombre ajeno" (2014), y mis poemarios "Siempre nos quedará Casablanca" (2011) y "El bar de Lee" (2013). Este blog comenzó su andadura en el verano de 2009. Hasta marzo de 2010 vivía en Móstoles -una de las treinta ciudades más grandes de España-, donde no hay en la actualidad ningún cine abierto. Ahora vivo en la ciudad de Madrid, y tengo cerca de casa unos cines en versión original. La ciudad sin cines sigue siendo un estado de ánimo.





Siempre nos quedará Casablanca 
(Baile del Sol, 2011)




LA MORITA
                                                  
Hoy viernes no salí demasiado tarde del trabajo
y me he pasado a verte, abuelo.
Te veo mejor, menos hinchado,
incluso puedes bajarte de la cama
y sentarte en el sillón.
      (Escuetas calles
y tejados de Carabanchel, después sólo el páramo
donde se escurre plácida la tarde.
Hay una extensa vista, no diré que bella,
desde la ventana de esta planta 18:
Pulmón y problemas respiratorios.)
Me parece bien que te quites los tubos
de oxígeno de la cara porque ya estás harto,
mientras te cuento cosas absurdas de mi trabajo y los jefes
y te ríes, buena señal, no has perdido la cabeza.

«Te acuerdas de la Morita, la perrita de Vázquez
con la que jugabas de pequeño cuando íbamos al río.
Qué lista era aquella perrita, cómo te desataba
el pañuelo de la pierna. Y te acuerdas cuando
te bañabas en el río y hacías que te ahogabas
y la Morita te sacaba, o cuando Vázquez
cogía la cajetilla de tabaco y ella traía el mechero
y luego lo volvía a dejar donde estaba.
Qué lista era aquella perrita.»

Sí, abuelo, ya lo recuerdo, hará casi veinte años
que no pensaba en ello. Pero esta tarde
me has hecho el regalo de recuperar esos días
que fueron nuestros. Mientras contengo las lágrimas
la noche avanza, y ninguno de los dos nos levantamos
a dar la luz; hasta que entra la enfermera
con la cena (sopa castellana y tortilla
española con pimientos), que tú no quieres
probar porque los medicamentos te quitan
el apetito.
                  Débil pero entero,
no quince días después, cuando pueda volver
a tener otro rato libre del trabajo (fines de semana
incluidos) y me pase de nuevo a verte,
sabré que eso ya no eres tú, esa convulsión
de ojos cerrados conectada al oxígeno y al suero.
Porque tú sigues siendo esa voz amable
en la penumbra que me acerca a los días de la infancia,
alumbrando los rincones del pasado; en la luz de río,
saludando a todos tus amigos, de tu mano avanzo.






ENCUENTRO EN EL METRO CON LEOPOLDO MARÍA PANERO

                                        Me encontraréis en la siniestra
                                         humedad de un cubo de basura.                                              
                                                                 L. M. P.

Un escalofrío (cagadas de mono) al recorrer el andén. 
Sin duda. Cuando llegó el metro y entramos 
en la garganta fresca del vagón, me situé enfrente 
para con discreción poder observarle. 
En una bolsa de plástico dos libros de colores chillones 
y la oquedad de cuatro cajetillas de tabaco rubio, cuatro, 
los pantalones caídos igual que si cubrieran a un esqueleto, 
el pelo enrarecido y calcinado: la brocha de Munch en llamas, 
de pez fuera del agua la herida de la boca abierta
como si el aire estuviese lleno de partículas nocivas, 
de animales crucificados o gritos flotando en semen, 
las mejillas hundidas, los ojos perdidos, ¿qué verían?

Nos bajamos en la misma estación, 
me adelanté, iba a irme pero me dije: 
es él, es el gran maldito de nuestra poesía, 
tengo que saludarle. Me di la vuelta: 
«Perdona, ¿eres Leopoldo María Panero, verdad?». 
A pesar de mis dudas se reconoció con una sonrisa, 
estreché su mano de ceniza fría, ceniza fría, 
sucia y pisoteada. Salimos a la calle hablando 
de él y de su hermano Juan Luis, al que confundía
con su propio destino de interno psiquiátrico. 
«Está en un manicomio», dijo con voz de rencor seco 
al susurro de una habitación a oscuras. Miraba al suelo.

Me hubiera apetecido invitarle a un café 
o a una cerveza, pero no me atreví o sentí miedo 
del fondo de sus ojos sin fondo, de las cosas negras 
y temibles y sin vuelta atrás que podrían haber visto y yo no. 
Esa mañana yo había quedado con mi bella amiga, 
me esperaba. Sus ojos también me daban miedo.







BANDA SONORA

Si esto fuese una película, al pronunciar
tú esas palabras, nos miraríamos fijamente
un instante y yo entonces te besaría sin remedio,
con la necesidad de un buzo a su bombona de aire.
La cámara se alejaría de la intimidad de la escena,
en un movimiento elevado de grúa
nos dejaría allí abrazados en la noche,
bajo los árboles y los severos edificios de la Castellana.
Sonaría de fondo una suave música clásica,
el Otoño de Vivaldi, aunque obvio y caduco,
resultaría, en todo caso, de una emoción reconfortante.

Pero es la vida real y la banda sonora
es el claxon del coche de un imbécil, la serenidad
incurable de los charcos más hondos de la acera,
y yo he de tragarme una a una tus palabras
con una débil sonrisa. Esas palabras que cada vez
me duelen más puestas en los labios de una chica,
brillantes, con su señuelo de trampa para incautos.
“Pero qué majo que eres”. Brillantes.






A OSCURAS SOÑÁNDONOS

Fuimos al cine, como tantas veces
fuimos al cine, con nuestros carnets
falsos de estudiante, acumulando
tarjetas selladas (cada diez películas una gratis)
o estirando las monedas ganadas
en dudosos premios literarios, en las salas oscuras,
igual que niños de la posguerra, de la poscrisis,
del neoliberalismo. De todos los momentos
posteriores o demasiado nuevos,
cuando ya no había posibilidad
de reconstruir los caminos equivocados,
los puentes rotos, cuando habíamos decidido
abandonarnos dulcemente pálidos,
vivirnos en las vidas de otros,
con grandes guiones, a veces escasos presupuestos
y hermosas ideas, donde los gestos honorables
tenían cabida e incluso recompensa,
películas de Adolfo Aristarain, de Ken Loach...
emocionaban, la vida te hacía más sabio
y no más amargo en el cine.
Allí a oscuras, solos, soñándonos.






CINE DE VERANO

Mi hermano aún no estaba con nosotros,
así que yo era un niño menor de seis años,
y el lugar un pueblo de playa,
seguramente de la costa de Levante
(por ejemplo, muchos años después, una concha
encima del televisor: Recuerdo de Gandía).
Mis padres son esa pareja joven de cualquier playa
en verano, con la eterna sonrisa prometedora
e indolente y un niño que no llega a los seis.
Olía a mar. Por las noches solíamos ir
a los cines de verano, inmensas pantallas
recortadas contra el cielo, casi siempre dibujos
animados que me entusiasmaban. No recuerdo
qué películas, sí que eran dibujos animados y el entusiasmo.

De la que guardo memoria es de una de ciencia-ficción,
serie B, donde unos hombres de verdad luchaban
contra la invasión de unos monstruos del espacio
que yo no entendía como claramente de mentira,
sino que me daban miedo y me angustiaban.
No comprendía por qué mis padres me habían
llevado a ver aquella película pavorosa.

No salí corriendo cuando volvió a aparecer
alguno de los temibles monstruos de cartón-piedra.
Lo hice casi al final, sobrando ya el gesto,
cuando, de un tirón, un hombre le arrancó un pendiente
de la oreja a una mujer. Aquello me pareció intolerable,
eché a correr por el largo pasillo ante la mirada
curiosa y atónita del acomodador, que no me detuvo.
En la calle ya no sabía hacia dónde huir,
me quedé paralizado sobre la acera,
de fondo posiblemente el golpeteo del mar.
Fue mi padre quien me agarró por la espalda
y me alzó del suelo.
                                    De repente, me sentí protegido
de todo en los fuertes brazos de mi padre.

He hecho un pacto con la vida:
ya no siento miedo en el cine,
ahora es el sitio al que voy a olvidar
lo que me da miedo.
                                     A cambio la vida
me cobra un precio: cuando se acabe la película
y salga a la calle, aunque lo haga corriendo,
sé que no encontraré ningunos brazos
en los que pueda sentirme seguro.







El bar de Lee (Baile del sol, 2013)




MECÁNICA Y ONDAS

Mesas arañadas y resbaladizos peldaños,
me desprendí del examen antes de tiempo,
la mente embotada y el martillero punzante
de una canción de Nirvana en la cabeza,
sin tregua sobre los folios en blanco
(porque el tiempo de Einstein también
fue para mí el tiempo de Nirvana)
…come as you are, come as you are…

Angustiado, vertiginoso, con esquinas
de filos muy agudos al girar la vista,
salí al remanso del pequeño parque
entre las facultades de ciencias.
No tomé el metro a casa, fui hasta
Recoletos, quería ver la exposición
al aire libre con las estatuas de Botero.
Adentrándome en el césped, me moví
alrededor de las rechonchas figuras, toqué
curvas de alegres gigantas, despreocupadas
y tónicas.
      En la mañana de febrero
calentaba el sol y la gente y los coches 
pasaban ajenos a los hamiltonianos,
a mi juventud ridícula y a los equilibrios
estables e inestables, más allá de las integrales
de delirantes cambios de ánimo y variable.

Había estado días (meses) inmóvil en la silla
de mi cuarto, sabiendo que no podía aprobar,
pero consciente también de la imposibilidad
de eludir el parvo rito de las horas de estudio.
Me asfixiaba al correr y mis perseguidores
iban a darme alcance: tras el extravío
de las sábanas, por las noches se repetía.
Sobre la silla de mi cuarto chapoteaba
en la seca inutilidad de mis esfuerzos,
peor aún: de mi fingir y mi yo fraudulento.

Pero allí, en aquellos minutos -que retengo
sobre este nuevo folio en blanco
donde pretendo ser yo ahora 
el que examine a la vida, a la que tuve—
con los pies en el césped y el calorcillo
de la mañana invernal, palpando
las voluptuosas curvas de las relajadas
mujeres de Botero, el sol derramado
sobre el rostro, sé que conseguí imaginar
que más allá de la pronta vuelta
a casa, el ¿qué tal? de mis padres
y de nuevo la silla de estudio
y el esfuerzo inútil del impostor,
podía existir para mí, todavía,
alguna clase de equilibrio –aunque
fuese inestable—en algún lugar
                 de las malditas coordenadas del espacio.






PODA

Reducido a lentos muñones, el olmo encuadrado
en la ventana no alberga ya la visita del mirlo
a las 7 de la tarde. Mi paisaje de estudio ha sido
devastado. Las ramas borboteantes de viento y la humedad
de la lluvia excluidas, como los manotazos de niño
con que juega la muerte.

Son las 10 de la noche y tengo alergia al polen.
Una alergia en las venas manchadas de café,
una furiosa urticaria en la esencia podrida
del mundo. Hoy estoy sentado, derrotado, y no sueño contigo.
Me veo de nuevo buscándote camino de la biblioteca,
comprendiendo lo ridículo de mis quimeras de polen,
la intangible ausencia de mis palabras
no pronunciadas.

Oyendo afuera el escurrir de la lluvia
me imagino su ajeno resbalar en los muñones
grises del olmo, y bajo la lluvia oigo resbalar
todas mis palabras no pronunciadas, ausentes como
el mirlo negro que ya no puede posarse en
el desgarrado paisaje
de mi ventana.






PROFESORA DE ALEMÁN CON JUBILADO
 Y ADOLESCENTE AL FONDO

Después de la fiesta que suponía Madrid,
reclamando su vida de alquileres bajos,
sueldos altos y horarios que se cumplen,
ya habían regresado al corazón de Europa
todas las que fueron mis amigas alemanas,
y yo, para aprender su lengua, me inscribí
en la Escuela Oficial de Idiomas de Móstoles.

Había abandonado el traje y el portátil
(o ellos a mí). Expulsado del centro, cogía
ahora en Móstoles el autobús para Fuenlabrada
con los obreros de los polígonos. Se acabó
el supuesto glamour del joven triunfador
en Nuevos Ministerios –afirmaré que nunca
consiguieron embaucarme-, el autobús
atravesaba solares, fábricas, calles maltrechas…
Ahora era profesor en un colegio privado
de Fuenlabrada, y aunque tenía que preparar
seis asignaturas diferentes (profesor-orquesta),
poseía de nuevo tiempo y una ligera nostalgia
que se quedó para resguardar lo mejor de unos años
de cierto cosmopolitismo. Y estas dos fuerzas,
el tiempo recobrado y la nostalgia, me condujeron
a aquella clase de alemán que perdía alumnos
cada semana, de veinticinco a veinte, a diez…
y donde sólo Enrique, jubilado de bigote canoso,
podía realmente hablar el idioma, repleto
de reglas y excepciones, gracias a su juventud
como electricista en una base militar americana,
si no me falla la memoria, en Leverkusen.
In Deutschland sprechen Sie Deutsch, le decían allí
en los años 60, aún con belicoso orgullo herido;
y la profesora, nativa -padre inmigrante español-
de delgadez enfermiza, profesora cerúlea,
hablaba y nadie entendía, la gramática
la miráis en el libro. Estallé una tarde,
yo no podía elegir como ella entre trabajar
o no trabajar, aunque también fuese profesor,
más desventajas de la educación privada:
yo preparaba seis asignaturas y ella cero.
Dos horas de clase, mandaba ejercicios
y durante cuarenta minutos leía una revista
o se ausentaba del aula. Estallé allí,
en la Escuela Oficial de Idiomas de Móstoles,
antiguo instituto, las ventanas daban a una pista
de baloncesto sin aros en las cestas, grafitis
y la naturaleza brotando bajo el asfalto roto.

Un día de visita, entró Meike en la clase
como de broma. Su melena rubia iluminó
el aula grisácea, provocando una ligera brisa
en los posters de Berlín y Lübeck, sonrió la boca
cerúlea de la profesora y sobre todo, recuerdo,
la sonrisa celebrando lo intocable de Eduardo,
un chico que podría haber sido mi alumno
en el colegio de Fuenlabrada y que nunca, nunca,
consiguió aprender que ei se pronunciaba ai
en alemán, que Meike se decía Maike, dos horas
dos veces por semana, y no faltaba, ¿para qué iba?,
¿quién le obligaba?, ¿mejoraría en algo su currículum?

Yo estudiaba con ahínco, a pesar del contrato
precario, feliz con mi recobrado tiempo libre.
Aprobé el primer curso. Luego la vida se embrolló
de nuevo y lo dejé. En Alemania hablo yo inglés. 






LLAVES

Como si en realidad fuesen tres hermanos
me sigue pareciendo complicado diferenciar
entre los cuentos de Andersen y los de los Grimn.
Yo aún no sabía leer, esperaba a que mi padre
regresara del trabajo y tras cambiarse de ropa
le hacía sentarse en el sofá. Como en la apoteosis
de un rito antiguo deseaba que cobrasen vida
los signos negros encerrados en el fino papel,
se abrirían para mí entonces, en aquellas tardes
primeras, las vertiginosas puertas de estos libros
que hoy conservo: La sombra y otros cuentos
de Andersen y Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimn,
en las baratas y cuidadas ediciones de Alianza.

Se aclaraba la garganta y bajo el bigote la voz,
en ese momento el niño que era yo sucumbía
a la magia que invocaban las palabras,
magia que le conduciría a vigilar su sombra
de repente presentida como un ser autónomo,
a pensar en princesas verdaderas que detectaban
guisantes bajo una montaña de almohadas,
a interrogarse con ceño fruncido si de verdad
en algún lugar del mundo los sapos hablaban.

Ahora sé que sí: lo hacían en los estanques
de aquellas frases que mi padre conjuraba
en el sofá de casa tras su trabajo de ingeniero.
En una ocasión le pregunté si él escribía
cuentos. Yo no sabía leer pero pensaba
que quien leía cuentos debería también querer
escribirlos. Confuso, sorprendido, imaginaba.

Recuerdo entre todos uno: La llave de oro.
Un niño sale a buscar leña en un crudo
día de invierno, entre la nieve encuentra
una llavecilla de oro, después un cofre
y en él una cerradura. Y entonces le dio
una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta
 que haya terminado de abrirlo y levante la tapa:
 entonces nos enteraremos de las cosas
 maravillosas que contiene el cofrecillo. Finalizó
mi padre abrupto la lectura. No podía creerlo,
me tomaba el pelo, tenía que saber
qué contenía el cofrecillo, necesitaba saberlo.
Insté a mi padre a que pasase el dedo
por las palabras según las repetía. Ni una más.
Éramos víctimas de un error. Llegué a coger
una lupa en busca de los restos de una supuesta
página arrancada donde, sin otra posibilidad,
tendría que encontrarse resuelto el misterio.

Puedo ver a mi padre: sonreía observando
a aquel niño que no sabía leer, su indagar
en el lomo esquivo de un libro de bolsillo.
Quizás él haya olvidado esta extraña escena
que regresa a mí con terquedad de símbolo,
porque, sin duda, lo más extraño de todo
es que tres décadas después
el niño que era yo, convertido en adulto,
aún sigue
buscando lo que había en aquel cofrecillo.







SEÑOR EN MI BARRIO

Trata de abrir la puerta por sí solo,
decidido con el costado empuja. Al verle, 
la camarera –rumana, quizás polaca-
le indica al dueño que le eche una mano.
Se acomoda en la barra, cerca de donde
en un libro me sumerjo acodado. Él también
pide café con leche. Siento curiosidad,
furtivo observo. La camarera le echa
el azúcar, lo agita, extrae la cuchara
y pone en el vaso oscuro una pajita
-parsimonia de rito repetido, asimilado-.
Después, él inclina la chaqueta y la chica
toma un billete de cinco euros del bolsillo,
la propina es generosa. Se despide
como un señor, con gesto sonriente,
firmes palabras desde un rostro seguro,
agradable bajo un tupé rubio de los años 50.

Sin embargo, otro día me crucé con él
en una céntrica calle de Madrid,
despojado de su cuidada chaqueta,
gastando una camisa sin mangas,
mostraba a los viandantes la ausencia
de sus brazos a la altura del hombro.
De rodillas, tras un cestillo, lastimero, imploraba.

Quería olvidar el borrador, evitar esta historia
que me provoca cierto reparo púdico, pero
hay algo encerrado en ella o en este hombre,
señor en mi barrio, que me llama, que se golpea
contra las paredes de mi cabeza buscando
la salida, que se demora en el poderoso
contraste entre esas imágenes y exige
un sentido, el remanso de una explicación.

Decidí sentarme a trabajar sobre el papel,
a dar forma a las palabras amontonadas,
sólo después de creer que había alcanzado
un final satisfactorio, una conclusión
que sirviera como cierre. Aquí la trascribo:

Puede que la clave del vigoroso interés
se encuentre en el hecho de que a mí,
como parece ocurrirle a este hombre,
también me gustaría poder distinguir
con nitidez diáfana todos los momentos
en los que la vida me va a permitir
ser un señor de los que, sin remedio,
me va a obligar a ser un mendigo.

Pero tras centrarme en dar forma a otros poemas
éste me sigue reteniendo, sé que algo en él
-o en mí- no funciona, y me llama de nuevo,
me hace ver que ese final sólo es satisfactorio
como construcción ficticia, como lógica
de palabras, pero no me exorciza
de la historia que contiene y me agrede
con su insuficiencia.
                                     Lo dejaré aquí,
sin embargo, como testigo, como aviso
para navegantes ante la autocomplaciencia
de las palabras, como un renovado fracaso.







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